–Y tú José -contestó vaporosamente Lucy, sin saber quién era Hera.
Nuevos aplausos recorrieron la arena cuando Alastair levantó su vaso y gritó un brindis:
–¡José! ¡Oiga usted, caballero! ¡Que se jodan sus hermanos, por envidiosos!
–¡Venid con nosotros, señor José! -exclamó Roben, a lo que siguió una furiosa orden de Charlie de que cerrase la boca.
Pero José no se movió de allí. Levantó su vaso y Charlie hubiera jurado en su loca imaginación que lo levantaba especialmente para ella, pero ¿cómo podía haber distinguido semejante detalle a veinte metros de distancia, un hombre brindando al tendido? Luego, él volvió a su libro. No les desairó; simplemente no hizo nada de más ni de menos, como lo expresaría después Lucy. Se limitó a ponerse otra vez boca abajo y seguir con su lectura, ¡y vaya si era un agujero de bala: la cicatriz de salida la tenía en la espalda, grande como un socavón! Mientras Lucy seguía embobada mirándole la espalda, se dio cuenta de que no era una sola cicatriz sino toda una exposición de las cicatrices: los brazos, marcados en la parte inferior del codo; los islotes de piel sin pelo sobre el envés de los bíceps; las vértebras restregadas -«como si alguien le hubiera pasado un estropajo al rojo vivo»- ¿no sería que alguien le había pasado por debajo de la quilla? Lucy se quedó un rato con él, haciendo como que leía el libro por encima de su hombro mientras él iba pasando páginas, pero queriendo en realidad acariciarle la espina dorsal, porque su espina dorsal, aparte de estar llena de cicatrices, era velluda y estaba como hundida en una oquedad muscular, su tipo favorito de columna. Pero no se la acarició, porque, como le dijo después a Charlie, habiéndole tocado una sola vez, no estaba segura de que ese contacto fuera otra vez factible. Se preguntaba -dijo Lucy en un insólito arranque de modestia- si al menos no debería llamar antes. Fue una frase que posteriormente quedó anclada en la memoria de Charlie. Lucy había pensado en vaciarle la cantimplora y llenársela de vino, pero como él no se había bebido el vino del vaso, quizá era que prefería el agua… Al final Lucy se puso de nuevo la jarra en la cabeza y regresó entre lánguidas piruetas al seno de la familia, donde relató lo sucedido casi sin aliento antes de quedarse dormida en el regazo de alguien. José fue considerado más impasible y enrollado que nunca.
El incidente que les puso a los dos formalmente en contacto ocurrió la tarde siguiente, y la circunstancia fue Alastair. Long Al se marchaba. Su agente le había enviado un telegrama, cosa que ya era un milagro de por sí. Hasta entonces se había supuesto unánimemente con cierta justicia que su agente no tenía conocimiento de esta costosa forma de comunicación. El telegrama había llegado a la granja a lomos de una Lambretta a las diez de aquella mañana. Willy y Pauly, que se habían quedado en cama hasta más tarde, lo habían llevado a la playa. En él se le ofrecía, con estas palabras, un posible papel importante en una película, y ello era una gran noticia para la familia, puesto que Alastair sólo tenía una ambición, que era protagonizar un largometraje de mucho presupuesto o, como decían ellos, romper en un filme. «Soy demasiado bueno para ellos -había aclarado él cada vez que la industria le rechazaba-. El resto del reparto ha de estar a mi altura; ése es el problema y esos cerdos lo saben muy bien.» Así que cuando llegó el telegrama todos se alegraron por Alastair, pero en el fondo se alegraban mucho más por sí mismos, pues empezaban a estar hartos de su agresividad. Estaban hartos por Charlie, que cada vez tenía la cara más amoratada de los golpes que le daba el otro, haciéndoles temer por su propia presencia en la isla. Charlie era la única que estaba molesta ante la perspectiva de su marcha, aunque su aflicción se dirigía sobre todo hacia sí misma. Al igual que ellos, hacía días que tenía ganas de perder de vista a Alastair. Pero ahora que sus oraciones habían sido escuchadas, sentía el vértigo de la culpa y el miedo de comprobar que una más de sus vidas se iba a extinguir.
La familia acompañó a Long Al hasta las oficinas que la Olympic Airways tenía en el pueblo. Su idea era entrar tan pronto abriesen después de la siesta para ponerle sano y salvo en el vuelo hacia Atenas de la mañana siguiente. Charlie acudió también, pero estaba blanca y medio mareada, y no dejó de abrazarse el pecho con los brazos como si estuviera aterida de frío.
–Qué coño, seguro que no queda ni una plaza libre -les advirtió-. Nos va a tocar quedarnos a ese cabrón durante semanas, ya veréis.
Pero se equivocaba. No sólo había plaza disponible para Long Al, sino un asiento reservado a su nombre y apellido, reserva hecha desde Londres por télex tres días atrás y confirmada otra vez el día anterior. Este descubrimiento disipó las últimas dudas que les quedaban. Long Al se encaminaba a su gran ocasión. Jamás le había pasado a ninguno del grupo una cosa semejante. Hasta la filantropía de sus patrocinadores empalidecía al lado de esto. ¡Que un
agente
-precisamente el de Al, considerado por consenso el mayor patán de todo el mercado de ganado- le reservara por télex ni más ni menos que un pasaje de avión!
–Ojo, yo a éste le dejo sin comisión -les dijo Alastair mientras tomaban unos ouzos esperando el autobús que había de llevarles de nuevo a la playa-. No pienso dejar que ningún otro parásito de mierda se lleve el diez por ciento de mis honorarios nunca más. Os lo digo
yo,
¡y gratis!
Un joven hippy de cabello pajizo, un tipo estrafalario que a veces se les pegaba, les recordó que toda propiedad era un robo.
Ansiosa por Alastair y totalmente apartada de él, Charlie torcía el gesto y no bebía nada. «Al», susurró en una ocasión, y alargó el brazo en busca de su mano. Pero Long Al era tan poco gentil en el éxito como en el fracaso o en el amor; aquella mañana Charlie se ganó un labio partido que lo demostraba, y no dejó de tocárselo melancólicamente con la punta de los dedos. Una vez en la playa, el monólogo de Al continuó tan inexorable como el sol. Anunció por último que antes de firmar exigiría dar su aprobación del director.
–Que no me vengan con uno de esos mariconazos ingleses, Charlie. Y en cuanto al guión, bueno, yo no soy esa clase de comicastros sumisos que se quedan sentados dejando que le larguen frases para soltarlas después como un loro. Ya
me
conoces, Charlie. Y si quieren saber cómo soy,
de verdad,
ya pueden ir haciéndose a la idea, como hay Dios, porque de lo contrario ellos y yo vamos a tener serios problemas. ¡Y habrá sangre, eso te lo aseguro!
En la cantina, Long Al ocupó la cabecera de la mesa a fin de recabar su atención, y fue entonces cuando todos cayeron en la cuenta de que habían perdido su pasaporte y su cartera, y su tarjeta Barclay y su billete de avión, y casi todas las cosas que un buen anarquista podía considerar como basura desechable de la sociedad esclavizada.
El resto de la familia, para empezar, no comprendió lo que había pasado. Era lo que le ocurría a menudo al resto de la familia. Pensaron que se estaba cociendo otra agria discusión entre Alastair y Charlie. Alastair la había cogido de la muñeca y se la estaba retorciendo, y Charlie hacía muecas mientras le mascullaba insultos a la cara. Entonces ella soltó un ahogado grito de dolor y acto seguido, en medio del silencio, ellos oyeron por fin lo que Al le había estado diciendo desde hacía un rato con esas u otras palabras:
–Te dije que metieras las cosas en el maldito bolso, tonta del culo. Estaban allí encima, en el despacho de billetes, y te lo dije, te
dije:
«Coge esto y mételo en tu bolso, Charlie.» Porque resulta que los
chicos,
a menos que sean un par de maricones
ingleses
como Willy y Pauly, los chicos no llevan bolso,
cariño,
¿te enteras,
cariño
? O sea que ya me estás diciendo dónde lo has metido todo. Vamos, nena. Maldita sea, ésa no es forma de impedir que un hombre cumpla su destino, ¿me oyes? Ésa no es forma de poner freno al chovinismo machista, por más celos que podamos tener del éxito de nuestro pariente. Mira, nena, tengo un
trabajo
que hacer allí, y muchos
castillos
que conquistar. ¡¿Está claro?!
Fue más o menos entonces, en el momento álgido del combate, cuando José hizo su entrada. Nadie parecía saber de dónde había salido; como dijo Pauly, era como si alguien hubiese frotado la lámpara. Por lo que se pudo establecer posteriormente, apareció por la izquierda, o dicho de otro modo, vino por la playa. Sea como fuere, el caso es que allí estaba de repente, con su bata multicolor y su gorra de golf inclinada hacia adelante, llevando en su mano el pasaporte de Alastair y la cartera de Alastair y el flamante pasaje de avión de Alastair, todo lo cual había sido recogido aparentemente de la arena, al pie de los escalones de la cantina. Inexpresivo, como mucho un poquitín perplejo, José contemplaba la escena entre los dos amantes en pie de guerra, esperando como un mensajero importante a que le prestaran atención. Y entonces depositó sus hallazgos sobre la mesa. Uno a uno. De súbito, no se oyó ni una mosca en toda la cantina, sólo el golpecito de cada objeto al dar contra la mesa. Finalmente, habló.
–Disculpen, pero me da la impresión de que pronto alguien va a echar esto de menos dentro de poco. Supongo que lo ideal en la vida sería valerse sin estas cosas, pero me temo que en realidad resultaría bastante difícil.
Nadie excepto Lucy había oído su voz hasta entonces, y Lucy estaba demasiado colocada para reparar en sus inflexiones o en nada que tuviera que ver con ello. Así pues, desconocían ese inglés suyo, ordenado y monótono, del que cualquier indicio de extranjería había sido subsanado. De haberlo conocido, todos lo habrían imitado. Primero hubo sorpresa, luego risas y después gratitud. Le rogaron que se sentara con ellos. José protestó, pero ellos insistieron con estridencia. Él era Marco Antonio ante la multitud enfervorecida: le
obligaron
a hacerlo. José los estudió a todos; sus ojos se fijaron en Charlie, siguieron la ronda y volvieron a posarse en Charlie. Por último, con una sonrisa de aceptación, capituló. «Bien, si insisten…», dijo; y ellos insistieron. Lucy, en calidad de vieja amiga, le abrazó. Pauly y Willy le hicieron los honores. Cada miembro de la familia, por turnos, se encaró a su mirada hasta que de pronto, fueron los duros ojos azules de Charlie contra los castaños de José, la furiosa turbación de Charlie contra la perfecta compostura de José de la cual había sido cuidadosamente borrado todo asomo de victoria, aunque sólo ella sabía que se trataba de un disfraz que ocultaba pensamientos y razones muy distintos.
–Ah, ya, Charlie, encantado -dijo él sin alterarse, y se dieron la mano.
Una teatral interrupción, y luego -como si por fin hubiera sido liberado de su cautividad y pudiera mostrarse libremente por primera vez- una sonrisa en toda regla, lozana como la de un colegial y doblemente contagiosa.
–Yo pensaba que Charlie era nombre de chico… -objetó él.
–Pues ya ves, soy una chica -dijo Charlie, y todos se echaron a reír, incluida ella, antes de que su luminosa sonrisa se retirara con la misma brusquedad hacia los estrictos límites de su confinamiento.
José se convirtió en la mascota de la familia durante los pocos días que a ésta le quedaban de vida. Aliviados tras la partida de Alastair, le adoptaron de buena gana. Lucy le hizo proposiciones, pero él declinó la invitación cortés e incluso sentidamente. Lucy le pasó la triste noticia a Pauly, quien experimentó un rechazo en cierto modo más firme: era una emocionante prueba adicional de que había hecho voto de castidad. Hasta la partida de Alastair la familia había asistido a una disminución de su vida comunitaria. Sus pequeños matrimonios se estaban rompiendo, y las nuevas combinaciones no lograban salvarlos; Lucy pensó que estaba embarazada, pero eso le pasaba a menudo, y con razón. Los grandes debates políticos habían fenecido por falta de impulso, pues lo máximo que sabían era que el sistema estaba contra ellos, y ellos contra el sistema; pero en Mykonos es un poco difícil dar con el sistema, sobre todo si es el que ha puesto el avión y ha pagado los pasajes. Por las noches, entre pan, tomates, aceite de oliva y retsina, habían empezado a hablar con nostalgia de la lluvia y los días fríos en Londres, y de las calles donde los domingos por la mañana uno podía oler a bacon frito. Y de repente Alastair hace mutis y sale a escena José para darle la vuelta a todo y brindarles una perspectiva nueva. La familia lo aceptó con avidez. No contentos con requisar su presencia en la playa y en la cantina, le prepararon una velada en la granja, y Lucy, haciendo el papel de futura madre, sacó platos de papel y sirvió queso y fruta. Sintiéndose ella misma expuesta a él por la partida de Al y asustada de sus turbulentas emociones, Charlie era la única que se mantenía aparte.
–¿Es que no
veis
que es un engañabobos, un cuarentón? No, no lo veis, ¿verdad que no? ¡No veis
literalmente
nada porque vosotros mismos sois un hatajo de pasotas engañabobos!
Se quedaron de piedra. ¿Y aquel espíritu suyo, antaño tan generoso? ¿Cómo iba a ser un engañabobos, le dijeron, si ya de entrada no pretendía ser nadie? ¡Venga, Chas, ábrele la puerta! Pero ella se negaba. En la cantina se estableció un orden natural para sentarse a la larga mesa, que José presidía calladamente en el centro por voluntad popular, identificándose con sus emociones, escuchando con los ojos, pero diciendo muy poca cosa. Cuando a Charlie le daba por ir a la cantina, se sentaba lo más lejos posible de él, a molestar o a burlarse, despreciándole por su accesibilidad. José le recordaba a su padre, le dijo a Pauly, como si eso lo explicara dramáticamente todo. Tenía exactamente el mismo empalagoso encanto, pero
corrupto
de los pies a la cabeza, Pauly; yo me di cuenta enseguida, pero no digas nada.
Pauly juró que no lo haría.
A Charlie le ha dado otra vez por meterse con los hombres, le explicó aquella noche Pauly a José; no era que Charlie tuviese nada personal, sino más bien político; su condenada madre era una especie de estúpida conformista, y su padre era un criminal de mucho cuidado, le dijo.
–¿Un padre criminal? -preguntó José con una sonrisa que sugería que conocía bien el paño-. Fascinante. Háblame de él. Vamos, insisto.
Y eso hizo Pauly, disfrutando de poder confiarle un secreto a José. Pero no era el único, puesto que después de comer, o de cenar, siempre había dos o tres que se quedaban a hablar de su talento teatral con su nuevo amigo, o bien de sus líos amorosos, o del calvario de su condición artística. Si les parecía que sus confesiones iban a quedar cortas de picante, ellos mismos se encargaban de añadir un poco para no aburrirle. José escuchaba muy seno cuanto tenían que decir, asentía muy serio, muy seno se reía un poquito; pero nunca les daba consejos ni, tal como descubrirían pronto para sorpresa y admiración suya, traficaba con información: las cosas le entraban y se quedaban allí. Mejor aún, nunca competía con sus monólogos, prefiriendo dirigir desde la sombra haciéndoles con mucho tacto preguntas personales acerca de ellos y, puesto que ella aparecía a menudo en sus pensamientos, también sobre Charlie.