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Authors: John Le Carré

Tags: #Terrorismo, intriga, policíaca

La chica del tambor (16 page)

BOOK: La chica del tambor
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–Pero hombre de Dios -protestó inciertamente-. ¡No ponga esa cara! ¿Qué hay de malo en que a ella se le den bien las entrevistas? Muchas chicas suelen meter la pata hasta el fondo en ocasiones semejantes. Si eso es lo que busca, ¡conozco a un montón!

Pero aún no se había ganado las simpatías de Litvak, cuya única respuesta fue mirar brevemente a Kurtz como para decir «su testigo», y luego seguir con la cabeza gacha mirando el mantel. «Una comedia para dos actores -le diría más tarde Ned a Marjory con tristeza-. Daba la sensación de que podían haber intercambiado los papeles a vuelta de ojo.»

–Ned -dijo Kurtz-, si contratamos a Charlie para este proyecto, va a estar sometida a muchos riesgos, y lo de
muchos
lo digo en serio. Una vez que hayamos empezado, su pupila deberá enfrentarse a la experiencia de ver toda su vida reflejada en directo. No sólo su vida amorosa, su familia, sus gustos sobre poesía y música pop. No sólo la historia de su padre, sino también su religión, sus actitudes, sus opiniones.

–Y sus ideas políticas -susurró Litvak, rastrillando las últimas migas. Ante lo cual Ned sufrió una suave pero inequívoca pérdida de apetito y dejó los cubiertos mientras Kurtz seguía su vibrante discurso:

–Nuestros patrocinadores en este proyecto, Ned, son buena gente del Medio Oeste americano. Gente con todas las virtudes. Muchísimo dinero, hijos desagradecidos, segundas residencias en Florida, valores saludables, en fin. Pero
sobre todo,
valores saludables. Y quieren que esos valores queden reflejados en esta producción, a lo largo de toda la obra. Podemos reírnos un poco de ello, llorar un poco, si queremos, pero así es la realidad, así es la televisión y es de ahí de donde sale el dinero.

–Y así es América -dijo patrióticamente Litvak por lo bajo, hablándole a las migas.

–Seremos sinceros con usted, Ned. Le seremos francos. Cuando por fin nos decidimos a escribirle, todo estaba dispuesto, salvo que no habíamos podido conseguir ulteriores consentimientos, para liberar a Charlie de sus compromisos, pagando, y prepararle el camino hacia la puerta grande. Pero no le voy a ocultar que en los dos últimos días, Karman y yo hemos oído contar ciertas cosas que nos han hecho sentar a reconsiderarlo todo. Respecto a su talento, no hay problema. Charlie tiene magníficas dotes teatrales, sin duda, es aplicada y tiene mucho aún que ofrecer. Pero si es
fiable
dentro del contexto de esta idea, si podemos
arriesgamos con
ella, Ned, necesitamos que nos asegure usted que estas cosas no van en serio.

Fue Litvak nuevamente quien puso el dedo en la llaga. Dejando por fin las migas, había doblado su dedo índice derecho bajo el labio inferior y miraba melancólicamente a Ned desde sus gafas de montura negra.

–Hemos oído decir que Charlie es radical -dijo-. Que está pero que muy metida en política, que es militante. Hemos oído decir que actualmente está ligada a un muy insensato joven anarquista, una especie de loco. No pretendemos condenar a nadie en virtud de frívolos rumores, pero lo que nos ha llegado, Mr. Quilley, es que su protegida es como la madre de Fidel y la hermana de Arafat juntas, y con pinta de zorra.

Ned miró primero a uno y luego al otro, y por un momento tuvo la alucinación de que aquellos dos pares de ojos estaban controlados por un solo nervio óptico. Tenía ganas de decir algo pero se sentía como pez fuera del agua. Se preguntó si no se habría bebido el Chablis más deprisa de lo que era prudente. Sólo podía pensar en uno de los aforismos preferidos de Marjory: en esta vida no hay gangas.

El desaliento de Ned era algo así como el pánico del que se sabe viejo e indefenso. No le parecía estar físicamente a la altura de su tarea; se sentía demasiado débil y cansado. Los americanos en general le ponían nervioso; y la mayoría le asustaban, ya fuera por su saber, por su ignorancia o por ambas cosas. Pero aquellos dos, que ahora le miraban embobados mientras él trataba de dar con una respuesta, le inspiraban un terror espiritual para el cual no estaba en modo alguno preparado. En cierto modo, e inútilmente, estaba también muy enfadado. Detestaba los chismorrees. Del tipo que fueran. Los consideraba la plaga de su profesión. Había visto carreras arruinadas por su culpa; aborrecía los chismorrees, y se le podía encender la cara y volverse casi grosero cuando alguien que no le conocía bien le venía con algún chisme. A Ned le gustaba hablar a la gente abiertamente y con cariño, exactamente como había hablado de Charlie durante hacía diez minutos. Maldita sea, quería a esa chica. Llegó a pasársele por la cabeza decirle esto a Kurtz, lo cual hubiera sido un atrevimiento por parte de Ned, qué duda cabe, y debió de pasársele también por la cara porque le pareció ver que Litvak empezaba a preocuparse, dispuesto ya a echarse un poco atrás, y que la cara extraordinariamente móvil de Kurtz se resquebrajaba en una sonrisa de «vamos-Ned-no-me-diga». Pero su incurable cortesía le contuvo una vez más.

Además, eran extranjeros y tenían criterios completamente distintos. Por otra parte, debía admitir, a regañadientes, que habían venido para algo, que tenían unos patrocinadores que contentar, e incluso en cierto sentido una corrección más o menos terrible, y que él, Ned, debía aceptar sus condiciones o arriesgarse a echar a perder el trato y con ello todas las esperanzas que había depositado en Charlie. Puesto que había en juego otro factor que Ned, en toda su fatal sensatez, estaba también obligado a reconocer, esto es, que aun cuando su proyecto resultara ser horrible, como él empezaba ya a suponer, que aunque Charlie desperdiciara todos sus papeles o subiera a escena borracha o pusiera cristales rotos en la bañera del director, nada de lo cual dada su profesionalidad podía ella contemplar ni por un instante, pese a todo, su carrera, su estatus, su mero valor comercial, podrían por fin dar ese salto de gigante tan anhelado al que, bien pensado, no tenían por qué renunciar nunca.

Kurtz, en todo ese rato, había seguido hablando sin inmutarse.

–Queremos su
consejo,
Ned -estaba diciendo con seriedad-. Su
ayuda.
Necesitamos saber que este asunto no nos va a estallar en las narices al segundo día de rodaje. Porque voy a decirle una cosa. -Un dedo corto y fuerte le apuntaba como un cañón de pistola-. No va a haber nadie en todo el estado de Minnesota que pague un cuarto de millón de dólares por una rejilla enemiga de la democracia, caso de que ella lo sea, y nadie de Gold amp; Karman le va a aconsejar que se haga el harakiri invirtiendo su dinero.

Para empezar, como mínimo, Ned se recuperó bastante bien. No pidió disculpas por nada. Les recordó, sin perder terreno en ningún momento, lo que les había contado de la infancia de Charlie, y señaló que lo normal en su caso habría sido terminar siendo una delincuente juvenil en toda regla, o -como su padre- carne de prisión. En cuanto a sus ideas políticas o como quisieran llamarlas, dijo, en los nueve años y pico que él y Marjory la conocían, Charlie había sido apasionadamente contraria al apartheid -«De eso no se la puede culpar, ¿no creen?» (aunque ellos parecían pensar que sí)-, pacifista militante, sufista, manifestante antinuclear, antiviviseccionista y, hasta que volvió a ser fumadora, un paladín de las campañas antitabaco en teatros y metro. Y no le cabía duda de que antes de que la Parca se la llevara consigo, muchas otras causas diferentes atraerían sus románticos aunque breves auspicios.

–Y usted ha estado a su lado todo este tiempo -dijo Kurtz maravillado-. Eso me parece de perlas, Ned.

–¡Cómo habría hecho por cualquiera de ellos! -replicó Ned con un destello de valor-. ¡A la porra todo lo demás, Charlie es
actriz
! No hay que tomarla tan en serio. Mi querido amigo, los actores no tienen
opiniones,
menos aún las actrices. Tienen estados de ánimo. Manías. Poses. Pasiones de un día. Qué caramba, hay muchas cosas que funcionan mal en el mundo. Los actores se pirran por las soluciones dramáticas. Que yo sepa, puede que cuando ustedes lleguen a la calle, Charlie haya visto la luz divina.

–Políticamente no, eso seguro -dijo maliciosamente Litvak por lo bajo.

Durante unos momentos más, con el acicate de su copa de vino, Ned siguió sin desviarse de su osada trayectoria. Le invadía una especie de vértigo. Oía las palabras dentro de su cabeza; las repetía, sintiéndose nuevamente joven y totalmente divorciado de sus propias acciones. Habló de los actores en general y sobre cómo les perseguía «un terror absoluto a la irrealidad». De cómo en el escenario eran capaces de representar todas las angustias humanas y fuera de él eran como vasijas vacías esperando que alguien las llenara. Habló de su timidez, de su pequeñez, de su vulnerabilidad y de su costumbre de disfrazar dichas debilidades con palabras altisonantes y extremadas que tomaban del mundo de los adultos. Habló de su obsesión por sí mismo, de cómo se veían sobre el escenario las veinticuatro horas, en el parto, bajo el bisturí, enamorados. Y luego se quedó sin habla, algo que últimamente le pasaba demasiado a menudo. Perdió el hilo, perdió el brío. El camarero trajo al carrito de los licores. Bajo la fría mirada de sus sobrios anfitriones, Quilley escogió a la desesperada un Marc de Champagne y dejó que el camarero le sirviera una generosa copa antes de decirle que parara con grandes aspavientos. Entretanto, Litvak se había recuperado lo suficiente para replicar con una buena idea. Introduciendo sus largos dedos en su chaqueta, extrajo una de esas libretas con forro de piel de cocodrilo de imitación y cantos de latón para las hojitas.

–Propongo que empecemos desde el principio -dijo suavemente, más para Kurtz que para Ned-.
Dónde, cuándo, con quién, cuánto tiempo.
-Trazó un margen, presumiblemente para las fechas-. Reuniones en las que ha participado. Manifestaciones. Peticiones, marchas. Todo cuanto pueda haber llamado la atención del público. Cuando lo tengamos todo sobre el tapete, podremos hacer una evaluación fundamentada. O corremos el riesgo o salimos sigilosamente por la puerta de atrás. ¿Cuándo, que usted sepa, Ned, fue la primera vez que Charlie se metió en política?

–Me gusta -dijo Kurtz-. Me gusta el método, y creo que a Charlie le irá bien. -Y consiguió decir esto como si a Litvak se le hubiera ocurrido aquel plan allí mismo, en vez de ser el producto de horas y horas de discusión preparatoria.

Así que Ned les contó también aquello. Cuando le era posible les doraba la píldora, en un par de ocasiones dijo alguna mentirijilla, pero básicamente les contó lo que sabía. Tuvo recelos, claro está, pero vinieron después. Tal como le explicó a Marjory, en aquel momento se vio arrasado por ellos. Tampoco es que supiera gran cosa. Bueno, sí, lo del antiapartheid y las marchas antinucleares… al fin y al cabo eso era cosa de dominio público. Luego había lo del Teatro de la Reforma Radical, con el que Charlie había viajado a veces; eran los que se pusieron tan pesados delante del National, impidiendo que siguieran las representaciones. Y una gente autodenominada Acción Alternativa en Islington, quince majaretas que habían formado una facción trotskista. Y luego un grupo de mujeres espantosas con el que había participado en una aparición ante el ayuntamiento de St. Pancras, llevándose a Marjory consigo para hacerle ver la luz. Y luego aquella vez, hacía dos o tres años, que había telefoneado en plena noche desde la comisaría de Durham, pidiéndole a Ned que fuera a pagar la fianza, tras ser arrestada en una juerga antinazi a la que se había apuntado.

–¿Fue esto lo que provocó toda esa publicidad y que su foto saliera en los periódicos, Mr. Quilley?

–No, eso fue en Reading -dijo Ned-. Unas semanas después.

–¿Qué fue lo de Durham, entonces?

–No lo sé con exactitud. Es un tema que me tengo prohibido, a decir verdad. Son cosas que uno oye por error. ¿No había en Durham un proyecto de central nuclear? Son cosas que se olvidan. Así de fácil. Últimamente está mucho más moderada, saben. Ni la mitad de incendiaria de lo que ella pretendía ser, eso se lo aseguro. Y mucho más madura. Sí, señor.

–¿Pretendía, dice? -repitió Kurtz.

–Háblenos de Reading, Mr. Quilley -dijo Litvak-. ¿Qué pasó allí?

–Oh, pues algo por el estilo. Alguien prendió fuego a un autobús y les acusaron a todos. Protestaban contra la reducción de servicios para la tercera edad, me parece. O ¿era algo de no admitir conductores de color? El autobús estaba vacío, por supuesto -añadió-. Nadie resultó
herido.

–Santo Dios -dijo Litvak, y miró a Kurtz, cuyo interrogatorio adoptó a continuación el tono de un melodrama de jueces y abogados:

–Ned, acaba usted de señalar que Charlie podría haber suavizado un poco sus convicciones. ¿Es eso a lo que se refiere?

–Eso creo, sí. Si es que sus convicciones fueron alguna vez realmente fuertes, claro. No es más que una impresión, pero Marjory piensa lo mismo. Estoy seguro.

–¿Le confió Charlie semejante cambio de opinión, Ned? -le interrumpió Kurtz con bastante brusquedad.

–Yo lo que creo es que tan pronto ella consiga una oportunidad como ésta…

Kurtz le arrolló:

–¿O tal vez a la señora Quilley?

–Bueno, no, la verdad es que no.

–¿Hay alguien más en quien ella
pudo
haber confiado? ¿Ese anarquista amigo suyo, por ejemplo?

–Oh, qué va. Ése no se entera de nada.

–Ned, ¿hay alguien más aparte de usted (piénselo detenidamente, por favor: amiga, amigo, puede que una persona mayor, un amigo de la familia) a quien Charlie
podría
haber confiado un cambio de posición semejante? ¿Su
alejamiento
del radicalismo político?

–No que yo sepa, no. No, no se me ocurre nadie. En ciertos aspectos es muy cerrada. Más de lo que ustedes piensan.

Entonces ocurrió lo más extraordinario. Ned le contó posteriormente a Marjory todos los pormenores. Para escapar al incómodo y, a juicio de Ned, histriónico fuego cruzado de aquellas dos miradas sobre él, Ned había estado jugueteando con su copa, mirando en su interior y haciendo rodar el Marc. Al tener la sensación de que Kurtz se había tomado un respiro en su alocución, Ned alzó los ojos e interceptó en las facciones de Kurtz una expresión de manifiesto alivio, que estaba comunicando en ese momento a su socio Litvak: la verdadera satisfacción por saber que Charlie, después de todo, no había suavizado sus convicciones. O, en el caso contrario, que no lo hubiera confesado a nadie de importancia. Al mirarlos de nuevo, la expresión ya no estaba. Pero ni siquiera Marjory pudo convencerle después de que habían sido imaginaciones suyas.

BOOK: La chica del tambor
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