–Ned -dijo Kurtz, eligiendo el momento exacto para su intervención-, Ned, quiero explicarle un poco quiénes somos y por qué le escribimos y por qué le estamos robando su precioso tiempo.
–Adelante, amigos míos, encantado -dijo Ned, y, sintiéndose completamente otro, cruzó sus cortas piernas y esbozó una sonrisa atenta mientras Kurtz se disponía tranquilamente a adoptar sus métodos de persuasor.
Por la amplia frente abombada de Kurtz, Ned supuso que sería húngaro, pero podría haber sido checo o de cualquiera de esos sitios. Tenía una voz sonora y potente por naturaleza y un acento centroeuropeo que el Atlántico no había conseguido empantanar todavía. Hablaba tan rápido y fluido como un anuncio radiofónico, y sus brillantes ojillos parecían escuchar cuanto decía mientras su brazo derecho lo hacía todo trizas a base de pequeños y contundentes hachazos. Él, Gold, era el abogado de la familia, le explicó Kurtz; Karman era más bien la parte creativa, con antecedentes de guionista, agente y productor, principalmente en Canadá y el Medio Oeste. Hacía poco habían abierto oficinas en Nueva York, en donde sus actuales intereses iban por la línea de la programación independiente para televisión.
–Nuestro papel creativo, Ned, se ve restringido en un noventa por ciento a buscar una idea aceptable para los canales y sus financieras. Las ideas se las vendemos a los patrocinadores y la producción la dejamos para los productores. Punto.
Había concluido y mirado su reloj con un ademán extrañamente absorto, y ahora le tocaba a Ned el turno de decir algo que sonara inteligente, cosa que se le daba bastante bien. Ned frunció el ceño, alargó el brazo con que sostenía la copa, y con los pies esbozó una lenta y deliberada pirueta, respondiendo de modo instintivo a la mímica de Kurtz.
–Pero, hombre. Si se dedican a la programación, ¿de qué les servimos los agentes? -protestó-. ¿Qué pintamos nosotros, digo yo, si ustedes ya se encargan de todo? ¿Entiende lo que le quiero decir?
Para sorpresa de Ned, Kurtz prorrumpió en la más animada y contagiosa carcajada. Ned creía haber sido también él bastante ingenioso, a decir verdad, y haber hecho algo bueno con los pies; pero nada de ello estaba a la altura de lo que Kurtz pensaba. Sus ojillos se cerraron, se alzaron sus potentes hombros, y Ned sólo supo que acto seguido la habitación se llenó del entusiasta repique de su hilaridad eslava. Al mismo tiempo, su cara se rompió en un sinfín de desconcertantes surcos. Hasta entonces, según cálculos de Ned, Kurtz había tenido como mucho cuarenta y cinco años; de repente, tenía la edad de Ned: frente, cuello y mejillas frágiles como el papel, con unas fisuras que parecían cuchilladas. Aquella transformación incomodó a Ned. Se sentía como estafado. Una especie de caballo de Troya humano, se lamentaría después a su esposa Marjory. Haces pasar a un dinámico vendedor del negocio del espectáculo, y de golpe y porrazo te sale un Mr. Punch sesentón. Qué cosa más rara.
Pero esta vez fue Litvak quien aportó la crucial y muy ensayada respuesta a la pregunta de Quilley, una respuesta de lo que dependía todo lo demás. Inclinando su larguirucho y anguloso cuerpo sobre sus rodillas, Litvak abrió la mano derecha, estiró los dedos, se agarró uno y le empezó a hablar arrastrando las palabras con acento de Boston, producto de un trabajo de chinos bajo la tutela de profesores judíos americanos.
–Verá, Mr. Quilley -empezó, y con tanto fervor religioso que parecía estar comunicando un secreto místico-. Lo que tenemos pensado es un proyecto totalmente original. Sin precedentes ni imitadores. Cogemos dieciséis horas de televisión, las de máxima audiencia, digamos que en otoño e invierno; formamos una compañía teatral de matiné con actores itinerantes. Un puñado de actores de repertorio con mucho talento, ingleses y americanos mezclados, amplia gama de razas, personalidades e interacción humana. Llevamos esta compañía de ciudad en ciudad, cada actor representa un número variado de papeles, sean protagonistas o secundarios. Sus verdaderas relaciones, la historia real de sus vidas, nos proporcionan una bella dimensión humana que contribuirá a despertar el interés del público. Habrá representaciones en directo en todas las ciudades.
Litvak levantó los ojos con suspicacia como si creyera que Quilley había dicho algo, pero Quilley no había abierto la boca en absoluto.
–Verá, Mr. Quilley. Viajamos con la compañía -prosiguió Litvak, bajando la voz a medida que su fervor se incrementaba-, montamos en el autobús de la compañía, les ayudamos a trasladar los decorados. Nosotros, como público, compartimos sus problemas, sus malísimos hoteles, intervenimos en sus peleas y sus romances. Nosotros, como público, ensayamos con la compañía. Compartimos los nervios de su debut, leemos las críticas al día siguiente, nos alegramos con sus éxitos y nos afligimos con sus fracasos, escribimos cartas a los familiares… Devolvemos al teatro la aventura y su espíritu original. La relación perdida entre actor y público.
Quilley pensó por un momento que Litvak había terminado, pero éste sólo estaba escogiendo otro dedo con el que seguir hablando.
–Utilizamos obras del teatro clásico, Mr. Quilley, nada de derechos de autor, todo a muy bajo coste. Vamos por los pueblos. Contratamos actores y actrices nuevos o relativamente desconocidos, alguna estrella de vez en cuando para sacarle un poco de jugo, pero se trata básicamente de promocionar nuevos talentos e invitarlos a que demuestren todo el alcance de su versatilidad en un mínimo de cuatro meses, probablemente prorrogables más de una vez. Para los actores, experiencia, mucha publicidad, bonitos espectáculos, nada de cochinadas, y a ver qué pasa. Ésa es nuestra idea, Mr. Quilley, y a nuestros patrocinadores parece que les ha gustado mucho.
Y entonces, antes de que Quilley tuviera tiempo para felicitarles, cosa que le gustaba hacer siempre que alguien le contaba una idea, Kurtz había entrado ya en escena para tomar el relevo.
–Queremos contratar a Charlie, Ned -anunció; y, con el entusiasmo de un heraldo shakesperiano portador de noticias de victoria, alzó aparatosamente su brazo derecho y lo dejó suspendido en el aire.
Exaltado, Ned hizo ademán de hablar, pero se encontró con que Kurtz se le había adelantado otra vez.
–Mire, Ned, estamos seguros de que Charlie es una actriz de talento, gran versatilidad y sobrada de recursos. Necesitamos que nos aclare un par de cosillas con cierta urgencia… Yo creo que podemos ofrecerle a Charlie la oportunidad en el firmamento teatral de un lugar que estoy seguro ni usted ni ella lamentarán.
Una vez más Ned trató de hablar, pero ahora fue Litvak el que le dejó con la palabra en la boca:
–Lo tenemos todo dispuesto para ella, Mr. Quilley. Denos sólo un par de respuestas a un par de cuestiones y Charlie no tardará en estar en la cumbre del estréllate.
De repente se hizo el silencio, y no hubo más música para Ned que los latidos de su propio corazón. Dejó escapar el aire de los carrillos y, procurando aparentar ser un hombre sistemático, tiró por turnos de sus elegantes puños. Se ajustó la rosa que Marjory le había puesto esa misma mañana en el ojal con la habitual recomendación de no beber mucho durante el almuerzo. Pero Marjory habría pensado de muy otra manera si hubiera sabido que, lejos de querer comprarle el negocio a Ned, estaban en realidad proponiéndole dar a su querida Charlie su tan esperada oportunidad. Si ella lo hubiera sabido, bueno, la vieja Marjory habría levantado toda prohibición, vaya que sí.
Kurtz y Litvak tomaron té, aunque en The Ivy no se alteran en absoluto ante semejante excentricidad, y en cuanto a Ned, no necesitó de mucha persuasión para escoger una más que decente botella de la lista y, ya que ellos parecían insistir, un enorme y escarchado vaso del Chablis de la casa para acompañar su salmón ahumado de primero. En el taxi, que tomaron huyendo de la lluvia, Ned había empezado a relatarles la historia de cómo Charlie se había convertido en cliente suyo. En The Ivy retomó el hilo.
–Me dejó absolutamente prendado. Nunca me había pasado una cosa igual. Un viejo tonto, eso es lo que era yo; no tan viejo como ahora, pero tonto al fin. La obra no valía gran cosa. Una revista pasada de moda, con pretensiones de modernidad. Pero Charlie estaba magnífica. La
dulzura amparada,
eso es lo que busco yo en las chicas. -En realidad, la expresión era herencia del padre de ella-. En cuanto cayó el telón, me lancé en busca de su camerino (si es que podía llamarse así), hice mi papel de Pigmalión y la contraté allí mismo. Ella me tomó por un viejo verde. Tuve que ir a por Marjory para convencerla. ¡Ja, ja!
–¿Qué ocurrió después? -dijo Kurtz con gran simpatía, pasándole un poco más de pan integral y mantequilla-. ¿Rosas y todo eso?
–¡Oh, no, qué va! -protestó Ned con candidez-. Charlie era como todas las chicas de esa edad. Salen rebotadas de la escuela de teatro pensando en el estrellato y con la cabeza llena de promesas. Hacen dos o tres papeles, se compran un piso o cualquier otra tontería y de repente todo se acaba. Nosotros lo llamamos la hora del crepúsculo. Unas lo superan y otras no. Salud.
–Pero Charlie sí -intervino suavemente Litvak, y sorbió su té.
–Ella perseveró. Sudó tinta. No fue nada fácil, pero cuándo lo es. Le ha llevado años. Demasiado, se diría. -Le sorprendía verse embargado por la emoción, cosa que, a juzgar por sus caras, les sucedía también a ellos-. Bueno, parece que ahora recogerá sus frutos, ¿no es así? Oh, yo me alegro
mucho
por ella. De veras. Sí, señor.
Y hubo otra cosa curiosa, le dijo Ned a Marjory después. O puede que fuera la misma, que se repetía. Se refería al modo en que aquellos dos cambiaban de carácter con el paso de las horas. Allá en el despacho, por ejemplo, no le habían permitido meter baza. Pero en The Ivy le dejaron todo el escenario para él y asintieron puntualmente a todas sus frases sin apenas cruzar palabra entre ellos. Y luego…, bueno, luego fue harina de otro maldito costal.
–La infancia, terrible, por supuesto -dijo Ned con orgullo-. Por lo que yo sé, muchas chicas pasan por eso. De ahí que se sientan tentadas por las fantasías, por la simulación, por ocultar sus emociones. Por copiar a personas que parecen más felices. O más infelices. Por robarles un poco de su personalidad… que, al fin y al cabo, es en lo que consiste el teatro. Desdicha. Robo. Estoy hablando demasiado. Salud otra vez.
–Terrible,
¿en qué sentido, Mr. Quilley? -preguntó respetuosamente Litvak, como alguien que investiga a fondo la cuestión de lo terrible-. La infancia de Charlie: ¿cómo de terrible?
Haciendo caso omiso de lo que sólo después vio que era una mayor gravedad en los modales de Litvak y también en la mirada de Kurtz, Ned les confió todo cuanto había llegado a saber casualmente durante los escasos e íntimos almuerzos a los que él la había invitado de vez en cuando en el piso superior de Bianchi’s. La madre es una papanatas, dijo Ned. El padre es una especie de pequeño estafador bastante siniestro, un corredor de bolsa que había ido a la ruina y que afortunadamente había muerto ya, uno de esos embusteros de argumentos rebuscados que piensan que Dios les ha metido el quinto as en la manga. Acabó entre rejas. Allí murió. Curioso.
Una vez más, Litvak hizo una breve intervención:
–¿Dice usted que murió en la cárcel, señor?
–Y allí está enterrado. La madre estaba tan amargada que no quiso malgastar el dinero para mover el cadáver.
–¿Fue Charlie quien le contó esto?
Quilley estaba perplejo:
–¿Quién, si no?
–¿Algún colateral? -dijo Litvak.
–¿Algún
qué
? -dijo Ned, reavivados de repente sus temores a una absorción.
–Corroboración, señor. Alguna confirmación procedente de partes no directamente relacionadas. Ya se sabe que las actrices…
Pero Kurtz intervino con una sonrisa paternal:
–No le haga caso, Ned -le aconsejó-. Mike tiene una vena muy suspicaz. ¿No es así, Mike?
–Pensándolo bien, puede que sí -concedió Litvak con una voz apenas más fuerte que un suspiro.
Fue entonces y sólo entonces cuando a Ned se le ocurrió preguntar qué habían visto del trabajo de Charlie, y se llevó una agradable sorpresa cuando resultó que se habían tomado muy a pecho su investigación. No sólo habían conseguido secuencias de todas las apariciones televisivas de pequeña importancia realizadas por Charlie hasta ahora, sino que se habían molestado en llegarse hasta la horripilante Nottingham en una anterior visita para ver su representación de
Santa Juana.
–¡Que me aspen si no son ustedes un par de listos! -exclamó Ned cuando los camareros despejaron la mesa y prepararon las cosas para el pato asado-. Si me lo hubieran dicho, yo mismo les habría llevado a Nottingham o, si no, Marjory. ¿Estuvieron en los camerinos, la llevaron a comer? ¿No? ¡Vaya, hombre, qué pena!
Kurtz se permitió un instante de vacilación y su voz sonó algo más grave. Luego echó un inquisitivo vistazo a su socio Litvak, y éste asintió ligeramente con la cabeza en señal de aliento.
Ned -dijo-, para serle franco, no nos pareció que fuera adecuado dadas las circunstancias.
–¿Cuáles son esas circunstancias? -preguntó Ned, suponiendo que se refería a algún aspecto de la ética de los agentes-, ¡Santo Dios, aquí no somos así, hombre! Si uno quiere hacer una proposición, la hace y listo. Yo no les voy a pedir ningún recibo. ¡Ya me cobraré la comisión algún día, no se preocupen!
Y entonces Ned se quedó callado porque aquellos dos, le dijo a Marjory, estaban tan cariacontecidos como si hubieran comido una ostra mala. Con concha y todo.
Litvak se humedeció cuidadosamente los finos labios.
–¿Le importa que le haga una pregunta? -dijo.
–Mi querido amigo… -dijo Ned, desconcertado.
–¿Sería tan amable de decirnos, a su juicio, qué tal lo hace Charlie en las entrevistas?
Ned dejó su copa de vino en la mesa.
–¿Entrevistas? Ah, bueno, si eso es lo que le preocupa, le aseguro que se le dan de maravilla. Es genial. Sabe instintivamente lo que buscan los chicos de la prensa y, llegado el caso, cómo proporcionárselo. Un verdadero camaleón, así es ella. Ahora está un poquito descentrada, ya se lo digo yo, pero verán como le coge el tranquillo en un par de días. Por ese lado no pasen ningún apuro. -Tomó un largo trago de vino para tranquilizarles-. No señor.
Pero a Litvak no llegó a levantarle tanto la moral esa noticia como Ned esperaba. Apretando los labios en un gesto de preocupada desaprobación, empezó a reunir migas sobre el mantel con sus largos y delgados dedos. Y consecuentemente Ned hubo de bajar también él la cabeza y ladear la cara esforzándose por sacar a Litvak de su tristeza.