Después de aquello iba diariamente a la oficina de correos, incluso dos veces el mismo día, hasta que se convirtió en un personaje típico del lugar aunque sólo fuera porque siempre se volvía con las manos vacías y con aspecto cada vez más perturbado; una interpretación magistral y bien dirigida que ella cuidaba con esmero y que José, en calidad de director en la sombra, había presenciado más de una vez mientras compraba sellos en el mostrador contiguo.
Durante ese período, y en la esperanza de hacerle cobrar vida, envió tres cartas a París a nombre de Michel, implorándole que escribiera y diciéndole que le quería y que le perdonaba su silencio. Fueron éstas las primeras cartas redactadas y pensadas por sí misma. Al echarlas al buzón se sintió misteriosamente aliviada, tal vez porque daban autenticidad a las precedentes y a sus supuestos sentimientos. Cada vez que escribía una carta la llevaba a un buzón especialmente designado y suponía que había gente vigilándola, pero había aprendido a no mirar ni pensar en ello. En una ocasión divisó a Rachel en la ventana de un Wimpy con aspecto muy inglés y desaliñada. En otra, Raoul y Dimitri pasaron por su lado montados en una moto. La última de sus cartas a Michel la mandó por correo urgente desde la misma oficina donde pedía inútilmente su correspondencia, y tras franquear el sobre garabateó en el dorso «Por favor por favor por favor por favor cariño: escribe», en tanto José aguardaba pacientemente detrás de ella.
Paulatinamente, empezó a considerar que aquellas últimas semanas de su vida eran como una copia muy ampliada y otra más pequeña. La copia ampliada era el mundo en que vivía y la pequeña el mundo del que entraba y salía a hurtadillas cuando el mundo grande no la observaba. Ni la más clandestina aventura con el más casado de los hombres había sido tan secreta.
Al quinto día tuvo lugar el viaje a Nottingham. José adoptó precauciones excepcionales. La recogió un sábado por la tarde en una parada de metro y la trajo el domingo por la tarde. Se presentó con una estupenda peluca rubia para ella y ropa de recambio, incluido un abrigo de pieles, dentro de una maleta. Había organizado una cena de última hora que, como la original, fue horrenda; en mitad de la misma, Charlie sintió un pánico absurdo a que el personal pudiera reconocerla a pesar de la peluca y del abrigo de pieles, y exigió saber de José qué había ocurrido con su verdadero amor.
Luego fueron a la habitación, con sus dos castas camas individuales que en la ficción habían colocado juntas, poniendo los colchones de través. Charlie pensó por un momento que aquella vez sí iba a ser. Al salir del baño vio a José cuan largo era tumbado sobre la cama, ahora doble, mirándola; ella se tumbó a su lado, posó su cabeza en el pecho de él para luego levantar la cabeza y empezar a darle besos ligeros y seleccionados en sus puntos preferidos, primero las sienes, luego las mejillas y por último los labios. José le acarició la cara y empezó a devolverle los besos sin retirar la mano de su mejilla y con los ojos abiertos. Acto seguido, la apartó suavemente, se sentó en la cama… y le dio un último beso: el de despedida.
–Escucha -dijo mientras recogía su chaqueta.
Sonreía con su hermosa, amable y mejor sonrisa. Charlie escuchó la lluvia de Nottingham repicar en la ventana; la misma lluvia que les había retenido en la cama durante dos noches y un largo día.
A la mañana siguiente repitieron con nostalgia las mismas excursiones que ella y Michel habían hecho juntos por los alrededores, hasta que el deseo les obligó a volver al motel; José le aseguró que sólo era para ganar confianza mediante la visualización de los recuerdos. Entre una lección y otra, a modo de paliativo, le enseñaba lo que él llamaba «señales silenciosas», e incluso un sistema de escritura secreta empleando un paquete de cigarrillos Marlboro, que ella no pudo por menos que tomarse a la ligera.
Quedaron varias veces en una sastrería de teatro situada detrás del Strand, normalmente después de los ensayos.
–Viene para probar, ¿verdad, cielo? -le decía una impresionante rubia sesentona envuelta en gasas siempre que Charlie aparecía por la puerta-. Así me gusta, muñeca. -Y la hacía pasar a la habitación trasera donde José la esperaba sentado como un cliente de burdel.
El otoño te sienta bien, pensaba ella al ver el gris de sus sienes y el leve arrebol de sus sobrias mejillas; siempre te sentará bien.
Su mayor preocupación era desconocer sus señas.
–¿Dónde te hospedas? ¿Cómo puedo ponerme en contacto contigo?
A través de Cathy, le decía él. Tienes las señales de seguridad y tienes a Cathy.
Cathy era su bote salvavidas y la oficina de recepción de José, la encargada de preservar su exclusividad. Cada tarde entre las seis y las ocho, Charlie entraba en una cabina distinta y llamaba a un número de teléfono del West End para que Cathy le hiciera todo tipo de preguntas: qué tal marchaban los ensayos, qué noticias había de Al y de la pandilla, cómo estaba Quilley y si habían hablado de futuros papeles, si había hecho alguna prueba para el cine y si necesitaba alguna cosa… a veces durante media hora seguida o más. Charlie veía al principio en Cathy una disminución de nivel en la categoría de sus relaciones con José, pero poco a poco empezó a esperar aquellas conversaciones con ilusión porque Cathy resultó tener un excelente ingenio y grandes dosis de sabiduría mundana. Charlie se imaginaba a una persona simpática y despreocupada, posiblemente una canadiense, una de aquellas loqueras impertérritas que solía visitar en a la clínica Tavistock después de ser expulsada del colegio, cuando creyó que se estaba volviendo loca. Lo cual, por parte de Charlie, fue un acierto, pues aunque Miss Bach era norteamericana, no de Canadá, en su familia había habido médicos durante generaciones.
La casa que Kurtz había alquilado en Hampstead para los observadores era muy grande y estaba situada en una zona muy tranquila, a la que acudían a practicar los alumnos de las autoescuelas de Finchley. Los propietarios de la mansión, a sugerencia de su buen amigo Marty de Jerusalén, se habían mudado sigilosamente a Marlow, pero su casa seguía siendo un reducto de discreta elegancia intelectual. Había cuadros de Nolde en el salón, una foto autografiada de Thomas Mann en el invernadero, en una jaula un pájaro que cantaba si se le daba cuerda, además de una biblioteca con butacas de cuero que crujían y una sala de música con un Bechstein de cola. Había una mesa de pimpón en el sótano, y en la parte de atrás un enmarañado jardín con una vieja pista de tenis en mal estado, tan vieja que los chicos habían tenido que inventar otra modalidad deportiva, una especie de golf-tenis, para sacar partido de sus numerosos hoyos. Enfrente había una caseta diminuta, y fue allí donde colocaron los carteles «Grupo de estudios hebraicos y humanistas» y «Paso exclusivo a estudiantes y personal», que no causaron en Hampstead ningún arqueamiento de cejas.
Eran catorce personas en total, incluido Litvak, pero estaban distribuidas por las cuatro plantas con tal discreción y felino sigilo que apenas se notaba que hubiera alguien en la casa. Su moral siempre había estado alta, y en la casa de Hampstead no hizo sino elevarse más. Les encantaban los muebles oscuros y la sensación de estar rodeados de objetos que sabían más que ellos mismos. Les encantaba trabajar todo el día y a veces media noche y poder regresar a aquel templo de elegante vida judía, así como el hecho de alojarse allí. Cuando Litvak interpretaba alguna pieza de Bramhs, cosa que se le daba realmente bien, incluso Rachel, que era una apasionada de la música pop, olvidaba prejuicios y bajaba a oírle tocar, pese a que -como no tenían empacho en recordarle- en principio ella había puesto muchas objeciones a la idea de volver a Inglaterra, y había declarado con teatrales aspavientos que ella no viajaría con pasaporte británico.
En medio de tan buen ambiente de trabajo en equipo, se dispusieron a esperar como un reloj. Sin necesidad de que se lo dijeran, evitaban los pubs y restaurantes locales y todo contacto no imprescindible con los lugareños. En cambio, tenían muy en cuenta enviarse cartas, ir a comprar la leche y el periódico y hacer las cosas que los fisgones sólo notan por omisión. Iban mucho en bicicleta y sentían aguda curiosidad sobre qué distinguidos y a veces sospechosos judíos les habían precedido, y no hubo ninguno que no acudiera a presentar irónicos respetos a la casa de Friederich Engels o a la tumba de Karl Marx en el cementerio de Highgate. Su parque móvil estaba en un recoleto taller pintado de rosa a las afueras de Haverstock Hill, que tenía en el escaparate un viejo Rolls plateado con un cartel de «no se vende» y un dueño que respondía al nombre de Bernie. Bernie era un hombre fornido y gruñón, de tez morena, que vestía un traje azul, llevaba un cigarrillo a medio fumar en la comisura de la boca y un sombrero hongo de color azul -como el de Schwili- que no se quitaba para trabajar. Disponía de un buen surtido de furgonetas, coches, motos y matrículas, pero el día en que ellos llegaron se encontraron con un rótulo grande que rezaba: «sólo compraventa. visitas abstenerse.» «Un hatajo de maricones», les dijo a sus clientes habituales. «Se hacen pasar por una empresa cinematográfica. Me han alquilado todo lo que tenía en la puñetera tienda y van y me pagan en billetes viejos de una libra, los muy puñeteros. Bueno, ¿cómo iba yo a negarme, puñeta?»
Todo lo cual, hasta cierto punto, era verdad, pues ésa era la historia que habían convenido con él. Pero Bernie la sabía muy larga; también él, en sus tiempos, había hecho un par de cosillas.
Entretanto, y casi a diario, recibían noticias a través de la embajada de Londres, retazos de una guerra lejana. Rossino había vuelto a presentarse en el piso que Yanuka tenía en Munich, esta vez acompañado de una rubia que encajaba en sus hipótesis acerca de la chica conocida por Edda. Fulano había visitado a Mengano en París, Beirut, Damasco o Marsella. Gracias a la identificación de Rossino, se habían abierto nuevas vías en distintas direcciones. Tres veces por semana, Litvak convocaba una reunión para dar instrucciones seguidas de un debate. Caso de que se hubieran tomado fotografías, organizaba también una sesión de linterna mágica con breves conferencias sobre los alias, pautas de conducta, gustos personales y hábitos del oficio descubiertos hasta la fecha. Periódicamente organizaba concursos de preguntas con divertidos premios para los ganadores.
De vez en cuando, pero no con demasiada frecuencia, el gran Gadi Becker se dejaba caer por allí para conocer las últimas noticias; se sentaba al fondo de la habitación, aparte de los demás, y se iba tan pronto terminaba la reunión. De su vida fuera de aquel edificio no sabían nada ni esperaban saberlo: él era de una raza aparte, la de los instructores de agentes; Becker, el héroe no alabado de más misiones secretas que años tenían la mayoría de ellos. Le llamaban afectuosamente el
Lobo Estepario y se
contaban sobrecogedoras historias sobre sus hazañas, de las que sólo la mitad era cierta.
El aviso llegó el día decimoctavo. Un télex de Ginebra los puso en estado de alerta, y un telegrama desde París les dio la confirmación. En menos de una hora, dos terceras partes del equipo estaban ya en ruta hacia el oeste bajo un intenso chaparrón.
La compañía se llamaba Los Herejes y su gira había empezado en Exeter ante una asamblea de feligreses recién salidos de la catedral: mujeres con el malva del medio luto y curas viejos siempre al borde del llanto. Cuando no había función de tarde, los actores se dedicaban a vagar ociosos por la ciudad, y al terminar la función de noche se reunían a tomar vino y queso con los fervientes discípulos de las artes con mayúscula, ya que hacer intercambio de camas con los indígenas era parte del trato.
De Exeter se dirigieron a Plymouth para actuar en la base naval ante un embelesado público de oficiales jóvenes que se atormentaban pensando si a los tramoyistas habría que recompensarles con la condición de caballeros provisionales y dejarles entrar en su comedor.
Pero tanto Exeter como Plymouth habían sido lugares de maldad y vida disipada comparados con aquella húmeda ciudad minera en el rincón más perdido de la península de Cornualles, con sus atestadas callejas humeantes de niebla marina y sus árboles encorvados por culpa de la galerna. La compañía se distribuyó en media docena de casas de huéspedes y Charlie tuvo la suerte de ir a parar a un islote con tejado de pizarra a dos aguas rodeado de hortensias por todas partes, donde el estruendo de los trenes que se dirigían a Londres la hacía sentir como un náufrago burlado por la visión de barcos imaginarios en la lejanía. El teatro consistía en un tinglado dentro de un polideportivo, desde cuyo agrietado escenario Charlie podía oler el cloro de la piscina y oír el indolente golpear de las pelotas de squash contra la pared. El público consistía en gente de lo más rústico cuya mirada emponzoñada por la envidia parecía decir que ellos lo harían infinitamente mejor si se rebajaran tanto como para intentarlo. Y el camerino, por último, era un vestuario de chicas que fue adonde le llevaron las orquídeas bermejas cuando ella se estaba maquillando antes de alzarse el telón.
Se fijó en ellas al verlas en el espejo alargado que había sobre el lavabo, envueltas en un papel blanco húmedo. Las vio titubear en el aire y avanzar a continuación hacia ella. Pero continuó maquillándose como si en su vida hubiese visto una orquídea. Era una única ramita, llevado como un bebé envuelto en papeles en brazos de una vestal quinceañera de Cornualles llamada Val, que llevaba trenzas negras y lucía una sonrisa sosa y descuidada. Bermejas.
–Por este ramo te proclamo la bella Rosalinda -dijo coquetamente Val.
Se produjo un silencio hostil durante el que todo el personal femenino de la compañía saboreó el ridículo de Val. Era el momento en que todo actor está más nervioso, y también más callado.
–Vale, soy Rosalinda -concedió nada solícita Charlie-. ¿Y qué?
Siguió ocupada con un lápiz de ojos dando a entender que le importaba muy poco la respuesta.
Con briosa solemnidad, Al dejó las orquídeas en el lavabo y se marchó presuroso mientras Charlie cogía el sobre a la vista de todos.
Para la señorita Rosalinda.
Caligrafía europea, bolígrafo azul en vez de tinta china negra, y dentro, una tarjeta de visita también europea en papel satinado de primera calidad. El nombre no estaba impreso sino escrito al sesgo en mayúsculas puntiagudas e insulsas: anton mesterbein, ginebra. Y debajo, la palabra «Justicia». No había mensaje ni aquello de «Juana, espíritu de mi libertad».