En otros momentos, arrancando su mirada brevemente de la de Kurtz, veía a los chicos dormitando en sus puestos: el sueco Raoul, con su cabellera pajiza caída sobre su pecho y la suela de un enorme zapato de atleta apoyado en la pared; la sudafricana Rose recostada contra la puerta, estiradas sus piernas de corredora y los brazos cruzados sobre el pecho; Rachel la del norte de Inglaterra, con los flancos de su pelo negro doblados sobre la cara, los ojos medio cerrados, pero sin abandonar su suave sonrisa de sensual reminiscencia. Aun así, el más extraño susurro, por pequeño que fuera, los ponía a todos ellos inmediatamente alerta.
–A ver, Charlie, ¿cuál es el meollo de todo esto? -preguntó bondadosamente Kurtz-. Quiero decir con respecto al primer período de tu vida hasta lo que podríamos llamar la caída…
–¿La edad de la inocencia, Mart? -propuso ella, servicial.
–Exacto. La edad de la inocencia. La tuya. Defínemela.
–Fue un infierno.
–¿Quieres explicar por qué?
–Vivía en las afueras, ¿no es suficiente?
–No.
–Oh, Mart, eres un… -Charlie y su tono de voz más negligente, de afectuosa desesperación; flácidos gestos de manos. ¿Cómo podía explicárselo?-. Para ti está bien, claro, tú eres judío, ¿entiendes? Tenéis una fabulosa tradición, tenéis la seguridad. Incluso cuando os persiguen, sabéis quiénes sois y por qué.
Kurtz admitió melancólicamente la observación.
–Pero para nosotros, chicos de los ricos suburbios ingleses de Villadeningunaparte, ni hablar. Nosotros carecíamos de tradiciones, de fe, de autoconocimiento, de todo.
–Pero has dicho que tu madre era católica.
–De Pascuas a Ramos. Pura hipocresía. Estamos en la era poscristiana. ¿Es que nadie te lo ha dicho, Mart? La fe, cuando desaparece, deja un vacío tras de sí. Y en eso estamos.
Al decir esto, reparó en los incandescentes ojos de Litvak clavados en ella, y recibió así el primer indicio de su ira rabínica.
–¿No iba a confesar? -preguntó Kurtz.
–Venga, hombre. ¡Mamá no tenía nada que confesar! Ése ha sido su problema. Ni diversión, ni pecado, ni nada de nada. Sólo miedo y apatía. Miedo a la vida, miedo a la muerte, miedo de los vecinos…
miedo.
En alguna parte había gente auténtica que llevaba una vida auténtica. Nosotros no, seguro. Al menos en Rickmansworth. No, imposible. Es que… joder, me refiero para los niños, ¡aquello sí que era
castración
!
–Y tú… ¿no tienes miedo?
–Sólo de parecerme a mamá.
–¿Y esa idea generalizada de que Inglaterra vive apegada a sus tradiciones?
–Ni caso.
Kurtz sonrió y meneó su sabia cabeza como diciendo que siempre se aprende alguna cosa.
–Tan pronto pudiste, te fuiste de casa y entraste en el teatro y en la militancia política radical a modo de venganza -sugirió él tranquilamente-. Te convertiste en un exiliado político de la escena. Eso lo leí en una entrevista que te hicieron. Me gustó. Sigue a partir de ahí.
Ella garabateada otra vez símbolos de la psique.
–Oh, bueno, antes hubo otras formas de ruptura -dijo.
–¿Cómo por ejemplo?
–Pues el sexo -dijo ella con indiferencia-. Quiero decir que aún no hemos mencionado para nada el sexo como base de la revuelta. O las drogas…
–De hecho no hemos hablado de revuelta -dijo Kurtz.
–Pues ya te digo yo que…
Entonces ocurrió algo extraño: prueba, quizá, de cómo un público perfecto puede sacar el máximo partido de un actor y mejorarlo de un modo espontáneo e inesperado. Charlie había estado en un tris de largarles la escena principal sobre los no liberados. De cómo el descubrirse a sí mismo era un preludio esencial para identificarse con el movimiento radical. De cómo cuando se escribiera la historia de la nueva revolución habría que encontrar sus verdaderas raíces en los salones de la clase media, donde la tolerancia represiva tenía su habitat natural. En lugar de lo cual, y para su sorpresa, se vio enumerando en alto para Kurtz -¿o era para José?- su lista interminable de novios y amantes tempranos y las estúpidas razones que había inventado para acostarse con todos ellos.
–Es algo que no alcanzo a comprender, Mart -insistió, abriendo una vez más sus manos en un gesto cautivador. ¿Las estaba usando demasiado? Temió que así fuera y las puso sobre el regazo-. Ni siquiera hoy. Ni les quería ni me
gustaban,
sólo me
dejé
hacer. -Los hombres que se había llevado a la cama de puro aburrimiento, algo para remover el rancio aire de Rickmansworth. Pura curiosidad, Mart. Hombres para demostrar que tenía poder, para vengarse de otros hombres, o de otras mujeres, de su hermana o de su condenada madre. Hombres por pura cortesía, Mart, por el mero hartazgo ante su insistencia. Los productores que te pasaban por la piedra para darte un papel, ¡tú no puedes imaginártelo, Mart! Hombres para romper el hielo, hombres para formarlo. Hombres para instruirse; sus ilustradores en materia política, designados para explicarle en la cama las cosas que ella no se decidía a leer en los libros. Placeres de cinco minutos que se le hacían añicos en las manos y la dejaban más sola que nunca. Fracasos, fracasos, todos los que quieras, Mart… o eso quería ella hacerle creer-. Pero para mí fueron una
liberación,
comprendes. ¡Era yo quien empleaba mi propio
cuerpo
a mi antojo! Aunque estuviera equivocada. ¡El espectáculo era mío! ¡Yo era la protagonista!
Mientras Kurtz asentía sabiamente, Litvak iba escribiendo a toda velocidad. Pero en secreto, Charlie estaba imaginándose a José sentado detrás de ella. Le imaginaba levantando la vista de su lectura, el dedo índice apoyado en su lisa mejilla, mientras recibía el regalo privado de su asombrosa franqueza. Vamos, le decía mentalmente, llévame contigo; dame lo que otros no me han dado nunca.
Luego se quedó callada, y ella misma se estremeció ante su silencio. ¿Por qué? Jamás en su vida había hecho un papel semejante, ni siquiera para sí misma. La había afectado la intemporalidad de la noche. La iluminación, la habitación superior, la sensación del viaje, de hablar con extraños en un tren. Tenía ganas de dormir. Ya había hecho bastante. Que le dieran ese papel o la mandaran a casa. O ambas cosas.
Pero Kurtz no hizo ni lo uno ni lo otro. Aún no. Proclamó un breve descanso, eso sí, cogió su reloj de la mesa y se lo abrochó en la muñeca mediante la correa caqui de tela. Luego se escabulló de la habitación llevándose consigo a Litvak. Ella esperaba oír pisadas detrás suyo cuando José se marchara, pero no hubo tal cosa. Ni tampoco después. Tenía ganas de volver la cabeza, pero no se atrevía. Rose le llevó un vaso de té dulce, sin leche. Rachel tenía unas galletas azucaradas parecidas a la típica pasta de té inglesa. Charlie tomó una.
–Lo estás haciendo fenomenal -le confió Rachel por lo bajo-. Ese trozo sobre Inglaterra ha sido pura virguería. Me he quedado embobada escuchándote, ¿verdad, Rose?
–Desde luego que sí -dijo Rose.
–Me sale de dentro -explicó Charlie.
–¿Quieres ir al váter, encanto? -preguntó Rachel.
–No gracias, nunca voy en el entreacto.
–De acuerdo -dijo Rachel, con un guiño.
Sorbiendo el té, Charlie pasó un brazo sobre el respaldo de la silla a fin de mirar con naturalidad por encima de su hombro. José se había esfumado, llevándose sus papeles.
El cuarto para descansar al que se habían retirado era casi tan grande como la habitación que habían dejado y casi tan escaso de muebles. El único mobiliario consistía en un par de camas del ejército y un teletipo; una puerta de doble hoja daba a un cuarto de baño. Becker y Litvak se sentaron en sendas camas examinando sus respectivas carpetas; quien atendía el teletipo era un muchacho de espalda muy recta llamado David; de vez en cuando, periódicamente, el aparato vomitaba otra hoja de papel, que David añadía piadosamente a una pila que tenía a mano. El otro sonido era el chapoteo de agua en el baño, en donde Kurtz, de espaldas a ellos y desnudo hasta la cintura, estaba remojándose en el lavabo como un atleta entre dos pruebas.
–Es toda una señorita -exclamó Kurtz mientras Litvak pasaba página y subrayaba algo con un rotulador-. Es realmente lo que esperábamos. Brillante, creativa e infrautilizada.
–Miente con toda la boca -dijo Litvak, que seguía leyendo. Pero era evidente por el sesgo de su cuerpo y la provocativa insolencia de su tono que el comentario no iba dirigido a Kurtz.
–¿Y quién se queja? -preguntó Kurtz, echándose más agua a la cara-. Hoy miente por ella, mañana mentirá por nosotros. ¿Es que de pronto queremos un ángel?
El teletipo cambió bruscamente de melodía. Becker y Litvak miraron al unísono hacia la máquina, pero Kurtz parecía no haberse enterado. A lo mejor tenía agua en los oídos.
–Para una mujer, mentir es una medida de protección. Al proteger la verdad, protege su castidad. Para una mujer, mentir es una demostración de virtud -proclamó Kurtz, lavándose todavía.
Sentado frente al teléfono, David levantó una mano reclamando atención:
–De la embajada en Atenas, Marty -dijo-. Quieren intercalar un mensaje de Jerusalén.
Kurtz dudó un momento.
–Diles que adelante -decidió de mala gana.
–Es absolutamente confidencial -dijo David y, levantándose, fue hacia el fondo de la habitación.
El teletipo dio una sacudida. Echándose la toalla al cuello, Kurtz se sentó en la silla de David, introdujo un disco y vio cómo el mensaje en clave se convertía en un texto legible. La máquina dejó de imprimir; Kurtz leyó el texto, arrancó del rodillo la página suelta y lo volvió a leer. Luego lanzó una carcajada mordaz.
–Mensaje de las más altas instancias -anunció agriamente-. El gran Tahúr dice que nos hagamos pasar por americanos. Qué simpático. «Bajo ningún concepto deberán admitir que son súbditos israelíes actuando con carácter oficial o cuasi oficial.» Me encanta. Es constructivo, útil y oportuno; es Misha Gavron en plena e inigualable forma. Jamás en toda mi vida he trabajado para nadie tan cumplidor y responsable. Telegrafíe «Sí, repito, no» -le soltó al pasmado David, entregándole la hoja, y los tres volvieron a escena en grupo.
Para reanudar su pequeña charla con Charlie, Kurtz había escogido un tono inapelable pero benévolo, como si deseara verificar unos cuantos puntos secundarios antes de pasar a otras cosas.
–Charlie, respecto a tus padres, otra vez -estaba diciéndole. Litvak había sacado una carpeta de su cartera y la sostenía ahora a la altura de los ojos de Charlie.
–Sí, ¿qué? -dijo ella, y alargó garbosamente una mano para coger un cigarrillo.
Kurtz se tomó un breve respiro mientras examinaba ciertos documentos que Litvak le había entregado.
–Considerando la fase final de la vida de tu padre, su bancarrota, su catástrofe financiera, su muerte y todo eso. ¿Podrías confirmarnos la sucesión exacta de estos acontecimientos? Tú estabas en Inglaterra en un internado. Llega la terrible noticia. A partir de ahí, por favor.
Ella no le comprendía bien:
–¿Desde dónde?
–Llega la noticia. Sigue desde ahí.
Ella se encogió de hombros.
–Me expulsaron del colegio, me fui a casa, los administradores parecían ratas rodando por la casa. Ya hemos visto eso, Mart. ¿Qué más quieres que te diga?
–Has dicho antes que la directora te mandó llamar -le recordó Kurtz tras una pausa-. Estupendo. ¿Qué te dijo ella? Con exactitud, por favor.
–«Lo lamento pero le he pedido a Matron que recoja tus cosas. Adiós y suerte.» Es cuanto recuerdo.
–Oh, ¿conque de eso sí te acuerdas? -dijo Kurtz con tranquilo buen humor, inclinándose para echar otro vistazo a los papeles de Litvak-. ¿No hubo sermón sobre el pernicioso mundo exterior? -preguntó, leyendo todavía-. ¿Algo así como «No entregues tu cuerpo fácilmente»? ¿No? ¿Ninguna explicación sobre por qué se te pedía que dejaras el colegio?
–Hacía dos trimestres que mis padres no pagaban… ¿no es suficiente? Aquello es un negocio, Mart. Han de pensar en su cuenta bancaria. -Aparentó un cansancio extremo-. ¿No podríamos dejarlo por hoy? Me parece que estoy hecha polvo, no sé por qué.
–A mí no me lo parece. Has descansado y tienes muchos recursos. Así que te fuiste a casa. ¿En tren?
–Sí, en tren. Yo sola. Con mi pequeña maleta. Ai-bó, ai-bó, a casa a descansar. -Se estiró y sonrió a toda la sala, pero José tenía la cabeza vuelta hacia otro lado. Al parecer estaba escuchando una música distinta.
–¿Y
qué
fue exactamente lo que encontraste en casa?
–El caos. Ya te lo he dicho.
–¿Y si concretaras un poco ese caos?
–El camión de las mudanzas aparcado en frente. Hombres con mono. Mamá sollozando. Y mi cuarto medio vacío.
–¿Dónde estaba Heidi?
–Allí no. Ausente. No se contaba entre los presentes.
–¿Nadie fue a avisar a tu hermana mayor, la niña de los ojos de tu padre?, ¿la que vivía a menos de quince kilómetros de allí, la bien casada? ¿Cómo es que Heidi no acudió a echar una mano?
–Supongo que estaba embarazada -dijo Charlie con indiferencia, mirándose las manos-. Le suele pasar.
Pero Kurtz estaba mirándola a ella, y tardó un buen rato en decir esta boca es mía.
–¿Quién dices que estaba embarazada, por favor? -preguntó, como si no hubiera oído bien.
–Heidi.
–Heidi no estaba embarazada, Charlie. El primer embarazo de Heidi fue el año siguiente.
–Esta bien, por una vez no estaba preñada.
–Entonces, ¿por qué no se presentó a ayudar a la familia?
–A lo mejor no quería saber nada. Ella se quedó al margen, es todo lo que recuerdo, Mart. Han pasado diez años, hombre. Yo era una cría, nada que ver con la que soy ahora.
–Fue por la deshonra, ¿eh? Heidi no pudo soportar la deshonra. Me refiero a la quiebra de tu padre.
–¿A qué, si no? -le espetó ella.
Kurtz dio a su pregunta un tratamiento retórico. Había vuelto a sus papeles y miraba el largo dedo de Litvak señalando cosas.
–Sea como fuere, Heidi se mantuvo al margen y toda la responsabilidad de hacer frente a la crisis de la familia recayó en tus jóvenes hombros, ¿correcto? Con apenas dieciséis años, Charlie acude en socorro de la familia. Fue su «seminario de urgencia sobre la fragilidad del sistema capitalista», como lo has llamado hace un rato con tanta precisión. «Una lección práctica que nunca se olvida.» Todos los juguetes del consumismo -muebles bonitos, bonitos vestidos, los atributos de la respetabilidad burguesa, los ves tú físicamente desmontados, ves cómo se los llevan sin que puedas hacer nada. Estás sola. Administrando. Tomando decisiones. Dominando indiscutiblemente a tus patéticos padres burgueses que deberían haber sido de clase obrera pero que por negligencia no lo son. Consolándoles. Haciéndoles más llevadera la deshonra. Imagino que fue casi como si les dieras la absolución. Duro -añadió tristemente-. Muy duro tuvo que seros. -Y se calló de golpe, esperando a que ella hablara.