–Qué coño voy a saber.
A su espalda -le pareció que a un kilómetro-, la incorpórea voz de José modificó ligeramente su respuesta.
–Pero podría hacerlo si se lo aprendiera. Tiene una memoria excelente -les aseguró, con un toque de orgullo creador-. Le basta con oír algo para hacerlo suyo. Podría aprenderse las obras completas en una semana, si se pusiera a ello.
¿Por qué había abierto la boca? ¿Pretendía suavizar las cosas? ¿Prevenirles, acaso? ¿O mediar entre Charlie y su inminente destrucción? Pero Charlie no estaba de humor para atender a sutilezas, y Kurtz y Litvak estaban conferenciando otra vez, ahora en hebreo.
–Vosotros dos, ¿os importaría hablar en inglés delante de mí? -preguntó ella.
–Ahora mismo, querida -dijo afablemente Kurtz. Y siguió hablando en hebreo.
En ese mismo estilo analítico -«estrictamente para el expediente, Charlie»-, Kurtz la llevó con rigor a través de los restantes artículos de su vacilante fe. Charlie flaqueó, se reanimó y flaqueó de nuevo con la creciente desesperación de los malos estudiantes. Kurtz, raramente crítico, siempre comedido, miraba la carpeta, hacía una pausa para hablar con Litvak o, para sus solapados propósitos, anotaba alguna cosa en el bloc que tenía delante. Mientras proseguía, perdiendo y retomando el hilo, Charlie se vio a sí misma en uno de aquellos
happenings
que improvisaban en la escuela de teatro, metiéndose en un papel que perdía significado a medida que avanzaba. Ella observó sus propios gestos: no tenían ya nada que ver con sus palabras. Protestaba, luego era libre. Gritaba, luego protestaba. Al escuchar su propia voz le pareció que no pertenecía a nadie. De la charla de almohada de un amante olvidado le robaba una frase a Rousseau, y de ahí pasaba a Marcuse como si tal cosa. Vio que Kurtz se apoyaba contra el respaldo, bajaba los ojos, asentía para sus adentros y dejaba el lápiz sobre la mesa, de modo que Charlie supuso que había terminado o, al menos, él sí. Concluyó que, dada la superioridad de su público y la pobreza de sus frases, había salido bastante airosa después de todo. Kurtz parecía pensar lo mismo. Se sintió mejor, mucho más a salvo. Y también, aparentemente, Kurtz.
–Charlie, te felicito, de veras -afirmó él-. Has hablado con gran honestidad y franqueza, y te lo agradecemos.
–Desde luego -murmuró Litvak el escriba.
–De nada, hombre -replicó ella, sintiéndose muy acalorada.
–¿Te importa que pruebe de estructurarlo un poquito? -preguntó Kurtz.
–Sí, me importa.
–¿Y eso? -dijo Kurtz, nada sorprendido.
–Somos una alternativa, entiendes. No somos un partido, no estamos organizados ni somos un manifiesto. Y qué coño, no estamos para estructuras.
Ojalá pudiera evitar tantos «coños», pensó ella. O al menos que los juramentos le salieran con más naturalidad en tan austera compañía.
Con todo, Kurtz estructuró lo que había pensado estructurar y de paso se esmeró en ser lo más tedioso posible.
–Por una parte, Charlie, tenemos según parece lo que sería la premisa básica del anarquismo clásico, tal como lo hemos conocido desde el siglo dieciocho hasta nuestros días.
–No jodas, hombre.
–A saber, una aversión por todo lo regimentado. A saber, la convicción de que todo gobierno es malo, luego la nación-estado es malo, la conciencia de que ambas cosas juntas contradicen el crecimiento natural y la libertad del individuo. A lo que tú añades ciertas posturas modernas: aversión por el aburrimiento, por la prosperidad, por lo que si no me equivoco se conoce como la confortable miseria del capitalismo occidental. Y eso te hace pensar en la verdadera miseria de las tres cuartas partes de la población mundial. ¿Verdad, Charlie? ¿Tampoco estás de acuerdo? ¿Esta vez damos por sentado el «no jodas, hombre»?
Ella optó por no hacerle caso y sonrió con presunción mirándose las uñas. Pero, maldita sea ¿qué más daban las
teorías
?
,
tenía ganas de decirle. Es tan sencillo como que las ratas han tomado el barco; el resto es pura basura narcisista. Ha de serlo.
–En el mundo de hoy -continuó, imperturbable, Kurtz-, en el mundo de hoy yo creo que hay más razones de peso para esa perspectiva que las que tus antepasados tuvieron jamás, porque actualmente las naciones-estado son más poderosas que nunca; igual que las empresas e igual que las oportunidades para tenerlo todo bien regimentado.
Ella se daba cuenta de que se dejaba conducir, pero ya sabía cómo pararle. Kurtz hacía pausas para oír sus comentarios, pero a Charlie no se le ocurría otra cosa que girar la cabeza y esconder su creciente inseguridad tras una máscara de furiosa negativa.
–Objetas que la tecnología ha enloquecido -continuó él, tan tranquilo-. Bien, eso ya lo había dicho Huxley. Aspiras a propiciar motivaciones humanas que por una vez no sean ni competitivas ni agresivas, pero para eso hay que acabar primero con la explotación. Pero ¿cómo?
Se interrumpió una vez más. Sus pausas empezaban a ser más amenazadoras que sus palabras; eran las pausas entre dos peldaños que la llevaban al cadalso.
–Oye, Mart, olvídate del paternalismo. ¡Déjalo ya!
–En este tema de la explotación, si no te interpreto mal -continuó Kurtz, con implacable buen humor-, es donde se produce el salto de lo que podríamos llamar
observación
del anarquismo a la práctica del anarquismo. -Se volvió hacia Litvak a fin de utilizarle en contra de ella-. ¿Tienes algo que decir, Mike?
–En mi opinión, el punto clave era la explotación, Marty -dijo en voz baja Litvak-, porque explotación significa propiedad, y con eso tienes el ciclo completo. Primero el explotador aporrea la cabeza del asalariado con su superior riqueza; luego le lava el cerebro para que crea que la propiedad es una razón válida para seguir echando el bofe de por vida. De ese modo lo tiene enganchado por partida doble.
–Estupendo -dijo Kurtz, sintiéndose a gusto-. La búsqueda de la propiedad es mala, luego la propiedad por sí misma es mala, luego son malos quienes fomentan la propiedad, luego (puesto que has reconocido que no aguantas el proceso democrático evolucionista) al carajo la propiedad y muerte a los ricos. ¿Estás de acuerdo con eso, Charlie?
–¡No seas burro, coño! ¡Yo no voy de eso!
Kurtz parecía desilusionado:
–No me digas que te niegas a desposeer el estado ladrón, ¿eh, Charlie? ¿Qué ocurre? ¿Te has vuelto tímida de golpe? -Y de nuevo a Litvak-: ¿Sí, Mike?
–El estado es el tirano -intercaló Litvak, solícito-. Son palabras de Charlie. También se ha referido a la
violencia,
del estado, al
terrorismo
del estado, a la
dictadura
del estado… en fin, a todo lo malo que conlleva el estado -añadió con voz que reflejaba bastante sorpresa.
–¡Eso no significa que vaya por ahí matando gente y asaltando bancos, joder! Pero ¿esto qué es?
Kurtz no se dejó impresionar:
–Charlie, tú nos has dicho claramente que las fuerzas de la ley y el orden no son más que sátrapas de una autoridad falsa.
Litvak puso una nota al pie:
–Y también que la justicia no llega a las masas por más tribunales que haya -le recordó a Kurtz.
–¡Naturalmente que no! ¡Todo el sistema es una mierda! Tongo, corrupción, paternalismo…
–Entonces ¿por qué no acabar con él? -preguntó Kurtz con absoluta simpatía-. ¿Por qué no mandarlo todo al carajo y matar al primer policía que intente detenerte, y puestos a hacer, a todos los que no lo intenten? ¿Por qué no ponerles una bomba a todos los colonialistas e imperialistas habidos y por haber? ¿Dónde has metido esa integridad de la que te jactabas? ¿Qué ha pasado, Charlie?
–¡Yo no quiero mandar nada al carajo ni poner ninguna bomba! ¡Quiero paz! ¡Quiero que la gente sea libre! -insistió ella, escabulléndose a la desesperada en pos de su único dogma seguro.
Pero Kurtz parecía no haberla oído.
–Me decepcionas, Charlie. De golpe y porrazo te has quedado sin coherencia. Tienes la conciencia de las cosas: ¿por qué no sales a ponerles remedio? ¿Por qué apareces primero como una intelectual con vista y cerebro para comprender lo que no es visible para las masas engañadas y después no tienes el coraje de prestar un pequeño servicio (como
robar,
como
matar,
como
poner una bomba,
digamos, en una comisaría de policía), a beneficio de aquellos cuyos corazones y mentes están esclavizados por los señores capitalistas? Vamos, Charlie, ¿y la acción? Tú, aquí, eres el espíritu libre. No nos des palabras, danos hechos.
La contagiosa jovialidad de Kurtz había alcanzado nuevas cotas. Tenías los ojos entornados de tal manera que en su piel curtida habían aparecido unos surcos negros. Pero Charlie también sabía pelear y ahora le hablaba a la cara, usando las palabras como él lo hacía, aporreándoles con ellas, tratando de abrirse paso a golpes hacia la liberación.
–Mira, Mart, yo soy muy superficial. No soy leída ni culta, no sé razonar ni analizar, fui a colegios caros de décima categoría, y ojalá (no sabes tú cuanto lo deseo), ojalá hubiera nacido en un callejón cualquiera del centro de Inglaterra y mi padre hubiera trabajado con las manos en lugar de birlarles los ahorros a las pensionistas. ¡Estoy harta de que me coman el coco y estoy harta de que cada día me digan las mil y una razones para no amar al prójimo como a mí misma, ¡y quiero irme a la cama, coño!
–¿Quiere eso decir que te retractas de las opiniones formuladas?
–¡Yo no he formulado ninguna opinión!
–Ah, ¿no?
–¡No!
–Ni opinión, ni compromiso con el activismo, a excepción de tu no alineamiento.
–¡Exacto!
–No alineamiento
pacífico
-añadió, satisfecho, Kurtz-. Eres del extremo centro.
Desabrochándose lentamente un bolsillo de la chaqueta, Kurtz metió en él sus gruesos dedos y extrajo, entre un montón de cacharros, un recorte de prensa doblado, bastante largo y que, a juzgar por su ubicación exclusiva, difería en cierto modo de los que había en la carpeta.
–Charlie, antes has dicho de pasada que tú y Al asististeis a unas conferencias en algún lugar de Dorest -dijo Kurtz mientras desplegaba el recorte-. «Cursillo de fin de semana sobre pensamiento radical», lo describiste, me parece. No llegamos a profundizar en lo que se colegía de ahí; si no me falla la memoria, esa parte de la discusión quedó más o menos disimulada. ¿Te importa que ahonde un poco más en ello?
Como quien se refresca la memoria, Kurtz releyó el recorte en silencio, sacudiendo de vez en cuando la cabeza como diciendo, «vaya, vaya».
–Menudo sitio -comentó él jovialmente mientras leía-, Entrenamiento con armas de mentirijilla. Técnicas de sabotaje, utilizando plastelina en vez de explosivos de verdad, claro. Cómo vivir escondido. Supervivencia. La filosofía de la guerrilla urbana. Incluso cómo tratar a un invitado reacio. Ya veo: «Restricción de elementos refractarios en una situación doméstica.» Esto me gusta. Es un bonito eufemismo. -Miró por encima de su recorte de prensa-. ¿Es un informe más o menos correcto, o se trata una vez más de las típicas exageraciones de la prensa capitalista sionista?
Ella ya no creía en la buena voluntad de Kurtz, ni él lo quería. Su único propósito en este momento era alarmarla sobre lo extremista de sus opiniones y obligarla a huir de posiciones que ella había adoptado sin darse cuenta. Algunos interrogatorios están concebidos para sonsacar la verdad, otros para sonsacar mentiras. Kurtz necesitaba mentiras. Su áspera voz, por consiguiente, se había endurecido un poco, y la diversión estaba desapareciendo de su rostro a marchas forzadas.
–Tal vez quieras pintárnoslo con más objetividad, ¿no, Charlie? -preguntó Kurtz.
–Fue cosa de Al, no mía -dijo ella desafiante, batiéndose por primera vez en retirada.
–Pero fuisteis juntos.
–Bueno, era un fin de semana en el campo, barato, y en esa época estábamos sin un céntimo.
–Así de sencillo -murmuró Kurtz, dejándola con un enorme y culpable silencio, demasiado ominoso para que pudiera cambiarlo por sí sola.
–No éramos sólo él y yo -protestó-. Dios mío, pero si éramos una veintena… Gente de teatro, críos. Algunos no habían terminado aún la escuela. Alquilaban un autobús, fumaban un poco de hashish, se pasaban la noche tocando música. ¿Qué tiene eso de malo?
Kurtz no opinaba, en aquel momento, sobre lo que pudiera haber de malo en esas cosas.
–Hablas de ellos -dijo-. Pero ¿qué hacías tú, conducir el autobús? ¿De ahí te viene la fama de buena conductora?
–Yo estaba con Al. Ya te lo he dicho. Era su rollo, no el mío.
Charlie había perdido pie y estaba cayendo. Apenas tenía noción de cómo había podido patinar o de quién le había pisado los dedos. Quizá era simplemente que se había cansado y se había dejado ir. Quizá era eso lo que había querido todo el tiempo.
–¿Y cuántas veces dirías tú que te diste ese gusto, Charlie? Dedicarte a la palabrería, a fumar hashish, a participar en el amor libre inocentemente mientras otros ocupan su tiempo en aprender técnicas de terrorismo. Hablas como si fuera algo habitual. ¿Es correcto habitual?
–¡No,
nada
de habitual! Esto se acabó, ¡y yo no me doy ningún
gusto
!
–¿Quieres decirnos con cuánta frecuencia, entonces?
–¡Ni siquiera fue con frecuencia!
–¿Cuántas veces?
–Un par. Eso es todo. Luego me entró miedo.
Cayendo y girando, y una oscuridad cada vez más negra. El aire que la rodeaba pero sin rozarla.
¡Sácame de aquí, José! Pero era José quien la había metido en esto. Ella esperaba oír su voz, le enviaba mensajes desde la nuca. Pero no recibía contestación.
Kurtz la miró a los ojos y ella le miró también de la misma manera. De haber podido, le habría traspasado con la mirada, le habría cegado con la retadora cólera de sus ojos.
–Un par -repitió él, pensativo-. ¿Sí, Mike?
Litvak alzó la vista de sus notas:
–Un par -repitió.
–Dinos por qué te entró miedo -quiso saber Kurtz.
Sin permitir que ella dejara de mirarla a la cara, Kurtz cogió la carpeta de Litvak.
–No fue nada agradable -dijo ella, buscando el efectismo al bajar la voz.
–Ésa es la impresión que da -dijo Kurtz, abriendo la carpeta.
–No me refiero políticamente, sino al sexo. Era más de lo que yo estaba dispuesta a manejar. No seas tan obtuso.