La chica del tambor (28 page)

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Authors: John Le Carré

Tags: #Terrorismo, intriga, policíaca

BOOK: La chica del tambor
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Pero ¿y si dice que no?, exclamaron los demás, Gavron
el Tahúr
entre ellos. ¡Tantos preparativos para que luego nos deje plantados en el altar!

En ese caso, amigo Misha, dijo Kurtz, habremos desperdiciado un poco de tiempo, un poco de dinero, y unas cuantas plegarias. Sostuvo esa opinión contra viento y marea, aun cuando, en su círculo más íntimo -que comprendía a su esposa y de vez en cuando a Becker- confesaba que era la jugada más atrevida que había hecho nunca. Pero a saber si no se estaba haciendo la loca, pues él se había fijado en Charlie tan pronto ésta descolló en aquellas conferencias de fin de semana. Kurtz la había señalado, había tomado nota, le había dado vueltas y vueltas al asunto. Coge las herramientas, determina cuál es el trabajo e improvisa, solía decir Kurtz. La operación ha de ir acorde con los recursos.

Pero, Marty, ¿por qué traerla a Grecia? ¿Y esos que están con ella? ¿Es que de pronto somos la beneficencia para derrochar nuestros preciados fondos en unos actores ingleses izquierdistas y desarraigados?

Pero Kurtz se mostró inamovible. Exigió carta blanca desde el principio, aunque sabía que de allí en adelante no harían más que recortarle el presupuesto. Puesto que la odisea de Charlie debía empezar en Grecia, insistió, hagamos que la lleven a Grecia por adelantado; el hecho de sentirse extranjera y la propia magia de la situación harán que se separe más fácilmente de sus vínculos domésticos. Dejemos que el sol la ablande. Y ya que Alastair no la deja ni a sol ni a sombra, hagamos que venga él también… para quitarlo de en medio en el momento crítico, lo que la dejará a ella sin apoyo de ningún tipo. Y puesto que todo actor forma parte de una familia (y no se siente a salvo sin la protección del rebaño), y puesto que no hubo ningún otro método natural con el que inducir a la pareja a subir a bordo… Y así sucesivamente, un razonamiento tras otro, hasta que la única cosa lógica fue la ficción, y la ficción un tela de araña en donde todos cuantos se acercaban quedaban atrapados.

En cuanto a la eliminación de Alastair, aquel mismo día les proporcionó en Londres una divertida posdata a todos los planes que tenían hasta entonces. Todo ocurrió, precisamente, en los dominios del pobre Ned Quilley, mientras Charlie seguía durmiendo profundamente y Ned se regalaba con un pequeño refrigerio en la intimidad de su habitación a fin de fortalecerse para los rigores del almuerzo. Estaba justamente destapando la botella cuando oyó un sobresaltado torrente de obscenidades, pronunciadas en un acento céltico de hombre, que parecían venir del piso de abajo, donde Mrs. Longmore tenía su cuchitril, y que terminaron con una exigencia: «Haga salir a ese cabrón de su escondrijo o voy a subir personalmente y sacarle a rastras.» Preguntándose a cuál de sus más erráticos clientes le había dado por tener un colapso nervioso, y precisamente antes de comer, Quilley se acercó de puntillas a la puerta y pegó la oreja. Pero no logró reconocer la voz. Un momento después se oyó un tronar de pisadas, la puerta se abrió de par en par y allí estaba la cimbreante figura de Long Al, al que conocía de ocasionales misiones de ataque al camerino de Charlie, donde Alastair tenía por costumbre pasar el rato con la ayuda de una botella mientras ella actuaba, en uno de sus prolijos accesos de holgazanería. Tenía una pinta asquerosa, llevaba barba de tres días, estaba completamente borracho. Quilley, en su mejor estilo pickwickiano, trató de preguntarle el significado de tanta indignación, pero bien podía haberse ahorrado la saliva. Por otra parte, es sus tiempos había pasado por escenas semejantes y la experiencia le había enseñado que lo mejor es decir lo mínimo posible.

–Eres un repugnante mariconazo -empezó Alastair con simpatía, blandiendo un tremuloso índice en las narices de Quilley-. Un tacaño, un mariquita y un intrigante. Te voy a partir esa cara de imbécil que tienes…

–Pero ¿por qué? -dijo Quilley-. Mi querido amigo…

–¡Voy a llamar a la policía, Mr. Ned! -exclamó Mrs. Longmore desde abajo-. ¡Ahora mismo marco el nueve-nueve-nueve!

–O se sienta enseguida y me explica el motivo de su visita -dijo Quilley con firmeza-, o Mrs. Longmore llamará a la policía.

–¡Estoy marcando el número! -clamó Mrs. Longmore, que ya lo había hecho otras veces.

Alastair se sentó.

–Muy bien -dijo Quilley, con toda la ferocidad de quien domina la situación-. ¿Le apetece un poco de café mientras me cuenta qué le he hecho para que se ofenda de esta manera?

La lista era larga: Que Quilley le había hecho una mala pasada. Que se había hecho pasar por representante de una compañía cinematográfica inexistente. Que había convencido a su agente para que le mandaran telegramas a Mykonos. Que había conspirado con unos amiguetes de Hollywood. Que había preparado los pasajes de avión, todo para hacerle hacer el papanatas delante de la pandilla. Y para que Charlie se librara de él.

Poco a poco, Quilley fue desentrañando la historia. Una productora de Hollywood denominada Pan Talent Celestial había telefoneado a su agente desde California diciendo que su protagonista había caído enfermo y que necesitaban a Alastair para unas pruebas de pantalla urgentes en Londres. Iban a pagar cuanto fuera necesario para conseguir su asistencia, y al enterarse de que estaba en Grecia acordaron un cheque certificado por valor de mil dólares a entregar en el despacho del agente. Alastair regresó precipitadamente de sus vacaciones para encontrarse después con una mano sobre otra sin que llegara esa prueba de pantalla. «Estáte preparado», decían los telegramas. Todos por telegrama, fíjese bien. «Acuerdos pendientes.» Al noveno día, en un estado de demencia virtual, Alastair recibió instrucciones de presentarse en los Estudios Shepperton. Pregunte por un tal Pete Vyschinsky, Estudio D.

De Vyschinsky, ni rastro. De Pete, tampoco.

El agente de Alastair telefoneó a Hollywood. La operadora le informó que Pan Talent Celestial había cancelado su cuenta. El agente de Alastair llamó a otros agentes; nadie había oído hablar de la Pan Talent Celestial. El destino. Alastair era tan capaz de pensar como cualquiera y, pasados dos días de borrachera a expensas de lo que restaba de sus mil dólares, llegó a la conclusión de que la única persona con motivos y habilidad para jugársela así era Ned Quilley, conocido en el oficio como Quilley
el Desesperado,
quien jamás había disimulado que Alastair no le gustaba ni su convencimiento de que Alastair era esa mala influencia que había tras las estrafalarias ideas políticas de Charlie. De ahí que hubiera acudido personalmente a partirle la cara a Quilley. Tras varias tazas de café, sin embargo, empezó a afirmar su imperecedera admiración por Quilley, y éste le dijo a Mrs. Longmore que llamara un taxi.

Esa misma tarde, mientras los Quilley disfrutaban en su jardín de un último trago antes de cenar -habían invertido recientemente en unos cuantos muebles buenos de exterior, en hierro fundido, pero siguiendo los patrones Victorianos-, Marjory escuchó su historia sin decir nada y luego, para gran enfado de Ned, se echó a reír a carcajada.

–Qué chica más mala -dijo ella-. ¡Seguro que ha encontrado un amante rico para dejar al otro plantado!

Y entonces vio la cara de Quilley. Productoras americanas fantasmas. Números de teléfono que ya no contestan. Cineastas ilocalizables. Y todo ello con Charlie como centro. Y su Ned.

–No sabes lo peor -dijo Quilley, apesadumbrado.

–¿Qué es, cariño?

–Han robado todas sus cartas.

–¿Que han hecho
qué
?

–Todas sus cartas autógrafas -dijo Quilley-. De los últimos cinco años o más. Sus gárrulas e íntimas cartas amorosas escritas cuando estaba de gira o a solas. Auténticas preciosidades. Retratos fidedignos de productores y miembros del reparto. Aquellos dibujitos encantadores que le gustaba hacer cuando estaba contenta. Se han llevado todo lo que había en el archivo. Esos americanos espantosos que no bebían ni gota… Karman y su horrible compinche. A Mrs. Longmore por poco le da un patatús. Y Mrs. Ellis se puso enferma.

–Escríbeles una carta con mala leche -le aconsejó Marjory.

Pero ¿con qué propósito?, se preguntó Quilley, lastimeramente. Y ¿a qué dirección?

–Habla con Brian -le sugirió ella.

Sí, bueno, Brian era su abogado, pero ¿qué demonios iba a hacer Brian?

Quilley entró en la casa, se sirvió un buen trago y puso el televisor en marcha, sencillamente para aguantar las noticias de la tarde con las imágenes del último acto terrorista con bomba. Ambulancias y policías extranjeros llevándose a los heridos. Pero Quilley no estaba de humor para tan frívolas distracciones. No dejaba de repetirse a sí mismo: han
saqueado
el archivo de Charlie. De un
cliente
mío, mierda. En mi propia oficina. ¡Y el hijo del viejo Quilley, mientras tanto, durmiendo la siesta después de comer! Hacía años que no se sentía tan furioso.

8

Si soñó, no tuvo conocimiento de ello al despertar. O quizá fue que, como Adán, despertó y el sueño se había hecho realidad, porque la primera cosa que vio fue un vaso de zumo de naranja recién hecho junto a la cama, y la segunda a José yendo y viniendo resueltamente por la habitación, abriendo armarios y descorriendo las cortinas para que entrase el sol. Fingiendo estar dormida, Charlie le observó con los ojos semicerrados, igual que había hecho en la playa. El perfil de su espalda herida. La primera escarcha de la edad rozándole las sienes de cabello negro. Otra vez la camisa de seda con sus complementos dorados.

–¿Qué hora es? -preguntó Charlie.

–Las tres. -José dio un tirón a la cortina-. De la tarde. Ya has dormido bastante. Hemos de ponernos en camino.

Y una cadena de oro al cuello, pensó ella; con el medallón por dentro de la camisa.

–¿Qué tal va esa boca? -preguntó ella.

–Ay, me temo que no podré volver a cantar. -Se llegó hasta un viejo armario pintado y sacó un caftán azul que dejó sobre una silla. Ella no advirtió señales en su cara, solamente unas profundas ojeras de cansancio. Se habrá acostado tarde, pensó ella, acordándose de lo absorto que había estado con sus papeles; ha estado terminando los deberes.

–Charlie, ¿recuerdas lo que hablamos antes de que te acostaras esta madrugada? Cuando te levantes, me gustaría que te pusieras ese vestido y también la ropa interior nueva que encontrarás en esta caja. Prefiero que hoy vayas de azul y de pelo cepillado y suelto. Sin lazos.

–Trenzas.

Él hizo caso omiso de la enmienda.

–Esta ropa es un regalo que te hago, y es un placer para mí aconsejarte sobre cuál debe ser tu ropa y tu aspecto. Incorpórate, por favor. Echa un buen vistazo a la habitación.

Ella estaba desnuda. Subiéndose la sábana hasta la garganta, se incorporó con cautela. Una semana atrás, en la playa, le habría dejado estudiar su anatomía a su entera satisfacción. Pero de eso hacía una semana.

–Memoriza todo lo que veas. Somos amantes secretos y hemos pasado la noche en este cuarto. Pasó tal como pasó. Nos reunimos en Atenas, vinimos a esta casa y la encontramos vacía. Ni Marty ni Mike, sólo nosotros dos.

–Entonces, ¿quién eres tú?

–El coche lo aparcamos donde lo aparcamos. La luz del porche estaba encendida cuando llegamos. Yo abrí la puerta principal y subimos la escalera corriendo, cogidos de la mano.

–¿Qué hay de mi equipaje?

–Dos bultos: mi maletín y tu bolso. Yo llevaba ambas cosas.

–¿Y cómo me cogiste de la mano?

Ella creyó anticipársele, pero a él le satisfizo su precisión.

–El bolso con la correa rota lo llevaba yo bajo el brazo derecho, y la cartera en la mano derecha. Yo iba a tu derecha, tenía la mano izquierda libre. Encontramos la habitación tal como está ahora, con todo a punto. Apenas hubimos cruzado el umbral cuando nos abrazamos. No podíamos reprimir un segundo más nuestro deseo.

Un par de zancadas y él estaba junto a la cama, rebuscando entre la maraña de sábanas hasta que dio con su blusa, que sostuvo en alto para que ella la viera. Tenía todos los ojales rasgados y le faltaban dos botones.

–El frenesí -explicó él como si frenesí fuera un día de la semana-, ¿Se dice así?

–Es una posibilidad.

–Bueno, pues frenesí.

Dejó la blusa a un lado y se permitió una escueta sonrisa.

–¿Quieres café?

–Me vendría de perlas.

–¿Pan, yogurt, aceitunas?

–Café está bien. -Él había llegado a la puerta cuando ella le llamó-: José, lo siento por las bofetadas. Deberías haber lanzado una de esas contraofensivas israelíes y dejarme fuera de combate antes de que pudiese pegarte.

La puerta se cerró y ella le oyó alejarse a grandes pasos por el pasillo. Se preguntó si iba a regresar. Sintiéndose como pez fuera del agua, Charlie saltó cautelosamente de la cama. Esto es como la pantomima, pensó:
Ricitos de oro
en la cueva del oso. Las pruebas de su juerga imaginaria estaban por todas partes: una botella de vodka, llena en sus dos terceras partes y flotando en un cubo de hielo dos vasos, usados; una fuente con fruta; dos platos con mondaduras de manzana y pepitas de uva; el blazer rojo colgado de una silla; la elegante cartera negra de piel con bolsillos a los lados, que formaba parte del equipo de todo ejecutivo prometedor. Colgado de la puerta, un quimono estilo luchador de kárate, Hermès de París, también de él, en seda negra. En el cuarto de baño, su bolsita de compresas de colegiala haciéndole compañía a su neceser de piel de becerro. Había dos toallas para escoger; utilizó la seca. El caftán azul, una vez examinado, resultó ser bastante bonito, de algodón grueso con un pacato escote alto y el papel de seda de la tienda todavía dentro: Zelide, Roma y Londres. La ropa interior era como la de las furcias de categoría; en negro y de su talla. En el suelo, un flamante bolso de piel y unas elegantes sandalias de tacón plano. Se probó una. Le iba bien. Se vistió y estaba cepillándose el pelo cuando José regresó a la habitación con el café y una bandeja. Podía ser torpe pero también tan ligero que parecía que habían extraviado la banda sonora. Era una persona con una gran dosis de sigilo.

–Estás soberbia -observó, dejando la bandeja sobre la mesa.

–¿Soberbia?

–Preciosa. Fascinante. Radiante. ¿Has visto las orquídeas?

No, pero las vio ahora y el corazón le dio un vuelco como le había pasado en la Acrópolis: era un ramito de flores doradas y bermejas con un sobrecito blanco apoyado en el florero. Terminó, a propósito, de peinarse y luego cogió el sobrecito y se lo llevó al diván, donde se sentó. José permaneció de pie. Charlie levantó la tapa y extrajo una sencilla tarjeta con las palabras «Te quiero», escritas en letra inclinada muy poco inglesa y por firma, una «M» familiar.

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