La distribución de las habitaciones corría a cargo de Miss Bach. A León, en función de su silencio, se le asignó el cuarto de los niños. En sus paredes pacían tranquilamente unos ciervos de ojos acuosos rumiando margaritas gigantes. A Samuel le tocó la cocina, con su acceso directo al patio de atrás, donde enarboló la antena colgando de ella sus calcetines de niño. Pero cuando Schwili vio la habitación que se le había asignado para él solo -espacio de despacho y de dormir, combinados-, soltó un espontáneo gemido de aflicción.
–¡La luz! ¡Santo Dios! ¡¿Y mi luz?! ¡Con está luz no hay quien falsifique ni una carta de la abuela!
Con ayuda de León, imbuido de nerviosa creatividad, ante tan inesperado arrebato, la pragmática Miss Bach puso arreglo inmediatamente al problema. Schwili necesitaba más luz natural para trabajar de día, pero también, tras su prolongada reclusión, para su alma. En un abrir y cerrar de ojos, Miss Bach telefoneó al piso de abajo, aparecieron los argentinos, hizo cambiar los muebles de sitio bajo su atenta supervisión, y la mesa de Schwili encontró un nuevo emplazamiento en el mirador de la ventana del salón, con vistas al cielo y al follaje. Ella misma se encargó de clavetear una capa adicional de cortina de malla para darle intimidad, y ordenó a León que montara un alargo para la elegante lámpara italiana de Schwili. Luego, a una señal de Miss Bach, le dejaron a solas, aunque León le estuvo mirando a hurtadillas desde su cuarto.
Sentado frente al agonizante sol de la tarde, Schwili desplegó sus preciados papeles y sobres y tintas y plumas, cada cosa en su sitio, como si al día siguiente tuviese un examen final. A continuación se quitó los gemelos y se frotó ligeramente las palmas de las manos para hacerlas entrar en calor, aunque para un veterano presidiario hacía suficiente calor. Después se quitó el sombrero, se estiró uno por uno los dedos, entre una salva de pequeños chasquidos, para aflojar las articulaciones, y finalmente se dispuso a esperar, como había esperado siempre desde que era adulto.
La estrella para cuyo recibimiento estaban todos preparados llegó en avión a Munich aquella misma tarde, procedente de Chipre. No hubo destellos de cámaras para celebrar su llegada, porque fue sacado en una camilla atendida por un enfermero y un médico particulares. El médico era auténtico, aunque no así su pasaporte; en cuanto a Yanuka, pasaba por ser un negociante británico de Nicosia trasladado urgentemente a Munich para una operación de corazón. Así lo confirmaba una gruesa carpeta de papeles médicos a los que la seguridad del aeropuerto germano no hizo el menor caso. A todos ellos les bastaba con mirar el exánime rostro del paciente para saber cuanto necesitaban. Una ambulancia llevó al grupo hacia un hospital de la ciudad, pero al llegar a una bocacalle torció y, como si hubiera ocurrido lo peor, se coló en el patio cubierto de un empresario de pompas fúnebres amigo. En la Ciudad Olímpica fueron vistos los dos fotógrafos argentinos y sus amigos manipulando una cesta de lavandería con la leyenda frágil: cristal. La llevaron desde el microbús destartalado hasta el montacargas, y los vecinos dijeron que debía tratarse de una extravagancia más que venía a sumarse a su ya desmesurado equipo fotográfico. Se especulaba con humor sobre si los filatélicos del piso de abajo tendrían quejas de los gustos musicales de los argentinos: los judíos se quejaban de todo. Mientras tanto, en el piso de arriba, se destapó la presa y con la ayuda del doctor se verificó que el viaje no hubiera producido daño alguno. Minutos después, le habían depositado cuidadosamente en el suelo del confesonario acolchado, donde esperaban que volvería en sí en cuestión de media hora, aunque era posible que la capucha a prueba de luz que le habían puesto en la cabeza retrasara un poco el proceso del despertar. Poco después se fue el médico. Era un hombre escrupuloso y, temiendo por el futuro de Yanuka, había pedido garantías a Kurtz de que no se le forzaría a comprometer su ética profesional.
Efectivamente, menos de cuarenta minutos después vieron a Yanuka forcejear con sus cadenas, primero las muñecas y luego las rodillas, y después las cuatro cosas a la vez, como una crisálida que intentara reventar el capullo, hasta que debió darse cuenta de que le habían atado boca abajo, ya que se detuvo y pareció hacer inventario para luego lanzar un gemido de prueba. Tras lo cual, sin más preámbulos, se produjo un alboroto de mil demonios al dar Yanuka rienda suelta a una sucesión de angustiosos bramidos, retorciéndose de dolor, corcoveando y, en general, haciendo gala de una energía que a todos les hizo estar doblemente agradecidos a sus cadenas. Tras haber observado un rato su actuación, los interrogadores se retiraron y dejaron campo libre a los guardianes hasta que la tormenta pasara por sí sola. Probablemente a Yanuka le habían llenado la cabeza con escalofriantes historias sobre la brutalidad de los métodos israelíes. Probablemente estaba tan confuso que deseaba que hicieran honor a su fama y convirtieran sus miedos en realidad. Pero los guardianes se negaron a darle ese gusto. Sus órdenes eran representar el papel de hoscos carceleros, mantener las distancias y no infligir lesiones, y las obedecían al pie de la letra, aunque ello les costara Dios y ayuda (en particular a Oded). Desde la ignominiosa llegada de Yanuka al apartamento, los jóvenes ojos de Oded se habían ensombrecido de odio. Con los días se le veía más enfermo y macilento, y al sexto tenía la espalda agarrotada por la tensión de tener a Yanuka, vivo, bajo su mismo techo.
Por fin, Yanuka pareció quedarse dormido otra vez y los interrogadores decidieron que era hora de empezar, poniendo en marcha sus sonidos de tráfico mañanero y una potente luz blanca para luego llevarle el desayuno -aún no eran las doce de la noche-, ordenando en voz alta a los guardianes que le desataran y que le dejasen comer como un ser humano, no como un perro. Luego, ellos mismos se encargaron de quitarle la capucha, pues querían que la primera imagen que tuviera de ellos fuera la de sus amables y no judíos rostros mirándole con paternal preocupación.
–No volváis a ponerle estas cosas nunca más -dijo uno de los interrogadores en inglés y pausadamente, arrojando simbólicamente capucha y cadenas a un rincón.
Los guardias se retiraron -Oded, especialmente, con teatral renuencia-, y Yanuka aceptó beber un poco de café mientras sus dos nuevos amigos le miraban. Sabían que estaba sediento porque le habían pedido al médico que se lo provocara antes de irse, de modo que el café debía de saberle a gloria, hubiera lo que hubiese dentro además de café. Sabían también que se hallaba en un estado como de elaboración onírica y, por lo tanto, indefenso en ciertas zonas importantes de su mente -por ejemplo, si alguien le ofrecía compasión-. Tras varias visitas más del mismo estilo, algunas con sólo unos minutos de diferencia, los interrogadores consideraron llegado el momento de lanzarse y presentarse a Yanuka. En líneas generales, su plan era de los más antiguos en una situación similar, pero contenía ingeniosas variantes.
Le dijeron en inglés que eran observadores de la Cruz Roja, súbditos suizos, pero que residían en esa cárcel. Qué cárcel o dónde se encontraba ésta eran cosas que no podían desvelar, aunque insinuaron claramente que podía ser en Israel. Sacaron entonces unos pases plastificados, con sus fotografías respectivas y la cruz roja ejecutada con sinuosas líneas como en los billetes de banco para evitar su falsificación. Le explicaron que su tarea consistía en garantizar que los israelíes respetaran las normas para prisioneros de guerra establecidas por la Convención de Ginebra -aunque, le dijeron, bien sabía Dios que no era cosa fácil- y en proporcionarle un vínculo con el mundo exterior, en la medida en que lo permitiera el reglamento de la prisión. Estaban presionando para sacarle del régimen de aislamiento e incorporarlo al bloque árabe, le dijeron, pero tenían entendido que se esperaba un «riguroso interrogatorio» en cuestión de días, y que hasta entonces los israelíes tenían la intención de mantenerle aislado. A veces, le dijeron, los israelíes perdían absolutamente los papeles y se olvidaban de la imagen pública en favor de sus obsesiones. Pronunciaron la palabra «interrogatorio» con repugnancia, como si desearan que hubiera una palabra mejor. En aquel momento volvió Oded, siguiendo las instrucciones recibidas, y aparentó que se ocupaba de las medidas sanitarias. Los interrogadores dejaron de hablar hasta que se fue.
Luego sacaron un extenso formulario y ayudaron a Yanuka a rellenarlo de su propia mano: aquí el nombre, dirección, fecha de nacimiento, parientes más próximos, así, muy bien, profesión -bueno, aquí podrías poner estudiante, ¿no?-, títulos, religión; lo sentimos mucho pero son las normas… Yanuka lo rellenó con suficiente veracidad pese a la desgana inicial, y este primer signo de colaboración fue registrado por el Comité Literario del piso de abajo con callada satisfacción, si bien la letra de Yanuka era un tanto pueril por culpa de las drogas.
Al salir, los interrogadores le pasaron a Yanuka un impreso en inglés en el que se precisaban sus derechos y, con un guiño y una palmadita en la espalda, le obsequiaron con un par de chocolatinas suizas, llamándole por su nombre de pila: Salim. Por espacio de una hora, le observaron desde la habitación contigua mediante rayos infrarrojos: Yanuka permaneció tumbado a oscuras, sollozando y mesándose los cabellos. Luego incrementaron la iluminación e irrumpieron alegremente, gritando: «Mira lo que te hemos conseguido; vamos, despierta, Salim, ya es de día.» Era una carta, a su nombre, con matasellos de Beirut, enviada a la atención de la Cruz Roja y con el visto bueno del censor de la prisión en el sobre. De su amada hermana Fatmeh, la que le había regalado el amuleto de oro que llevaba al cuello. Schwili había falsificado la carta, Miss Bach había recopilado los datos y el camaleónico talento de León había suministrado el auténtico pulso del afecto reprobatorio de su hermana Fatmeh. El modelo eran las cartas que de ella había recibido Yanuka durante el período de estrecha vigilancia. Fatmeh le mandaba todo su amor y confiaba en que Salim fuera valiente cuando le llegara la hora. Al decir «hora» parecía referirse al temido interrogatorio. Ella había decidido dejar novio y empleo para reanudar sus trabajos de socorro en Sidón, porque ya no soportaba estar tan lejos de la frontera de su querida Palestina mientras Yanuka estaba metido en semejante aprieto. Le admiraba y siempre le admiraría (así lo juraba León); amaría a su valeroso y heroico hermano hasta más allá de la muerte (ya se encargaba León de eso). Yanuka aceptó la carta con fingida indiferencia, pero cuando volvieron a dejarle a solas cayó devotamente de hinojos, noblemente vuelta la cabeza hacia un lado y hacia arriba como un mártir esperando la espada, mientras estrujaba contra su mejilla las palabras de Fatmeh.
–Exijo papel -dijo a sus guardianes cuando éstos vinieron una hora después a barrer su celda.
Podría haberse ahorrado la saliva. Oded bostezó incluso.
–¡Exijo papel! ¡Exijo que vengan los representantes de la Cruz Roja! ¡Exijo escribir una carta a mi hermana según la Convención de Ginebra!
Una vez más, abajo sus palabras fueron recibidas favorablemente pues demostraban que la primera entrega del Comité Literario había conquistado a Yanuka. Inmediatamente fue transmitido un boletín a Atenas. Los guardianes se escabulleron al piso de abajo para consultar, y reaparecieron con papel de carta con membrete de la Cruz Roja. También le entregaron a Yanuka un impreso titulado «Aviso para los presos» donde se explicaba que únicamente serían expedidas cartas escritas en inglés, «y sólo aquellas que no contuvieran mensajes ocultos». Pero nada para escribir. Yanuka exigió un bolígrafo, suplicó uno, gritó y lloró, todo ello a cámara lenta, pero los muchachos replicaron que la Convención de Ginebra no decía nada de bolígrafos. Media hora después, los dos interrogadores irrumpieron llenos de justa ira, llevando un bolígrafo de su propiedad con la leyenda «Para la humanidad».
La charada continuó escena tras escena varias horas más mientras Yanuka, en su estado de debilidad, pugnaba en vano por rechazar la mano amiga que se le ofrecía. Su respuesta por escrito fue un modelo en su estilo: tres prolijas páginas llenas de consejos, autocompasión y osadía, que le proporcionaron a Schwili la primera muestra «limpia» de la caligrafía de un Yanuka sometido a tensión emocional, y a León un excelente anticipo de su estilo en inglés.
«Querida hermana: Dentro de una semana me enfrento a la fatídica prueba de mi vida en la que espero me acompañe tu noble espíritu», escribió. La noticia fue también objeto de un boletín especial: «Mándemelo todo», le había dicho Kurtz a Miss Bach. «No quiero silencios. Si no pasa nada, hágame saber que no está pasando nada.» Y a León, con más furia: «Procura que me informe cada dos horas. Y mejor si es cada hora.»
La carta de Yanuka a Fatmeh fue la primera de una serie. A veces se cruzaban sus cartas respectivas; a veces Fatmeh contestaba a sus preguntas casi a vuelta de correo, y a su vez le preguntaba cosas a él.
Empezad por el final, les había dicho Kurtz. El final, en este caso, estaba lejos de ser una charla aparentemente intrascendente, pues, hora tras hora, los interrogadores charlaban con Yanuka con incansable cordialidad, fortaleciéndole, o eso debía pensar él, con su imperturbable sinceridad suiza, desarrollando su resistencia para el día en que los secuaces israelíes se lo llevaran a rastras para interrogarlo. En primer lugar trataron de obtener su opinión sobre todo aquello de lo que se animaba a hablar, halagándole con su curiosidad y simpatía respetuosas. La política, le confesaron cohibidos, nunca había sido su fuerte: siempre se habían inclinado por situar al hombre por encima de las ideas. Uno de ellos citó un poema de Robert Burns, quien por pura casualidad era uno de los preferidos de Yanuka. A veces daba casi la impresión de que le estaban pidiendo que les convirtiera a su modo de pensar, tan abiertos se mostraban a sus razonamientos. Le preguntaban por sus reacciones ante el mundo occidental ahora que llevaba allí un año; primero en líneas generales, luego país por país, y escucharon extasiados sus manidas descripciones: el egoísmo de los franceses, la codicia de los alemanes, la decadencia de los alemanes…
¿E Inglaterra?, le preguntaron inocentemente.
¡Oh, Inglaterra, el peor de todos!, replicó con convicción. Inglaterra era un país decadente, en bancarrota y desorientado; Inglaterra era el agente del imperialismo americano; Inglaterra era el colmo de la maldad, y su peor crimen era haber entregado su país a los sionistas. Luego se embarcó en otra diatriba contra Israel, y ellos se marcharon. En esta primera fase no querían alimentar en él la menor sospecha de que sus viajes a Inglaterra eran de especial interés. Le preguntaron, en cambio, por su infancia -sus padres, su casa de Palestina-, y con silenciosa satisfacción comprobaron que jamás mencionaba a su hermano mayor; que incluso ahora, seguía ajeno por completo a la vida de Yanuka. Pese a todo lo que tenían ganado, estaba claro para los interrogadores que Yanuka seguiría hablando únicamente de asuntos que él considerara inofensivos para su causa.