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Authors: John Le Carré

Tags: #Terrorismo, intriga, policíaca

La chica del tambor (34 page)

BOOK: La chica del tambor
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Una vez más, el genio de Kurtz no sabía estar parado. Cuando Yanuka empezó a hablar de verdad, Kurtz mostró una súbita afinidad con los sentimientos del pobre chico; de pronto, el viejo carcelero necesitaba saber todo cuanto el gran luchador había dicho al aprendiz. Para cuando volvió al piso de abajo, por consiguiente, el equipo tenía ya prácticamente todo lo que se le podía sacar a Yanuka, que venía a ser nada, como Kurtz se apresuró a señalar, por lo que hacía al paradero del hermano mayor. Al margen de esto, pudo observarse que el aforismo del veterano interrogador se había confirmado una vez más: a saber, que la violencia física es contraria a la ética y al espíritu de la profesión. Kurtz insistió en ello con vehemencia, sobre todo dirigiéndose a Oded, cosa que le resultó extremadamente difícil. Si has de emplear la violencia, y en ocasiones no queda más remedio, asegúrate de que la empleas contra la mente y no contra el cuerpo, le dio a entender. Kurtz estaba convencido de que los jóvenes podrían aprender muchas cosas sólo con que tuvieran siempre los ojos bien abiertos.

La misma acotación se la hacía también a Gavron, pero con menores resultados.

Pero aun así Kurtz no quiso, o le fue imposible, descansar. El día siguiente a primera hora, solucionado completamente el asunto Yanuka a excepción de su resolución final, Kurtz volvía al centro de la ciudad para consolar al equipo de vigilancia, cuyo ánimo había flaqueado últimamente con la desaparición de Yanuka. ¿Qué había sido de él?, exclamó el viejo Lenny. ¡Un muchacho con tanto futuro, tan prometedor en multitud de campos…! Y del centro, una vez cumplida su misión caritativa, Kurtz se dirigió al norte para una nueva cita con el doctor Alexis, sin inmutarse en absoluto por el hecho de que el supuesto carácter caprichoso del doctor había determinado que Gavron le apeara de la operación.

–Le diré que soy americano -le prometió a Litvak, sonriendo ampliamente, al recordar el petulante telegrama de Gavron a la casa de Atenas.

Con todo, su estado de ánimo, era de un circunspecto optimismo. Estamos en marcha, le dijo a Litvak, y Misha sólo se mete conmigo cuando estoy sin hacer nada.

10

Mucho más basta que las de Mykonos, la cantina tenía un televisor en blanco y negro cuya imagen ondeaba como una bandera a la que nadie saludaba, y estaba llena de viejos montañeses demasiado soberbios para fijarse en los turistas, ni que fueran guapas inglesas pelirrojas con caftán azul y pulseras de oro. Pero en la historia que José estaba narrando ahora eran Charlie y Michel quienes cenaban a solas en un parador a las afueras de Nottingham, cuyo comedor permanecía abierto gracias a los sobornos de Michel. Como de costumbre, el penoso coche de Charlie estaba inservible en su último taller de pupilaje en Camden, pero Michel tenía un Mercedes; su marca preferida. El sedán estaba aparcado junto a la puerta trasera del teatro, y Michel hizo entrar rápidamente a Charlie para una carrera de diez minutos bajo la eterna lluvia de Nottingham. Y en todo ese tiempo ninguna rabieta de Charlie, ni ninguna duda pasajera, pudieron detener el brío del José narrador.

–Lleva guantes de conducir -dijo él-. Es una manía que tiene. Tú te fijas pero no haces comentarios al respecto.

Con orificios en el dorso, pensó ella, y preguntó:

–¿Qué tal conduce?

–No es un conductor nato, que digamos, pero tú no se lo echas en cara. Le preguntas dónde vive y él te dice que ha venido desde Londres sólo para verte. Le preguntas cuál es su profesión y él te dice que «estudiante». Le preguntas dónde estudia y él contesta «en Europa», dando a entender que Europa es más o menos una palabrota. Al presionarle tú, pero no mucho, te dice que sigue cursos en diferentes universidades, según las ganas que tenga y quién dé las clases. Los ingleses, dice, no entienden ese sistema de estudio. Cuando pronuncia la palabra «ingleses», a ti te suena hostil, no sabes por qué, pero hostil. ¿Siguiente pregunta?

–Dónde vive ahora.

–Contesta con evasivas. Como yo. A veces en Roma, te dice vagamente. Otras en Munich o en París, según le conviene. También en Viena. No dice que viva encerrado entre cuatro paredes, pero sí que no está casado cosa que a ti no te da mucha pena -José sonrió y retiró la mano-. Le preguntas qué ciudad le gusta más y él desecha la cuestión porque no hace al caso; le preguntas qué es lo que estudia, y te contesta que «Libertad»; le preguntas de dónde es y te responde que su país está actualmente bajo la ocupación enemiga. ¿Y cuál es tu reacción?

–El desconcierto.

–Sin embargo, con tu acostumbrada insistencia, vuelves a apremiarle y él pronuncia la palabra
Palestina.
Con gran pasión. Como si fuera un reto, un grito de guerra:
Palestina.
-Sus ojos estaban clavados en ella de tal forma que Charlie hubo de sonreír nerviosa y apartar la vista-. Debo recordarte que aunque en esta fase de la historia tú mantienes relaciones íntimas con Alastair, éste se encuentra ahora tan ricamente en Argyll haciendo un anuncio de televisión para un producto de consumo completamente inservible, y tú te enteras de casualidad que él se lo está pasando en grande con la primera actriz. ¿Correcto?

–Correcto -dijo ella, y le sorprendió notar que se sonrojaba.

–Y ahora, dime qué significan para ti los palestinos, dicho en ese tono por un muchacho anhelante en un parador cerca de Nottingham en una noche de lluvia. Supongamos que él te lo pregunta. Eso. Te lo pregunta él.

¡Vaya!, pensó ella, ¡cuánto jaleo por una historia tan mala!

–Los admiro -dijo.

–Me llamo Michel.

–Los admiro, Michel.

–¿Por qué razón?

–Porque sufren. -Charlie se sintió un poco idiota-. Porque aguantan.

–Tonterías. Los palestinos somos un hatajo de terroristas analfabetos que ya deberían haber comprendido que han perdido su patria. No somos más que antiguos limpiabotas y vendedores ambulantes, delincuentes juveniles con ametralladoras y ancianos que se niegan a olvidar. Así pues, ¿qué somos? Dime tu opinión, yo sabré valorarla. Recuerda que aún te llamo Juana.

Respiró todo lo hondo que pudo. Al fin y al cabo, de algo le servirían aquellos fines de semana hablando de política.

–Está bien. Allá va: los palestinos (o sea, vosotros) sois gente buena y honrada, campesinos de nobles tradiciones injustamente obligados a abandonar vuestro país desde 1948 para apaciguar a los sionistas y así tener una cabeza de puente en Arabia.

–Tus palabras no me disgustan. Sigue, por favor.

Era estupendo descubrir hasta qué punto recordaba sus lecciones movida por los perversos dictados de José. Fragmentos de panfletos olvidados, sermones de amantes varios, arengas de luchadores por la libertad, trozos de libros mal leídos: todo ello venía en su ayuda cual fiel aliado.

–Sois el producto del sentimiento de culpabilidad que los europeos tienen respecto a los judíos… Os han obligado a pagar la penitencia por un holocausto en el que no tuvisteis parte… Sois víctimas del imperialismo racista y antiárabe con su política de expoliación y destierro…

–Y asesinato -apostilló José quedamente.

–… Y asesinato. -Titubeando otra vez, Charlie captó los ojos del desconocido clavados en ella y, como en Mykonos, no supo de repente qué significaba esa mirada-, En fin, eso sois los palestinos -dijo frívolamente-. Ya que me lo preguntas, que conste -añadió al ver que él no decía nada.

Continuó mirándole en espera de una pista. Coaccionada por su presencia, había sepultado sus convicciones bajo la escoria de una existencia anterior. No quería saber nada de ellas, a menos que él lo preguntara.

–Fíjate que Michel no habla de banalidades -le dijo autoritariamente José, como si nunca hubieran intercambiado una sonrisa-. Que rápidamente ha apelado a tu lado serio. Por lo demás, es bastante meticuloso. Por ejemplo, lo tiene todo preparado para esta noche: la comida, el vino, las velas, incluso su conversación. Se podría decir que, con eficiencia propia de un israelí, ha organizado una verdadera campaña para capturar a su Juana de Arco.

–¡Qué vergüenza! -dijo ella muy seria, mirándose la pulsera.

–Y entretanto te dice que eres la actriz más brillante que conoce, lo cual, una vez más, según parece, no es que te deje de lo más consternada. Él insiste en confundirte con Juana de Arco, pero a ti ya no te incomoda tanto que el teatro y la vida sean inseparables a su modo de ver. Te explica que Juana de Arco ha sido su heroína desde la primera vez que leyó su historia. Aunque era una mujer, supo despertar la conciencia de clase del campesinado francés y conducirlo a la batalla contra el imperialismo británico opresor. Era una auténtica revolucionaria que supo encender la llama de la libertad para todos los explotados del mundo. Convirtió a los esclavos en héroes. Éste es el resumen de su análisis crítico. Cuando ella oye la voz de Dios, no está oyendo otra cosa que su conciencia revolucionaria instándola a oponer resistencia al colonialismo. No puede tratarse de la voz de Dios, porque según Michel Dios ha muerto. A lo mejor no te habías planteado estas cosas cuando hiciste la obra…

Ella seguía manoseando la pulsera.

–Bueno, puede que
algunas
se me pasaran por alto -admitió a la ligera, pero al levantar la vista se encontró con su pétrea mirada reprobatoria-. ¡Dios mío! -exclamó.

–Charlie, te lo adviene de corazón: no le tomes el pelo a Michel con tus astucias de occidental. Tiene un caprichoso sentido del humor y se queda cortadísimo cuando es objeto de un chiste, y más si quien lo hace es una mujer. -Una pausa para que la amonestación hiciese mella-. Muy bien. La comida es horrenda pero a ti te da lo mismo. Él ha pedido filete y no sabe que estás en una de tus fases vegetarianas. Comes un poco de carne para no ofenderle. En una carta posterior le cuentas que era el peor filete que habías comido en tu vida, y en cierto modo también el mejor. Mientras habla, no puedes pensar en otra cosa que en su voz apasionada y en su hermoso rostro árabe al otro lado de la vela. ¿De acuerdo?

–Sí -dijo ella, después de dudar y sonreír.

–Él te ama, ama tu talento, ama a Juana de Arco. Para los colonialistas británicos ella era una delincuente, te dice. Igual que todos los luchadores por la libertad: George Washington, Mahatma Gandhi, Robin Hood. Y también los soldados clandestinos que luchan por la independencia de Irlanda. Te das cuenta de que sus ideas no son precisamente novedosas, pero en su fervorosa voz oriental, tan llena de… ¿cómo expresarlo…?, de naturalidad animal producen en ti un efecto hipnótico; dan vida nueva a los viejos estereotipos, es como descubrir nuevamente el amor. Para los británicos, prosigue Michel, quienquiera que combata el terror colonial es también un terrorista. Todos los británicos, excepto tú, son mis enemigos. Los británicos entregaron mi país al sionismo; embarcaron a los judíos de Europa con órdenes de transformar Oriente en Occidente. Les dijeron:
Id a someter el Oriente. Los palestinos son pura basura pero os servirán como lacayos.
Los viejos colonizadores británicos estaban cansados y derrotados, así que nos pusieron en manos de los nuevos colonizadores, que eran lo bastante crueles y fervorosos como para cortar por lo sano.
No os preocupéis por los árabes,
les dijeron los británicos.
Os prometemos mirar hacia otra parte cuando os las entendáis con ellos.
Escúchame. ¿Me estás escuchando?

¿Cuándo no te he escuchado, José?

–Michel es hoy tu profeta. Nadie te había hablado nunca con toda la fuerza de su fanatismo. A ti sola. Su convicción, su entrega, su devoción, resplandecen cuando él habla. En teoría, naturalmente, Michel está predicando ya al converso, pero en realidad lo que hace es implantar un corazón humano en el cajón de sastre de tus veleidosas ideas izquierdistas. Eso también se lo cuentas en una carta posterior, tenga o no tenga lógica implantar un corazón humano a un cajón de sastre. Tú quieres que te enseñe: él te enseña. Tú quieres que se ensañe con tu culpabilidad británica: y él lo hace también. De tu cinismo protector no queda ya ni rastro. Te sientes otra. ¡Cuán lejos está Michel de tus prejuicios pequeñoburgueses todavía intactos, de la indolencia de tu conmiseración de occidental! ¿Qué? -preguntó en voz baja José, como si ella le hubiera formulado una pregunta. Charlie meneó la cabeza y él siguió adelante, imbuido del fervor que tomaba en prenda de su suplente árabe.

–Michel ignora por completo que tú ya estás teóricamente de su lado y exige de ti una obsesión absoluta por su causa, una nueva conversión. Te lanza sus estadísticas como si hubieras sido tú la causante de las cifras. Más de dos millones de árabes cristianos y musulmanes, arrojados de su patria y privados de sus derechos desde 1948. Sus casas y sus pueblos arrasados por las excavadoras (te concreta el número exacto), su tierra expoliada por unas leyes en cuya elaboración no han podido participar (te recita el número de
dunams,
un
dunam
equivale a un millar de metros cuadrados). Tú preguntas y él contesta. Y cuando llegan al exilio, sus hermanos árabes los masacran y los tratan como si fueran escoria, y los israelíes bombardean sus campamentos y los ametrallan porque los palestinos se empeñan en resistir. Porque resistir, para los desposeídos, es como ser terrorista, mientras que colonizar y bombardear a los refugiados (diezmar la población) son lamentables necesidades de tipo político. Porque diez mil árabes muertos no valen lo que un judío muerto. Escúchame bien. -José se inclinó y la agarró de la muñeca-. No hay un solo liberal en Occidente que no hable abiertamente de las injusticias cometidas en Chile, Sudáfrica, Polonia, Argentina, Camboya, Irán, Irlanda del Norte y otros lugares conflictivos de moda. Sin embargo, ¿quién se atreve a contar el chiste más cruel de la historia: que treinta años de Israel han convertido a los palestinos en los judíos de la Tierra? ¿Sabes cómo definían los sionistas a mi país antes de apoderarse de él? «Una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra.»
¡Era como si no existiéramos!
Mentalmente, los sionistas ya habían cometido un genocidio; era el acto en sí lo único que les faltaba por hacer. Y los artífices de su alucinación fuisteis vosotros, los británicos. ¿Sabes cómo nació Israel? Fue un regalo de un territorio árabe que una potencia europea le hizo a un
lobby
judío. Sin consultar para nada a un solo habitante del territorio en cuestión. Y esa potencia era Gran Bretaña. ¿Hace falta que te diga
con detalle
cómo nació Israel…? ¿Es tarde, quizá? ¿Estás cansada? ¿Has de volver a tu hotel?

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