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Authors: John Le Carré

Tags: #Terrorismo, intriga, policíaca

La chica del tambor (37 page)

BOOK: La chica del tambor
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–José -susurró impotente Charlie, tomándole otra vez de la mano-. ¿Quién diablos eres tú? ¿Qué es lo que
sientes
tras todas esas alambradas mentales?

Al levantar la cabeza, Charlie empezó a oír sonidos de otras vidas en las habitaciones contiguas. El quejumbroso parloteo de un niño insomne, una acalorada discusión conyugal… y pisadas en el balcón. Al volverse vio a Rachel con un chándal de toalla, entrando en la habitación provista de un neceser y un termo.

Demasiado cansada para dormir, permaneció tumbada con los ojos abiertos. Aquello no parecía Nottingham. De la habitación de al lado le llegaba el ruido amortiguado de una conversación telefónica y le pareció reconocer la voz de él. Estaba en brazos de Michel. En brazos de José. Pero deseaba a Al. Estaba en Nottingham con el amor de su vida, a salvo en Camden, en su propia cama, en el cuarto que su condenada madre seguía llamando el cuarto de los niños. Yacía como cuando de niña le había derribado su caballo, contemplando la película de su vida y explorando su propia mente tal como había hecho con su cuerpo, palpando cada parte para ver si había lesiones. A un kilómetro de ella, en la misma cama, Rachel leía a Thomas Hardy en edición de bolsillo a la luz de la lamparita.

–¿Dónde está su pareja? ¿Quién le zurce los calcetines, Rachel, quién le vuelve a llenar la pipa?

–¿No sería mejor que se lo preguntaras a él?

–¿Eres tú?

–Qué va. Eso no funcionaría. A la larga, seguro que no.

Charlie se quedó adormilada tratando de averiguarlo.

–¿Ha sido un luchador? -dijo.

–Sí, el mejor -sentenció Rachel, satisfecha-. Aún lo es.

–¿Y cómo fue que se metió en líos?

–Los líos le han venido solos, ¿no crees? -dijo Rachel, absorta todavía en su lectura.

–Estuvo casado… -dijo Charlie haciendo otra intentona-. ¿Qué fue de ella?

–Perdón, ¿cómo dices?

–Me pregunto si saltó ella o la empujaron, como se suele decir -musitó Charlie, pasando por alto el desaire de Rachel-. Maldita la gracia que me hace, pero me lo pregunto. Pobre tía. Sólo para subir con él al autobús tendría que ser como seis camaleones al menos. -Se quedó un rato callada-. ¿Cómo te metiste en esto, Rachel? -preguntó después, y, sorprendentemente, Rachel dejó abierto el libro sobre su vientre y se lo contó. Sus padres eran judíos ortodoxos de Pomerania. Se habían establecido en Macclesfield después de la guerra y habían hecho fortuna en la industria textil.

–Tenían sucursales en Europa, y un ático en Jerusalén -explicó sin inmutarse. Habían querido que Rachel estudiara en Oxford para entrar en la empresa familiar, pero ella había preferido matricularse en la Universidad Hebrea para estudiar la Biblia y la historia de los judíos.

–Pasó lo que tenía que pasar -contestó al preguntarle Charlie sobre el siguiente paso.

Pero ¿cómo? insistió Charlie. ¿Por qué?

–¿Quién te reclutó, Rachel, qué te dicen cuando eso ocurre?

Rachel no pensaba decir el cómo ni el quién, pero sí el por qué. Conocía Europa, dijo, y sabía lo que era el antisemitismo. Y quiso enseñarles a aquellos
sabrás
engreídos, héroes de pacotilla, que había en la universidad que ella podía luchar por Israel como cualquier muchacho.

–¿Y Rose qué? -dijo Charlie, probando suerte.

Lo de Rose era más complicado, le explicó Rachel, como si lo suyo no lo fuese. Rose había estado en las juventudes sionistas en Sudáfrica, y al llegar a Israel dudó de si no habría sido mejor quedarse y combatir el
apartheid.

–Digamos que lo suyo es más duro, porque no sabe cuál de las dos cosas debería estar haciendo -explicó Rachel, y luego, con una firmeza que atajaba de raíz toda posible discusión, siguió leyendo su
Mayor of Casterbridge.

Un empacho de ideales, se dijo Charlie. Hace dos días no sabía ni lo que era un ideal. Y se preguntó si ahora tenía alguno. Mañana ya veremos. Estuvo un rato adormilada dejándose llevar por unos imaginarios titulares: «famosa soñadora topa con la realidad», «juana de arco quema vivo a un activista palestino». Que sí, Charlie, que sí. Buenas noches.

La habitación de Charlie, en el mismo pasillo, disponía de camas gemelas. El hotel no llegaba a más en su reconocimiento del celibato. Becker yacía en una y contemplaba absorto la otra, con el teléfono en la mesilla que había entre ambas. Faltaban diez minutos para la una y media, y la una y media era la hora convenida. El portero de noche había recibido su propina al prometer que le pasaría la llamada. Becker solía tener insomnio, sobre todo a esa hora. Para pensar con claridad, para plantearse las cosas ajustadamente y olvidar lo que había quedado atrás. O lo que no. El teléfono sonó a la hora prevista y la voz de Kurtz le saludó al momento. ¿Dónde debe de estar?, se preguntó Becker. Oyó música de fondo y adivinó que se trataba de un hotel. Ah, sí, en Alemania. Llamada de un hotel de Alemania a un hotel de Delfos. Kurtz habló en inglés porque era menos conspicuo, y lo hacía como quien no quiere la cosa para no alertar a un poco probable escuchador furtivo. Sí, todo iba bien, le aseguró Becker, no creo que vaya a producirse ningún tropiezo. ¿Qué hay de los últimos resultados? preguntó.

–Estamos obteniendo una colaboración de primer orden -le aseguró Kurtz con el tono exagerado que empleaba para enardecer a su extensa tropa-. Cuando quieras, puedes pasarte por el almacén: estoy seguro de que no te defraudará. Y otra cosa.

Becker raramente terminaba sus conversaciones telefónicas con Kurtz ni éste con aquél. Era una norma que seguían. Solían rivalizar entre los dos, cosa rara, por ver quién se libraba antes de la compañía del otro. No obstante en esta ocasión Kurtz estuvo escuchando hasta el final lo mismo que Becker. Pero al colgar el teléfono, Becker vio sus bonitas facciones en el espejo y se quedó mirándolas con intenso fastidio. De pronto fue como si viera las luces de un buque de salvamento, y se sintió abrumado por un morboso deseo de apagarlas de una vez por todas:
¿Quién diablos eres…?
¿Cuáles son tus sentimientos?
Se acercó un poco más al espejo. Me parece estar viendo a un actor, un actor como tú, rodeándose de diferentes versiones de sí mismo porque el original se le ha perdido por el camino. Pero lo que es
sentir,
no siento nada, porque el verdadero sentimiento es subversivo, y contrario a la disciplina militar. Por tanto no siento nada; pero lucho, luego existo.

Fue andando impacientemente por la ciudad, a grandes zancadas y mirando con dureza hacia adelante, como si le fastidiara tener que andar y la distancia, como siempre, fuera demasiado corta. Era una ciudad que esperaba ser atacada de un momento a otro; en los últimos veinte años o más había conocido muchas en ese estado. La gente había huido de las calles, no se oían niños. Coches y autocares aparcados aparecían dejados a su suerte por sus propietarios, y sólo Dios sabía cuándo lo volverían a ver. De vez en cuando, su aguda mirada se colaba por un portal abierto o por la entrada a un callejón mal iluminado, pero estaba acostumbrado a observar y no atenuó en absoluto el ritmo de sus zancadas. Al llegar a una bocacalle, levantó la cabeza para leer el nombre pero pasó de largo una vez más hasta torcer rápidamente por un solar en construcción. Entre ladrillos amontonados hasta el cielo había un microbús de colores chillones, y junto a él los palos que sostenían la cuerda de tender la ropa disimulaban unos diez metros de antena. De dentro salía una música tenue. Se abrió la puerta y apareció el cañón de una pistola apuntándole a la cara como un ojo escudriñador, para desaparecer enseguida. Una voz respetuosa dijo: «Shalom.» Becker pasó adentro y cerró la puerta a sus espaldas. La música no conseguía ahogar del todo el irregular repiqueteo del pequeño teletipo. David, el operador de la casa de Atenas, estaba agazapado frente al aparato; le acompañaban dos de los muchachos de Litvak. Con una simple inclinación de cabeza, Becker se sentó en la banqueta acolchada y se puso a leer el grueso fajo de hojas que le tenían preparado.

Los muchachos le miraban con deferencia. Él notaba cómo con avidez le contaban las condecoraciones. Probablemente, conocían ellos mejor sus hazañas que él mismo.

–Es muy guapa, Gadi -dijo el más osado de los dos.

Becker no le hizo caso. A veces subrayaba un párrafo o una fecha. Cuando hubo terminado de leer, entregó las hojas a los muchachos e hizo que le examinaran hasta estar satisfecho de que se lo sabía de memoria.

Al bajar del microbús, se detuvo a pesar suyo junto a la ventanilla y oyó que hablaban de él alegremente.

–El Tahúr
le consiguió un puesto de director para él solo, una fábrica textil, me parece, cerca de Haifa -dijo el osado.

–Estupendo -dijo el otro-, ¿Por qué no nos retiramos y nos dedicamos también a ganar dinero?

11

Para la vital pero no autorizada reunión que tenía prevista con el buen doctor Alexis aquella noche, Kurtz había adoptado una actitud de afinidad entre profesionales del mismo gremio, sazonada por su vieja amistad. A sugerencia de Kurtz, se encontraron no en Wiesbaden sino más al sur, en Frankfurt, donde las muchedumbres son más itinerantes, en un enorme y poco elegante hotel de congresos que alojaba aquella semana a empleados de la industria del juguete. Alexis había propuesto que se vieran en su casa, pero Kurtz había declinado el ofrecimiento con una insinuación que Alexis no tardó en captar. Eran las diez de la noche cuando se encontraron, y la mayoría de delegados estaba ya desparramada por la ciudad en busca de otras variedades de juguetes. El bar estaba vacío en sus tres cuartas partes y, a primera vista, sólo había otros dos comerciantes que trataran de resolver los problemas mundiales separados por una fuente con flores de plástico. Y, en cierto modo, eso estaban haciendo ellos. Sonaba música enlatada, pero el camarero de la barra escuchaba Bach por su transistor.

En el tiempo transcurrido desde su primera entrevista, el diablillo que Alexis llevaba dentro parecía haberse ido a dormir por fin. Las primeras sombras de fracaso parecían haberse posado en él a guisa de avance de una enfermedad, y su televisiva sonrisa tenía ahora una impropia y nueva modestia. Kurtz, que se había preparado para el ataque final, confirmó aliviado este particular a la primera ojeada (Alexis, lo confirmaba, menos aliviado, cada mañana cuando en la intimidad de su cuarto de baño tiraba hacia atrás de la piel que le rodeaba los ojos y recuperaba por un momento los vestigios de su menguante juventud). Kurtz le traía saludos de Jerusalén y, en prueba de amistad, una botellita de agua turbia que, según certificaba la etiqueta, procedía del auténtico Jordán. Kurtz había sabido que la nueva señora Alexis estaba esperando un bebé, y dio a entender que tal vez aquel agua les vendría al pelo. Fue un gesto que emocionó a Alexis, y que le divirtió en cierto modo más que el motivo del mismo.

–Pues se ha enterado antes que yo -protestó el alemán tras haber echado un vistazo a la botellita con educado asombro-. Ni siquiera lo saben los de mi oficina. -Lo cual era cierto: su silencio había sido un postrer esfuerzo por evitar la concepción.

–Dígaselo cuando ella haya dado a luz y luego les pide disculpas -propuso Kurtz, no sin intención. Calladamente, como suele hacer la gente que no se para en ceremonias, brindaron por la nueva vida y por un futuro mejor para el hijo aún por nacer.

–Me han dicho que ahora hace de coordinador -comentó Kurtz con un guiño.

–Por los coordinadores -replicó Alexis, y de nuevo bebieron un simbólico sorbo. Convinieron en llamarse por el nombre de pila, aunque pese a ello Kurtz siguió utilizando el más formal tratamiento de usted
(Sie) en
lugar del tú
(du),
pues no quería ver socavada su ascendencia sobre Alexis.

–¿Puedo saber qué es lo que coordina, Paul? -preguntó Kurtz.

–Herr Schulmann, debo advenirle que entre mis obligaciones oficiales ya no están contempladas las misiones de enlace con los servicios de países amigos -declamó Alexis, parodiando deliberadamente la sintaxis de Bonn, y esperó a que Kurtz le presionara.

Pero Kurtz no lo hizo, sino que se aventuró a conjeturar algo que en modo alguno era una conjetura.

–El coordinador tiene responsabilidades de tipo administrativo en asuntos tan vitales como el transporte, la instrucción, el reclutamiento y la contabilidad de las secciones operacionales, así como en el intercambio de información entre organismos federales y estatales.

–Se olvida usted de las vacaciones oficiales -objetó Alexis, tan divertido como horrorizado ante la exactitud de la información de Kurtz-. Si quiere más vacaciones, venga a verme a Wiesbaden, que yo se lo arreglo. Tenemos todo un comité sólo para vacaciones oficiales.

Kurtz prometió que lo haría; la verdad, confesó, es que ya era hora de que se tomara un respiro. Esa alusión al trabajo excesivo le recordó a Alexis sus tiempos de agente, y aprovechó la ocasión para llevar la conversación a un caso que le había dejado sin dormir -«literalmente, Marty, ni acostarme siquiera»- tres noches seguidas. Kurtz escuchó la historia con respetuoso interés, pues se le daba muy bien escuchar; era de una raza que Alexis difícilmente encontraba en Wiesbaden.

–Sabe, Paul -dijo Kurtz, después que hubieron estado un rato hablando en agradable peloteo-, yo también fui coordinador hace años. Mi jefe decidió que me había portado mal -Kurtz acompañó sus palabras de una melancólica sonrisa de complicidad- y me metió a coordinador. Me aburría tanto que al cabo de un mes escribí al general Gavron y le dije oficialmente que era un inepto. «Mi general, esto va en serio, Marty Schulmann dice que es usted un inepto.» Me hizo llamar. ¿Conoce usted a Gavron? ¿No? Es menudo y arrugado y tiene una buena mata de pelo negro. No descansa nunca. Es un culo de mal asiento. «Schulmann -me chilló-, pero ¿esto qué es?, ¿un mes y ya me llama inepto? ¿Cómo ha averiguado mi gran secreto?» La voz cascada, como si a alguien se le hubiera caído de cabeza cuando era chaval. «Mi general -le contesté-, si tuviera usted un ápice de dignidad, me degradaría a soldado raso y me mandaría a mi vieja unidad donde no pudiera insultarle a la cara.» ¿Y sabe lo que hizo Misha? Me echó de allí y después me ascendió. Es así como recuperé mi antigua unidad.

La historia era de lo más divertida puesto que le recordaba a Alexis sus propios tiempos, ya desaparecidos, como conocido disidente entre los tragavirotes de la cúpula de Bonn. De ahí que la conversación pasara con toda normalidad hacia el asunto de Bad Godesberg, que, al fin y al cabo, era lo que había motivado que se conocieran ellos dos.

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