Read La chica del tambor Online

Authors: John Le Carré

Tags: #Terrorismo, intriga, policíaca

La chica del tambor (39 page)

BOOK: La chica del tambor
7.28Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Al revivir después esta escena, cosa que Alexis hizo repetidas veces a la luz de conflictivos estados de ánimo (asombro, orgullo o absoluto y anárquico horror), acabó considerando el discurso que siguió como la sesgada justificación de Kurtz anticipándose a lo que tenía en mente.

–Los terroristas son cada vez más eficaces -se lamentó Kurtz siniestramente-. «Infiltre a un agente, Schulmann», me ordena Misha Gavron, parapetado detrás de su escritorio. «Enseguida, mi general», le digo yo. «Buscaré a un agente, lo adiestraré, le enseñaré a no dejar rastro y a hacerse ver donde haga falta, se lo pasaré al enemigo. Haré todo lo que usted me diga. Pero ¿sabe qué será lo primero que harán ellos? Pues invitarle a que demuestre su autenticidad: hacerle matar a un guarda jurado o a un militar americano. O poner una bomba en un restaurante, o entregar a alguien una bonita maleta. Y adiós agente. ¿Es eso lo que quiere? ¿Es eso lo que propone que haga, mi general, que infiltre a un agente y que me siente a mirar cómo se carga a los nuestros por cuenta de ellos?» -Una vez más le dedicó Kurtz a Alexis la afligida sonrisa de quien también está a merced de unos superiores poco razonables-. Las organizaciones terroristas huyen de los compañeros de viaje. Paul. Es lo que le dije a Misha. Allí no hay secretarias, mecanógrafas, oficinistas para descifrar claves ni ninguna otra de las personas que normalmente servirían de agentes sin estar en primera línea. El terrorismo requiere un tipo especial de penetración. «Hoy día», le dije al general, «para trastocar los objetivos terroristas es casi imprescindible crear primero un terrorista propio». ¿Cree que me hizo algún caso?

Alexis no podía contener por más tiempo su admiración. Se inclinó hacia adelante y preguntó, brillantes los ojos por el peligroso hechizo de la pregunta:

–¿Y eso lo ha hecho usted aquí, en
Alemania,
Marty?

Como solía hacer, Kurtz no respondió directamente; sus ojos eslavos parecían estar mirando más allá, hacia el siguiente objetivo de su tortuoso y solitario camino.

–Imagine que vengo a informarle de un accidente -le sugirió como quien escoge una opción de entre las muchas que se le presentan a su prodigioso intelecto-. Algo que va a tener lugar, pongamos dentro de cuatro días, más o menos.

El concierto del barman había terminado y ahora se dedicaba con gran estrépito a cerrar el bar antes de ir a acostarse. A propuesta de Kurtz, fueron hasta el salón del hotel y se sentaron con las cabezas muy juntas como dos pasajeros en una cubierta barrida por el viento. Por dos veces a lo largo de la charla, Kurtz miró su viejo reloj de acero y se apresuró a excusarse por tener que hacer una llamada; y más tarde, cuando Alexis, por pura curiosidad, fue a investigar esas llamadas supo que había estado comunicando con un hotel de Delfos por espacio de doce minutos, pagando en efectivo, y la segunda a un número de Jerusalén imposible de localizar. Poco después de las tres de la mañana aparecieron unos trabajadores emigrantes de aspecto oriental con mono a rayas, carreteando una enorme aspiradora de color verde que parecía un cañón Krupp. El alboroto no impidió que Kurtz y Alexis siguieran hablando. Naturalmente, había amanecido hacía ya rato cuando los dos hombres salieron a la calle y se estrecharon la mano para cerrar el trato. Pero Kurtz se cuidó mucho de no prodigarse en su agradecimiento a su nuevo recluta, puesto que, como sabía muy bien, la excesiva gratitud podía ganarle la antipatía del doctor Alexis.

El redivivo Alexis corrió a su casa y, después de afeitarse, cambiarse y demorarse lo suficiente para impresionar a su nueva esposa con el alto secreto de su misión, llegó a su despacho de cristal y hormigón con una enigmática expresión de satisfacción como no se le había visto desde hacía tiempo. El personal de su oficina comentó que hacía muchas bromas y que incluso se arriesgaba a hacer escabrosos comentarios sobre sus colegas. Éste es el Alexis de toda la vida, dijeron en su oficina; hasta da muestras de buen humor, y eso que el humor nunca había sido su fuerte. Alexis pidió papel en blanco y tras hacer salir a todos, incluida su secretaria particular, se puso a redactar un prolijo y expresamente confuso informe para sus superiores a propósito de una proposición que había recibido de «una fuente de información oriental, muy bien relacionada, a quien conozco de mi cargo anterior», donde incluía gran cantidad de información de primera mano sobre el atentado de Bad Godesberg (aunque nada de ello, al menos de momento, servía más que para autentificar la buena fe del informador y, por extensión, del propio doctor). Alexis solicitaba determinados poderes y medios, así como un fondo de reptiles a depositar en una cuenta en Suiza a su exclusiva disposición. No era un hombre codicioso, aunque si su segundo matrimonio le había salido caro, el divorcio le había dejado en la ruina. Pero lo que sí podía asegurar era que, en estos tiempos tan materialistas, la gente valoraba más lo que más caro le salía.

Y al final formulaba una tentadora predicción que Kurtz le había dictado letra por letra, haciéndosela leer de cabo a rabo mientras escuchaba sus propias palabras. Era lo bastante imprecisa para ser prácticamente inútil y lo bastante precisa como para causar una enorme impresión tan pronto se cumpliera. Informes no confirmados aseguraban que un cuantioso envío de explosivos había sido recientemente suministrado por extremistas islámicos turcos de Estambul con destino a varias acciones antisionistas en la Europa occidental. Se esperaba un nuevo atentado para los próximos días. Según los rumores, el blanco estaba en el sur de Alemania. Todos los puestos fronterizos así como las fuerzas de policía locales debían ser puestas en estado de alerta. Aquella misma tarde, Alexis fue convocado por sus superiores, y la misma noche mantuvo una larga conversación telefónica clandestina con su gran amigo Schulmann a fin de recibir su enhorabuena, sus ánimos y nuevas instrucciones.

–¡Han picado, Marty! -exclamó Alexis en inglés con entusiasmo-. ¡Son como corderitos! ¡Ya son nuestros!

Alexis ha picado, le dijo Kurtz a Litvak de vuelta en Munich, pero le va a hacer falta un buen perro pastor.

–¿Por qué no se da prisa Gadi con la chica? -musitó Kurtz, de mal humor, consultando su reloj.

–¡Eso es que ya no le gusta la acción! -exclamó Litvak sin poder contener su júbilo-. ¿Crees que no me he dado cuenta? ¿Eh?

Kurtz le dijo que cerrara la boca.

12

La cumbre del monte olía a tomillo y tenía para José un significado especial. La había buscado en el mapa y había llevado a Charlie hasta allí muy seguro de sí, primero en coche y luego a pie, trepando con decisión por entre colmenas de mimbre, claros de cipreses y campos pedregosos de flores amarillas. El sol no había alcanzado el cenit. Tierra adentro se veía una sucesión de montañas pardas. Hacia el este Charlie divisó la plateada extensión del Egeo hasta donde la bruma convertía el agua en cielo. El aire olía a resina y a miel y vibraba al son de las esquilas. Una brisa fresca le quemaba la mejilla y le pegaba al cuerpo la fina tela del vestido. Iba cogida de su brazo, pero José estaba tan ensimismado que parecía no darse cuenta. En cierto momento creyó ver a Dimitri sentado sobre una cerca, pero cuando iba a exclamar su nombre, José le advirtió que no dijese nada. También le pareció ver claramente la silueta de Rose recortada contra el horizonte, en lo alto de la colina, pero al mirar otra vez había desaparecido.

Hasta entonces, el día había tenido una coreografía propia. Charlie se había dejado llevar por José y su acostumbrada impaciencia. Al despertar temprano aquella mañana había visto a Rachel de pie junto a la cama, diciéndole que por favor se pusiera el otro vestido azul, el de manga larga. Charlie se duchó a toda prisa y volvió desnuda a la habitación, pero Rachel se había ido y era José el que estaba situado ante una bandeja con desayuno para dos personas mientras escuchaba las noticias de una emisora de radio griega, como si hubiera pasado la noche con ella. Charlie regresó al cuarto de baño y él le pasó el vestido por la puerta entornada; comieron a toda prisa y casi en silencio. Una vez en el vestíbulo, José pagó en metálico y se guardó el recibo en el bolsillo. Ya en el Mercedes, al cargar el equipaje, Charlie vio al hippy Raoul a menos de dos metros del parachoques, tendido en el suelo hurgando en el motor de una moto atiborrada, y a su lado estaba Rose reclinada en la hierba cual «maja» vestida, comiendo un panecillo. Se preguntó cuánto tiempo llevaban allí y qué razón había para vigilar el coche. José condujo poco más de un kilómetro hasta unas ruinas, volvió a aparcar el Mercedes, y mucho antes de que el resto de los mortales hubiera empezado a hacer cola bajo un sol abrasador, la había colado por una puerta lateral para regalarla con otra de sus excursiones privadas al centro del universo. Le enseñó el Templo de Apolo y la muralla dórica con sus panegíricos grabados en la piedra, y la piedra misma que en su día señaló el ombligo del mundo. Le enseñó los tesoros y el estadio y la obsequió con un comentario sobre las múltiples guerras que había originado la posesión del Oráculo. Pero, al igual que en la Acrópolis, no había agilidad en sus palabras. Ella se lo imaginaba con una lista en la cabeza, tachando cada epígrafe a medida que recorrían el recinto a paso ligero.

Al regresar al coche, él le entregó la llave.

–¿Yo? -dijo Charlie.

–¿Y por qué no? Creía que sentías debilidad por los coches buenos…

Fueron hacia el norte por zigzagueantes carreteras desiertas. Al principio él se limitó a valorar su destreza de conductora, como si Charlie estuviera sacándose otra vez el carnet, pero no consiguió ponerla nerviosa -ni ella, aparentemente, a él-, pues al poco rato José desplegó el mapa sobre sus rodillas y se olvidó de ella. El coche iba de maravilla. La carretera tenía tramos de asfalto y de grava. A cada curva cerrada se levantaba una nube de polvo que, iluminada por el sol matinal, se perdía en el suntuoso paisaje. Bruscamente, José volvió a doblar el mapa y lo dejó en el bolsillo de la portezuela.

–Bueno, Charlie. ¿Estás lista? -inquirió con la misma sequedad que si ella le hubiera tenido esperando, y prosiguió su narración.

Al principio estaban todavía en Nottingham en pleno frenesí erótico. Habían pasado dos noches y un día en el motel, tal como figuraba en el registro, según dijo José.

–Caso de que les presionen, los empleados se acordarán perfectamente de una pareja de enamorados que responde a nuestra descripción. Nuestra habitación estaba en el ala oeste y tenía una ventana que daba a un jardín particular. A su debido tiempo, alguien te llevará a ese jardín y tú misma verás cómo es.

La mayor parte del tiempo la habían pasado en la cama, dijo él, hablando de política, intercambiando experiencias y haciendo el amor. Por lo visto, las únicas interrupciones fueron un par de salidas a la campiña de Nottingham, pero el deseo pudo enseguida con los enamorados, y olvidándose de la naturaleza regresaron corriendo al motel.

–¿Por qué no lo hacíamos en el coche? -preguntó ella, tratando de sacarle su mal humor-. Me encantan los polvos no programados.

–Respeto tus gustos, pero por desgracia Michel es bastante tímido para estas cosas y prefiere la intimidad del dormitorio.

Charlie lo volvió a intentar:

–Oye, ¿y qué tal se le da a él?

José tenía respuesta para todo:

–Conforme a los más fidedignos informes, Michel no tiene mucha imaginación, pero sí un entusiasmo a prueba de bomba y una impresionante virilidad.

–Muchas gracias -dijo ella.

Según el relato de José, Michel regresó a Londres el lunes por la mañana, pero como no tenía ensayo hasta la tarde, Charlie se quedó en el motel muy compungida. Él pasó a describir su aflicción:

–El día es más triste que un funeral. Continúa lloviendo. Acuérdate del tiempo que hacía. Al principio lloras tanto que no puedes ni tenerte en pie. Estás tumbada en la cama, que aún conserva la calidez de su cuerpo, llorando a moco tendido. Te ha dicho que procurará ir a verte a York la semana que viene, pero tú estás convencida de que no le verás nunca más. ¿Y qué haces entonces? -José no le dio tiempo a contestar-. Te sientas ante el revuelto tocador, delante del espejo, y miras las señales de sus manos en tu cuerpo y las lágrimas que siguen corriéndote por las mejillas. Abres un cajón y sacas la carpeta del motel; y de la carpeta, papel con el membrete del establecimiento y un bolígrafo de cortesía. Y te pones a escribirle una carta: hablándole de ti, de tus más íntimos pensamientos. Cinco páginas en total. Es la primera de las muchísimas cartas que le enviarás. ¿Lo harías, Charlie, llevada por la desesperación? Al fin y al cabo, eres una apasionada de la relación epistolar.

–Lo haría, si tuviera su dirección.

–Michel te ha dado una dirección de París. -José se la dio en ese momento: un estanco de Montparnasse, con ruego de entregar a Michel, sin apellido-. Aquella noche vuelves a escribirle desde el cuartucho del Astral Commercial. Por la mañana, sólo levantarte, le escribes otra vez. Utilizas toda clase de papel, lo primero que encuentras. Le escribes una y otra vez, febril e irreflexivamente, con absoluta franqueza, ya sea en los ensayos, en los descansos o a ratos perdidos. -José la miró a los ojos-, ¿Harías una cosa así? -volvió a insistir-, ¿Le escribirías cartas como ésas?

¿Cuántas veces hay que decírselo a este hombre?, se dijo Charlie. Pero él seguía con lo suyo, pues oh, maravilla (pese a sus pesimistas predicciones), Michel no sólo fue a verla a York sino también a Bristol e incluso a Londres, donde pasó una mágica noche de frenesí con Charlie en el piso de Camden. Y fue allí, continuó José como quien redondea una enigmática hipótesis matemática, «en tu propia cama y piso, entre promesas de amor eterno, donde organizamos estas vacaciones en Grecia que estamos disfrutando ahora mismo».

Se produjo un largo silencio mientras ella conducía y pensaba. Al fin hemos llegado. De Nottingham a Grecia en una hora de coche.

–Para reunirme con Michel después de Mykonos… -dijo Charlie con escepticismo.

–¿Por qué no?

–Mykonos… con Al y la pandilla, saltar del barco, reunirme con Michel en el restaurante de Atenas y salir a toda prisa. ¿Es eso?

–Exactamente.

–Con Al, no -sentenció ella-. De haberte tenido a ti, no me habría llevado a Al a Mykonos. Antes le habría plantado. Los patrocinadores no le invitaron a él. Al se apuntó por la cara. A mí me gustan de uno en uno, sabes.

BOOK: La chica del tambor
7.28Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Shadow on the Land by Wayne D. Overholser
Manly Wade Wellman - John the Balladeer SSC by John the Balladeer (v1.1)
Edith Layton by How to Seduce a Bride
Final Sail by Elaine Viets
In the Nick of Time by Laveen, Tiana
Marked: A Vampire Blood Courtesans Romance by Gwen Knight, Michelle Fox
Barry Friedman - Dead End by Barry Friedman
Asimov's SF, October-November 2011 by Dell Magazine Authors