Las cartas, pensó ella otra vez: siempre las cartas.
–Veamos, pues, cómo te convienes en la práctica en mi pequeño soldado.
De eso vamos a hablar esta noche. Aquí. En esta cama en la que estás sentada. La última noche de nuestra luna de miel. La última noche de todas, quizá, pues no estás segura de volver a verme.
José se volvió a mirarla, sin prisas. Era como si hubiera refrenado los movimientos de su cuerpo con la misma cautela con que refrenaba su voz.
–Lloras mucho -observó-. Yo creo que esta noche lloras mucho mientras me abrazas, mientras me juras amor eterno. ¿Te parece? Tú lloras, y mientras lloras, te digo:
«Es la hora.» Mañana tendrás tu oportunidad. Mañana por la mañana cumplirás el voto que juraste por la pistola del gran Khalil. Y entonces te ordeno… te pido… -con cuidado, casi majestuosamente, volvió a la ventana- que cruces la frontera yugoslava en ese Mercedes y que sigas al norte hasta Austria, donde alguien lo recogerá. Irás tú sola. ¿Lo harás? ¿Qué me dices?
Superficialmente, Charlie no sintió más que una preocupación por emular la aridez aparente de sus sentimientos. Ni miedo ni sensación de peligro ni sorpresa: de un solo disparo acabó con todo. Ha llegado el momento, pensó. Charlie: a escena. Has de conducir, vamos. Le estaba mirando fijamente y apretando las mandíbulas, como solía mirar a la gente cuando mentía.
–¿Y bien…? ¿Cuál es tu reacción? -preguntó José, burlándose ligeramente de ella-. ¿Sola, eh? -le recordó-. Está un poco lejos, sabes. Mil doscientos kilómetros a través de Yugoslavia… Por ser una primera misión es bastante trecho. ¿Qué me dices?
–¿Y qué obtengo de ello? -preguntó ella.
Él optó por interpretar mal su pregunta, aunque Charlie no supo si lo hacía aposta o no.
–Dinero. Tu debut en el teatro de lo real. Todo lo que te prometió Marty.
Su tono era cortante y despectivo. Era difícil penetrar en aquella mente como quizá lo era para el propio José.
–Quiero decir, ¿qué he de sacar del país?
La típica pausa de tres minutos para que su voz adoptara un acento de desplante.
–¿Qué más da lo que hayas de obtener? Puede que un mensaje. Documentos… ¿Te crees que al primer día vas a conocer todos los secretos de nuestro gran movimiento? -Hizo una pausa, pero ella no respondió-. ¿Llevarás tú el coche o no? Es lo único que importa.
No quería oír la respuesta de Michel sino la de José.
–¿Y por qué no lo lleva él?
–Mira, Charlie, los nuevos reclutas nunca discuten una orden. Ahora bien, si te choca… -¿Quién era ahora? Tuvo la sensación de que se le caía la máscara, pero sin saber a cuál de los dos correspondía-. Si de pronto sospecharas (dentro de la ficción) que este hombre te ha manipulado… que todos sus halagos, su encanto, sus declaraciones de amor eterno… -Y una vez más pareció perder el equilibrio. ¿Serían ilusiones suyas o debía atreverse a suponer que al socaire de la penumbra algún oscuro sentimiento se había apoderado de él sin que lo advirtiera, un sentimiento que habría preferido mantener a raya?
–Es sólo que si llegados a esta fase -su voz había recobrado la energía- empieza a resbalarte el velo de los ojos o te falta valor, entonces lo lógico es que digas que no.
–Te estaba haciendo una pregunta. ¿Por qué no llevas el coche tú, Michel?
José giró rápidamente hacia la ventana y Charlie creyó entender que antes de dar una respuesta tenía que sofocar las muchas voces que clamaban en su interior.
–Esto, y nada más, es lo que te dice Michel -empezó él, esforzándose por dominarse-. Lo que haya en el coche, sea lo que sea -desde donde estaba, José podía ver el Mercedes aparcado y bajo la vigilancia de la furgoneta Volkswagen-, es vital para nuestra lucha, pero es también muy peligroso. Quienquiera que fuera detenido llevando ese coche a lo largo de los mil doscientos kilómetros, haya dentro panfletos subversivos o material del que sea, por ejemplo mensajes, sería objeto de todas las sospechas. Ni las presiones diplomáticas ni los buenos abogados conseguirían evitar que esa persona lo pasara realmente mal. Si estás pensando en tu pellejo, más vale que lo tengas en cuenta. -Y en una voz que no podía ser la de Michael, añadió-: A fin de cuentas, puedes hacer de tu vida lo que quieras. Tú no eres de los nuestros.
Pero el haber visto que vacilaba, le dio a Charlie una seguridad como no había sentido antes en su presencia.
–He preguntado por qué no lleva él el coche. Sigo esperando una respuesta.
Él se recuperó, una vez más, y con violencia.
–¡Soy un activista palestino, Charlie! Se me conoce por ser un luchador por la causa. Viajo con un pasaporte falso que en cualquier momento puede traerme problemas. Pero tú, una muchacha inglesa bien parecida, perspicaz, encantadora y que no está fichada… tú no corres ningún peligro. ¡Me parece que está bastante claro!
–Pero si has dicho que había peligro…
–Bah, tonterías. Michel te asegura que no. Puede que él sí corra peligro, pero tú… «Hazlo por mí -te digo-, y siéntate orgullosa. Hazlo por nuestro amor y por la revolución; por todo aquello que nos hemos jurado el uno al otro. Hazlo por Khalil. ¿O es que tus promesas no valen nada y todo lo que dijiste al declararte revolucionaria era pura hipocresía occidental?» -Hizo otra pausa-. Hazlo, pues de lo contrario tu vida estará aún más vacía que cuando te fasciné en la playa.
–Querrás decir en el teatro -le corrigió ella.
José hizo caso omiso y siguió de espaldas a ella sin dejar de contemplar el Mercedes. Volvía a ser José, el de las vocales apresuradas y las frases prudentes, el de la misión con la que tantas vidas serían salvadas.
–Bueno, ahí tienes tu Rubicón. ¿Sabes lo que es el Rubicón? Ahora tienes la oportunidad de desconectar, largarte a tu país, hacer un poco de dinero y olvidarte de la revolución, de Palestina, de Michel y de todo.
–¿Y si no?
–Conducir el Mercedes. Tu primera acción por la causa. En solitario. Mil doscientos kilómetros. ¿Qué decides?
–¿Dónde vas a estar tú?
La serenidad de él era, una vez más, inexpugnable, y de nuevo volvió a refugiarse en Michel:
–Mentalmente, muy cerca, pero no puedo ayudarte. Ni yo ni nadie. Tú sola llevarás a cabo un acto criminal en favor de lo que el mundo calificará de pandilla de terroristas. -Volvió a poner el coche en marcha pero ahora era otra vez José-. Te escoltarán algunos de los muchachos, pero si algo sale mal no podrán hacer nada de nada salvo informar de ello a Marty y a mí. Yugoslavia no es precisamente amiga de Israel.
Charlie seguía atenta, como le dictaban todos sus sentidos de supervivencia. Al ver que él se había dado otra vez la vuelta para mirarla, se enfrentó a sus ojos oscuros sabiendo que él podía verle la cara, mientras que ella a él, no. ¿Contra quién luchas?, pensó; ¿contra ti o contra mí? ¿Por qué en ambos casos eres tú el enemigo?
–Aún no hemos terminado este acto -le recordó ella-. Te he preguntado (a ti y al otro) qué hay dentro del coche. Si quieres que saque ese coche del país, si lo quieres tú y quien sea que esté dentro de tu cabeza, tengo que saber lo que hay dentro. Ahora mismo.
Charlie creyó que tendría que esperar a saberlo. Se había imaginado ya otra de aquellas pausas de tres minutos para que él escogiera entre distintas opciones antes de dar a conocer sus respuestas deliberadamente escuetas. Pero Charlie se equivocaba.
–Explosivos -replicó él con su tono más distante-. Cien kilos de plástico ruso en cartuchos de doscientos cincuenta gramos. Material nuevo de primera calidad, bien acondicionado, capaz de soportar temperaturas extremadas y razonablemente plástico haga frío o calor.
–Vaya, hombre, me alegro de saberlo -dijo animadamente Charlie, pugnando por salvarse del maremoto-. ¿Y dónde están escondidos?
–En el guarnecido y en los travesaños, en el tapizado del techo y en los asientos. Como se trata de un coche antiguo, tiene la ventaja de tener largueros huecos de sección rectangular.
–¿Para qué son los explosivos?
–Para nuestra lucha.
–¿Y por qué se tira todo ese viaje hasta Grecia para ir a buscarlos, si puede conseguirlos en Europa?
–Mi hermano sigue ciertas normas de seguridad y me obliga a cumplirlas escrupulosamente. Sólo confía en un círculo extremadamente pequeño de personas que no piensa ampliar. De hecho no se fía ni de árabes ni de europeos. Si uno trabaja solo, sólo uno mismo puede traicionarse.
–¿Y en este caso, de qué forma se concreta nuestra lucha, si se puede saber? -preguntó Charlie en el mismo tono alegre y superrelajado.
Él tampoco dudó esta vez:
–Matando a los judíos de la diáspora. Ya que ellos son culpables de haber dispersado a los palestinos, nosotros los castigamos ahora a la diáspora y afirmamos así nuestra agonía a ojos y oídos del mundo. Además, de esta manera -añadió como si no estuviera muy seguro- despertamos la conciencia dormida del proletariado.
–Bien, me parece más que razonable…
–Gracias.
–Y vosotros dos, tú y Marty, pensasteis que estaría bien si os hacía el favor de llevar el explosivo a Austria. -Con una pequeña inspiración, Charlie se levantó y se acercó resueltamente a la ventana-. Hazme un favor, José, rodéame con tus brazos. No es que sea una cachonda, es que ahí, hace un momento, me he sentido un poquitín sola…
Notó un brazo en el hombro y se estremeció con violencia a su contacto. Apoyando su cuerpo en el de él, se dio la vuelta y le rodeó a su vez con sus brazos, atrayéndolo hacia sí, y tuvo la alegría de notar cómo él se aflojaba y le devolvía el abrazo. Charlie pensaba a toda prisa, como un ojo enfrentado a una vasta e inesperada panorámica. Pero lo que empezaba a ver más claro, aparte del peligro intrínseco del viaje, era esa travesía larguísima que se le planteaba ahora y, a todo lo largo de la misma, los camaradas anónimos del otro ejército al que pronto se iba a enganchar. ¿Me está enviando allá o me está impidiendo ir? No lo sabía. Los brazos de él, que la seguían estrechando con fuerza, le conferían un nuevo valor. Hasta ahora, hechizada por la decidida castidad de José, Charlie había llegado a pensar que su cuerpo promiscuo no estaba hecho para él, pero ahora, por razones que aún no comprendía, esa repugnancia de sí misma había desaparecido.
–Vamos, sigue convenciéndome -dijo, abrazada todavía-. Haz tu papel.
–¿No es suficiente que Michel te envíe a Austria pero que no quiera que vayas?
Ella no respondió.
–¿Hará falta que te cite a Shelley: «la tempestuosa hermosura del horror»? ¿Tendré que recordarte las promesas que nos hicimos, eso de que si estamos dispuestos a matar es porque estamos dispuestos a morir?
–Yo no creo que las palabras sirvan ya de nada. Me parece que estoy hasta el gorro de palabras. -Había hundido la cara en su pecho-. Me has prometido que estarías cerca -le recordó, y notó que aflojaba el abrazo al tiempo que su voz se endurecía.
–Te estaré esperando en Austria -dijo él en un tono pensado más para rechazarla que para convencerla-. Es lo que te promete Michel. Y yo también.
Charlie se apañó y le cogió la cabeza entre las manos como había hecho en la Acrópolis, analizando sus rasgos a la luz de la plaza. Y tuvo la sensación de que aquella cabeza era como una puerta que se le había cerrado para no dejarla entrar ni salir. Fría y excitada a la vez, se acercó de nuevo a la cama y volvió a sentarse. Cuando habló, le impresionó la nueva confianza que notaba en su propia voz. Tenía los ojos puestos en la pulsera, y le daba vueltas con aire pensativo en medio de la penumbra.
–¿Y cómo quieres
tú
que sean las cosas? ¿Se queda Charlie y hace el trabajo, o coge el dinero y se larga? ¿Qué dice tu libreto?
–Ya conoces los riesgos. Decide tú.
–También tú los conoces, y mejor que yo. Lo sabías desde el principio.
–Marty y yo te hemos expuesto los argumentos.
Charlie abrió el broche y dejó caer la pulsera en su mano.
–Se supone que salvamos vidas inocentes. Siempre que yo entregue los explosivos, claro está. Siempre habrá algún simplón que crea que salvaríamos más vidas si no los entregara. Pero se equivoca, ¿no es así?
–A la larga, y si todo va bien, sí.
Él había vuelto a darle la espalda y, según todos los indicios, reanudado su contemplación de la vista desde la ventana.
–Si ahora es Michel el que habla, resulta fácil -prosiguió ella, con lógica, abrochándose la pulsera en la otra muñeca-. Me has convencido, he besado la pistola y estoy impaciente por ir a las barricadas. Si no lo vemos claro, entonces es que han fallado tus muchos esfuerzos de estos últimos días. Pero no han fallado. Ése es el papel que me has dado, y me has convencido. Se acabó la discusión. Iré.
Vio que él asentía ligeramente.
–Y si el que habla es José, no cambia nada. Si digo que no, no volveré a verte más. Eso significa regresar a Villadeningunaparte con mi saquito de oro, y punto.
Para su sorpresa, advirtió que él ya no le prestaba atención, sino que, levantando los hombros, soltó un prolongado suspiro y permaneció con la cabeza vuelta hacia la ventana, fija su mirada en el horizonte. Luego empezó a hablar de nuevo, y a ella le pareció que volvía a esquivar la arremetida de sus palabras finales. Pero pronto se dio cuenta de que estaba explicando cómo ninguno de los dos había tenido en ningún momento otra alternativa.
–Creo que a Michel le habría gustado esta ciudad. Hasta la ocupación de los alemanes, en esta ladera vivían unos sesenta mil judíos: empleados de correos, comerciantes, banqueros, sefarditas que llevaban una existencia bastante feliz. Habían llegado de España cruzando los Balcanes. Cuando se fueron los alemanes, ya no quedaba ninguno. Los que no fueron exterminados consiguieron llegar a Israel.
Charlie se recostó en la cama, mientras él seguía junto a la ventana viendo cómo se extinguían las luces de la calle. Se preguntaba si él se le acercaría, sabiendo que no lo iba a hacer. Luego oyó un crujido cuando él se tendió en el diván; su cuerpo estaba paralelo al de ella y sólo los separaba toda la longitud de Yugoslavia. Le necesitaba más de lo que nunca había necesitado a nadie. Su miedo al mañana aumentaba su deseo.
–¿Tú tienes hermanos, José? -preguntó.
–Sí, un hermano.
–¿A qué se dedica?
–Murió en la guerra del sesenta y siete.
–La guerra por la que Michel hubo de cruzar el Jordán -dijo ella, sin esperar una respuesta sincera, aunque sabía que había dicho la verdad-. ¿Luchaste en esa guerra?