–Me he enterado de que por fin han hecho algunos avances -comentó Kurtz-. Haber seguido el rastro de la chica hasta el aeropuerto de Orly es todo un adelanto, aunque todavía no sepan quién es ella.
Alexis no pareció enfadarse al oír este despreocupado elogio de labios de alguien a quien admiraba y respetaba mucho.
–¿A eso le llama dar un gran paso? Ayer me llegó su informe más reciente sobre el caso. El día del atentado una chica vuela de Orly a Colonia. O eso creen. Lleva ropa tejana. O eso creen. Un pañuelo a la cabeza, buen tipo, puede que rubia, ¿y qué? Los franceses no han podido saber qué avión tomó. Al menos, eso dicen.
–Tal vez sea porque no embarcó para Colonia, Paul -sugirió Kurtz.
–¿Y cómo va a ir a Colonia si no se embarca para Colonia? -objetó Alexis, saliéndose ligeramente por la tangente-. Esos cretinos no son capaces de encontrar a un elefante entre un montón de cocos.
Las mesas vecinas seguían vacías, aunque con Bach en el transistor y
Oklahoma
por los altavoces, había música suficiente para silenciar varias herejías a la vez.
–Imagine que ella toma un billete para otro sitio -dijo pacientemente Kurtz-. Madrid, por ejemplo. Se embarca en Orly pero toma un billete a Madrid.
Alexis aceptó la hipótesis.
–Tiene un billete Orly-Madrid, y cuando llega al aeropuerto en París saca tarjeta de embarque para Madrid. Se dirige al vestíbulo de salidas internacionales con su tarjeta de embarque para Madrid y escoge un sitio donde esperar; espera. Digamos que cerca de una puerta. La puerta número dieciocho, pongamos por caso. Se le acerca alguien, una chica, dice las palabras convenidas, se van a los lavabos de señoras e intercambian los billetes. Todo muy bien organizado. También se cambian los pasaportes. Eso no es problema con las chicas: maquillaje, pelucas… Mire, Paul, cuando uno ahonda un poco todas las chicas guapas son iguales.
La verdad de este aforismo satisfizo en buena medida a Alexis, pues no en vano había llegado a la misma lúgubre conclusión con respecto a su segundo matrimonio. Pero no quiso extenderse sobre ello porque se olía la inminencia de una información de primer orden y el policía que llevaba dentro renacía ya de sus cenizas.
–¿Y qué hace al llegar a Bonn? -preguntó, encendiendo un cigarrillo.
–Viene con pasaporte belga. Una buena falsificación, de las muchas que hacen en Alemania del Este. En el aeropuerto la espera un chico barbudo que monta una motocicleta robada con matrícula falsa. Alto, joven y con barba: la chica no sabe más; en realidad, nadie sabe nada más, porque son bastante buenos en materia de seguridad. ¿Barba? ¿Qué es una barba? En ningún momento se quitó el casco. Por lo que respecta a seguridad, esta gente es mucho mejor que la media. Yo diría que son extraordinariamente buenos. Sí, eso mismo.
Alexis dijo que ya lo había notado.
–En esta operación el chico hace las veces de interruptor -prosiguió Kurtz-. Él se limita a eso: a cortar el circuito. Recoge a la chica, se asegura de que no la han seguido, le da unas vueltas en moto y la lleva al piso franco para recibir órdenes. -Hizo una pausa-. Un corredor de bolsa tiene una alquería cerca de Mehlem llamada «Haus Sommer». Al fondo del camino particular hay un granero convertido en vivienda. El camino va a parar directamente a una rampa de acceso a la
autobahn.
Debajo del espacio habilitado para dormitorio hay un garaje, y en el garaje un Opel con matrícula de Siegburgy y el conductor a bordo.
Esta vez, para su alborozado deleite, Alexis pudo sumarse a la narración.
–Achmann -dijo al punto-. ¿Achmann, el publicista de Dusseldorf? ¿Cómo no se le había ocurrido a nadie pensar en él?
–Achmann, sí: correcto -dijo Kurtz a su alumno aventajado-, «Haus Sommer» es propiedad del doctor Achmann de Dusseldorf, cuya distinguida familia posee una próspera empresa maderera, varias revistas y toda una cadena de sex-shops. Como actividad adicional, edita románticos paisajes de la campiña germana. El granero reconvertido pertenece a la hija de Achmann, Inge, y ha sido escenario de numerosas reuniones de marginados a las que acuden mayormente ricos y desencantados investigadores del alma humana. El día de marras, Inge había dejado la casa a un amigo en apuros, el novio de una amiga…
–Y así hasta el infinito -intervino admirativamente Alexis, completando la frase de Kurtz.
–Aparta uno el humo, ¿y qué encuentra?: más humo. El incendio siempre está un poco más lejos. Así es como trabaja esa gente. Siempre han trabajado igual.
Desde las cuevas del valle del Jordán, pensó excitadísimo Alexis. Con un follón de cable sobrante a modo de pequeño pelele. Con bombas bikini que uno puede fabricar en el patio de su casa.
Mientras Kurtz hablaba, la cara y la figura de Alexis experimentaron un misterioso relajamiento que éste último no dejó de advertir. Las arrugas de preocupación y de flaqueza humana que tanto le turbaban habían desaparecido del todo. Se sentó bien erguido; acaba de doblar sus menudos brazos cómodamente sobre el pecho, su rostro lucía ahora una sonrisa rejuvenecedora, y su cabeza de cabellos color de arena se había inclinado en armoniosa sumisión a la magnífica interpretación de su mentor.
–¿Puedo preguntarle en qué se basa para tan interesantes teorías? -inquirió Alexis, esforzándose sin éxito por aparentar escepticismo.
Kurtz hizo como que consideraba la pregunta, aunque la información aportada por Yanuka seguía tan fresca en su memoria como si todavía estuviera con él allá en Munich en la celda acolchada, sosteniéndole la cabeza para que el otro pudiera toser y llorar.
–Verá, Paul -admitió-, tenemos las placas de matrícula del Opel y tenemos también una fotocopia del contrato de alquiler del vehículo, y además una declaración firmada de uno de los participantes.
En la humilde esperanza de que tan magras pistas pudieran pasar por una base sólida, al menos de momento, Kurtz prosiguió su relato.
–El chico de la barba deja a la chica en el granero, se va y desaparece para siempre. La chica se pone su recatado vestido azul y una peluca, se arregla lo mejor que puede pensando en gustar al simplón y muy solícito agregado laboral, sube al Opel y un segundo joven la lleva hasta la casa en cuestión. De camino, se paran a preparar la bomba. Dígame, Paul.
–Y este chico -preguntó ansiosamente Alexis-, ¿le conoce ella, o es un personaje misterioso?
Declinando toda ulterior elaboración sobre el papel jugado por Yanuka, Kurtz dejó la pregunta sin responder y se limitó a sonreír. Ahora bien, no fue una evasiva que pudiera ofender a Alexis, pues éste estaba pendiente de todos los detalles y no podía esperar que hubiera una respuesta para cada duda. Ni tampoco era conveniente que tuviera esa esperanza.
–Cumplida la misión, el mismo conductor cambia la matrícula y los papeles del coche y lleva a la chica al coqueto balneario de Bad Neuenahr, en Renania, donde se despide de ella -continuó Kurtz.
–¿Y luego?
Kurtz empezó a hablar muy despacio, como si cada palabra significara ahora un peligro para sus planes, como, en efecto, así era.
–Yo calculo que allí alguien le presenta a la chica un secreto admirador suyo, alguien que quizá ese mismo día la ha estado preparando un poco para hacer su papel. Por ejemplo, enseñándola a preparar la bomba, a instalar el mecanismo de relojería, a armar la trampa explosiva. Digo yo, es un suponer, que este mismo admirador habría alquilado ya una habitación de hotel y que, estimulados por la consecución de su logro compartido, ambos se dedican a hacer el amor con mucha pasión. A la mañana siguiente, mientras el sueño les repara de su desenfreno, estalla la bomba… más tarde de lo previsto pero, bueno, ¿qué más da?
Alexis se inclinó rápidamente hacia adelante para preguntar en un tono casi acusador, propio de su excitación:
–¿Y el
hermano,
Marty? ¿Qué pasa con el famoso luchador que lleva en su cuenta tantos muertos judíos? ¿Dónde ha estado todo ese tiempo? Supongo que en Bad Neuenahr, pasándoselo bien con su pequeña terrorista. ¿Me equivoco?
Pero Kurtz se había instalado en una severa impasibilidad que sólo parecía incrementar el entusiasmo del buen doctor.
–Sea cual sea su paradero, ha llevado a cabo una operación muy eficaz, perfectamente estructurada, con una excelente investigación previa -repuso Kurtz con aparente satisfacción-. El chico de la barba sólo disponía de la descripción de la chica; ni siquiera conocía el blanco. La chica conocía la matrícula de la moto. El conductor del coche conocía el blanco pero no al chico de la barba. Detrás de eso hay un cerebro…
Y dicho esto, Kurtz pareció afectado por una seráfica sordera, de manera que Alexis, tras un breve e infructuoso interrogatorio, sintió la necesidad de pedir dos whiskies más. Lo que le pasaba al doctor era que estaba sufriendo una insuficiencia de oxígeno, como si hasta ahora su vida hubiera transcurrido a un bajo nivel existencial, y últimamente a un nivel más que bajo. De pronto, el gran Schulmann le estaba encumbrando a alturas insospechadas para él.
–Entonces, supongo que habrá venido usted a Alemania para pasar esta información a sus colegas alemanes -observó provocativamente Alexis.
Pero Kurtz se limitó a responder con un largo silencio especulativo durante el cual dio la impresión de estar poniendo a prueba al doctor con sus ojos y su pensamiento. Y luego hizo aquel gesto que tanto admiraba Alexis de subirse la manga y levantar la muñeca para mirarse el reloj. Lo cual recordó una vez más a Alexis que mientras que a él el tiempo parecía escurrírsele de las manos, a Kurtz siempre le faltaba.
–Puede estar seguro de que Colonia se lo agradecerá mucho -insistió Alexis-. Mi magnífico sucesor, seguro que usted se acuerda de él, va a marcarse un tanto, un triunfo personal. Con el apoyo de los medios de comunicación va a convertirse en el policía más brillante y popular de Alemania Federal. Y con razón, ¿no le parece? Todo gracias a usted.
Kurtz expresó estar de acuerdo con una amplia sonrisa. Luego bebió un sorbito de whisky, se secó los labios con un viejo pañuelo caqui, se llevó una mano al mentón y suspiró, dando a entender que él no había querido decir eso, pero que puesto que Alexis lo expresaba así, estaba de acuerdo.
–Le diré que en Jerusalén han dedicado mucho tiempo a considerar este punto. Paul -admitió-, y nosotros no estamos tan seguros como usted de que su sucesor sea la clase de caballero cuyos éxitos estemos excesivamente dispuestos a fomentar. -Pero ¿qué podemos hacer nosotros al respecto?, pareció preguntar con su ceñuda expresión-. Sin embargo, sí se nos ocurrió que existía una alternativa disponible, y tal vez podríamos estudiarla un poco con usted y ver cuál es su respuesta. Nos preguntábamos si tal vez el buen doctor Alexis podría transmitir esa información a Colonia en nuestro nombre. Privadamente, de manera oficiosa pero oficial a un tiempo, si usted me entiende. En base a su iniciativa personal y sabia gerencia. Hemos estado dándole vueltas al asunto. ¿Y si le dijéramos a Paul: «Mire, Paul, usted es amigo de Israel. Tenga. Aquí tiene esta información. Utilícela, saque usted provecho. Acéptela como un regalo de parte nuestra y manténganos a nosotros al margen.» Nos preguntábamos qué necesidad había de promocionar a la persona inadecuada. ¿Por qué no, al menos una vez, a quien se lo merece? ¿Por qué no hacer tratos con personas amigas, como es nuestra consigna? ¿Por qué no favorecerlas a ellas y recompensarlas por su lealtad?
Alexis dejó ver que no entendía. Se había sonrojado bastante, y en sus negativas dejaba traslucir un ligero tono de histeria.
–Pero, Marty, por favor, ¡si yo no tengo fuentes de información! ¡Sólo soy un burócrata! ¿Qué quiere, que coja el teléfono y llame a Colonia? «Soy Alexis, les aconsejo que vayan inmediatamente a “Haus Sommer” a detener a la hija de Achmann y que hagan interrogar a todas sus amistades.» ¿Acaso soy un prestidigitador, un alquimista, para sacarme de la manga toda esta información? Pero ¿qué se piensan en Jerusalén, que ahora los
coordinadores
son ilusionistas? -Su pundonor era cada vez más incómodo y absurdo-. ¿Debo exigir que arresten a todos los motoristas barbudos con pinta de italiano? ¡Sería el hazmerreír!
Se había quedado atascado y Kurtz le echó un cable, que era lo que quería Alexis pues se sentía como el niño que critica a la autoridad con el único objeto de sentirse amparado por ella.
–Nadie está hablando de detenciones. Paul, al menos de momento. Por parte nuestra, no. Nadie está hablando de hacer las cosas abiertamente, y menos en Jerusalén.
–Entonces, ¿qué? -preguntó Alexis con repentina irritación.
–Queremos justicia -dijo amablemente Kurtz. Pero con su franca e inalterable sonrisa estaba transmitiendo otro tipo de mensaje-. Justicia, paciencia, un poco de sangre fría, mucha creatividad y mucho ingenio por parte de quien nos resuelva la papeleta, sea quien sea. Déjeme hacerle una pregunta, Paul. -De repente, acercó mucho su cabezota y posó su manaza en el brazo del doctor-. Imagine por un momento que disponemos de un informador sumamente anónimo y confidencial; yo aquí veo a un árabe, Paul, un árabe moderado, simpatizante de Alemania, que admira este país y posee cierta información concerniente a ciertas operaciones terroristas que él desaprueba. Imagine que esa persona ha visto hace un rato al gran Alexis por televisión. Imagine, por ejemplo, que una noche esa persona está en su hotel de Bonn, o de Dusseldorf, si lo prefiere así, y va y conecta el televisor para distraerse un poco y ve al elegante doctor Alexis, conocido abogado y policía, sí, pero también hombre con sentido del humor: flexible, pragmático, un humanista hasta el tuétano. En fin, todo un hombre. ¿Eh?
–Bueno… -dijo Alexis, medio atontado mentalmente por la envergadura del discurso de Kurtz.
–Y ese árabe -prosiguió Kurtz- se sintió impulsado a ponerse en contacto con usted. No quiere hablar con nadie más. Se fía de usted espontáneamente, declina hacer tratos con cualquier otra persona, ya sea ministro, policía o agente secreto. Busca su número en el listín. Pongamos que le llama a usted a su casa, o a su despacho… usted elige, la historia es suya. Y quedan en verse aquí. Hoy: esta noche. Y beben unos whiskies juntos. Deja que pague usted. Y entre whisky y whisky le pone al corriente de ciertos hechos. Para él sólo existe el gran Alexis… ¿Ve usted alguna ventaja para un hombre injustamente privado de un adecuado colofón a su carrera?