–Usted es la primera inglesa que tenemos, ¿lo sabía? Hay holandeses, italianos, franceses, alemanes, suecos; un par de americanos, y hasta irlandeses. Todos han venido a luchar con nosotros. Pero aún no había nadie de Inglaterra. Como de costumbre, los ingleses siempre llegan tarde…
Le pareció recordar una frase similar. Al igual que José, aquel hombre hablaba de sufrimientos que ella no había experimentado, y desde una perspectiva que ella desconocía aún. No era viejo y, sin embargo, era sabio antes de tiempo. Ella tenía la cara cerca de la lamparita; tal vez por eso la había hecho sentar allí. El capitán era un hombre muy inteligente.
–Olvídese de cambiar el mundo -comentó él-. Los ingleses ya se ocuparon de ello. Para eso es mejor que se quede en casa y que se limite a interpretar papeles en el teatro. Es más seguro.
–No, ya no -dijo ella.
–Bueno, siempre puede volver… -Bebió un poco de whisky-. Confesar, reformarse. Un año en prisión a lo sumo. Todo el mundo debería pasar un año en la cárcel. ¿Qué sentido tiene exponerse a morir por nosotros?
–Por él -le corrigió.
Tayeh desechó su romanticismo con un gesto airado del cigarrillo.
–Dígame: ¿a él qué más le da? Está muerto. Dentro de un par de años, lo estaremos todos. ¿Qué le importa a él?
–Todo. Él me lo enseñó.
–¿Le contó lo que hacemos…? ¿Que matamos, que ponemos bombas…? Bueno, qué más da.
Estuvo un rato ocupado únicamente en su cigarrillo. Miraba cómo se consumía el papel, inhalaba, fruncía el ceño y después lo aplastaba para encender otro. Charlie se figuró que en realidad no le gustaba mucho fumar.
–Pero ¿qué podía enseñarle él -protestó- a una mujer como usted? No era más que un muchacho. No podía enseñarle nada a nadie. No era nada.
–Lo era todo -repitió ella machaconamente, y una vez más vio que perdía interés, como quien se aburre de tener que aguantar la charla de un principiante. Pero entonces se fijó en que él había oído algo antes que los demás. Tayeh dio una orden y uno de los muchachos saltó hacia la puerta. Corremos más si nos lo pide un lisiado, pensó ella. Y oyó voces en el exterior.
–¿La enseñó a odiar? -sugirió Tayeh como si tal cosa.
–Decía que el odio era para los sionistas. Decía que para combatir hay que amar primero. Decía que el antisemitismo era un invento de los cristianos.
Se interrumpió al oír lo que Tayeh había percibido mucho antes: un coche que subía por la colina. Tiene el oído fino como los ciegos, pensó. Es por su defecto físico.
–¿Le gusta América? -quiso saber él.
–No.
–¿Ha estado alguna vez allí?
–No.
–¿Y cómo puede decir que no le gusta?
Pero se trataba una vez más de una pregunta retórica, una mera acotación que se hacía a sí mismo en medio de un diálogo dirigido a ella. El coche aparcó en el patio. Oyó pasos y voces apagadas, y vio la luz de los faros colándose en la habitación antes de que los apagaran.
–No se mueva de ahí -le ordenó él.
Aparecieron otros dos chicos, uno con una bolsa de plástico y el otro con una metralleta, y aguardaron de pie a que Tayeh les dirigiera la palabra. Las cartas estaban sobre la mesa, entre ambos, y cuando ella recordó lo importantes que habían sido para ella, su desorden le pareció aún más impresionante.
–Nadie la va a seguir. Se dirige usted hacia el sur -le dijo Tayeh-. Bébase el vodka y vaya con los chicos. Puede que la crea y puede que no. O puede que eso no tenga importancia. Le proporcionarán ropa adecuada.
No se trataba de un coche sino de una mugrienta ambulancia blanca con medialunas verdes pintadas en el chasis y polvo rojizo sobre la capota; al volante, un muchacho con greñas y gafas oscuras. Agazapados en las destartaladas literas del interior había otros dos chicos con sus metralletas incómodamente colocadas en aquel mínimo espacio, pero Charlie tuvo la osadía de sentarse junto al conductor, que vestía una bata gris de hospital y un pañuelo a la cabeza. Ya no era de noche, sino un bonito amanecer con un ominoso sol rojo a su izquierda que permaneció oculto mientras serpenteaban con cautela colina abajo. Charlie trató de cruzar unas palabras en inglés con el conductor, pero el chico puso cara de pocos amigos. Les dedicó a los de atrás un alegre «Hola, qué tal», pero si el uno era hosco, el otro era fiero, así que pensó: «Ya os apañaréis solos con vuestra revolución», y se dedicó a contemplar la vista. Él había dicho hacia el sur. ¿Cuánto tiempo?, ¿para qué? Pero existía una ética consistente en no hacer preguntas, y ella se veía forzada a acatarla tanto por orgullo como por instinto de supervivencia.
El primer control fue al entrar en la ciudad; hubo cuatro controles más antes de que salieron de Beirut por la carretera de la costa, y en el cuarto dos hombres estaban cargando el cadáver de un muchacho en un taxi mientras unas mujeres gritaban y aporreaban el techo del vehículo. El cuerpo iba con una mano vacía apuntando hacia abajo, como si aún estuviera empuñando alguna cosa. «No hay más muertes que la primera», recitó Charlie para sus adentros pensando en Michel asesinado. A su derecha se abría el mar azul, y de nuevo el paisaje le pareció absurdo. Era como si en plena costa inglesa hubiera estallado la guerra civil. A lo largo de la carretera del litoral se alineaban coches destrozados y villas acribilladas a balazos; en un parque infantil, dos niños jugaban con un balón junto al cráter de un obús; los pequeños muelles para yates aparecían medio sumergidos y desmoronados; hasta los camiones de fruta que pasaban rumbo al norte ocupando casi toda la calzada parecían impulsados por la desesperación del fugitivo.
Un nuevo control les obligó a parar. Eran sirios. Pero a ninguno de ellos le interesó una enfermera alemana dentro de una ambulancia palestina. Charlie oyó el ruido de un motor de motocicleta y miró sin curiosidad. Era una Honda polvorienta con sus bolsas laterales repletas de plátanos verdes. Del manillar colgaba por sus patas un pollo vivo, y en sillín iba Dimitri escuchando las revoluciones del motor con gran concentración. Vestía como un soldado palestino (es decir, a medio uniformar) y llevaba un
kaffiyeh
rojo al cuello. Remetido en la charretera de su camisa caqui llevaba, a modo de regalo de una chica, un conspicuo ramito de brezo blanco como diciendo «Estamos contigo», porque ésa era la señal que ella había estado buscando los últimos cuatro días: un ramito de brezo blanco.
«A partir de ahora, sólo el caballo conoce el camino», le había dicho José; «tu misión es no bajarte de la silla».
Formaron una nueva familia y se dedicaron una vez más a esperar.
Su nuevo hogar era una casa pequeña cerca de Sidón, con una veranda de hormigón partida en dos por un proyectil disparado desde un barco de guerra israelí, que había dejado unos hierros oxidados colgando como antenas de un insecto gigante. En la parte de atrás había un huerto con mandarinos donde un viejo ganso picoteaba la fruta caída; el jardín de delante consistía en un montón de barro y chatarra que durante la última invasión (si no en la última en una de las últimas cinco) había sido un famoso emplazamiento. En el corral contiguo, una familia de gallinas amarillas y un spaniel refugiado con cuatro rollizos cachorros compartían los restos de un carro blindado. Más allá del tanque se extendía el azul mar cristiano de Sidón, con su fortaleza de las Cruzadas irguiéndose en el muelle como un auténtico castillo de arena. Charlie había sumado otros dos muchachos a las inagotables existencias de Tayeh: se llamaban Karim y Yasir. Karim era regordete y bufonesco, y cada vez que cogía su metralleta lo hacía con grandes aspavientos, resoplando y haciendo muecas como si levantara un peso muerto cuando se la ponía al hombro. Pero al sonreírle Charlie en gesto de solidaridad, Karim la miró turbado y corrió a reunirse con Yasir. Su ambición era ser ingeniero. Tenía diecinueve años y llevaba ya seis luchando. Hablaba inglés como cuchicheando e introducía alguna forma del verbo «soler» en casi todas sus frases.
–Cuando Palestina suela ser libre, yo estudiaré en Jerusalén -dijo-. Y mientras tanto -añadió, ladeando la cabeza y suspirando ante tan horrorosa perspectiva-, en Leningrado o quizá en Detroit.
Sí, concedió Karim educadamente, él «solía» tener un hermano y una hermana también, pero ésta había muerto en una incursión sionista sobre el campo de Nabatiyeh. Su hermano había sido trasladado a Rashidiyeh y había muerto tres días después durante un bombardeo naval al campo de aquella localidad. Hablaba de esas pérdidas con humildad, como si dentro de la tragedia general no tuvieran excesiva importancia.
–Palestina solía ser como un garito -le dijo misteriosamente a Charlie una mañana, mientras ella aguardaba junto a la ventana de su cuarto enfundada en un vaporoso camisón blanco en tanto Karim sostenía la metralleta a punto de disparar-. Necesita muchas caricias porque si no, suele volverse salvaje.
Le explicó que había visto en la calle a un hombre que le daba mala espina y que había subido a ver si tenía que matarlo o no.
Pero Yasir, con su frente baja de boxeador y su mirada feroz e hiriente, ni siquiera le dirigía la palabra. Vestía una camisa roja a cuadros y un cordoncillo en el hombro que indicaba que pertenecía al servicio de información militar, y cuando oscurecía se quedaba en el jardín, vigilando el mar por si llegaban los sionistas. Era un gran comunista, explicó compasivamente Karim, y pensaba acabar con el colonialismo en el mundo entero. Yasir odiaba a todos los occidentales, incluso a los que aseguraban amar a Palestina. Su madre y toda su familia habían muerto en Tal al-Zataar.
Charlie le preguntó cómo habían muerto.
De sed, le explicó Karim, y pasó a contarle un breve capítulo de la historia más reciente: Tal al-Zataar, el monte del tomillo, era un campo de refugiados que había en Beirut formado por chozas con techo de uralita. A veces había hasta once personas en la misma habitación. Durante diecisiete meses millares de palestinos y libaneses pobres resistieron ante los constantes bombardeos.
–¿Quién les bombardeaba? -preguntó Charlie.
A Karim le dejó perplejo la pregunta. El Kata’ib, dijo, como si la respuesta fuera evidente; irregulares maronitas fascistas, ayudados por Siria y sin duda también por los sionistas. Murieron a millares, dijo, pero nadie sabía el número exacto porque fueron muy pocos los que quedaron para contarlo. Cuando los atacantes llegaron al campo, mataron a la mayoría de los supervivientes. Fusilaron a las enfermeras y a los médicos, naturalmente, pues no quedaban medicamentos, agua, ni enfermos que curar.
–¿Estabas en ese campo? -preguntó Charlie.
Karim respondió que no; pero Yasir sí había estado allí.
–En adelante, no tome el sol -le dijo Tayeh cuando fue a recogerla al día siguiente-. No estamos en la Riviera.
Nunca volvió a ver a aquellos muchachos. Paso a paso estaba entrando en el estado que le había predicho José. La estaban educando en la tragedia, y la tragedia la absolvía de la necesidad de explicarse a sí misma. Era como una amazona con anteojeras a la que conducían por acontecimientos y emociones que no podía abarcar dada su magnitud, en una tierra donde el mero estar formaba parte de una monstruosa injusticia. El haberse unido a las víctimas la reconciliaba con sus embustes. Cada día que pasaba, su pretendida fidelidad a Michel se iba afianzando en los hechos, mientras que su fidelidad a José, por más que no inventada, sobrevivía únicamente como una marca oculta en su alma.
–Pronto estaremos todos muertos -le dijo Karim, recordando las palabras de Tayeh-. Los sionistas culminarán su genocidio, como suelo decir yo.
La cárcel vieja estaba en el centro de la ciudad. Tayeh le había dicho enigmáticamente que aquél era el lugar donde los inocentes cumplían su cadena perpetua. Para llegar a la cárcel, hubieron de aparcar en la plaza mayor y penetrar en un laberinto de viejos pasadizos a cielo abierto pero cubiertos de pancartas de plástico, que ella al principio tomó equivocadamente por ropa tendida. Era la hora vespertina del comercio; tiendas y casetas estaban abarrotadas. Las farolas iluminaban el mármol viejo de las paredes como si la luz viniera del interior de los edificios. En las callejuelas el alboroto era intermitente, y a veces, al doblar una esquina, desaparecía por completo a excepción del ruido de sus pisadas sobre el pulido pavimento de las losas romanas. Un hombre de aspecto hostil y pantalones acampanados encabezaba la marcha.
–Le he dicho al administrador que es una periodista occidental -le explicó Tayeh mientras cojeaba a su lado-. No le extrañe si la trata mal, no le gusta los que vienen para mejorar sus conocimientos de zoología.
Una luna raída les seguía; la noche era bochornosa. Llegaron a otra plaza y oyeron la algarabía de una música árabe, transmitida por unos altavoces improvisados en lo alto de unos postes. Una verja alta que estaba abierta daba a un patio muy bien iluminado en el que había una escalera de piedra que llevaba a diversos balcones. La música sonaba ahora más fuerte.
–Pero ¿quiénes son? -preguntó Charlie, todavía perpleja-, ¿Qué es lo que han hecho?
–Nada. Ése es su delito. Son refugiados que se refugian de los campos de refugiados -replicó Tayeh-. La cárcel tiene muros muy gruesos, y estaba vacía. Por eso la confiscamos, para protegerlos. Salude a todo el mundo con solemnidad -añadió-. No sonría con demasiada facilidad, o pensarán que se está riendo de su desgracia.
Un viejo sentado en una silla de cocina les miró sin expresión. Tayeh y el administrador se adelantaron para saludarle. Charlie echó un vistazo alrededor. «Nada de esto es nuevo para mí. Soy una curtida periodista occidental encargada de explicar las privaciones de esta gente a personas que pese a tener de todo son desgraciadas.» Se encontraba en mitad de un enorme silo de piedra en cuyos vetustos muros se amontonaban hasta el cielo las puertas enrejadas y los balcones de madera. Todo estaba recién pintado de blanco, dando una ilusión de higiene. Las celdas de la planta baja eran abovedadas. Sus puertas estaban abiertas en señal de hospitalidad, y en su interior había figuras que al principio parecían inmóviles. Hasta los niños actuaban con gran economía de movimientos. Frente a cada celda había cuerdas de tender la ropa cuya asimetría hacía pensar en el orgullo competitivo de la vida de pueblo. Charlie percibió olor a café, a alcantarilla y a día de la colada.
–Deje que ellos hablen primero -le aconsejó Tayeh al regresar con el administrador-. No sea impertinente con estas personas, no la entenderían. Está usted en presencia de una especie en proceso de extinción.