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Authors: John Le Carré

Tags: #Terrorismo, intriga, policíaca

La chica del tambor (59 page)

BOOK: La chica del tambor
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–A Peckham -le dijo al taxista.

La sala que utilizaban para ensayar estaba en la parte de atrás de la iglesia, en una especie de granero contiguo a un parque para niños que los críos habían destrozado tiempo atrás. Para llegar allí Charlie hubo de pasar junto a una hilera de tejos. No había luces encendidas, pero pensado en Lofty, el viejo boxeador, llamó al timbre. Lofty era el vigilante nocturno, pero desde que habían empezado las restricciones iba sólo tres días por semana; para su consuelo, nadie acudió a la llamada. Así pues, abrió la puerta y entró en la iglesia. El frío y severo ambiente le recordó la iglesia de Cornualles que había visitado tras dejar una corona de flores en la tumba del revolucionario desconocido. Cerró la puerta y encendió una cerilla, cuya llama parpadeó en las pulidas losas verdes y en la alta bóveda del Victoriano techo de pino macizo. La cerilla se extinguió, pero Charlie pudo encontrar la cadena de la puerta e introducirla en el seguro antes de encender otra. Para no dejarse vencer por el miedo, exclamó «¡Loftyyy!». Su voz, sus pasos y el trapaleo de la cadena en aquella boca de lobo reverberaron hasta sacarla de quicio.

Pensó en murciélagos y demás aversiones; en algas que le resbalaban por la cara. Una escalera con pasamanos de hierro conducía a una galería en madera de pino conocida eufemísticamente como «el cuarto de descanso», que desde su visita clandestina al dúplex de Munich le recordaba a Michel. Charlie se aferró al pasamanos y empezó a subir, y al llegar a la galería se quedó inmóvil mirando las tinieblas en que estaba sumida la sala mientras sus ojos se habituaban a la oscuridad. Distinguió el escenario y las abultadas nubes psicodélicas del telón de fondo, y luego las ménsulas y el techo. Reparó en el destello plateado del solitario reflector, un faro de coche reciclado por un chaval de Bahamas llamado Gums, que lo había birlado de un desguace. En la galería había un sofá viejo y a continuación una mesa con un mantel de plástico descolorido donde se reflejaban las luces de la ciudad entrando por la ventana. Sobre la mesa estaba el teléfono negro para uso exclusivo del personal, y el cuaderno donde se suponía que uno apuntaba las llamadas particulares, lo cual desataba las iras de algunos provocando varias broncas al mes.

Sentada en el sofá, Charlie esperó a que se le deshiciera el nudo de la garganta y que su pulso hubiera bajado de los trescientos latidos por minuto. Luego levantó el teléfono y lo depositó en el suelo, debajo de la mesa. En el cajón de la mesa solía haber un par de velas de uso doméstico para cuando fallaba la luz, cosa que pasaba a menudo, pero alguien las había robado también, de modo que cogió una página de una vieja revista de la parroquia e hizo con ella un embudo y, tras colocarlo en una taza sucia, encendió un extremo para hacer un sebo. Con la mesa encima y el balcón a un lado, la llama estaba tan protegida como era posible, pero por precaución la apagó tan pronto hubo terminado de marcar. En total eran quince números los que tenía que marcar y la primera vez el teléfono le respondió con un aullido. La segunda vez se equivocó al marcar y contestó un italiano gritando como un loco, y a la tercera se le resbaló un dedo. Pero a la cuarta obtuvo un melancólico silencio seguido por el zumbido de una conferencia internacional y, mucho después, la estridente voz de Helga hablando en alemán.

–Soy Juana -dijo Charlie-. ¿Te acuerdas de mí?

Otro silencio similar.

–¿Dónde estás?

–Y a ti qué te importa.

–¿Tienes algún problema, Juana?

–No exactamente. Sólo quería darte las gracias por mandarme a esos cerdos a mi casa.

Y entonces, la exuberante furia de antaño hizo presa en ella, y Charlie pisó a fondo con un desenfreno que no se permitía desde que José la había llevado a ver a su joven amante antes de hacerle servir de cebo.

Helga la escuchó en silencio hasta el final.

–¿Dónde estás? -preguntó cuando le pareció que Charlie había terminado. Lo dijo de mala gana, como si estuviera quebrantando sus propias normas.

–Olvídalo -dijo Charlie.

–¿Se te puede localizar en alguna parte? Dime dónde vas a estar las próximas cuarenta y ocho horas.

–No.

–Hazme un favor, llámame dentro de una hora.

–No puede ser.

Largo silencio.

–¿Dónde están las cartas?

–En lugar seguro.

Otro silencio.

–Coge papel y lápiz.

–No me hace falta.

–Es igual. Tú, cógelo. No estás en condiciones de recordar muchas cosas. ¿Preparada?

No era una dirección ni tampoco un número de teléfono. Pero sí instrucciones para encontrar una calle, una hora y la ruta por la que ella tenía que ir.

–Haz exactamente lo que te digo. Si no te es posible, si se presentan dificultades, telefonea al número de la tarjeta de Anton y pregunta por Petra. Trae las cartas contigo, ¿está claro? Contacta con Petra y trae las cartas. Si no lo haces, nos enfadaremos muchísimo.

Al colgar, Charlie oyó las palmadas de alguien que la aplaudía desde la platea. Se acercó a la galería, miró y, para su alegría, vio a José sentado a solas en el centro de la primera fila. Dio la vuelta y bajó corriendo a abrazarle. Cuando llegó al pie de la escalera le encontró esperándole con los brazos abiertos. Tenía miedo de que Charlie resbalase en la oscuridad. José la besó una y otra vez; luego la llevó de nuevo al escenario, sin dejar de rodearla con el brazo incluso en el tramo más angosto de escalera y con una cesta en la otra mano.

Había traído salmón ahumado y una botella de vino y lo había dejado todo sobre la mesa sin desempaquetarlo. Sabía el lugar que ocupaban los platos bajo el fregadero y cómo encender la estufa eléctrica. Había traído un termo de café y un par de mantas bastante roñosas del catre que Lofty tenía abajo. Dejó el termo junto con los platos y fue a comprobar la gran puerta victoriana, echando el cerrojo por dentro. Y ella supo perfectamente, incluso en medio de aquella lúgubre iluminación (lo sabía por la línea de su espalda y por sus ademanes, cómplicemente deliberados), que él se estaba saliendo del guión, que estaba cerrando una puerta a todo lo ajeno al mundo de ellos dos. Se sentó en el sofá y le puso una manta encima, porque no era fácil olvidarse del frío que hacía en la sala; ella no paraba de tiritar sin poder evitarlo. La llamada a Helga la había atemorizado, lo mismo que la mirada de verdugo del policía que estaba en su piso y los muchos días de espera y saber de la misa la mitad, que era peor, muchísimo peor, que no saber nada.

La única luz procedía de la estufa eléctrica y brillaba hacia arriba iluminando la cara de José como una débil luz de viejas candilejas. Charlie se acordó de Grecia, de cuando él le decía que la iluminación inferior de ciertas ruinas era un acto de vandalismo moderno, porque los templos habían sido edificados para verlos con el sol encima, no debajo. Él la rodeó con su brazo por debajo de la manta, y a ella se le ocurrió pensar en lo delgada que parecía a su lado.

–He perdido unos kilos -dijo ella, a modo de advertencia.

Él no dijo nada, se limitó a abrazarla más fuerte para doblegar sus temblores, para absorberlos y hacerlos suyos. Charlie pensó que, pese a sus evasivas y sus disfraces, básicamente era un hombre bondadoso que se compadecía instintivamente por todos, en la guerra y en la paz, un hombre que odiaba hacer daño. Le tocó la cara y comprobó complacida que no se había afeitado, porque aquella noche no quería pensar que lo tenía todo calculado, pese a que no era su primera noche ni la quincuagésima; eran dos amantes con mucho frenesí, muchos moteles ingleses, Grecia, Salzburgo y sabía Dios cuántas cosas más a sus espaldas, pues de pronto se le hizo patente que toda aquella ficción compartida no era sino los prolegómenos para esa noche de amor, la verdadera noche.

José le apartó la mano, la atrajo hacia sí y le dio un beso en la boca al que ella respondió castamente, esperando que fuera él quien encendiera la pasión de la que tan a menudo habían hablado. A ella le gustaban sus muñecas y sus manos. No había conocido nunca manos más sabias. Él le acarició la cara, el cuello, los pechos, y ella se contuvo de besarle porque quería disfrutarlo todo por separado: ahora me besa, ahora me toca, ahora me desnuda, yace en mis brazos, estamos desnudos, volvemos a estar en la playa, sobre las arena de Mykonos, somos ruinas víctimas del vandálico sol que nos ilumina por debajo. Él se rió y, rodando hacia el otro lado, apañó la estufa eléctrica. Y jamás en todas sus noches de amor había visto Charlie algo tan hermoso como aquel cuerpo inclinado sobre el resplandor rojo, el fuego brillante en que ardía. Volvió a acercársele, se arrodilló a su lado y empezó otra vez desde el principio sólo por si ella había olvidado algún detalle, besándola y tocándola toda con una leve ansia posesiva que poco a poco fue perdiendo su timidez, pero volviendo siempre al rostro porque necesitaban verse y probarse repetidas veces el uno al otro y asegurarse de que eran quienes decían ser. Mucho antes de penetrarla, él fue el amante incomparable que jamás había disfrutado, la estrella lejana que había estado siguiendo a través de todo aquel maldito país. De haber sido ciega, lo habría sabido por la forma en que él la tocaba; de haber estado moribunda, por su melancólica sonrisa de triunfo que era capaz de superar todo pánico y todo escepticismo por el mero hecho de tenerla delante, por su instinto para conocerla y para acrecentar su propio conocimiento de sí misma.

Al despertar se lo encontró sentado a su lado, esperando a que volviera en sí. Había guardado todas las cosas.

–Será niño -dijo él, sonriendo.

–Serán mellizos -contestó ella, y apoyó la cabeza en el hombro de José. Él empezó a decir algo, pero ella se lo impidió con una firme advertencia-: No digas nada. Es parte del servicio. No quiere historias, disculpas ni mentiras. ¿Qué hora es?

–Medianoche.

–Entonces vuelve a la cama.

–Marty quiere hablar contigo -dijo él.

Pero algo en su voz y en sus gestos le decía que aquello no era cosa de Marty sino de él.

Era el piso de José.

Lo supo nada más entrar: un pequeño cuarto rectangular atestado de libros, en alguna planta baja del barrio de Bloomsbury, con cortinas de encaje y espacio para un solo inquilino. En una pared había mapas del centro de Londres; en otra, una cómoda con dos teléfonos. Una litera, no utilizada, delimitaba el tercer lado; el cuarto lo formaba un escritorio de abeto con una vieja lámpara. Junto a los teléfonos borboteaba una cafetera, y el hogar estaba encendido. Marty no se levantó al entrar ella, sino que giró la cabeza y le dedicó la más cálida sonrisa que le había visto nunca, aunque tal vez fuese porque ahora veía las cosas de color rosa. Marty extendió los brazos y ella se inclinó hacia su largo abrazo paternal: mi hija, que vuelve de sus viajes. Charlie se sentó en frente de él y José se acuclilló en el suelo al estilo árabe, tal como había hecho en aquella cumbre cuando la atrajo hacia sí para enseñarle el manejo de la pistola.

–¿Quieres oír tu propia voz? -le preguntó Kurtz, señalando un magnetófono. Ella negó con la cabeza-. Magnífica actuación, Charlie. Ni la tercera ni la segunda: eres la mejor.

–Te está zalamereando -le advirtió José, pero no bromeaba.

En aquel momento entró una mujer del marrón y preguntó si alguien quería azúcar en el café.

–Eres libre de retirarte, Charlie -dijo Kurtz cuando se hubo ido-, José insiste en que te lo recuerde, de viva voz y llanamente. Si te vas, lo harás con todos los honores. ¿Verdad, José? Dinero y honores en cantidad. Todo lo que te prometimos y más.

–Ya se lo he dicho -afirmó José.

Vio que Kurtz sonreía con más ganas para ocultar su enfado.

–Desde luego, José, pero ahora se lo digo
yo.
¿No es eso lo que querías? Charlie, has conseguido levantar la tapa de una caja llena de gusanos que llevamos buscando desde hace mucho tiempo. Nos has proporcionado más nombres, direcciones y conexiones de lo que te imaginas, y más que están por venir, contigo o sin ti. De momento estás casi limpia, y si hay alguna cosa que quede por limpiar, en un par de meses lo tendremos solucionado. Digamos que es una especie de cuarentena, un período de enfriamiento. Llévate a alguna amiga, si lo deseas, tienes derecho a ello.

–Lo dice en serio -dijo José-. No te limites a contestar que sigues adelante. Piénsalo bien.

Una vez más, Charlie notó en la voz de Kurtz un toque de enojo al dirigirse a su subordinado.

–Pues claro que lo digo en serio, y de no ser así, éste sería el peor momento para
coquetear
con estas cosas -replicó, ingeniándoselas para que sonara como una broma.

–Pero ¿en qué punto estamos ahora? -preguntó Charlie-. ¿Cuál es el plan?

José hizo ademán de hablar, pero Marty se le adelantó como el coche que se cuela con malas artes.

–Verás, Charlie, en esto hay una parte superficial y otra subterránea. Hasta ahora, has estado en la superficie, aunque te las has arreglado para mostrarnos lo que hay en la parte subterránea. Pero a partir de ahora, bueno… puede que las cosas cambien un poco. Así es como lo vemos nosotros. Puede que estemos equivocados, pero ésos son los síntomas.

–Quiere decir que hasta ahora has estado en territorio amigo. Hemos podido estar cerca de ti y sacarte de esto si hacía falta. Pero a partir de ahora, se acabó. Vas a ser uno de ellos, vas a compartir sus vidas, su mentalidad y su código moral. Tal vez pasen meses hasta que tengas posibilidad de contactar con nosotros.

–Contactar, puede que sí, pero es cierto que no estaremos a tu lado -concedió Marty sonriendo, pero no a José-. De todos modos, puedes contar con que estaremos cerca.

–¿Y cuándo sale la palabra «fin»? -preguntó Charlie.

–¿A qué fin te refieres? -dijo Marty, aparentemente confuso-. ¿Al fin que justifica los medios? Me parece que no te comprendo…

–¿Qué es lo que estoy buscando? ¿Cuándo os daréis por satisfechos?

–Estamos ya más que satisfechos, Charlie -dijo Marty con simpatía. Ella supo que la engañaba.

–El fin es un hombre -dijo bruscamente José, y Charlie vio cómo Marty volvía la cabeza hasta que su cara quedó fuera de su vista. Pero no la de José, cuya mirada, al devolver la de Marty, tenía una retadora franqueza que ella nunca le había visto.

–Sí, Charlie, el fin es un hombre. Ése es nuestro objetivo -concedió finalmente Marty, volviéndose a mirarla una vez más-. Si piensas continuar es mejor que lo sepas.

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