–Los Minkel han cambiado de planes -anunció-. Pasarán esta noche en Tubinga, en casa de unos amigos de la facultad. Llevan cuatro maletas grandes, muchos bultos pequeños y un maletín. -Con exquisito efecto dramático, cogió un trapo húmedo del fregadero de Verona y limpió la pizarra-. El maletín es negro, de cierre sencillo. La conferencia también ha cambiado de sitio. La policía no sospecha nada pero está nerviosa. Está tomando lo que suelen llamar «precauciones razonables».
–¿Qué hay de la secreta? -dijo Rossino.
–La policía quiere aumentar el número de guardias, pero Minkel se niega en redondo. Es lo que llaman un hombre de principios. Puesto que ha de pronunciar un sermón sobre la ley y el orden, insiste en que no se le debe ver en público rodeado de detectives. En cuanto a Imogen, todo sigue igual, sus órdenes son las mismas. Es su primera acción. Va a ser la protagonista absoluta. ¿No, Charlie?
De pronto, todos la estaban mirando; Verona, con despreocupada fijeza, Rossino con una mueca apreciativa y Helga de un modo absolutamente franco para el que, como siempre, la duda era algo desconocido.
Se recostó, usando el brazo como almohada. Su habitación no era una tribuna de iglesia sino un desván sin luz ni cortinas. La cama consistía en un colchón de tela de crin y una manta amarillenta que olía a alcanfor. Helga se sentó a su lado y le acarició el pelo teñido con su fuerte mano. Por el ventanal entraba el claro de luna; la nieve contribuía al silencio absoluto. Se podría escribir un buen cuento de hadas en este sitio. Mi amado encendería la estufa eléctrica y me poseería a su rojizo fulgor. Era como estar en una leñera, a salvo de todo excepto del futuro.
–¿Qué te pasa, Charlie? Abre los ojos. ¿Es que ya no te gusto?
Abrió los ojos y miró al frente sin ver ni pensar nada.
–¿Aún sueñas con tu joven palestino? ¿Te preocupa lo que hacemos aquí? ¿Prefieres abandonar y salir corriendo ahora que todavía puedes?
–Estoy cansada.
–Pues ven a dormir con nosotros. Podemos hacer el amor todos juntos y luego dormimos. Mario es un magnífico amante.
Inclinándose sobre ella, Helga le dio un beso en el cuello.
–Si quieres, puede venir Mario solo. ¿Eres tímida? Hasta eso te permito. -Volvió a besarla, pero Charlie estaba fría y rígida como el hierro.
–Mañana por la noche puede que estés más cariñosa. Con Khalil no hay negativa que valga. Está realmente fascinado por conocerte. Ha preguntado por ti personalmente. ¿Sabes lo que le dijo una vez a un amigo nuestro? «Sin mujeres perdería mi calor humano y dejaría de ser soldado. Para ser un buen soldado es imprescindible tener humanidad.» Con eso te harás una idea de la clase de hombre que es. Tú amabas a Michel, o sea que él te amará a ti. De eso no hay ninguna duda.
Concediéndole un último y prolongado beso, Helga salió del cuarto y Charlie se quedó boca arriba con los ojos bien abiertos, viendo cómo la noche empezaba a iluminar la ventana. Entonces oyó un aullido de mujer que degeneraba en un suplicante y redoblado sollozo, y luego un apremiante grito masculino. Helga y Mario estaban adelantando la revolución sin su ayuda.
«Sígueles a donde sea que te lleven -le había dicho José-. Si te dicen que mates, mata. La responsabilidad es nuestra, no tuya.»
¿Y tú dónde estarás?
«Cerca.»
Cerca del fin del mundo.
En el bolso guardaba una pequeña linterna Mickey Mouse como las que habría usado para jugar bajo las sábanas en el internado. Sacó la linterna y el paquete de Marlboro de Rachel. Quedaban tres cigarrillos. Los volvió a guardar, sueltos. Con cuidado, según le había enseñado José, retiró el papel de celofán, rasgó el cartón del paquete y lo alisó. Luego se lamió un dedo y empezó a frotar ligeramente de saliva la superficie blanca de cartón. Aparecieron unas letras marrones muy finas, como si las hubieran escrito con
rotring.
Leyó el mensaje y luego metió la cajetilla alisada por una grieta del parquet hasta que desapareció de vista.
«Valor. Estamos contigo.» El padrenuestro entero en un grano de arroz.
Su cuartel general en el centro urbano de Friburgo era un despacho de planta baja apresuradamente alquilado en una importante calle comercial, y su tapadera la Walther amp; Frosch Investment Company, una de las muchas que la secretaría de Gavron tenía permanentemente registradas. Su equipo de comunicaciones tenía más o menos el aspecto de un
software
comercial; había además tres teléfonos corrientes, cortesía de Alexis, y uno de los tres, el menos oficial, era la línea directa del doctor con Kurtz. Eran las primeras horas de la mañana tras una ajetreada noche dedicada primero al delicado asunto de localizar a Charlie y luego a discutir acaloradamente sobre la demarcación de Litvak y de su homólogo germano occidental, pues a estas alturas Litvak se las tenía con todo el mundo. Kurtz y Alexis se habían mantenido al margen de aquel altercado entre subordinados. El acuerdo general funcionaba, y Kurtz aún no tenía intención de romperlo. Alexis y sus hombres se llevarían los honores; Litvak y los suyos la satisfacción.
En cuanto a Gadi Becker, había vuelto por fin a primera línea. Ante la inminencia de la acción, su manera de comportarse había adquirido una reposada y resuelta ligereza. Su período de amarga introspección en Jerusalén había concluido; atrás quedaba la ociosidad de la espera que tanto le había torturado. Mientras Kurtz dormitaba bajo una manta del ejército y Litvak, nervioso y agotado, iba de un lado a otro del despacho o hablaba en secreto por uno de los teléfonos, con lo que iba adquiriendo un humor poco menos que turbio, Becker montaba guardia tras la celosía del amplio ventanal, contemplando pacientemente los montes nevados de la otra orilla del oliváceo río Dreisam. Puesto que, al igual que Salzburgo, Friburgo es una ciudad rodeada de cumbres, y todas las calles parecen subir hacia su propia Jerusalén.
–Está aterrorizada -dijo de repente Litvak a la espalda de Becker.
Becker se dio la vuelta y le miró perplejo.
–Se ha pasado a ellos, seguro -insistió Litvak. Su voz sonó con un matiz gutural.
Becker volvió a mirar por la ventana.
–Una parte de ella, sí, la otra no -replicó-. Eso fue lo que le pedimos nosotros.
–¡Se ha pasado al otro bando! -repitió Litvak, subiendo el volumen de su provocación-. No sería la primera vez que eso pasa con los agentes. Yo la vi en el aeropuerto, tú no. ¡Te juro que parece un fantasma!
–Si parece un fantasma, es que quiere tener ese aspecto -dijo Becker, majestuosamente sereno-. Ella es actriz. Lo conseguirá, no te apures.
–Pero ¿qué es lo que le mueve? No es judía, ni nada de nada; va a favor de ellos. ¡Olvídate ya de ella!
Al oír que Kurtz se agitaba bajo la manta, Litvak alzó la voz para que también él escuchara.
–Si aún es de los nuestros, ¿por qué le dio a Rachel una cajetilla de tabaco vacía en el aeropuerto? A ver, di. Lleva semanas con esa chusma y ni siquiera nos escribe una nota cuando volvemos a vernos… ¿Qué clase de agente es, que se muestra tan leal a nosotros?
Becker parecía estar buscando la respuesta en los montes lejanos.
–Puede que no tenga nada que decir. Ella vota con sus acciones, no con sus palabras.
Desde los bajíos de su precaria cama de campaña, Kurtz les brindó un soñoliento consuelo:
–Alemania te pone un poco nervioso, Shimon. Calma. ¿Qué más da que sea o no de los nuestros, mientras nos siga enseñando el camino?
Pero las palabras de Kurtz tuvieron un efecto contrario al previsto. Íntimamente atormentado como estaba, Litvak sintió que había una sucia alianza en contra suya, y ello le puso más violento aún.
–¿Y si se viene abajo y confiesa? ¿Y si les cuenta toda la historia? ¿Sería eso una manera de enseñarnos el camino?
Parecía decidido a que la cosa acabara mal, como si sólo de esa forma pudiera quedar satisfecho.
Apoyándose en un codo, Kurtz intervino con más rudeza:
–Bueno, Shimon, ¿y qué quieres que hagamos? Da tú la solución. Supongamos que se ha pasado a ellos. Supongamos que ha mandado toda la operación a hacer puñetas de principio a fin. ¿Qué quieres, que llame a Misha Gavron y le diga que hemos fracasado?
Becker no se había separado de la ventana, pero se había dado la vuelta y estaba observando pensativamente a Litvak, el cual, tras mirarlos a los dos alternativamente, extendió los brazos en un gesto que resultaba sumamente estrafalario frente a dos interlocutores tan estáticos como aquellos.
–¡Tiene que estar por alguna parte! -exclamó Litvak-. En un hotel, en un piso, en una casa de putas. Ha de estar. ¿Por qué no acordonamos la ciudad? Eso puede hacerlo Alexis. Vigilar las carreteras, el ferrocarril, los autobuses. ¡Registrar casa por casa hasta dar con él!
–Friburgo no es la orilla izquierda, Shimon -dijo Kurtz, probando con un poquito de humor.
Pero Becker, por fin interesado, parecía ansioso por continuar la discusión.
–Y cuando hayamos dado con él, ¿qué? -preguntó como si aún no hubiera comprendido bien los planes de Litvak-. ¿Qué hacemos después, Shimon?
–¡Encontrarle y matarle! ¡Se acabó la operación!
–¿Y a Charlie quién la mata? -preguntó Becker con absoluta lógica-. ¿Nosotros o ellos?
De repente, Litvak se sintió abrumado ante tantos dilemas. Sometido a las tensiones de la noche pasada y del día que les esperaba, todo el amasijo de sus frustraciones masculinas y femeninas subió súbitamente a la superficie de su ser. Se puso colorado y, con los ojos llameantes, señaló con un delgado brazo a Becker con gesto acusador.
–¡Es una puta y una comunista, y se acuesta con árabes! -gritó lo bastante fuerte para que le oyeran del otro lado del tabique-. Que se las arregle sola, ¿a quién le importa?
Si Litvak esperaba que Becker se lo tomara a pecho, llevó una decepción, pues Becker no le ofreció más que un asentimiento de cabeza como si todo cuanto él había pensado de Litvak durante un tiempo se hubiera demostrado ahora. Kurtz había apartado la manta y estaba sentado en la cama en calzoncillos, cabizbajo, mientras se frotaba su corto pelo gris con los dedos.
–Ve a darte un baño, Shimon -le ordenó serenamente-. Te bañas, descansas un rato y luego te tomas un café. Vuelve a eso del mediodía. Pero no antes. -Estaba sonando un teléfono-. No contestes -añadió, y él mismo levantó el auricular mientras Litvak le miraba mudo de espanto desde el umbral-. Está ocupado -dijo Kurtz en alemán-. Sí, aquí Helmuth, ¿quién habla?
Kurtz dijo que sí; volvió a decir sí y luego «bien hecho». Colgó. Luego esbozó su siempre joven y melancólica sonrisa; primero a Litvak, para consolarle, y luego a Becker, porque en aquel momento sus diferencias no tenían importancia.
–Charlie ha llegado hace cinco minutos al hotel de los Minkel -dijo-. Rossino va con ella. Están tomando el desayuno juntos, con mucha anticipación, tal como le gusta a nuestro amiguito.
–¿Y la pulsera? -dijo Becker.
–En su muñeca derecha -dijo Kurtz que se reservaba lo mejor para el final-. Tiene un mensaje para nosotros. Es magnífica, Gadi, te felicito.
El hotel había sido construido en los años sesenta, cuando la industria del ramo aún creía en los grandes vestíbulos con sus sedantes fuentes iluminadas y vitrinas con relojes de oro. Una amplia escalera doble conducía a un entresuelo, y desde la mesa de la galería ante la que estaban sentados, Charlie y Rossino dominaban tanto la puerta principal como la recepción. Rossino llevaba un traje azul de ejecutivo medio y Charlie su uniforme de chica guía sudafricana y el niño de Jesús de madera que le habían regalado en el campo de instrucción. Los cristales de sus gafas, que a instancia de Tayeh eran de verdad, le producían dolor ocular cada vez que le tocaba el turno de vigilar. Habían desayunado huevos con bacon porque ella estaba muerta de hambre, y ahora tomaban café mientras Rossino leía el
Zeitung
de Stuttgart y le obsequiaba de vez en cuando con noticias jocosas. Habían ido en moto a la ciudad a primera hora de la mañana y ella se había quedado prácticamente congelada en el sillín de atrás. Habían aparcado en la estación, donde Rossino hizo numerosas averiguaciones, y se habían llegado hasta el hotel en un taxi. En la hora que llevaban allí, Charlie había visto cómo una escolta policial entregaba a un obispo católico, y cómo regresaban acompañando a una delegación de África Occidental con atuendos tribales. Había visto llegar un autocar lleno de americanos y partir otro lleno de japoneses; se sabía de memoria el procedimiento para registrarse en el hotel y hasta el nombre del portero que cogía las maletas de los recién llegados cuando entraban despedidos por la puerta corredera, las cargaba en unos carritos y permanecía a un metro de distancia esperando a que los huéspedes cumplimentaran las hojas de registro.
–Y Su Santidad el Papa prepara una gira por todos los estados fascistas de Sudamérica -proclamó Rossino desde detrás del periódico, poniéndose en pie-, A lo mejor esta vez se lo cargan de verdad. ¿Adónde vas, Imogen?
–A mear.
–¿Qué pasa, estás nerviosa?
En los servicios de señoras había luces rosas sobre los lavabos y una música de fondo que ahogaba el zumbido de los ventiladores. Rachel se estaba dando sombra de ojos. Dos mujeres estaban lavándose la cara. Una de las puertas estaba cerrada. Charlie pasó rozando a Rachel y le pasó discretamente el mensaje garabateado. Se lavó y volvió a la mesa.
–Salgamos de aquí -dijo, como si al aliviarse hubiera cambiado de idea-. Esto es absurdo.
Rossino encendió un grueso puro holandés y le arrojó expresamente el humo a la cara.
Entonces apareció junto a la puerta un Mercedes de aspecto oficial del que emergió un puñado de hombres con traje oscuro y chapa de identificación en la solapa. Rossino había empezado a hacer un chiste obsceno a costa de ellos cuando la voz de un botones diciendo su nombre le interrumpió: el
signor
Verdi, que había dejado al conserje su nombre y cinco marcos de propina, era requerido en la cabina tres. Charlie sorbió su café, notando cómo le quemaba el pecho. Rachel estaba sentada con un amigo bajo una palmera de aluminio, leyendo
Cosmopolitan.
El amigo, que Charlie no había visto antes, parecía alemán y sostenía unos documentos en una carpeta de plástico. Había algo más de veinte personas sentadas en el vestíbulo, pero sólo pudo reconocer a Rachel. Rossino acababa de volver.