Si regresaba alguno de los que operaban
in situ
-por ejemplo, el chico al que llamaban Dimitri, o su compañero Raoul, sacado de allí en bote de goma-, Becker insistía en estar presente en la sesión y acribillarles a preguntas para sacar información sobre el estado de Charlie.
Pasados unos días, Kurtz se hartó de verle -«acechándome como si fuera mi mala conciencia»- y le amenazó abiertamente con prohibirle el acceso a la casa hasta que se aviniera a razones. «Un instructor de agentes sin agente es como un director sin orquesta», le explicaba solemnemente a Elli mientras bregaba interiormente por sofocar su ira. «Lo mejor es seguirle la corriente y ayudarle a pasar el rato.»
En secreto, y sin otra connivencia que la de Elli, Kurtz telefoneó a Frankie para decirle que su ex marido estaba en la ciudad y darle un número donde localizarle; pues Kurtz, con churchilliana magnanimidad, esperaba que todo el mundo hiciera una boda como la suya.
Frankie llamó a Becker, el cual escuchó durante un rato la voz de su ex -si es que fue él realmente quien contestó- y colgó suavemente el auricular sin responder, cosa que a Frankie le sentó fatal.
La treta de Kurtz, no obstante, surtió cierto efecto, pues al día siguiente Becker emprendió lo que más tarde sería considerado un viaje de autovaloración respecto a los supuestos básicos de su vida. En un coche alquilado, se dirigió primero a Tel Aviv, donde, tras haber efectuado unos trámites poco halagüeños con el director de su banco, fue a visitar el viejo cementerio en que estaba enterrado su padre. Depositó flores sobre la tumba, la limpió meticulosamente con una azada que había pedido prestada y pronunció la palabra
Kaddish,
aunque ni él ni su padre habían dedicado nunca demasiado tiempo a la religión. De Tel Aviv partió hacia el sudeste, a Hebrón, o, como habría dicho Michel, a El Khalil. Visitó la mezquita de Abrahán, que desde la guerra del 67 hace también incómodamente las veces de sinagoga; charló con los reservistas que, con sus desgarbados sombreros de campaña y sus camisas abiertas hasta el ombligo, merodeaban junto a la entrada y patrullaban las almenas.
¿Qué diablos estaba haciendo Becker, se dijeron al irse aquél -sólo que lo llamaron por su nombre hebreo-, Gadi en persona, la leyenda viviente, el hombre que combatió en el Golán desde detrás de las líneas sirias, qué podía estar haciendo en este repugnante agujero árabe, con tal cara de preocupación?
Mientras los otros le miraban con admiración, Becker paseó por el antiguo mercado cubierto, aparentemente ajeno a la explosiva quietud y a las fieras miradas de los árabes ocupados. Y, de vez en cuando, al parecer con otras cosas en la cabeza, se detenía para hablar en árabe con algún comerciante, preguntando por alguna especia o por el precio de unos zapatos, mientras los chavales se congregaban para escucharle y, en una ocasión, para atreverse a tocarle la mano. Al volver al coche, Becker se despidió de los soldados con un movimiento de la cabeza y enfiló las pequeñas carreteras que serpeaban por las ricas terrazas de uva roja hasta llegar en varias etapas a las aldeas árabes del lado este de la colina, con sus achaparradas casas de piedra y sus antenas a modo de torres Eiffel en el tejado. En las pendientes superiores había una ligera capa de nieve; negras nubes arracimadas daban a la tierra un aspecto cruel y desapacible. Al otro lado del valle había un nuevo asentamiento israelí a guisa de avanzadilla de un planeta invasor.
Y en uno de aquellos pueblecitos, Becker bajó del coche. Era la aldea donde había vivido la familia de Michel hasta que en 1967 su padre consideró llegado el momento de huir.
–¿Así que fue a visitar también su tumba? -preguntó agriamente Kurtz al enterarse de todo-. Primero la de su padre y luego la suya, ¿no?
Un momento de perplejidad precedió a la carcajada general al recordar la creencia islámica según la cual José, el hijo de Isaac, también estaba enterrado en Hebrón, cosa que todo judío sabe que es falsa.
Desde Hebrón, por lo visto, Becker condujo hasta el valle del Jordán y se detuvo en Beit She’an, una ciudad árabe recolonizada por los judíos al quedar desierta como consecuencia de la guerra de 1948. Demorándose el tiempo suficiente para admirar el anfiteatro romano, continuó sin prisas hasta Tiberíades, que está convirtiéndose a marchas forzadas en la ciudad balneario del norte del país, con gigantescos hoteles a la americana frente al paseo marítimo, un parque de atracciones, muchas grúas y un excelente restaurante chino. Pero no pareció muy interesado por el lugar, pues no llegó a detenerse y se limitó a pasar a poca velocidad, asomándose a la ventanilla para mirar los rascacielos como si los estuviera contando. Se le vio después en Metulla, en la misma frontera septentrional con el Líbano. La frontera en sí venía marcada por una franja arada y varias hileras de alambre de espino en un lugar llamado en tiempos mejores «La Buena Cerca». A un lado de la cerca había ciudadanos israelíes observando con cara de asombro desde una plataforma los yermos que se extendían más allá. Al otro lado de la frontera, la milicia cristiana libanesa se paseaba en toda clase de transportes para recibir de los israelíes los víveres y pertrechos necesarios para sus encarnizadas luchas contra el usurpador palestino.
Pero en aquellos tiempos, Metulla era también el punto de llegada de todo correo que se dirigía a Beirut, y el servicio de Gavron mantenía en aquella localidad una modesta sección para organizar a sus agentes en tránsito. El gran Becker se presentó a media tarde, hojeó el diario de la sección, hizo algunas preguntas inconexas sobre la ubicación de las fuerzas de las Naciones Unidas y se marchó. Parecía preocupado, dijo el comandante de la sección. Enfermo, tal vez. Los ojos y el semblante parecían indicarlo así.
–¿Y qué diantres buscaba en Metulla? -le preguntó Kurtz al comandante.
Pero, hombre prosaico y embotado por la clandestinidad, el comandante no pudo ofrecer ninguna hipótesis. Parecía preocupado, repitió, como les ocurre a veces a los agentes que vuelven de una larga misión.
Becker siguió conduciendo hasta llegar a una zigzagueante carretera de montaña hendida por las orugas de los carros blindados, y siguió hasta el kibbutz donde, a falta de otro lugar, Gadi tenía su corazón: un nido de águilas desde el que se divisaba el Líbano hacia tres direcciones. Había sido un asentamiento judío en 1948, cuando se estableció allí un puesto militar que controlaba la única carretera este-oeste al sur del río Litani. En 1952 llegaron los primeros jóvenes colonos
sabra
con la intención de llevar la dura y secular existencia que antaño fuera el ideal sionista. A partir de entonces, el kibbutz había soportado varios bombardeos, gozado de una aparente prosperidad y sufrido una preocupante disminución de sus pobladores. Había aspersores salpicando el césped cuando Becker llegó, y el aire tenía un aroma dulzón a rosas rojas. Sus anfitriones le recibieron con timidez y gran excitación.
–¿Es que por fin vienes a vivir con nosotros, Gadi? ¿Se han terminado tus días de lucha? Aquí tienes una casa disponible. ¡Puedes mudarte esta misma noche, si quieres!
Becker se echó a reír pero no asintió ni negó. Pidió que le dieran trabajo para un par de días, pero poco trabajo podían ofrecerle, pues estaban en la estación muerta. Tanto la fruta como el algodón habían sido recogidos, los árboles estaban podados y los campos arados para la primavera. Pero luego, al insistir él, le dijeron que podía encargarse de distribuir la comida en el comedor comunitario. Aunque lo que realmente querían de él era saber su opinión sobre cómo marchaba el país (quién mejor que Gadi para contárnoslo). Lo cual significaba que, por encima de todo, deseaban oír de su boca sus propias opiniones al respecto: que este gobierno era muy disoluto y que la política en Tel Aviv estaba en plena decadencia.
–¡Vinimos aquí a trabajar, Gadi, a luchar por nuestra identidad y a convertir a los judíos en israelíes! ¿Vamos a ser por fin un país o sólo un escaparate para el judaísmo internacional? ¿Qué futuro tenemos, Gadi? ¡Di!
Le hacían estas preguntas con una vivacidad confiada, como si fuera poco menos que un profeta llegado para dar nueva espiritualidad a sus vidas al aire libre; no podían saber, al menos de momento, que sus palabras caían en el vacío del alma de su héroe. ¿Y qué fue de todo lo que hablamos sobre hacer las paces con los palestinos? Según ellos, contestándose sus propias preguntas, el gran error fue la guerra del 67; en el 67 deberíamos haber sido generosos; deberíamos haberles propuesto un acuerdo aceptable. ¿Quién sino los vencedores pueden mostrarse generosos? «¡Somos tan poderosos, Gadi, y ellos tan débiles!»
Pero al cabo de un rato todas aquellas insolubles cuestiones le resultaron a Becker excesivamente familiares, y actuando de acuerdo a su afamado carácter introvertido, fue a dar un paseo a solas por el campo. Su lugar preferido era una derruida torre de vigilancia situada justo encima de una pequeña población chiíta y que hacia el nordeste miraba al antiguo bastión cruzado de Beaufort, en aquel momento todavía en manos de los palestinos. Allí fue donde le vieron la última tarde que pasó con ellos, sin ponerse a cubierto y tan cerca de la valla electrificada de la frontera como era posible sin que se disparasen las alarmas. A causa de la puesta de sol tenía un lado de la cara iluminado y otro a oscuras y, con su postura erguida, daba la sensación de estar invitando a toda la cuenca del Litani a constatar su presencia en la torre.
A la mañana siguiente se encontraba de regreso en Jerusalén y, habiéndose personado en Disraeli Street, pasó el día vagando por las calles de la ciudad en la que había librado tantas batallas y visto derramarse tanta sangre, incluida la suya. Y seguía pareciendo cuestionarse todo cuanto veía. Con pasmoso desconcierto, contempló las anodinas arcadas del barrio judío reconstruido; se sentó en los vestíbulos de los altísimos hoteles que ahora estropeaban la línea del cielo de la ciudad y meditó sobre las partidas de honrados ciudadanos americanos procedentes de Oshkosh, Dallas y Denver que habían desembarcado de sus jumbos, cincuentones y de buena fe, con la idea de reencontrarse con sus raíces. Se asomó a las pequeñas boutiques donde vendían caftanes árabes bordados a mano y artesanía árabes garantizada por el propietario de la tienda; escuchó la inocente cháchara de los turistas, inhaló sus costosos perfumes y les oyó lamentarse con educada comprensión, de la pobre calidad de los solomillos que tan poco parecían a los que se comían en casa. Y pasó luego toda una tarde en el museo del Holocausto, apesadumbrado ante las fotografías de unos niños que habrían tenido su edad de haber sobrevivido.
Enterado de todo ello, Kurtz anuló el permiso de Becker y le puso a trabajar otra vez. Averigua lo de Friburgo, le dijo. Peina las bibliotecas y los archivos. Averigua a quién conoces allí, consigue el plano de la universidad. Consigue también dibujos de arquitectos y planos de la ciudad. Encuentra todo lo que necesitemos y más. Para ayer, Gadi.
«Un buen luchador jamás es normal -le dijo Kurtz a Elli para consolarse-. Cuando no es tonto de capirote, es que piensa demasiado.»
Pero para sus adentros Kurtz se maravillaba de comprobar hasta qué punto podía seguir sacándole de quicio su ovejita descarriada.
Aquello sí era caer bajo. Era el peor sitio que había conocido en todas sus diferentes vidas; un lugar olvidable incluso estando en él, su maldito internado pero encima con violadores, un foro metido en pleno desierto cuyos conferenciantes eran balas de verdad. El maltrecho sueño de Palestina estaba detrás de las colinas, a cinco horas de extenuante viaje en coche, y en su lugar no había más que aquel desastre de fortín que parecía un decorado para un
remake
de
Beau Geste,
con sus almenas de piedra amarillenta, y su escalera también de piedra, un muro medio derruido por los bombardeos y una entrada principal protegida por sacos terreros con un asta donde el viento abrasador hacía repicar sus raídas cuerdas pero donde nunca ondeaba una bandera. Que ella supiera, nadie dormía en aquel fortín. El sitio estaba pensado para administración y entrevistas; arroz con cordero tres veces al día, ampulosas discusiones de grupo hasta pasada la medianoche en las que los alemanes orientales arengaban a los federales y los cubanos a todo el mundo, y en las que un zombi americano que se hacía llamar Abdul leyó un ensayo de veinte páginas sobre el inminente logro de la paz mundial.
Su otro centro social lo constituía el campo de tiro para armas ligeras, que no era una cantera abandonada en pleno monte sino un viejo barracón con ventanas cegadas, una hilera de bombillas eléctricas colgadas de las vigas de acero y sacos de arena reventados cubriendo las paredes. Los blancos no eran tampoco latas de aceite sino toscas efigies tamaño natural de
marines
americanos con la bayoneta calada y esbozando muecas, y a sus pies unos rollos de papel marrón adhesivo para cubrir los orificios de bala después de haberlos matado. Era un lugar en constante demanda, a menudo a altas horas de la noche, y donde siempre se oían risas estrepitosas y gruñidos de competitiva decepción. Un buen día se presentó allí un gran luchador, una especie de terrorista de elite que iba en un Volvo con chófer, y todo el mundo salió a ver cómo disparaba. Otro día irrumpió en el aula de Charlie un puñado de negros muy agresivos que vaciaron cargador tras cargador haciendo caso omiso del instructor germano oriental.
–¿Estás satisfecho, blanco? -aulló uno de ellos mirando atrás, con fuerte acento sudafricano.
–Sí, cómo no, estupendo -dijo el germano oriental, conmovido por el asunto del
apartheid.
Los negros salieron del barracón fanfarroneando y partiéndose de risa, habiendo dejado a los
marines
como coladores, como resultado de lo cual lo primero que tuvieron que hacer las chicas a primera hora fue ponerles parches de pies a cabeza para poderlos utilizar de nuevo.
A modo de habitaciones, tenían tres cobertizos alargados, uno de ellos con cubículos para las mujeres, otro sin cubículos para los hombres, y un tercero provisto de una mal llamada biblioteca para instructores, adonde si una era invitada -según le contó una muchacha sueca llamada Fátima- no había que esperar gran cosa en cuanto a lectura. Les despertaba cada mañana el estrépito de una música marcial que sonaba por unos altavoces, y luego los ejercicios gimnásticos sobre una explanada de arena con surcos de pegajoso rocío que parecían estelas de caracoles gigantes. Pero según Fátima, los otros sitios eran peores aún. De estar a la versión que de sí misma daba, Fátima era una fanática de la instrucción. Se había entrenado en Yemen, en Libia y en Kiev. Estaba haciendo todo el circuito, como los terroristas profesionales, a la espera de ver qué hacían con ella. Tenía un hijo de tres años llamado Knut, que correteaba desnudo y parecía necesitado de afecto, pero cuando Charlie intentaba decirle algo se echaba a llorar.