–Caray, Sabine. Pero si eres tú.
Levantarse, el consabido beso en cada mejilla. Qué sorpresa. ¿Cómo tú por aquí?
Pero el vuelo de Sabine, ay, está a punto de salir. Lástima que no podamos hablar de nuestras cosas, pero la vida es así, ¿no? Sabine deja la bolsa de viaje a los pies de Charlie. Vigílamela un poco, encanto. Claro Sabine, tranquila. Sabine desaparece en el lavabo de señoras. Hurgando en la bolsa como si fuera suya, Charlie saca un bonito sobre con una cinta alrededor, detecta el perfil de un pasaporte y un pasaje de avión en su interior. Lo sustituye tranquilamente por su pasaporte irlandés, su propio billete de avión y su tarjeta de embarque. Regresa Sabine, agarra la bolsa, «Debo darme prisa», y se va por la derecha. Charlie cuenta hasta veinte, va al retrete y allí se queda. Baastrup Imogen, sudafricana, lee. Nacida en Johannesburgo tres años y un mes después que yo. Destino Stuttgart, dentro de una hora y veinte minutos. Adiós irlandesita; bienvenida nuestra pequeña racista cristiana y reprimida de los áridos llanos, en pos de sus raíces de mujer blanca.
Al salir del servicio, vio al soldado mirarla otra vez. Lo sabe todo. Está a punto de detenerme. Ha pensado que tenía diarrea, y no sabe hasta qué punto se acerca a la verdad. Charlie lo observó hasta que el otro se alejó. Sólo estaba buscando algo que mirar, se dijo mientras sacaba otra vez su librito de flora alpina.
Le pareció que el vuelo duraba sólo cinco minutos. Un anticuado árbol de Navidad le esperaba en la sala de llegadas de Stuttgart; había un ambiente de ajetreo familiar y de gente volviendo a casa. Mientras hacía cola armada con su pasaporte sudafricano, Charlie examinó las fotografías de las terroristas buscadas por la policía y tuvo el presentimiento de que iba a ver la suya de un momento a otro. Pasó por inmigración sin parpadear una sola vez. Cuando se acercaba a la salida vio a Rose, su paisana de Sudáfrica, repantigada sobre una mochila medio dormida, pero Rose estaba tan muerta como José y todos los demás, y era tan invisible como Rachel. Las puertas se abrieron electrónicamente y un remolino de nieve le dio en la cara. Charlie se subió el cuello de la chaqueta y corrió hacia el aparcamiento cruzando la amplia acera. Cuarta planta, le había dicho Tayeh; última esquina a la izquierda, busca una cola de zorra en la antena de radio. Ella se había imaginado una antena extensible con una vistosa cola peluda de zorro ondeando en lo alto. Pero aquel zorro era una zarrapastrosa imitación de nylon, sujeta por una anilla, y parecía un ratón muerto sobre la capota del pequeño Volkswagen.
–Soy Saul. ¿Cómo te llamas, pequeña? -dijo a sus espaldas una voz de hombre con suave acento americano. Fue un momento terrible durante el cual creyó que Arthur J. Halloran, alias Abdul, había vuelto para perseguirla, de modo que cuando se dio la vuelta suspiró aliviada al ver a un joven de aspecto normal apoyado contra la pared. Cabello largo, zapatillas de baloncesto y una sonrisa lozana e indolente. Y también una chapa de «Salvemos las ballenas» como la suya, prendida en el anorak.
–Imogen -contestó, ya que Saul era el nombre que Tayeh le había dado como contraseña.
–Bien, Imogen, levanta el capó y mete la maleta dentro. Ahora mira a tu alrededor y dime lo que ves. ¿Alguien que te dé mala espina?
Inspeccionó pausadamente el aparcamiento. En la cabina de una furgoneta Bedford cubierta de alocadas margaritas, Raoul y una chica a quien no pudo distinguir estaban a medio consumar el acto.
Dijo que nadie.
Saul abrió la puerta de la derecha.
–Ponte el cinturón de seguridad, pequeña -dijo al montar a su lado-. En este país las leyes funcionan, ¿entendido? ¿De dónde vienes, Imogen? ¿Cómo es que estás tan morena?
Pero las viudas jóvenes propensas al asesinato no deben intercambiar frivolidades con desconocidos. Encogiéndose de hombros, Saul encendió la radio y escuchó un boletín de noticias en alemán.
La nieve lo hacía todo más bonito, y más cautos a los automovilistas. Lograron abrirse paso entre el follón de coches y tomaron por una carretera de doble calzada con edificios a ambos lados. Gruesos copos de nieve se agolpaban contra los faros delanteros. Al terminar las noticias, una voz de mujer anunció un concierto.
–¿Te va la música clásica, Imogen?
De todos modos, no cambió de emisora; Mozart de Salzburgo, donde Charlie se había sentido demasiado cansada para hacer el amor con Michel la noche antes de que le mataran.
Bordearon el fulgor del centro de la ciudad, sobre el que la nieve se iba posando cual negra ceniza. Pasando por un cruce en trébol, vieron abajo, en un patio cerrado de recreo, unos niños con anoraks rojos arrojándose bolas de nieve. Rememoró su grupo juvenil de teatro allá en Inglaterra, un millón de años atrás. Lo hago por ellos, pensó. Michel había llegado a creerlo así. Lo mismo que todos, en cierto modo. Todos excepto Halloran, que ya no le veía el sentido. ¿Por qué estaba tan presente en su pensamiento? se preguntaba. Porque Halloran dudaba, y ella había aprendido que la duda es el enemigo más temible. Dudar es traicionar, le había advertido Tayeh.
Lo mismo, o casi, le había dicho José.
Habían entrado en otro país y la carretera se convirtió de pronto en un río negro que atravesaba cañadas de campos nevados y densos bosques blancos. Primero perdió la noción del tiempo y después la de proporción. Veía recortarse contra un cielo pálido castillos de ensueño y pueblecitos alineados como vagones de tren. Las iglesias de juguete con sus cúpulas de cebolla le provocaron ganas de rezar, pero ya estaba demasiado crecidita para eso y, además, la religión era para los débiles. Vio ponis que tiritaban mientras triscaban balas de heno y se acordó, uno por uno, de todos los ponis que tuvo de pequeña. Cada vez que veía pasar a una de aquellas preciosas bestias, su corazón se le iba detrás para intentar sujetarla y hacerla parar. Pero no había nada que dejara huella en su mente; nada permanecía el tiempo suficiente; todo era como el hálito sobre el cristal pulido. De vez en cuando les adelantaba un coche; en una ocasión pasó una moto a toda velocidad y ella creyó reconocer la espalda de Dimitri, pero antes de que pudiera estar segura la moto se alejó del alcance de sus faros.
Subieron a la cima de un monte y Saul pisó a fondo. Torció a la izquierda, atravesó otra carretera y siguió luego a la derecha, dando botes por una pista llena de baches. A ambos lados, como soldados víctimas del frío en un noticiario ruso, se alineaban los árboles talados. Mucho más adelante, Charlie vislumbró una casa vieja y renegrida, con chimeneas de altos humeros, que por un instante le recordó la casa de Atenas. «Frenesí: ¿es así como se dice?» Saul detuvo el coche y encendió dos veces las largas. De lo que parecía ser el centro de la casa les llegó en respuesta el guiño de una linterna. Saul miraba su reloj e iba contando pausadamente los segundos en voz alta. «… nueve y diez; tiene que ser ahora.» La luz en la lejanía parpadeó otra vez. Saul se inclinó sobre ella y le abrió la portezuela.
–Hasta aquí hemos llegado, pequeña -dijo-. La conversación ha sido fantástica. Paz, ¿vale?
Maleta en mano, Charlie escogió un surco en la nieve y echó a andar hacia la casa sin otra cosa que le mostrara el camino más que la palidez de la nieve y los jirones de luna entre los árboles. A medida que la casa se aproximaba a ella, distinguió una vieja torre de reloj, sin reloj, y un estanque helado sin estatua que adornara la peana. Bajo una marquesina de madera centelleaba una motocicleta.
De pronto, oyó una voz conocida que le hablaba con la emoción contenida del conspirador: «Imogen, vigila el tejado. Si te cae un pedazo encima, te matará al momento. Imogen… oh, vamos, Charlie, ¡esto es ridículo!» Y un segundo después aparecía de entre las sombras del porche un cuerpo robusto para abrazarla, si bien la linterna y una pistola automática estorbaban ligeramente sus movimientos.
Abrumada por una oleada de absurda gratitud, Charlie devolvió el abrazo de Helga.
–¡Caramba, Helg, pero si eres tú… qué bien!
A la luz de su linterna, Helga la condujo por un vestíbulo con suelo de mármol del que había sido retirada ya la mitad de las losas, y a continuación subieron con cuidado por una combada escalera de madera sin barandal. A la casa le quedaba poco tiempo de vida, pero alguien se había dado maña en apresurar su defunción. Las húmedas paredes estaban pintarrajeadas de rojo con frases políticas; los picaportes y los apliques de luz habían sufrido el saqueo. Recobraba su hostilidad inicial, Charlie trató de retirar su mano pero Helga se la apretó con más fuerza aún. Cruzaron una serie de estancias desiertas, cada una de las cuales podía haber albergado un banquete. En la primera había un hornillo de porcelana destrozado y lleno de papel de periódico; en la segunda, una máquina de ciclostilar cubierta de polvo y el suelo lleno hasta el tobillo de amarillentos panfletos de pasadas revoluciones. Al entrar en una tercera habitación, Helga dirigió el haz de su linterna sobre un montón de carpetas y papeles remetidos en un hueco.
–¿Sabes a qué nos dedicamos aquí mi amiga y yo, Imogen? -preguntó, alzando repentinamente la voz-. Mi amiga es increíble. Se llama Verona y su padre era un nazi integral, además de terrateniente, industrial y qué sé yo. -Su mano relajó la presa sólo para cerrarse una vez más sobre la muñeca de Charlie-. Como murió, ahora lo estamos vendiendo todo a modo de venganza. Los árboles a los que destruyen los árboles; la tierra a quienes destruyen la tierra; las estatuas y el mobiliario para el rastro. Lo que está valorado en cinco mil lo vendemos por cinco. Aquí estaba el escritorio. Lo despedazamos con nuestras propias manos y luego hicimos una hoguera. Fue como un símbolo. Era el cuartel general de su campaña fascista; ahí era donde firmaba sus cheques y donde organizaba todas sus acciones represivas. Lo rompimos y lo quemamos. Ahora Verona es libre. Es pobre, libre y se ha unido a las masas. ¿Verdad que es fantástica? A lo mejor tú deberías haber hecho lo mismo.
Una escalera de servicio subía de través hasta un largo pasillo. Helga abrió la marcha. Charlie oyó la música folk que sonaba encima de ellas y notó olor a humo de parafina quemada. Llegaron a un rellano, pasaron junto a los aposentos de la servidumbre y se detuvieron frente a la puerta del fondo. Por debajo salía luz. Helga llamó con los nudillos y musitó algo en alemán. Alguien descorrió un pestillo y la puerta se abrió. Helga entró la primera, haciendo señas para que Charlie la siguiera.
–Imogen, te presento a la camarada Verona. -Su voz tenía un toque de mando-. ¡Vero!
Dentro les esperaba una chica rolliza con cara de perturbada, vestida con un delantal sobre los anchos pantalones negros. Llevaba el pelo cortado como un chico. Una Smith amp; Wesson automática colgaba de su ancha cadera en una cartuchera. Verona se secó la mano en el delantal y estrechó las suyas al estilo burgués.
–Hace un año. Vero era tan fascista como su padre -comentó Helga con autoridad-. Era esclava y fascista a la vez. Pero ahora lucha con nosotros. ¿No es así, Vero?
Verona volvió a correr el pestillo y fue hasta un rincón donde estaba cocinando algo en un fogón de camping. Charlie se preguntó si en el fondo no estaría soñando con el escritorio de su padre.
–Ven. Mira quien está aquí -dijo Helga, tirando de Charlie hacia el fondo de la habitación.
Charlie miró rápidamente en torno. Se hallaban en una amplia buhardilla, igual que la que había utilizado para jugar cuando iba de vacaciones a Devon. La tenue iluminación procedía de una lámpara de aceite colgada de una viga. De lado a lado de las ventanas había cortinas dobles de terciopelo. Acodado junto a una pared había un delicioso caballo de balancín y junto a él, sobre un atril, descansaba una pizarra de institutriz sobre la cual había el dibujo de un plano; unas flechas de colores apuntaban a un gran edificio rectangular que había en el centro. Sobre una mesa de pimpón quedaban restos de salami, pan integral y queso. Ante una estufa de petróleo colgaba ropa de ambos sexos puesta a secar. Habían llegado a una escalera corta de madera y Helga había empezado a subir. En el altillo había dos camas puestas una al lado de la otra. Sobre una de ellas, desnudo hasta más abajo de la cintura, descansaba el italiano moreno que había detenido a Charlie a punta de pistola en la City de Londres aquel domingo por la mañana. Se había echado un raído cubrecama sobre los muslos y estaba limpiando una Walther automática. Al lado había un transistor que emitía música de Brahms.
–Y aquí está el vigoroso Mario -anunció Helga con sarcástico orgullo, pinchándole en los genitales con los dedos del pie-. Mario, ¿sabías que eres un desvergonzado? Tápate inmediatamente y saluda a nuestra invitada. ¡Es una orden!
Pero Mario se limitó a darse la vuelta impúdicamente hasta el borde de la cama, instando a quien quisiera imitarle.
–¿Cómo está el camarada Tayeh, Charlie? -preguntó Mario-. Danos noticias de la familia.
Un teléfono sonó como un grito en una iglesia, tanto más alarmante cuanto que a Charlie no se le había ocurrido que allí pudiera haber teléfono. Buscando algún modo de animarla, Helga estaba proponiendo un brindis a la salud de Charlie y extendiéndose exageradamente sobre ello. Había dispuesto vasos y una botella sobre una tabla de cortar pan y se disponía a llevarlo todo ceremoniosamente al fondo de la habitación, pero al oír el teléfono se quedó petrificada hasta que poco a poco consiguió depositar la tabla sobre la mesa de ping pong, que estaba casualmente a mano. Rossino apagó la radio. El teléfono destacaba sobre una mesita de marquetería que Helga y Verona no habían condenado aún a la hoguera. Era un teléfono de los antiguos, con auricular independiente. Helga se acercó a él pero no cogió el auricular. Charlie contó cuatro largos timbrazos hasta que dejó de sonar. Helga permaneció donde estaba, mirando el teléfono. Completamente desnudo, Rossino se paseó imperturbable por la habitación y fue a coger una camisa de la cuerda de tender.
–Dijo que llamaría mañana -se lamentó mientras se la ponía por la cabeza-. ¿Qué habrá pasado?
–Tú cállate -le espetó Helga.
Verona continuaba removiendo lo que estaba guisando, pero más despacio, como si correr fuera peligroso. Era una de esas mujeres cuyos movimientos parecen siempre proceder de los codos.
El teléfono volvió a sonar, dos veces, y en esta ocasión Helga levantó el auricular y colgó enseguida. Pero cuando volvió a sonar, respondió con un cortante «Diga» y luego escuchó durante unos dos minutos, sin sonreír ni mover la cabeza para asentir, antes de colgar de nuevo.