Una calma absoluta había sobrevenido a los tres hombres que aguardaban en el centro de operaciones. Ninguna llamada, ni siquiera de Minkel o de Alexis; ninguna retractación a la desesperada por el aparato conectado a la embajada en Bonn. Su imaginación colectiva parecía decirles que toda aquella tortuosa conspiración estaba conteniendo el aliento. Litvak estaba repantigado en una silla de oficina con cara de abatimiento; Kurtz, con los ojos cerrados y sonriendo como un caimán, estaba en pleno sueño con palmeras incluidas. Y Gadi Becker era, como siempre, el más inmóvil de los tres, dedicado a contemplar autocríticamente la oscuridad como el hombre que hace examen de conciencia a pasadas promesas; ¿cuáles había mantenido?, ¿cuántas había roto?
–Esta vez tendríamos que haberle dado el transmisor -dijo Litvak-. A estas alturas, ya confían en ella. ¿Por qué no le dimos el transmisor? ¿Por qué no la tenemos conectada?
–Porque él la va a registrar -dijo Becker-. Mirará si lleva armas, cables o transmisor.
–¿Y por qué la utilizan a ella? -dijo, animándose lo suficiente para discutir-. Tú estás loco. ¿Para qué utilizar a una chica de la que no te fías para un trabajo como éste…?
–Porque ella no ha matado -dijo Becker-. Porque está limpia. Por eso la utilizan, y es por eso que no se fían de ella. La razón es la misma.
Kurtz sonrió casi como un humano.
–Cuando haya matado a alguien, Shimon; cuando ya no sea una novata; cuando esté para siempre al margen de la ley, sin remisión alguna… entonces sí se fiarán de ella. Todos confiarán en ella -le aseguró a Litvak satisfecho-. Esta noche a las nueve se habrá convertido en uno de ellos. Tranquilo, Shimon, tranquilo.
Pero Litvak no conseguía hallar consuelo.
Una vez más, era guapísimo, un Michel hecho y derecho, con la sobriedad y el donaire de José y el imperturbable absolutismo de Tayeh. Era cuanto ella se había imaginado cuando intentaba convertirle en alguien a quien esperar con ilusión. Era fornido y escultural, con esa rareza del objeto precioso que uno oculta a las miradas de los demás. No podría haber entrado en un restaurante sin que las charlas cesaran a su paso, ni salir de él sin dejar a su estela una especie de alivio general. Era un hombre de puertas afuera condenado a esconderse en cuartuchos, y tenía la palidez de las mazmorras reflejada en su semblante. Había corrido las cortinas y prendido la luz de la cabecera. No había silla para Charlie y él utilizaba la cama a modo de banco de trabajo. Había tirado las almohadas al suelo, junto a la caja, y la hizo sentar en su sitio mientras se ponía a trabajar sin dejar de hablar todo el tiempo, tanto para sí mismo como para ella. Su voz era como un agresivo impulso hacia adelante de palabras y pensamientos.
–Dicen que Minkel es buena persona. Es posible. Yo también lo pensé cuando leía cosas sobre él; este Minkel ha de tener valor para decir lo que dice. Creo que podría llegar a respetarle. Yo puedo respetar a mis enemigos, reverenciarlos incluso. En ese aspecto no me hago problemas.
Había arrojado las cebollas a un rincón y procedía ahora a sacar de la caja una serie de paquetitos y a desenvolverlos uno por uno. Tratando desesperadamente de concentrarse en algo, Charlie procuró aprendérselo todo de memoria, pero luego desistió: dos linternas nuevas a pilas de las que se venden en los supermercados en un solo paquete, un detonador de los que ella había empleado en el fortín durante su instrucción, con cables rojos que sobresalían del extremo. Una navaja. Alicates. Destornillador. Soldador. Un rollo de cable rojo de calidad, grapas de acero, hilo de cobre. Cinta aislante, una bombilla de linterna, tacos de madera de tamaño variado, y un trozo rectangular de madera blanda como base del artefacto. Khalil fue hasta el lavamanos con el soldador y lo enchufó en una toma de corriente que había al lado, desprendiendo un olor a polvo chamuscado.
–¿Tú crees que los sionistas piensan si somos o no somos buenas personas cuando nos tiran bombas? Yo diría que no. ¿Y cuando lanzan su napalm sobre nuestros pueblos o matan a nuestras mujeres? Lo dudo mucho. No creo que el terrorista del piloto israelí vaya pensando desde allá arriba: «Pobres civiles, pobres víctimas inocentes.» -Así debe de hablar cuando está solo, pensó Charlie. Y está solo muy a menudo. Habla para mantener vivo el fuego de su fe… y tranquila su conciencia-. Yo he matado a muchas personas a las que sin duda habría respetado -dijo él, de vuelta en la cama-. Pero los sionistas han matado a muchas más. Yo sólo mato por amor. Mato por Palestina y por sus niños. Trata de pensar así tú también -le aconsejó devotamente, interrumpiendo lo que hacía para mirarla-. ¿Estás nerviosa?
–Sí.
–Es lógico. Yo también lo estoy. ¿Estás nerviosa cuando actúas en el teatro?
–Sí.
–Esto es lo mismo. El terror es como el teatro: provocamos emociones, atemorizamos, suscitamos indignación, cólera, amor. Ilustramos. El teatro también. La guerrilla es la gran actriz del teatro del mundo.
–Michel me lo decía también en sus cartas…
–Pero fui yo quien se lo dijo. Fue idea mía.
El siguiente paquete iba envuelto en papel encerado. Khalil lo abrió respetuosamente. Eran tres cartuchos de plástico ruso de un cuarto de kilo cada uno, que él depositó en su lugar de honor en el centro del edredón.
–Los sionistas matan por miedo y por odio -proclamó-. Los palestinos por amor y por la justicia. Recuerda esta diferencia, es importante. -Otra vez aquella mirada fugaz y autoritaria-, ¿Te acordarás de eso cuando tengas miedo? ¿Dirás para tus adentros «por la justicia»? Si lo haces, ya no tendrás miedo.
–Y por Michel -dijo ella.
Khalil no estaba del todo satisfecho.
–Por él también, claro -concedió, y agitando boca abajo una bolsa de papel marrón echó sobre la cama dos pinzas para la ropa y las acercó a la lamparita para examinar su sencillo mecanismo. Observándole desde tan cerca, Charlie reparó en una parte de piel blanca y arrugada en el lugar donde la mejilla y la parte inferior de la oreja parecían haber sido soldadas a fuego.
–Dime, ¿por qué te cubres la cara con las manos? -preguntó Khalil, por pura curiosidad, tras elegir la mejor de las dos pinzas.
–Me siento cansada -dijo Charlie.
–Pues espabila. Prepárate para tu misión. Y para la revolución también. ¿Conoces este tipo de bombas? ¿Te lo enseñó Tayeh?
–No sé si él, o tal vez Bubi.
–Entonces, presta atención. -Se sentó junto a ella en la cama, cogió la base de madera y con un bolígrafo dibujó rápidamente en la madera unas líneas que correspondían al circuito. -Nosotros hacemos bombas para todo tipo de circunstancias. Ésta funciona como una bomba de relojería, ves, y también como trampa explosiva, ¿ves eso? No hay que fiarse de nada. Es nuestra filosofía. -Tendiéndole una pinza y dos chinchetas, observó cómo ella las introducía a cada lado de las mandíbulas de la pinza-. Yo no soy antisemita, ¿lo sabías?
–Sí.
Charlie le devolvió la pinza, y él la llevó al lavamanos para proceder a soldar cables a las cabezas de las dos chinchetas.
–¿Cómo es que lo sabes? -preguntó él, perplejo.
–Tayeh me dijo lo mismo. Y Michel también. -Y otro tanto han hecho unas doscientas personas, pensó.
–El antisemitismo es un puro invento cristiano. -Khalil volvió a la cama, trayendo esta vez el maletín de Michel, abierto-. Vosotros los europeos sois antitodo. Antijudíos, antiárabes, antinegros. Tenemos muy buenos amigos en Alemania. Pero no porque amen a Palestina sino sólo porque detestan a los judíos. Esa Helga… ¿te cae bien?
–No.
–Ni a mí. Me parece una mujer muy decadente. ¿Te gustan los animales?
–Sí.
Se sentó junto a Charlie con el maletín a su lado, sobre la cama.
–¿Y a Michel?
«Elige, no vaciles nunca -le había dicho José-. Es mejor la incoherencia que la indecisión.»
–Nunca hablábamos de animales.
«Y jamás te contradigas.»
–No.
De un bolsillo, Khalil había sacado un pañuelo doblado, en cuyo centro había un reloj de pulsera barato al que le faltaban la esfera y la aguja horaria. Poniéndolo al lado de los cartuchos, cogió el cable rojo y lo desenrolló. Charlie tenía la base de madera sobre el regazo. Él se la quitó y acto seguido le agarró la mano de forma que ella pudiera sostener las grapas mientras él las clavaba en su sitio, dejando el cable rojo asegurado a la madera conforme al dibujo que había hecho antes. A continuación, volvió al lavabo y soldó los cables a la pila mientras Charlie cortaba trocitos de cinta aislante con unas tijeras.
–Mira -dijo él, ufano, al añadir el reloj a su obra.
Estaban muy cerca el uno del otro. Ella sentía su proximidad como un fuego. Parecía un zapatero remendón encorvado sobre la horma, enfrascado en su trabajo.
–¿Mi hermano se mostró religioso contigo? -preguntó, cogiendo una bombilla y enroscándole un extremo pelado de cable.
–Michel era ateo.
–Unas veces era ateo y otras religioso. Y otras al fin era un muchacho muy tonto, siempre con sus mujeres, sus coches y sus ideas. Tayeh me ha dicho que en el campamento te mostraste muy recatada. Ni cubanos, ni alemanes, ni nada de nada.
–Lo que necesitaba era tener a Michel, a nadie más -dijo ella, con demasiado énfasis incluso para sus oídos. Pero al mirarle, no pudo evitar preguntarse si su amor fraterno era tan infalible como proclamaba Michel, pues Khalil había fruncido el entrecejo en un gesto de duda.
–Tayeh es un gran hombre -dijo, implicando tal vez que Michel no lo había sido. Se encendió la bombilla-. El circuito funciona -anunció, y alargó la mano para coger los tres cartuchos de explosivo-. Tayeh y yo casi perecimos juntos. ¿Te contó Tayeh esa historia? -preguntó mientras con ayuda de Charlie empezaba a pegar un cartucho a otro con cinta aislante.
–No.
–Los sirios nos apresaron (corta aquí). Primero nos dieron una paliza. Es lo normal. Levántate, por favor. -De la caja, Khalil había sacado una vieja manta marrón que ella sostuvo a la altura del pecho mientras él la rasgaba a tiras iguales con gran habilidad. Sus rostros estaban muy próximos a cada lado de la manta, y ella percibió el dulce aroma de su cálido cuerpo árabe.
–Mientras nos pegaban, se enfadaron tanto que decidieron partirnos los huesos. Primero los sesos, luego los brazos y después las piernas. Y por último nos rompieron las costillas a culatazos.
La punta de la navaja estaba a unos centímetros de su cuerpo mientras hendía la manta. Él iba cortando limpia y rápidamente como si la manta fuese un animal recién cazado-. Cuando acabaron con nosotros, nos abandonaron en el desierto, y yo me alegré. ¡Al menos moriríamos en el desierto! Pero no morimos. Nos encontró una patrulla de comandos nuestros. Tayeh y yo pasamos tres meses en el hospital en camas contiguas cubiertos de escayola, blancos muñecos de nieve. Charlamos mucho, nos hicimos muy amigos, leímos buenos libros juntos.
Tras doblar las tiras de manta en pulcros y castrenses montoncitos Khalil se dirigió al barato maletín negro de Michel, y ella se dio cuenta por primera vez de que estaba abierto por detrás mediante pequeñas bisagras, mientras que los cierres frontales seguían cerrados. Introdujo las tiras una a una en el maletín hasta formar una blanda plataforma donde posar la bomba.
–¿Sabes lo que me dijo Tayeh una noche? -le preguntó mientras preparaba el colchón-. «Khalil -me dijo-, ¿hasta cuándo vamos a hacer el papel de buenos chicos? Nadie nos ayuda ni nos da las gracias. Pronunciamos grandes discursos, sí, enviamos magníficos oradores a las Naciones Unidas, y tal vez si esperamos otros cincuenta años nuestros nietos, si siguen con vida, consigan que se haga un poquito de justicia. -Se interrumpió para ejemplificarle con los dedos a qué cantidad de justicia se refería-. Mientras tanto nos matan nuestros hermanos árabes, nos matan los sionistas, nos matan los falangistas, y los que quedamos con vida hemos de sufrir la diáspora, como los armenios y los propios judíos.» Y añadió con socarronería: «Pero si fabricásemos unas cuantas bombas, si matáramos a unos cuantos, si hiciéramos una matanza, aunque sólo fuera por dos minutos de historia…».
Sin terminar la frase, tomó el artefacto en sus manos y lo depositó solemnemente y con precisión dentro del maletín.
–Necesito gafas -explicó sonriendo, y meneó la cabeza como un viejo-. Pero ¿dónde va a ir a hacérselas un hombre como yo?
–Si te torturaron como a Tayeh, ¿por qué tú no cojeas? -quiso saber ella, con tono súbitamente alto debido a sus nervios.
Con delicadeza, Khalil retiró la bombilla de los cables, dejando libres los extremos pelados para conectar el detonador.
–La razón por la que no cojeo es que rogué a Dios para que me diera fuerzas, y Dios me las concedió para que pudiera pelear contra el enemigo real y no contra mis hermanos árabes.
Le pasó el detonador y se quedó mirando satisfecho cómo ella lo acoplaba al circuito. Cuando Charlie hubo terminado, él cogió el cable sobrante y con un hábil y casi inconsciente movimiento lo enrolló como si fuera una madeja en torno a las yemas de sus dedos inutilizados hasta formar un pequeño muñeco; luego, con dos puntas de cable le hizo una especie de cinturón en medio.
–¿Sabes lo que me escribía Michel antes de morir? ¿En su última carta?
–Pues no, no lo sé -contestó ella mientras observaba cómo arrojaba el muñequito al maletín.
–¿Cómo dices?
–Digo que no lo sé, Khalil.
–¿No sabes lo que decía en la carta que echó al correo pocas horas antes de morir? «La quiero. Ella no es como las otras. Es cierto que cuando la conocí tenía la conciencia paralizada, como todo europeo (toma, dale cuerda al reloj, por favor) y además era una puta. Pero ahora su alma es árabe; un día os la enseñaré a ti y a nuestro pueblo.»
Quedaba la trampa explosiva, y para prepararla hubieron de trabajar en mayor intimidad, pues le dijo que pasara un trocito de alambre de acero por el tejido de la tapa, y luego él mismo sostuvo la tapa lo más bajo posible en tanto que ella, con sus manos más menudas, procedía a meter el cable en los tacos de la pinza de la ropa. Con precaución, él llevó otra vez todo el dispositivo hasta el lavamanos y de espaldas a ella volvió a ajustar las bisagras mediante una gota de estaño por cada lado. Ahora ya no podían volverse atrás.
–¿Sabes qué le dije una vez a Tayeh?
–No.
–Amigo Tayeh, nuestro exilio nos ha vuelto muy perezosos a los palestinos. ¿Por qué no hay palestinos en el Pentágono o en el Departamento de Estado? ¿Cómo es que aún no dirigimos el
New York Times,
Wall Street o la misma CIA? ¿Cómo es que no rodamos películas en Hollywood sobre nuestra insigne lucha o hacemos que nos elijan alcaldes de Nueva York o presidentes del Tribunal Supremo? ¿Qué es lo que nos pasa, Tayeh? ¿Por qué no tenemos iniciativa? No basta con que entre nosotros haya médicos, científicos o maestros de escuela; ¿por qué no gobernar también Norteamérica? ¿Es ésa la razón e que tengamos que emplear bombas y ametralladoras?