La chica del tambor (77 page)

Read La chica del tambor Online

Authors: John Le Carré

Tags: #Terrorismo, intriga, policíaca

BOOK: La chica del tambor
4.12Mb size Format: txt, pdf, ePub

Minkel habría cogido el maletín de buena gana, pero no bien se lo hubo ofrecido Charlie otras manos lo hicieron desaparecer como por parte de magia en una gran caja negra que había en el suelo y de la que salían unos gruesos cables. De repente, todo el mundo pareció mirarla con pánico mientras se parapetaban detrás de los sacos. Se vio asida por los fuertes brazos de José y notó cómo su mano le hacía agachar la cabeza hasta que no distinguió otra cosa que su cintura. Pero antes pudo ver a un buzo equipado con un traje blindado, anadeando en dirección a la caja provisto de un casco con grueso visor de vidrio. Una voz amortiguada ordenó silencio; José la había atraído hacia sí y la estaba casi ahogando con su cuerpo. La siguiente orden pareció traer el alivio general; las cabezas volvieron a erguirse, pero él seguía sujetándole la suya. Oyó pasos de apresurada pero ordenada huida, y cuando José la soltó por fin, vio a Litvak corriendo con lo que sin duda era una bomba fabricada por él, un artilugio mucho más aparatoso que el de Khalil, cuyos cables sin conectar arrastraban por el suelo. Entretanto, José había empezado a conducirla con firmeza al centro de la escena.

–Prosigue -le ordenó al oído-. Nos explicabas que leíste el nombre en la etiqueta. Sigue a partir de ahí. ¿Qué hiciste después?

Respira bien hondo. Sigue el discurso.

–Cuando pregunté en recepción me dijeron que usted había salido y que volvería tarde porque tenía que dar una conferencia en la universidad; total que paré un taxi y… mire, no sé si podrá perdonarme alguna vez. Bueno, he de marcharse. Buena suerte, profesor. Que vaya bien la conferencia.

A una señal de Kurtz, Minkel había sacado un llavero del bolsillo y aparentaba estar buscando una llave, aunque no tenía maletín con que jugar. Pero Charlie, apremiada por José, estaba ya llegando a la puerta, medio andando y medio transportada por el brazo que le ceñía la cintura.

No lo conseguiré, José, soy incapaz. Me he quedado sin valor, como tú dijiste, no me sueltes, José, por favor. Oyó a su espalda órdenes apagadas y sonido de pasos apresurados a medida que todos parecían batirse en retirada.

–Dos minutos -les advirtió Kurtz en voz alta.

Estaban otra vez en el pasillo junto a los dos muchachos rubios armados con metralletas.

–¿Dónde te has visto con él? -le susurró José.

–En un hotel llamado Edén, una especie de burdel de las afueras. Cerca de una farmacia. Tiene una furgoneta de Coca-Cola, FR guión BT no sé qué más y cinco. Y también tiene un Ford hecho polvo, pero no pude ver la matrícula.

–Abre el bolso.

Lo abrió y deprisa, tal como hablaba él. Tras sacar del bolso la pequeña radio despertador, José la sustituyó por una parecida que llevaba en un bolsillo.

–No es el mismo aparato que hemos usado otras veces -le advirtió-. Sólo puede captar una emisora. La hora la sigue dando, pero el despertador no va. Sin embargo, transmite, y nos dirá en qué punto te encuentras.

–¿Cuándo? -preguntó ella tontamente.

–¿Qué te ha ordenado Khalil que hagas ahora?

–He de seguir andando calle abajo… oye, José, ¿cuándo vas a venir? ¡Por el amor de Dios…!

Se le veía demacrado y desesperadamente serio, pero su rostro no expresaba concesión alguna.

–Escucha, Charlie, ¿me escuchas?

–Sí, José. Te escucho.

–Si aprietas el mando del volumen de la radio (fíjate bien, si
aprietas,
no si lo giras), sabremos que está durmiendo. ¿Entendido?

–No creas que va a ser tan fácil.

–¿Qué quieres decir? ¿Qué sabes tú de cómo duerme él?

–Khalil es de los que se pasan las veinticuatro horas despiertos, como tú… No me hagas volver, José, por favor.

Le miraba suplicante a la cara, esperando que acabara por ceder, pero su rostro seguía impasible.

–¡Es que quiere acostarse conmigo…! Pretende organizar una noche de bodas, José. ¿Te vas a quedar tan pancho? Va a tomarme allí donde Michel lo dejó. No le caía bien su hermano. Tiene intención de igualar la marca. ¿Aún quieres que vaya?

Le tenía agarrado con tal fuerza que a José le costó desprenderse. Charlie recostó la cabeza gacha contra su pecho, deseando que él la tomara de nuevo bajo su custodia. Pero él se limitó a pasarle las manos por debajo de los brazos para zarandearla, y Charlie volvió a ver aquella cara cerrada a cal y canto que le decía que el amor no era competencia de ellos: ni de él ni de ella, y, menos aún, de Khalil. José la animó a andar, pero ella se zafó y avanzó en solitario; él dio un paso al frente y luego se detuvo. Ella se volvió para mirarle con odio; luego cerró los ojos, los abrió y soltó un largo suspiro.

Estoy muerta.

Salió a la calle, se enderezó y echó a andar por una calle estrecha, como un soldado y casi tan ciega, pasando junto a un cochambroso club nocturno que se anunciaba con fotografías iluminadas de chicas de más de treinta años y vulgares pechos desnudos. Eso tendría que estar haciendo yo, se dijo. Llegó a una calle importante y recordando su adiestramiento como peatón, miró a la izquierda y vio una torre medieval con un enorme rótulo, McDonald’s diseñado con bastante buen gusto. El semáforo se puso verde, Charlie siguió andando y vio que la calle terminaba en unas altas colinas negruzcas detrás de las cuales se retorcía inquieto un cielo pálido y nublado. Se dio la vuelta y vio la aguja de la catedral que la perseguía. Torció a su derecha y caminó lentamente por una avenida muy frondosa y bordeada de aristocráticos edificios. Había empezado a contar para sus adentros. Números. Ahora hacía ejercicios de vocalización: José-va-a-la-ciudad. Ahora recordaba lo sucedido en la sala de conferencias, pero sin Kurtz y sin José, y sin los sanguinarios expertos de ambos bandos irreconciliables. Delante de ella, Rossino sacaba silenciosamente su motocicleta por una puerta. Charlie se acercó, y Rossino le dio un casco y una cazadora de cuero. Estaba empezando a ponérselos cuando algo la hizo volverse hacia la calle por la que había venido, y entonces vio que un perezoso destello anaranjado se alargaba en dirección a ella por el húmedo adoquinado, como la senda del sol poniente, y reparó en que el resplandor se le quedaba en los ojos aún después de desaparecer. Finalmente oyó el sonido que había estado esperando: un lejano aunque íntimo golpe sordo, como algo que no tenía arreglo rompiéndose en sus entrañas: el exacto y definitivo punto final del amor. Bueno, José. Adiós.

En aquel preciso instante, la máquina de Rossino cobró vida rasgando la húmeda noche con el rugido de su carcajada triunfal. Pues yo también, pensó. Es el día más raro de toda mi vida.

Rossino conducía despacio por carreteras secundarias y siguiendo una ruta cuidadosamente pensada de antemano.

Tú conduce, que yo te sigo. Tal vez debería nacionalizarme italiana.

Una cálida llovizna se había llevado casi toda la nieve, pero él conducía con cautela debido al firme en mal estado y a la importante pasajera que llevaba. Iba contándole cosas divertidas y parecía estar pasándoselo en grande, pero Charlie no tenía ganas de seguirle la corriente. Al pasar bajo un portal grande, preguntó «¿Es aquí?», sin saber ni importarle a qué sitio se refería con aquella pregunta, pero tras la entrada enfiló un camino sin asfaltar que se adentraba entre lomas y valles en un bosque particular, bajo una luna saltarina que antaño fuera propiedad privada de José. Charlie miró hacia abajo y vio un pueblo envuelto en una blanca mortaja; notó un olor a pinar griego y el viento que se llevaba sus tibias lágrimas. Aferrada al tembloroso y nada familiar cuerpo de Rossino que se pegaba al suyo, le dijo: Sírvete tú mismo, ya no queda nada.

Bajaron por una última colina, salieron por otro portón y penetraron en un camino bordeado de alerces pelados que parecían los árboles que veía en Francia cuando iba de vacaciones con su familia. El sendero ascendía de nuevo y, al llegar a la cumbre, Rossino apagó el motor y se deslizó cuesta abajo por una vereda que desembocaba en un bosque. Luego se detuvo, abrió una de las bolsas laterales y extrajo un paquete de ropa y un bolso de mano. Se los dio a ella. Mientras Charlie se cambiaba, la iluminó con una linterna, y en cierto momento ella quedó medio desnuda delante de él.

Si quieres, tómame; estoy disponible y sin compromiso.

Estaba vacía de amor y se menospreciaba. Estaba donde había empezado hacía tiempo y no le importaba si el mundo entero se la tiraba allí mismo.

Pasó unos cachivaches de un bolso al otro; maquillaje, compresas, dinero, paquete de Marlboro… y su pequeña radio despertador de baratillo para los ensayos. «Aprieta el mando del volumen, Charlie, ¿lo has entendido?» Rossino le cogió el pasaporte antiguo y le entregó uno nuevo, pero ella no se molestó en averiguar cuál era su nueva nacionalidad.

Ciudadana de ninguna parte, nacida ayer.

Rossino recogió su ropa usada y la metió en la bolsa de la moto junto con su vieja bolsa y las gafas. Espera aquí pero mirando hacia el camino, le dijo. Encenderá una luz roja dos veces.

Apenas hacía cinco minutos que Rossino se había marchado cuando vio parpadear la luz entre los árboles. ¡Vaya, por fin un amigo!

26

Khalil la cogió del brazo y la llevó casi en volandas hasta el flamante coche, porque ella lloraba y temblaba de tal manera que apenas podía caminar. Como contrapunto a su modesto atuendo de conductor de furgoneta, llevaba ahora lo que parecía el equipo completo de impecable ejecutivo alemán: abrigo negro, camisa y corbata y el pelo acicalado y peinado hacia atrás. Khalil abrió la portezuela, se quitó el abrigo y se la puso solícito sobre los hombros, como si fuera un animal enfermo. Charlie no tenía la menor idea de lo que él esperaba de ella, pero le pareció que su estado más que chocarle le infundía respeto. El motor ya estaba en marcha. Khalil puso la calefacción a tope.

–Michel estaría orgulloso de ti -dijo amablemente, y la miró un momento a la luz interior del coche. Ella empezó a decir algo, pero se echó otra vez a llorar y no pudo seguir. Él le entregó un pañuelo que ella sostuvo con ambas manos, retorciéndolo entre los dedos mientras las lágrimas no dejaban de caer. Partieron hacia la boscosa ladera.

–¿Qué ha pasado? -susurró ella.

–Gracias a ti, hemos logrado un gran triunfo. Minkel murió al abrir el maletín, y parece que otros amigos del sionismo han resultado gravemente heridos. Aún están haciendo recuento de las víctimas. -Hablaba con bárbara satisfacción-. Se habla de atrocidad, de gran conmoción, de asesinato a sangre fría. No les vendría mal visitar un día Rashidiyeh. Invito a la universidad en pleno. Deberían sentarse en los refugios mientras los bombardean y los ametrallan al salir. Deberíamos partirles los huesos y que vieran cómo se llevan a sus hijos para torturarlos. Mañana el mundo entero sabrá por la prensa que los palestinos jamás serán los negros de Sión.

Aunque la calefacción funcionaba al máximo, no era suficiente. Charlie se arrebujó en el abrigo de él. Las solapas eran de terciopelo. Olía a nueva.

–¿Por qué no me cuentas lo que sucedió? -dijo él.

Ella meneó la cabeza. Los asientos eran mullidos y elegantes; el motor, silencioso. No se oía pasar coches. Miró por el espejo. Nada detrás, nada delante. Captó los oscuros ojos de Khalil mirándola fijamente.

–No te preocupes. Nosotros cuidamos de ti, te lo prometo. Me alegro de que estés afligida. Los hay que cuando matan, se ríen y lo celebran; o se emborrachan y se arrancan la ropa como si fueran bestias. Lo he visto con mis propios ojos. Pero tú lloras. Eso me parece muy bien.

La casa estaba a orillas de un lago, y el lago en un valle escarpado. Khalil pasó de largo dos veces antes de torcer hacia la avenida que conducía a la casa, y sus ojos al escrutar a ambos lados eran como los de José: oscuros, resueltos y con un gran campo visual. Se trataba de un chalet de moderna construcción, la segunda vivienda de alguien rico. Tenía paredes blancas, ventanas moriscas y un tejado rojo muy inclinado en el que la nieve no había podido cuajar. El garaje estaba en un anexo. Khalil entró el coche y la puerta del garaje se cerró tras ellos. Apagó el motor y sacó del interior de la americana una pistola automática de cañón largo. Khalil, el tirador manco. Ella permaneció en el coche, mirando los toboganes y la leña almacenada en la pared del fondo. Él abrió la puerta.

–Camina detrás de mí. A tres metros, pero no más cerca.

Una puerta metálica daba a un pasillo interior. Charlie esperó un poco y luego le siguió. Las luces de la salita estaban ya encendidas, había fuego en la chimenea. Sofá de piel de pony. Mobiliario rústico. Mesa de troncos con cena para dos. Y en un cubo con hielo sobre su propia peana de hierro forjado, una botella de vodka.

Permaneció en el centro de la sala, sosteniendo con ambas manos el bolso mientras él iba de habitación en habitación con tal sigilo que ella apenas le oía abrir o cerrar un armario de vez en cuando. Se echó a temblar otra vez. Khalil volvió a la salita, dejó la pistola, se agachó frente al fuego y procedió a avivarlo. Para ahuyentar a las bestias, pensó ella al contemplarle. Y que la oveja esté a salvo. El fuego empezó a crepitar con fuerza. Charlie se sentó en el sofá. Él encendió el televisor. Daban una vieja película en blanco y negro. Khalil se situó frente a ella.

–¿Te apetece un vodka? -le preguntó-. Yo no bebo, pero tú haz lo que quieras.

A ella le apetecía, y él le sirvió un poco, demasiado.

–¿Quieres fumar?

Le pasó una cajita de cuero y luego le encendió cigarrillo.

La sala parecía ahora más iluminada; ella dirigió la vista al televisor y se encontró mirando fijamente las nerviosas y expresivas facciones de comadreja del alemán bajito que no hacía ni una hora había visto en compañía de Marty, de pie junto al furgón de la policía. Detrás de él pudo ver un trozo de acera y la entrada lateral de la sala de conferencias, acordonada con cinta fluorescente. Coches de policía, bomberos y ambulancias entraban y salían de la zona vigilada. El terror es como el teatro, se dijo. En la siguiente imagen se veían unas lonas verdes puestas de modo que las inclemencias del tiempo no impidieran la continuación de las pesquisas. Khalil subió el volumen y ella oyó las sirenas de las ambulancias sonando como fondo de la empalagosa y bien modulada voz de Alexis.

–¿Qué dice? -preguntó.

–Es el que dirige la investigación. Espera. Ahora te lo cuento.

Alexis desapareció de la pantalla sustituido por una toma de estudio con Oberhauser ileso.

Other books

See How She Falls by MIchelle Graves
Devil's Paw (Imp Book 4) by Dunbar, Debra
Frog Kiss by Kevin J. Anderson
Mystery at Devil's Paw by Franklin W. Dixon
We Dine With Cannibals by C. Alexander London
Letter to Belinda by Tim Tingle
Satin and Steel by Jayna Vixen
Quarantine by Rebel, Dakota
Sun-Kissed by Florand, Laura