La chica del tambor (58 page)

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Authors: John Le Carré

Tags: #Terrorismo, intriga, policíaca

BOOK: La chica del tambor
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Empezando a sentir pánico, Charlie pensó que lo mejor era acudir inmediatamente a José. Pero se lo impidió su lealtad hacia él. Le quería sin vergüenza y sin esperanza. En ese mundo que José había puesto patas arriba sólo para ella, él era la única constante que le quedaba, fuera en la ficción o en los hechos reales.

De modo que optó por irse al cine, y allí fue donde el chico guapo trató de ligársela; y ella no se dejó por muy poco.

Era alto y vivaracho. Llevaba un chaquetón de piel nuevo y unas gafas anticuadas, y cuando se acercó a la fila de ella en el intermedio, Charlie supuso tontamente que le conocía pero que en medio de su confusión no conseguía recordar de qué ni cómo se llamaba. Así pues, le devolvió la sonrisa.

–Hola, qué tal -exclamó él, sentándose a su lado-. Tú eres Charmian, ¿verdad? ¡Caray, el año pasado estuviste magnífica en
Alpha Beta
! Increíble, de veras. Toma, coge palomitas.

De repente, nada encajaba: la despreocupada sonrisa no encajaba en la mandíbula de calavera, las gafas antiguas no encajaban con los ojos de rata, las palomitas no encajaban con los zapatos relucientes, y el chaquetón seco no encajaba con el tiempo que hacía. Era como si hubiese llegado de la estratosfera sin otro propósito que atraparla.

–¿Quieres que llame al encargado o te vas sin rechistar? -dijo ella.

Él insistió, protestando, sonriendo con presunción, diciéndole que si era tortillera o qué, pero cuando Charlie salió furiosa al vestíbulo se encontró con que el personal de la sala había desaparecido como por arte de magia, a excepción de una jovencita de raza negra que estaba en la taquilla y que fingió estar muy atareada haciendo el recuento del día.

Volver a su casa le exigió más valor del que creía tener, y más del que José tenía derecho a esperar de ella. Durante todo el camino anheló romperse un tobillo, ser atropellada por un autobús o tener otro de sus desmayos. Eran las siete de la tarde y la cafetería goanesa estaba momentáneamente en calma. El chef le sonrió de oreja a oreja, como era habitual, y el fresco de su novio la saludó tontamente. Una vez en su piso, en lugar de encender la luz se sentó en el borde de la cama y dejó las cortinas abiertas, observando en el espejo cómo los dos hombres que había en la otra acera se paseaban sin cruzar palabra y sin mirar hacia arriba. Las cartas de Michel seguían escondidas en el suelo, al igual que su pasaporte y lo que quedaba de su fondo de combate. «Tu pasaporte se ha convertido en un documento peligroso», le había advertido José como parte del sermón sobre su nuevo estatus a la muerte de Michel. «Él no debería haber dejado que lo utilizaras para el viaje. Debes guardar tu pasaporte junto con tus otros secretos.»

Cindy, pensó Charlie.

Cindy era una expósita oriunda del Tyneside que trabajaba en el turno de tarde del bar de abajo. Su amante indio estaba en la cárcel por agresión grave, y Charlie le daba clases de guitarra gratis de vez en cuando para hacerle más llevadera la ausencia.

«Cindy -escribió-, tengo un regalo de cumpleaños para ti, sea cuando sea tu aniversario. Te lo llevas a casa y practicas hasta que no puedas más. Tienes talento, o sea que no lo dejes. Llévate también el estuche, pero soy tan idiota que me dejé la llave en casa de mi madre. Te la traeré la próxima vez que vaya a verla. De todos modos, son partituras demasiado difíciles para ti, por ahora. Besos, Chas.»

El estuche había sido de su padre. Era de robusto estilo eduardiano, cosido a mano y con cerrojos. Charlie metió las cartas de Michel dentro del estuche junto con el dinero, el pasaporte y un buen montón de partituras, y lo bajó con la guitarra al bar.

–Esto es para Cindy -le dijo al chef, quien prorrumpió en risitas tontas y lo dejó todo en el lavabo de señoras junto al aspirador y los envases vacíos.

Charlie volvió a subir, encendió la luz, corrió las cortinas y se arregló con todas sus pinturas de guerra porque aquella noche tenía que ir a Peckham y nada iba a impedirle, ya fueran polis o amantes muertos, ensayar con sus críos la pantomima de Navidad.

Regresó a su casa poco después de las once; la calle estaba despejada; Cindy se había llevado el estuche y la guitarra. Telefoneó a Al porque necesitaba a un hombre desesperadamente. No contestó nadie. El muy cabrón estará otra vez de juerga. Probó suerte con otro par de candidatos, pero sin éxito. Le pareció que el teléfono hacía un sonido raro, pero tal como estaba podían haber sido sus oídos. A punto de meterse en la cama, echó un último vistazo por la ventana y allí estaban sus dos guardianes otra vez en la acera.

Al día siguiente no ocurrió nada, exceptuando que cuando pasó por casa de Lucy esperando encontrar allí a Al, Lucy le dijo que Al se había esfumado de la faz de la tierra, que había llamado a la policía, a los hospitales y a todas partes.

«¿Has probado en la perrera de Battersea?», le dijo Charlie. Pero al llegar a su piso se encontró con que el viejo y espantoso Al le llamaba por teléfono en un estado de histeria etílica.

–Ven
ahora
mismo, tía. No digas nada, tú pásate por aquí y verás.

Y Charlie fue, sabiendo que sería lo mismo de siempre; sabiendo que ni un solo rincón de su vida estaba ya desprovisto de peligro.

Al se había instalado en casa de Willy y Pauly, que finalmente no habían roto. Charlie se encontró al llegar con que Al había convocado a todo el club de fans. Robert había traído a una nueva amiguita, una imbécil con los labios pintados de blanco y el pelo de color malva, llamada Samantha. Pero, como de costumbre, el centro de atención era Al.

–¡Sí, ya puedes contarme lo que te dé la gana! -le chilló apenas entró-. ¡Es la
guerra
! ¡Sí, señor, ya lo creo que lo es, y una guerra
total
!

Y siguió así un buen rato hasta que Charlie le gritó que se callara y que le contara qué había pasado.

–¿Pasado, dices?
¿Pasado?
¡Lo que ha pasado es que la contrarrevolución ha lanzado su primera andanada, eso es lo que ha pasado! ¡Y el blanco es el machaca de turno, o sea, yo!

–¡Haz el puñetero favor de hablarme en cristiano! -le gritó a su vez Charlie, pero aún así tuvo tiempo de volverse prácticamente loca antes de sonsacarle los hechos.

Apenas había salido de su pub habitual cuando aquellos tres gorilas se le echaron encima, dijo. Con uno, o incluso dos, habría podido, pero eran tres y más duros que el jodido Peñón de Brighton, y además trabajaban en equipo. Pero no fue hasta que le metieron en el coche celular, medio castrado, cuando se dio cuenta de que los muy cerdos querían endosarle una falsa acusación de obscenidad.

–Y tú ya sabes de qué querían hablar
realmente,
¿no? -dijo, amenazándola con el brazo-. ¡De
ti
! ¡De
ti
y de
mí, y
de nuestras malditas ideas políticas! Y de si por casualidad entre nuestras amistades había algún activista palestino. Mientras tanto me dicen que yo le he hecho una demostración de polla a un fascinante chapero en los servicios del Rising Sun, y que con la mano derecha he hecho gestos de clara naturaleza masturbatoria. Y cuando no me dicen
eso,
me vienen con que me arrancarán las uñas y que me caerán diez años por organizar complots anarquistas en una isla de Grecia con esos maricones extremistas amigos míos, como los aquí presentes, Willy y Pauly. ¿Lo ves, tía? Ha estallado la guerra, ¡y los que estamos en esta habitación somos la primera línea!

Dijo que le habían pegado tan fuerte en la oreja que casi no podía oír su propia voz; tenía las pelotas como huevos de avestruz, añadió, y que se fijaran en el morado que tenía en el brazo. Había estado veinticuatro horas en chirona, de las cuales seis habían sido de interrogatorio. Le habían ofrecido un teléfono pero no monedas para llamar, y cuando él pidió un listín le dijeron que lo habían perdido, con que no pudo ni llamar a su agente. Y después, inexplicablemente, habían retirado los cargos por obscenidad y le habían soltado sin fianza.

En la fiesta había un muchacho llamado Matthew, un mofletudo aprendiz de contable en busca de alternativas vitales; y tenía piso propio. Para su sorpresa, Charlie se fue a su piso y se acostó con él. Al día siguiente no había ensayo y pensó en visitar a su madre, pero, al despertarse a la hora de comer en la cama de Matthew, no tuvo valor para ir. Así que la llamó para suspender la visita, cosa que probablemente debió decidir a la policía, ya que cuando aquella tarde llegó a la puerta del bar de los goaneses vio un coche patrulla aparcado y a un sargento de uniforme junto a la puerta del local, mientras el chef, a su lado, desplegaba con embarazo sus sonrisitas asiáticas.

Tenía que pasar y ha pasado, pensó Charlie, ya era hora.

Era el típico hombre de mirada colérica y pelo corto que odia a todo el mundo, pero especialmente a los indios y a las mujeres bonitas. Fue probablemente ese odio lo que le cegó a la hora de comprender qué papel representaba Charlie en ese momento de la obra.

–El bar está provisionalmente cerrado -le espetó el sargento-. Búsquese otro sitio.

El desconsuelo suele engendrar sus propias reacciones.

–¿Ha muerto alguien? -preguntó con temor.

–No lo sé. Un presunto ladrón ha sido visto en el local; nuestros agentes están investigando. Y ahora, andando.

Puede que el sargento hubiera estado demasiado tiempo de servicio y tuviera sueño. Puede que ignorase cuan rápido podía pensar y moverse una chica impulsiva. El caso es que en cuestión de segundos Charlie se escabulló dentro del café y fue cerrando puertas a su paso sin parar de correr. El bar estaba desierto y las máquinas desconectadas. La puerta de acceso a su piso estaba cerrada, pero le llegaron voces masculinas del otro lado. Abajo, el sargento no paraba de chillar y aporrear la puerta. Oyó una voz amortiguada que decía: «Eh, tú, vamos. Déjalo ya.» Entonces pensó en la llave, y abrió el bolso. Al ver el pañuelo blanco, decidió dejar las llaves y ponérselo, un pequeño cambio entre bastidores. Después pulsó el timbre: dos rápidos y confiados timbrazos. Y empujó la solapa de su buzón.

–Chas… ¿Estás ahí? Soy yo, Sandy.

Cesaron las voces y oyó pasos y alguien que susurraba «¡Date prisa, Harry!». La puerta se abrió poco a poco y Charlie se encontró cara a cara un hombrecillo enfurruñado de pelo gris y traje del mismo color. Detrás de él, Charlie distinguió sus reliquias de Michel esparcidas por todo el piso, su cama patas arriba, sus pósters descolgados, su alfombra enrollada y el parquet levantado. Vio también una cámara sobre un trípode enfocando hacia abajo, y a otro hombre atisbando por el visor, y debajo varias cartas de su madre. Vio cortaderas, alicates y a su falso pretendiente del cine con sus gafas antiguas arrodillado en medio de sus vestidos caros, y le bastó una mirada para advertir que no estaba interrumpiendo una investigación, sino un auténtico allanamiento de morada.

–Busco a mi hermana Charmian -dijo-. ¿Quién diablos eres tú?

–No está en casa -contestó el del pelo gris, y Charlie notó una sombra de acento galés y se fijó en las marcas de zarpas en la mandíbula.

Sin dejar de mirarla, el hombre levantó la voz hasta bramar:

–¡Sargento Mallis, sargento Mallis! ¡Saque a esta mujer de aquí y tómele los datos!

Le cerraron la puerta en las narices. Abajo se oía todavía gritar al sargento. Charlie bajó despacio las escaleras pero sólo hasta el descansillo, donde alcanzó la puerta del patio a través de un montón de cajas de cartón. La puerta no estaba cerrada con llave. Del patio se pasaba a un callejón y del callejón a la calle donde vivía Miss Dubber. Al pasar frente a su ventana, Charlie dio unos golpecitos en el cristal y la saludó alegremente con la mano. Cómo consiguió hacerlo, de dónde sacó el humor para ello, fue algo que no se explicaría nunca. Siguió andando, pero ya no la seguían voces airadas ni pasos de hombre, y tampoco frenaba ningún coche a su lado. Mientras iba por la calle principal se puso uno de los guantes de piel, que era la señal convenida con José para el caso de que le apretaran las tuercas. Llamó un taxi. En fin, se dijo, ya estamos todos. No fue hasta mucho tiempo después, a lo largo de sus muchas vidas, que le pasó por la cabeza que tal vez la habían dejado escapar a propósito.

José había quitado de la circulación el Fiat de Charlie, y, aunque de mala gana, ella sabía que era lo mejor. De modo que procedió por etapas, sin apresurarse. Trataba de convencerse a sí misma mediante palabras. Después del taxi tomaré el autobús, y luego andaré un trecho, se dijo, y después iré en metro. Pensaba a la velocidad del rayo, pero tenía que ordenar sus ideas; su alborozo no había menguado; sabía que necesitaba dominar sus reacciones antes de dar el siguiente paso, porque si hacía alguna pifia en esta parte del papel, echaría a perder toda la obra. Así se lo había dicho José, y ella le creía.

Soy una fugitiva. Me buscan. Santo Dios, Helga, ¿qué hago ahora?

«Puedes llamar a este número, Charlie, pero sólo en caso de emergencia. Si llamas sin causa justificada, nos enfadaremos mucho, ¿está claro?»

Sí, Helga, clarísimo.

Se sentó en un pub a beber uno de los vodkas preferidos de Michel, recordando el resto del gratuito consejo que Helga le había dado mientras Mesterbein estaba oculto en el coche. Asegúrate de que no te sigue nadie. No utilices teléfonos de amigos ni de familiares. No emplees la cabina de la esquina ni la de la acera de enfrente ni la de más abajo ni la de más arriba.

«Jamás, ¿está claro? Todas ellas son extremadamente peligrosas. Esos cerdos pueden pinchar un teléfono en cuestión de segundos, te lo digo yo. Y nunca uses dos veces el mismo teléfono. ¿Está claro, Charlie?»

Sí, Helga, perfectamente claro.

Al salir a la calle vio a un hombre mirando el escaparate de una tienda a oscuras y a otro dirigiéndose hacia un coche aparcado provisto de antena. Charlie sintió que el pánico se apoderaba de ella, tanto que tuvo ganas de echarse a llorar allí mismo, confesarlo todo e implorarle al mundo que la acogiera de nuevo. Las personas con las que iba a enfrentarse eran tan aterradoras como las que había dejado atrás, las fantasmagóricas líneas de la acera terminaban en un espantoso punto de fuga que no era sino su propio aniquilamiento. Helga, rezó; oh, Helga, sácame de ésta. Cogió un autobús equivocado, bajó, cogió otro y luego volvió a caminar, pero renunció a tomar el metro porque la idea de estar bajo tierra le daba miedo. Así que cedió y cogió otro taxi y miró por el cristal de atrás: nadie la seguía. La calle estaba desierta. Al infierno las caminatas, los metros y los autobuses.

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