Malcolm no esperó la orden: estaba saliendo ya por la puerta.
–Lástima que no tenga también una foto de los dos llegando a Exeter -dijo Picton, con toda la intención, mientras aguardaban.
–Como usted bien sabe, comandante, eso no podíamos hacerlo -repuso cándidamente Kurtz.
–Oh -dijo Picton-. ¿De veras?
–Nuestros superiores, señor, tienen un acuerdo recíproco a ese respecto. Prohibida la pesca en las aguas respectivas sin previo consentimiento escrito.
–Ah,
eso
-dijo Picton.
El policía galés apeló una vez más a su unción diplomática.
–La chica es de Exeter, ¿no es así, señor? -preguntó a Kurtz-. Una muchacha de Devon, tal vez. Me figuro que en circunstancias normales a ninguna chica de pueblo le da por el terrorismo.
Pero todo parecía indicar que las fuentes informativas de Kurtz no habían podido superar la barrera de la costa inglesa. Oyeron a alguien subir por la escalera principal y el chirrido de las botas de ante del capitán. El galés, que no se arredraba nunca, probó otra vez.
–De todos modos, yo diría que en
Devon no
hay muchas pelirrojas que digamos -se lamentó-. Ni muchas
Charmians,
para serle franco. Bess, Rose, son nombres comunes allí. Sí, me imagino a una Rose. Pero no a una Charmian, en Devon no. Yo creo que
Charmian
es del norte de Inglaterra. O de Londres, probablemente.
Malcolm volvió a entrar con cautela, adelantando un pie y después el otro con precaución. Traía un montón de carpetas: el producto de las incursiones de Charlie en la izquierda militante. Las carpetas de abajo estaban muy manoseadas y viejas. De los bordes sobresalían recortes de prensa y panfletos ciclostilados.
–Pues a mí me parece, señor -dijo Malcolm, gruñendo de alivio al depositar su carga sobre la mesa-, que si ésta
no es
la chica, ¡bien podría serlo!
–A comer -soltó Picton, y tras largar una ristra de órdenes en voz baja a sus dos subalternos, condujo a sus invitados a un vasto comedor que olía a col y a cera de muebles.
Sobre la mesa de nueve metros de largo pendía una araña en forma de pina en la que ardían dos velas, y dos mozos con impecable chaqueta blanca aguardaban para atenderles en lo que fuera preciso. Picton comió estoicamente. Litvak, mortalmente pálido, pinchaba su comida como un inválido. Pero Kurtz parecía ajeno a los berrinches de los demás y no dejó de charlar, aunque, claro está, no de cosas del trabajo: dudaba que el comandante reconociera Jerusalén si es que alguna vez tenía la suerte de regresar a aquella ciudad; le agradecía de veras su primera comida en un comedor de oficiales ingleses. Pero ni así consiguió que Picton se quedara hasta finalizar el almuerzo. Por dos veces, el capitán Malcolm lo llevó a un aparte para cruzar unas palabras en voz baja; en una ocasión fue requerido al teléfono por su superior, y cuando llegó el pudín se levantó de repente como si le hubiera picado algo, entregó su servilleta de damasco al camarero y salió a toda prisa, aparentemente para hacer algunas llamadas personales, pero tal vez también para hacer una consulta en el armario de su despacho, donde tenía bajo llave su despensa privada.
El parque, sin contar a los omnipresentes centinelas, estaba tan vacío como un patio de colegio el primer día de vacaciones, y Picton avanzó por él con la novelera desazón de un terrateniente vigilando malhumorado las cercas y dando zurriagazos con su bastón a todo aquello cuyo aspecto no le parecía bien. Poco más abajo, Kurtz caminaba alegremente a su lado. Vistos desde cierta distancia, podría haberse tratado de un preso y su carcelero, aunque no habría resultado muy clara la atribución de los papeles. Detrás de ellos iba Shimon Litvak arrastrándose bajo el peso de los dos maletines, y más atrás,
Mrs. O’Flaherty,
la famosa perra alsaciana de Picton.
–A su amigo Mr. Levene le gusta escuchar, ¿verdad? -saltó Picton, en voz lo bastante alta para que le oyera Litvak-. Oído fino y buena memoria. Eso está muy bien.
–Mike es un íntimo, comandante -contestó Kurtz con una cortés sonrisa-. Siempre viene conmigo.
–Pues a mí me parece que tiene cara de resentido. Mi jefe quiere que hablemos a solas, si usted no tiene inconveniente.
Kurtz se volvió para decirle algo en hebreo a Litvak, el cual se rezagó hasta quedar fuera del alcance del oído. Y pese a que ni Kurtz ni Picton pudieron explicarse el porqué, por más que lo hubieran reconocido, lo raro fue que entre ambos se estableció una indefinible sensación de camaradería tan pronto los dejaron a solas.
La tarde era gris y desapacible. Picton le había dejado a Kurtz un abrigo con capucha que le daba aspecto de lobo de mar. Picton llevaba su gabán de oficial, y el aire fresco le había ensombrecido la cara al momento.
–Es todo un detalle de su parte haber hecho el viaje para contarnos lo de la chica -dijo Picton a modo de reto-. Mi jefe piensa escribirle unas líneas a Misha Gavron, el viejo zorro.
–Seguro que Misha sabrá apreciarlo -dijo Kurtz sin preguntar a qué viejo zorro se refería.
–De todos modos, es curioso que vengan ustedes a darnos el soplo sobre nuestros terroristas. En mis tiempos la cosa iba al revés.
Kurtz dijo algo acerca de las vueltas que daba la historia, pero Picton era la antítesis de lo poético.
–La operación es suya, eso desde luego -dijo Picton-, lo mismo que las fuentes y todo lo demás. Mi jefe ha sido inflexible al respecto. Nuestra misión es quedarnos quietecitos y hacer lo que se nos mande, maldita sea -añadió, mirando de soslayo.
Kurtz afirmó que en estos tiempos no se iba a ninguna parte sin cooperación, y por un momento pareció que Picton estaba a punto de estallar; se le agrandaron los desvaídos ojos y la barbilla se le quedó hundida en el cuello. Pero tal vez para calmarse encendió un cigarrillo, poniéndose de espaldas al viento y protegiendo la llama con sus poderosas manos de luchador.
–Le sorprenderá saber que sus informaciones han sido confirmadas -dijo Picton con sarcasmo mientras arrojaba la cerilla a un lado-. Berger y Mesterbein hicieron el viaje de vuelta París-Exeter, montaron en un coche de alquiler Hertz en la terminal de Exeter y se marcaron seiscientos cincuenta kilómetros. Mesterbein pagó con tarjeta American Express a su nombre. No sabemos dónde pasaron la noche, pero seguro que usted nos lo comunicará a su debido tiempo.
Kurtz mantuvo un virtuoso silencio.
–En cuanto a la mujer del caso -prosiguió Picton con aquella levedad forzada-, también le sorprenderá saber que actualmente trabaja como actriz en algún pueblecito del lejano Cornualles. Está en una compañía llamada Los Herejes, que a mí me gusta bastante, pero seguro que usted no lo sabía, ¿me equivoco? En su hotel dicen que un hombre que responde a la descripción de Mesterbein fue a buscarla tras la representación y que ella no regresó hasta la mañana siguiente. Por lo visto, a esta damisela suya le encanta saltar de cama en cama. -Picton se permitió una pausa significativa, que Kurtz fingió ignorar-. Mientras tanto, debo comunicarle que mi jefe es un oficial y un caballero y que le proporcionará todo cuanto usted precise. Mi jefe está muy agradecido, sabe. Agradecido y conmovido. Le caen bien los judíos y cree que han sido ustedes muy amables viniendo a Inglaterra para ponernos sobre la pista de esa chica. -Le dirigió una mirada malévola-. Mi jefe es un hombre joven, comprende. Es un gran admirador de ese flamante país de ustedes, salvo error u omisión, y no está dispuesto a escuchar ninguno de los sucios recelos que yo albergo.
Picton se detuvo frente a un gran cobertizo verde y golpeó la puerta metálica con su bastón. Un muchacho con zapatillas de deporte y mono azul les hizo pasar a un gran gimnasio vacío. «Es sábado», dijo Picton presumiblemente para explicar aquella atmósfera de abandono, y acto seguido realizó un airado recorrido por los locales, supervisando el estado de los vestuarios y pasando uno de sus enormes dedos por las barras paralelas a fin de comprobar si tenían polvo.
–He sabido que han vuelto ustedes a bombardear esos campos -dijo acusadoramente Picton-. Habrá sido idea de Misha, ¿no? A Misha no le gusta usar espada donde puede usar trabuco.
Kurtz admitió sinceramente que el proceso de toma de decisiones en las altas esferas israelíes siempre le había resultado bastante misterioso, pero Picton no tenía tiempo para respuestas como aquélla.
–Pues no se saldrá con la suya. Dígaselo de mi parte. Esos palestinos les perseguirán hasta la misma tumba.
Esta vez Kurtz se limitó a sonreír y a menear la cabeza ante los maravillosos designios de la historia.
–Misha Gavron pertenecía al Irgun, ¿no? -preguntó Picton simplemente por curiosidad.
–No, a la Haganah -le corrigió Kurtz.
–¿Y de qué grupo era usted?
–Por suerte o por desgracia, comandante -dijo Kurtz fingiendo el tímido arrepentimiento del perdedor-, los Raphael llegamos a Israel demasiado tarde como para servirles de algo a los británicos.
–A mí no me engaña -dijo Picton-.
Yo sé
bien de dónde saca Misha sus amistades. Fui yo quien le conseguí su maldito puesto.
–Eso me dijo él, comandante -explicó Kurtz con su sonrisa a prueba de bomba.
El muchacho atlético les mantenía abierta una puerta. Pasaron los dos. En una vitrina alargada había una exposición de armas caseras para matar silenciosamente: un mazo con clavos en la cabeza, un alfiler de sombrero muy oxidado y provisto de un mango de madera, jeringas caseras, un garrote vil improvisado.
–Las etiquetas están borrosas -le espetó Picton al muchacho tras contemplar un momento con nostalgia aquellos instrumentos-. Quiero etiquetas nuevas para el lunes a las diez en punto, ni un minuto más, o le meto un paquete.
Volvió a salir al aire libre con Kurtz andando tranquilamente a su lado.
Mrs. O’Flaherty,
que les había esperado fuera, iba pisándole los talones a su amo.
–Bueno, ¿qué es lo que quiere, entonces? -dijo Picton, como quien se ve obligado a pactar contra su voluntad-. No me diga que ha venido a traerme una carta de amor de ese tahúr de Misha Gavron, porque no le voy a creer. A decir verdad, dudo que le crea, de todos modos. Soy muy suspicaz cuando se trata de judíos.
Kurtz sonrió y meneando la cabeza demostró que apreciaba el humor de los ingleses.
–Verá, Misha
el Tahúr
opina que en este caso un simple arresto está descartado; debido, naturalmente, a lo delicado de nuestras fuentes -explicó Kurtz en el tono de quien es un simple mensajero.
–Yo creía que sus fuentes eran sólo buenos amigos -le espetó Picton con malicia.
–Y aunque Misha consintiera finalmente en una detención en regla -prosiguió Kurtz sin dejar de sonreír-, se preguntaba de qué cargos se podría acusar a la mujer y ante qué clase de tribunal. ¿Quién va a probar que los explosivos estaban en el coche cuando ella lo llevaba? Dirá que alguien los metió después, lo cual, si no me equivoco, nos deja ante una intrascendente infracción por atravesar Yugoslavia con documentos falsos. ¿Y dónde están esos documentos? ¿Quién va a demostrar que existen realmente? Todo es muy endeble.
–Mucho -concedió Picton-. Ese Misha se ha convertido en abogado, ahora que se ha hecho mayor, ¿verdad? -inquirió, mirando al otro de soslayo-. Caramba, eso sí es como el cazador furtivo que se mete a guardabosques.
–Según el razonamiento de Misha, hay que tener en cuenta también lo que vale la chica; el valor que tiene para nosotros y el que tiene para ustedes, dadas sus actuales circunstancias. Lo que podríamos llamar su estado de virtual inocencia. Al fin y al cabo, ¿qué sabe ella? ¿Qué puede revelamos? Piense en la señorita Larsen.
–¿Qué Larsen?
–La holandesita implicada en el desgraciado accidente de las afueras de Munich.
–¿Qué pasa con ella? -Deteniéndose en plena marcha, Picton se volvió hacia Kurtz y le miró de arriba abajo con creciente suspicacia.
–La señorita Larsen también conducía coches y hacía recados para su novio palestino. De hecho es el mismo hombre. La Larsen llegó incluso a poner bombas por encargo suyo; dos bombas, tres, tal vez. Sobre el papel la señorita Larsen tenía todas las de perder. -Kurtz meneó la cabeza-. Pero en cuestión de inteligencia, la pobre era un cero a la izquierda. -Sin inmutarse por la amenazadora proximidad de Picton, Kurtz abrió las manos para indicar hasta qué punto era grande el cero-. Esa pobre no era más que una cría con ganas de acción, de peligro y de chicos, y a quien le gustaba agradar. Ellos no le explicaban nada: ni nombres, ni direcciones, ni planes.
–¿Cómo sabe usted eso? -dijo Picton con tono acusador.
–Estuvimos charlando con la chica.
–¿Cuándo?
–Pues hace ya
bastante
tiempo, en realidad. Fue un pequeño toma y daca antes de arrojarla de nuevo al arroyo, ya me entiende.
–Sí, supongo que charlaron cinco minutos antes de pegarle un tiro -observó Picton, mientras con sus ojos desvaídos seguía teniendo a Kurtz a tiro.
Pero nada podía alterar la maravillosa sonrisa de Kurtz.
–Ah, comandante, ¡si fuera así de fácil! -dijo, suspirando.
–Antes le he preguntado qué quiere, Mr. Raphael.
–Nos gustaría ponerla a trabajar, comandante.
–Ya me lo temía.
–Nos gustaría ponerla un poco en evidencia, pero sin detenerla. Nos gustaría darle un buen susto, tanto que se vea obligada a ponerse en contacto una vez más con su gente, o ellos con ella. Nos gustaría que llegara hasta el final. Es lo que llamamos un agente inconsciente. Desde luego compartiríamos los resultados con ustedes, y así, cuando la operación toque a su fin, podrán disponer tanto de la mujer como del mérito.
–Ella se ha puesto ya en contacto -objetó Picton-. Fueron a verla a Cornualles para llevarle un ramo de orquídeas, ¿o no?
–Verá, comandante, nuestra interpretación de esa reunión nos sugiere que se trató de una especie de ejercicio de exploración. Creemos que ese contacto, por sí solo, no va a dar otros frutos.
–¿Y cómo diablos lo saben? -preguntó Picton entre airado y perplejo-.
Yo se
lo voy a decir. ¡Eso es que han estado ustedes escuchando tras la puñetera puerta! ¿Por quién me ha tomado, Mr. Raphael? ¿Cree que acabo de salir de la tribu? ¡Esa chica es de los suyos, Mr. Raphael, no me cabe ninguna duda! ¡Sé cómo las gastan ustedes los israelíes, conozco a ese mequetrefe de Gavron, y empiezo a conocerle también a usted! -Su voz había subido peligrosamente de tono. Echó a andar deprisa hasta que consiguió dominarse. Luego esperó hasta que Kurtz le alcanzó-. Ahora mismo se me ocurre un magnífico argumento. Me gustaría hacerle partícipe de él. ¿Puedo, Mr. Raphael?