–Será un honor, comandante -dijo Kurtz con simpatía.
–Gracias. Es un truco que suele hacerse con los fiambres. Se busca un bonito cadáver, se le viste y se le deja allí donde el enemigo tropiece con él. «Caramba -dice el enemigo-, mira lo que hay aquí, ¿un muerto con un maletín? Veamos qué lleva dentro.» El enemigo encuentra un pequeño mensaje. «Caramba -dicen-, seguro que era un correo. Leamos el mensaje y así caeremos en la trampa.» El enemigo lee el mensaje, y nos dan a todos una medalla. Solíamos llamarlo «desinformación», algo para despistar al enemigo, y nos salía bastante bien. -Tan pavoroso era el sarcasmo de Picton como su ira-. Pero eso es demasiado sencillo para Misha y para usted, que son un hatajo de fanáticos super cultos. Ustedes van más lejos. «¿Fiambres, nosotros?
¡Qué va!
Que nos den cebos
vivos.
Carne árabe, a poder ser. O de Holanda.» Así que los hicieron volar por los aires en un bonito Mercedes. Que era de ellos. Lo que ignoro, claro está (y no sabré jamás, porque tanto usted como Misha lo negarían todo en el mismísimo lecho de muerte), es en qué lugar han colocado esa desinformación. Pero que lo han hecho, no me cabe duda, y ellos han picado. Si no, no le habrían llevado a la chica esas bonitas flores, ¿me equivoco?
Meneando tristemente la cabeza ante la graciosa fantasía de Picton, Kurtz empezó a apartarse de él, pero Picton, con certera intuición policial, le retuvo ligeramente.
–Cuéntelo todo a ese jodido de Gavron, y si tengo razón y los suyos han reclutado a uno de nuestros súbditos sin nuestro consentimiento, le aseguro que iré personalmente a esa mierda de insignificante país suyo para arrancarle los huevos de cuajo. ¿Entendido? -Pero, de pronto, y como en contra de su voluntad, Picton relajó las facciones hasta esbozar una tierna sonrisa evocadora-. ¿Qué era lo que solía decir el viejo Gavron? -preguntó-. Algo de tigres, ¿no? Usted ha de saberlo.
Kurtz también lo decía, y con frecuencia. Esbozando su sonrisa de pirata, pronunció la frase:
–Para cazar al león, primero hay que atar la cabra.
Pasado el momento de controversia gremial, Picton recompuso su pétrea expresión.
–Y a nivel formal, Mr. Raphael -le espetó-, la enhorabuena de mi jefe: su servicio de inteligencia ha llevado a cabo una buena operación. -Y girando sobre sus talones, echó a andar bruscamente hacia la casa, dejando que Kurtz y
Mrs. O’Flaherty
le siguieran-. Y dígale también esto -añadió Picton, apuntando a Kurtz con el bastón para dejar bien clara su autoridad colonial-: Que deje de utilizar nuestros malditos pasaportes. Si otros pueden apañarse sin ellos, también puedo hacerlo
el Tahúr,
maldita sea.
Kurtz hizo sentar a Litvak en el asiento delantero para enseñarle algo sobre modales ingleses durante el viaje de vuelta a Londres. Meadows, quien de repente había recuperado la voz, quiso hablar
del
problema de la orilla occidental: ¿qué posibilidad había de resolver la cuestión sin detrimento de un trato justo para los árabes? Desentendiéndose de tan fútil conversación, Kurtz se abandonó a reminiscencias que había mantenido a raya hasta aquel momento.
En Jerusalén existe una horca en la que ya no cuelgan a nadie. Kurtz lo sabía muy bien: está cerca del viejo recinto ruso, a mano izquierda según se va por una carretera a medio asfaltar que acaba en unas verjas antiguas que dan acceso a lo que en tiempos fue la cárcel principal de Jerusalén. Los rótulos rezan «al museo» y también «galería de héroes», y hay un viejo bastante estropeado que siempre está remoloneando por allí y que hace pasar a la gente haciendo una reverencia y barriendo el polvo con su chato sombrero negro. La entrada cuesta quince
shekels,
pero habrá subido. Es allí donde los británicos colgaban a los judíos durante el mandato; los colgaban de un nudo recubierto de cuero. De hecho sólo a unos pocos judíos, pero árabes colgaron a montones; y fue allí donde colgaron a dos amigos de Kurtz de la época que pasó en la Haganah con Gavron. Poco le faltó a éste para seguir el camino de la horca. Le habían encarcelado dos veces e interrogado cuatro, y los problemas que tenía de vez en cuando con la dentadura fueron atribuidos por el odontólogo a los golpes que había recibido de manos de un joven oficial de seguridad ya fallecido cuyo comportamiento, aunque no su aspecto, le recordaba al de Picton.
Pero Picton, pensó Kurtz, era un tipo simpático, a fin de cuentas, y sonriéndose por dentro consideró que había dado con éxito un nuevo paso. Era un poco rudo, quizá; un poco bruto de palabra y de obra; y lástima que tuviera debilidad por el alcohol, eso siempre echa a perder a la gente. Pero en el fondo, era tan honrado como la mayoría. Y un buen profesional. Un hombre inteligente dentro de su violencia. Misha Gavron decía siempre que había aprendido mucho de él.
Vuelta a Londres y vuelta a esperar. Durante aquellas dos húmedas semanas de otoño desde que Helga le comunicara la terrible noticia, la Charlie de su imaginación había penetrado en un malsano y vengativo infierno en el que ardía ella sola. Estoy conmocionada; soy una plañidera obsesa y solitaria sin un amigo con quien desahogarse. Soy un soldado sin general, una revolucionaria que se ha quedado sin revolución. Incluso Cathy la había abandonado a su suerte. «De ahora en adelante, te las apañarás sin niñera -le había dicho José con una escueta sonrisa-. No podemos dejar que vayas por ahí entrando en cualquier cabina telefónica.» Sus encuentros durante aquel período fueron esporádicos y puramente profesionales; él la recogía en coche en sitios cuidadosamente calculados. A veces la llevaba a algún restaurante discreto de las afueras de Londres; otras, de paseo por Burnham Beeches o al zoológico de Regent’s Park. Adondequiera que fuesen él siempre le hablaba de su estado de ánimo, el de ella, instruyéndola sobre posibles contingencias pero sin explicarle nunca de cuáles podía tratarse.
Le preguntaba cuál sería el siguiente paso que darían ellos.
Están haciendo averiguaciones, observándote, pensando en ti.
En ocasiones se asustaba a sí misma con un estallido no previsto de hostilidad hacia él, pero, como un buen doctor, José se apresuraba a asegurarle que los síntomas eran normales en su estado.
Gracias por perdonar, pensó ella maravillándose en secreto ante las aparentemente infinitas facetas de su esquizofrenia compartida: comprender es perdonar.
–¡Santo Dios, pero si soy el prototipo del enemigo! He matado a Michel y te mataré a ti a poco que se me presente una oportunidad. Deberías guardarme todo tipo de recelos, ¡vaya que sí!
Hasta que llegó el día en que él le anunció que se habían acabado las citas, a no ser que sobreviniera una emergencia. Parecía saber que tenía que ocurrir alguna cosa, pero se negaba a decírselo por temor a que ella pudiera reaccionar de manera impropia para su personaje. O no reaccionar. Le dijo que estaría cerca, recordándole la promesa que le había hecho en Atenas: cerca -aunque no presente-, día tras día. Y así, después de haberle infundido una sensación de inseguridad máxima hasta el límite mismo de lo soportable, la devolvió a la vida de aislamiento que había inventado para ella; pero esta vez con la muerte de su amante como tema.
Su tan querido piso de antaño, debido al descuido al que lo habían sometido tan concienzudamente, se convirtió en un desordenado santuario dedicado a la memoria de Michel, un lugar de tétrica y eclesiástica quietud. Los libros y panfletos que él le había dado yacían en el suelo y sobre la mesa, abiertos y con párrafos marcados. En las noches de insomnio, se sentaba ante su escritorio con un cuaderno, entre el desorden absoluto, a copiar citas de sus cartas. Pretendía con ello recopilar un ideario secreto de su amante que le revelara ante un mundo mejor como el Che Guevara árabe. Charlie se imaginaba yendo a ver a un editor independiente amigo suyo: «Cartas nocturnas de un palestino asesinado», impresas en papel malo y con muchas erratas. Todos estos preparativos tenían en sí mismos un alto grado de locura, como la propia Charlie advertía cuando lo consideraba fríamente. Pero en cierto modo sabía también que sin locura no era posible la cordura; sin papel que representar, no quedaba ya nada.
Sus salidas al mundo exterior eran escasas, pero una noche, a modo de demostración a sí misma de que estaba resuelta a enarbolar la bandera de Michel en la batalla, siempre que pudiera encontrar el escenario en que se libraba ésta, se presentó en una reunión de camaradas en la planta superior de un pub de St. Pancras. Se sentó junto a Los Loquísimos, la mayoría de los cuales estaba ya completamente colocada antes de llegar al pub. Pero Charlie aguantó hasta el final y los asustó a todos, y a sí misma, con una furiosa perorata contra el sionismo en todas sus manifestaciones fascistas y genocidas, lo cual, para secreto regocijo de su otra personalidad, propició las nerviosas quejas de los representantes de la izquierda radical judía.
Otras veces le daba por emprenderla contra Quilley: ¿qué ha pasado con la prometida prueba de pantalla? ¡Necesito trabajo, Ned, ¿es que no lo entiendes?! Pero lo cierto era que su gusto por la escena artificial estaba menguando. Ella estaba comprometida -mientras aquello durase, y pese a los crecientes peligros- con el teatro de lo real.
Y entonces empezaron las advertencias, algo así como el crujir de aparejos en alta mar cuando se acerca la tempestad.
La primera le vino del pobre Ned Quilley, mediante una llamada telefónica mucho más temprana de lo acostumbrado, supuestamente para devolverle la que ella le había hecho el día anterior. Pero Charlie supo enseguida que aquello se lo había ordenado Marjory tan pronto él entró en su despacho (antes de que se le olvidara, se amilanara o se tomara un trago). No, Ned no tenía nada para ella, sólo quería cancelar la cita para comer. Ella respondió que bueno, intentando ocultar gallardamente su desilusión, porque era el gran almuerzo que había pensado para celebrar el fin de la gira y para hablar de futuros trabajos. Charlie había esperado aquella comida con ilusión, como algo que podía permitirse con todo derecho.
–No hay problema, en serio -insistió, esperando que Ned le saliera con una excusa, pero en lugar de eso, Quilley se esforzó en ser estúpidamente grosero.
–Simplemente, no me parece apropiado en estos momentos -dijo con altivez.
–Pero ¿qué pasa, Ned? No estamos en Cuaresma. ¿Qué mosca te ha picado?
Su falsa frivolidad, cuya única intención era facilitarle las cosas a Quilley, no hizo sino animar a éste a alcanzar nuevas cotas de ampulosidad.
–Mira, Charlie, yo no sé en
qué
has andado metida -empezó desde su altar mayor-. Yo también fui joven una vez, y no tan fanático como tú te piensas, pero si la mitad de lo que parece es verdad, entonces no puedo evitar la sensación de que lo mejor que podemos hacer, en interés de ambas partes… -Pero siendo «su querido Ned», no podía cobrar ánimo suficiente para asestar el golpe definitivo, de modo que dijo-: es aplazar nuestra cita para cuando hayas recobrado el juicio.
Momento en el cual, según el argumento pergeñado por Marjory, debía colgarle el teléfono; y efectivamente, tras varias falsas caídas de telón y mucha ayuda por parte de Charlie, lo consiguió. Cuando ella volvió a llamar inmediatamente, fue Mrs. Ellis quien cogió el teléfono, que era lo que ella pretendía.
–¿Qué ocurre, Pheeb? ¿Es que de repente tengo mal aliento?
–Oh, Charlie, ¿en qué lío te has metido? -dijo Mrs. Ellis, hablando en susurros por temor a que la línea estuviera intervenida-. La policía estuvo aquí toda la mañana hablando de ti, y ninguno de nosotros sabe nada.
–Pues que les den por culo -dijo Charlie valientemente.
Será uno de sus controles de temporada, se dijo para sus adentros. La Brigada de las Preguntas Discretas, irrumpiendo intempestivamente con sus botas claveteadas para tener los expedientes a punto antes de Navidad. Lo habían hecho periódicamente desde que empezara a asistir a las sesiones revolucionarias de fin de semana. Sólo que esta vez no parecía cosa de rutina, con tres agentes y toda una mañana de preguntas; eso era un trato muy especial.
Luego ocurrió lo de la peluquera.
Charlie tenía hora para las once, y pensaba acudir a la cita, hubiera almuerzo o no. La dueña de la peluquería era una italiana generosa de formas llamada Bibi. Al verla entrar, frunció el ceño y dijo que ella misma se encargaría de arreglar a Charlie.
–¿Has vuelto a salir con un tío casado? -preguntó Bibi mientras le aplicaba champú-. Tienes mal aspecto, ¿lo sabías? ¿Has sido mala y le has robado el marido a alguna? Vamos, di, ¿en qué andas metida?
Tres hombres, explicó Bibi, después que Charlie le contara lo suyo. Ayer. Dijeron que eran inspectores de Hacienda, querían verificar las clientes que tenía apuntadas y su declaración del IVA.
Pero en realidad sólo querían hacer preguntas sobre Charlie.
–«¿Y esta Charlie de aquí?», me dijeron, «¿la conoce bien, Bibi?» «Pues claro», les dije yo, «Charlie es muy buena chica, y formal». «Conque formal, ¿eh? ¿Le habla de sus amiguitos esta Charlie? ¿De con quién se acuesta últimamente y todo eso?» Preguntaron por lo de tus vacaciones; que con quién te habías ido, que adonde fuiste después de Grecia. Yo no les dije ni pío. Confía en Bibi. -Pero luego, al acompañarla a la puerta después que Charlie hubiera pagado, Bibi se puso en plan antipático por primera vez-: Oye, Charlie, no vuelvas durante una temporadita, ¿vale? No me gusta tener problemas con la policía.
Ni yo, Beeb. Créeme, yo tampoco. Y con esos tres guaperas menos aún. «Cuanto antes sepan las autoridades de ti, ames actuará el adversario», le había advenido José. Pero no le había dicho que sería por aquel sistema.
Luego, menos de dos horas después, ocurrió lo del chico guapo.
Charlie había almorzado una hamburguesa y luego había echado a andar pese a la lluvia, porque tenía la estúpida teoría de que mientras caminara estaría a salvo, y más aún si llovía. Se dirigió hacia el oeste pensando vagamente en ir a Primrose Hill, pero luego cambió de opinión y montó en un autobús. Quizá era coincidencia, pero al volver la vista atrás desde la plataforma vio que un hombre cogía un taxi a menos de sesenta metros de allí. Y tal como reprodujo la escena en su imaginación, el taxi tenía la bandera bajada antes de que el hombre lo parara.
«Cíñete a la lógica de la ficción», le había dicho José una y otra vez. «Si se debilita, adiós operación. Ajústate a la ficción, y cuando todo haya terminado pondremos remedio a los desperfectos.»