La chica del tambor (27 page)

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Authors: John Le Carré

Tags: #Terrorismo, intriga, policíaca

BOOK: La chica del tambor
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–No te prives, Charlie -le aconsejó tranquilamente Kurtz desde su asiento-. Ya has leído a Frantz Fanon. La violencia es una fuerza purificadera, ¿recuerdas? Nos libera de nuestros complejos de inferioridad, nos quita el miedo y nos devuelve el respeto por nosotros mismos.

Ella sólo tenía una salida, y ésa fue la que tomó. Encorvando la espalda, se llevó dramáticamente las manos a la cara y lloró desconsoladamente hasta que, a una señal de Kurtz, Rachel se adelantó y la rodeó con un brazo, al que Charlie se resistió primero para luego ceder.

–Tiene tres minutos, pero no más -dijo Kurtz mientras las dos se dirigían hacia la puerta-. Que no se cambie de vestido ni adopte otro talante, ha de volver aquí inmediatamente. Quiero que la máquina siga funcionando. Charlie, quédate donde estás. Espera. He dicho que
esperes.

Charlie se detuvo pero sin darse la vuelta. Se quedó inmóvil, preguntándose vilmente si José estaría curándose la herida de la cara.

–Lo has hecho bien, Charlie -le dijo Kurtz, sin condescendencia, desde el otro lado del cuarto-. Te felicito. Has tenido un bajón pero te has recuperado bien. Has mentido, te has extraviado, pero has seguido al pie del cañón y cuando te han fallado las fuerzas has montado un numerito y le has echado la culpa al mundo entero. Estamos orgullosos de ti. La próxima vez inventaremos una historia mejor para que la cuentes. No tardes, ¿de acuerdo? Ahora mismo nos queda muy poco tiempo.

En el baño, Charlie permaneció con la cabeza apoyada contra la pared, sollozando, mientras Rachel le llenaba una palangana de agua y Rose esperaba fuera por si acaso.

–Yo no sé cómo puedes soportar Inglaterra ni un minuto -dijo Rachel mientras le preparaba el jabón y la toalla-. Antes de irnos pasé allí quince años. Creí que me moría. ¿Conoces Macclesfield? Es la muerte. Al menos, lo es para un judío. Esos humos, esa frialdad hipócrita. Macclesfield es el lugar más desdichado de la tierra para un judío, estoy segura. Como me decían que era una lameculos yo me encerraba en el baño a frotarme con zumo de limón. Oye, encanto, no te acerques a la puerta, o tendré que detenerte.

Amanecía y, por tanto, era hora de dormir. Ella volvía a estar entre ellos, donde realmente deseaba estar. Le habían contado cuatro cosas, pasando brevemente por la historia como un reflector ilumina brevemente un portal oscuro, dejando una visión pasajera de lo que está escondido dentro. Imagínate, le dijeron, y luego le hablaron de un amante perfecto al que jamás conocería.

Poco le importaba a ella. La necesitaban. La conocían de cabo a rabo; conocían su fragilidad y su pluralidad. Y seguían queriéndola. Si la habían secuestrado era para rescatarla. Tras todos sus desvaríos, ellos le ofrecían líneas rectas. Tras toda su culpa y encubrimiento, su aceptación. Tras todas sus palabras, su acción, su frugalidad, su ahínco discernidor, su autenticidad, su sincera lealtad para llenar ese vacío que se había abierto a gritos dentro de ella como un demonio hastiado hasta donde le alcanzaba la memoria. Ella era como una hoja en medio de una tempestad, pero de pronto comprobaba con maravillado alivio que el viento dominante era el de ellos.

Se dispuso a dejarse llevar, a que la asumieran, a que la poseyeran. Menos mal, pensó: por fin una patria. Harás de ti misma algo más, le dijeron (¿y cuándo había hecho otra cosa?). Te construirás a ti misma y pondrás todas tus baladronadas al descubierto, le dijeron; sí, digámoslo así. Decidlo como queráis, pensó ella.

Sí, escucho. Sí, os sigo.

Le habían dado a José el puesto de máxima autoridad en el centro de la mesa. Litvak y Kurtz, quietos como estatuas, estaban sentados a ambos lados de él. José tenía la cara enrojecida allí donde ella le había pegado; una ristra de pequeños moratones le recorría el perfil del pómulo izquierdo. A través de las persianas de tablillas, una escalerilla de luz temprana brillaba sobre las tablas del suelo y sobre la mesa de caballete. Terminaron de hablar.

–¿Me he decidido ya? -le preguntó ella.

José meneó la cabeza. Una oscura barba de días realzaba las depresiones de su cara. La luz cenital dejaba ver en torno a sus ojos una fina red de arrugas.

–Háblame otra vez de utilidad -propuso ella.

Sintió que el interés de los otros se tensaba como una cuerda. Litvak, con la mirada opaca pero extrañamente colérica mientras la contemplaba; Kurtz, siempre joven como un profeta, moteadas sus arrugadas manos de un polvo de plata. Y junto a las cuatro paredes, todavía, los muchachos, fervorosos e inmóviles, como si estuvieran haciendo cola para la primera comunión.

–Ellos creen que salvarás vidas, Charlie -le explicó José, en un tono imparcial del que todo asomo de teatralidad había sido rigurosamente suprimido. ¿Había renuncia en su voz?, pensó ella. En tal caso, no hacía sino realzar la gravedad de sus palabras-. Que devolverás los hijos a sus madres y que ayudarás a llevar la paz a la gente de paz. Creen que hombres y mujeres inocentes podrán seguir viviendo. Gracias a ti.

–Y
tú,
¿qué crees?

Su respuesta sonó premeditadamente insulsa:

–Yo también lo creo. Para cualquiera de nosotros, este trabajo sería considerado un sacrificio, una expiación. Pero, tratándose de ti… Bueno, tal vez no sea tan diferente, después de todo.

–¿Dónde vas a estar tú?

–Estaremos lo más cerca, naturalmente.

–He dicho tú, en singular. José.

–Yo estaré cerca, naturalmente. Ése será mi trabajo.

Exclusivamente el mío,
quería decir él; ni siquiera Charlie podía interpretar mal el mensaje.

–José estará cerca todo el tiempo, Charlie -intervino Kurtz dulcemente-, José es un gran profesional. José, por favor, háblale del factor tiempo.

–Tenemos muy poco tiempo -dijo José-. Cada hora cuenta.

Kurtz seguía sonriendo, como si esperara que él agregase algo más. Pero José había concluido.

Ella asintió, al menos a la siguiente fase, porque notó a su alrededor un movimiento de alivio general, y luego, decepcionada, nada más. En su hiperbólico estado mental se había imaginado a su público prorrumpiendo en una gran aclamación: el derrengado Mike hundiendo la cabeza entre sus largas y delgadas manos blancas, llorando sin vergüenza; Marty, como el viejo que había resultado ser, tomándola de los hombros con sus gruesas manos -niña mía, hija mía-, apretando su espinosa cara contra sus mejillas; los muchachos, sus admiradores de ágiles pasos, rompiendo filas para rodearla y felicitarla. Y José abrazándola contra su pecho. Pero en el teatro de los hechos, al parecer, la gente no hacía esas cosas. Kurtz y Litvak se afanaban en arreglar papeles y cerrar maletines. José conferenciaba con Dimitri y con la sudafricana Rose. Raoul estaba recogiendo de la mesa los restos del té con pastas. Solamente Rachel parecía preocupada por la nueva recluta, y la condujo por el rellano hacia lo que llamó un buen descanso. No habían llegado a la puerta cuando José pronunció suavemente su nombre. La estaba mirando con melancólica curiosidad.

–Entonces, buenas noches -repitió, como si esas palabras le resultaran un rompecabezas.

–Buenas noches -replicó Charlie con una extenuada sonrisa que debería haber dado paso al telón. Pero no fue así. Mientras seguía a Rachel por el pasillo, Charlie se sorprendió al verse en el club londinense de su padre, camino del anexo reservado a las mujeres para comer. Deteniéndose, miró en torno suyo para identificar el origen de la alucinación. Y entonces lo oyó: el incansable tictac de un teletipo invisible, transmitiendo los últimos precios del mercado. Supuso que el ruido venía de detrás de una puerta medio cerrada. Pero Rachel la instó a apresurarse antes de darle tiempo a averiguarlo.

Los tres hombres se hallaban de nuevo en la sala de descanso, donde el repicar de la máquina decodificadora los había convocado a toque de corneta. Mientras Becker y Litvak miraban, Kurtz se acuclilló ante el escritorio para descifrar con aires de absoluta incredulidad el ultimísimo, inesperado y estrictamente privado mensaje procedente de Jerusalén. Los otros dos pudieron ver cómo la oscura mancha de sudor se extendía por su camisa como una herida rezumante. El operador de radio se había ido, despachado por Kurtz tan pronto el texto en clave de Jerusalén había empezado a imprimirse. Por lo demás, el silencio en toda la casa era impresionante. Si cantó un pájaro o pasaron coches, ellos no lo oyeron. Sólo escuchaban cómo el teletipo paraba y arrancaba otra vez.

–Nunca te había visto tan bien, Gadi -afirmó Kurtz, quien nunca tenía bastante con una sola actividad. Hablaba en inglés, el idioma del texto de Gavron-. Magistral, magnánimo, incisivo. -Arrancó una hoja y esperó a que se imprimiera la siguiente-. Todo lo que una chica desorientada podría esperar de su salvador. ¿No es cierto, Shimon? -La máquina siguió imprimiendo-. Algunos colegas nuestros de Jerusalén (el señor Gavron, por nombrar sólo a uno) objetaron que te escogiese a ti; el señor Litvak también. Yo no. Tenía confianza -mascullando una leve maldición, Kurtz arrancó la segunda hoja-. Ese Gadi es el mejor que he tenido nunca, les dije -prosiguió-. Corazón de león y cabeza de poeta: ésas fueron mis palabras. Una vida de constante violencia no ha logrado embrutecerle, les dije. ¿Qué tal se lo toma ella, Gadi?

Y giró la cabeza y la inclinó un poco, esperando la respuesta de Becker.

–¿No te has fijado? -dijo Becker.

Si Kurtz se había fijado o no, no lo dijo en ese momento. Terminado el mensaje, se dio la vuelta en su silla giratoria y colocó las hojas en perfecta vertical para aprovechar la luz de la lámpara de escritorio que le venía a la altura del hombro. Pero, cosa rara, fue Litvak quien habló primero; Litvak quien dio rienda suelta a un rabioso y estridente estallido de impaciencia que cogió a sus dos colegas por sorpresa.

–¡Han puesto otra bomba! -dijo abruptamente-. ¡Vamos, cuenta! ¿Dónde? ¿A cuántos han matado esta vez?

Kurtz meneó lentamente la cabeza y sonrió por primera vez desde la entrada del mensaje.

–Puede que sea una bomba, Shimon. Pero no ha muerto nadie. De momento no.

–Deja que lo lea -dijo Becker-. Tú no le hagas caso.

Kurtz prefirió extrapolar.

–Misha Gavron nos manda saludos y tres mensajes más -dijo-. Primer mensaje: ciertas instalaciones en el Líbano serán alcanzadas mañana, pero los implicados se asegurarán de no tocar nuestros blancos. Segundo mensaje… -apartó los trozos de papel-, el segundo mensaje es una orden parecida a la que nos llegó hace unas horas. Debemos cortar con el garboso doctor Alexis. Se acabaron los contactos. Misha Gavron ha pasado su expediente a ciertos psicólogos sabihondos que han dictaminado que el doctor está como un cencerro.

Litvak empezó a protestar otra vez. Tal vez le daba por ahí cuando estaba extenuado. Tal vez fuera el calor, pues la noche era bochornosa. Kurtz, sonriendo aún, le hizo volver a la realidad con sus dulces palabras.

–Cálmate, Shimon. Nuestro garboso jefe está un poco en plan político, nada más. Si Alexis salta el muro y se produce un escándalo que puede afectar las relaciones de nuestro país con un aliado al que necesitamos muchísimo, aquí está Marty Kurtz para dar la cara. Si Alexis sigue estando de nuestra parte, mantiene la boca cerrada, y hace lo que le digamos, Misha Gavron se lleva todos los honores. Ya sabes cómo me trata Misha. Soy su judío particular.

–¿Y el tercer mensaje? -preguntó Becker.

–Nuestro jefe nos informa de que queda muy poco tiempo. Dice que los sabuesos le pisan los talones. Quiere decir
nuestros
talones, claro.

Por sugerencia de Kurtz, Litvak se marchó a buscarle el cepillo de dientes. A solas con Becker, Kurtz lanzó un suspiro de alivio agradecido y, mucho más a gusto ahora, se fue hasta la carriola y escogió un pasaporte francés, lo abrió y examinó los detalles personales, consignándolos en su memoria.

–Eres el depositario de nuestro éxito, Gadi -comentó mientras leía-. Cualquier duda, cualquier cosa que necesites, házmelo saber. ¿Entendido?

Becker entendió.

–Los muchachos dicen que hacíais muy buena pareja allá en la Acrópolis. Parecíais dos estrellas de cine, según me han contado.

–Dales las gracias de mi parte.

Armado con un viejo y sobrecargado cepillo de pelo, Kurtz se plantó delante del espejo y procedió a hacerse la raya.

–Un caso como éste, con una chica en medio, lo dejo yo a la discreción del agente encargado -observó reflexivamente mientras se peinaba-. A veces hay que guardar distancias, y a veces… -Arrojó el cepillo a un cajón abierto.

–Aquí es mejor guardarlas -dijo Becker.

Se abrió la puerta. Litvak, vestido de calle y portando un maletín, estaba impaciente por la demora de su jefe.

–Se hace tarde -dijo, mirando a Becker con cara de pocos amigos.

Y, sin embargo, pese a toda la manipulación de que había sido objeto, Charlie, no se sentía forzada, o no al menos según Kurtz. Era un punto sobre el que Kurtz había puesto énfasis desde un principio. Una base duradera de moralidad, había decidido, era esencial para sus planes. Sí, es cierto que en las primeras fases se había hablado a la ligera de dominio, de presión, incluso de esclavitud sexual a un Apolo menos escrupuloso que Becker; de confinar a Charlie durante unas cuantas noches en circunstancias angustiosas antes de ofrecerle una mano amiga. Los sabihondos psicólogos de Gavron, tras haber leído el informe, expusieron toda clase de sugerencias, sin descartar algunas que podían calificarse de brutales. Pero hubo de ser la mente probadamente operativa de Kurtz la que ganó la partida contra el exaltado ejército de expertos de Jerusalén. Los voluntarios pelean más y más tiempo, había razonado él. Los voluntarios se bastan a sí mismos para convencerse. Y además, cuando uno le propone matrimonio a una dama, lo más juicioso es no violarla primero.

Otros, y entre ellos Litvak, habían votado a gritos por una chica israelí que pudiera ajustarse a los antecedentes de Charlie. Litvak, como hicieron otros, se opuso visceralmente a la idea de contar con la lealtad de los gentiles, y menos con una inglesa, para hacer algo. Kurtz había expresado su desacuerdo con la misma vehemencia. Le encantaba la naturalidad de Charlie y codiciaba el original, no la imitación. Los desvaríos ideológicos de la chica no le desanimaron en absoluto; cuanto más cerca estaba Charlie de ahogarse, decía Kurtz, mayor sería su alegría al subir a bordo.

Pero otra escuela de pensamiento -puesto que el equipo funcionaba democráticamente, si uno ignora la tiranía innata de Kurtz- había abogado por un cortejo más prolongado y gradual que se anticiparía al secuestro de Yanuka, para terminar con una sobria y franca oferta siguiendo las líneas clásicas del reclutamiento en el servicio de espionaje. Una vez más, fue Kurtz quien estranguló la propuesta con su mismo cordón umbilical. Una chica con el temperamento de Charlie no se decidía a base de horas de reflexión, les gritó (y, en realidad, a Kurtz le pasaba otro tanto). ¡Es mejor abreviar! ¡Mejor investigar y prepararlo todo al detalle, y tomarla por asalto de una sola y vigorosa ofensiva! Becker, tras haber echado un vistazo a Charlie, estuvo de acuerdo: era mejor reclutar por impulsión.

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