–¿Has leído a Erich Fromm? -repitió Helga, volviendo a echarse el pelo hacia atrás y pensando ya en otra cosa-. Estoy absolutamente enamorada de él -añadió, agachándose frente al calor con las manos bien abiertas-. Cuando admiro a un filósofo, me enamoro de él. Eso también es típico de mí. -Sus movimientos tenían una gracia superficial, una alegría de adolescente. Llevaba zapatos planos para compensar su altura.
–¿Dónde está Michel? -preguntó Charlie.
–Fräulein Helga no sabe dónde está Michel -intervino Mesterbein al punto desde su rincón-. Ella no es abogado, solamente ha venido por viajar y para hacer justicia. Fräulein Helga no sabe de las actividades de Michel ni de su paradero. Siéntese, por favor.
Charlie permaneció de pie, pero Mesterbein se sentó en una silla de comedor y dobló sus pulcras manos blancas sobre el regazo. Desprovisto de su gabardina, lucía ahora un traje marrón nuevo que podía haber sido regalo de su madre.
–Usted ha dicho que tenían noticias de él -comentó Charlie, temblándole la voz.
Agachada todavía, Helga se había vuelto para mirarla y se había llevado el pulgar a los labios, pensativa.
–Dígame, ¿cuándo le vio por última vez? -preguntó Mesterbein.
Charlie ya no sabía a quién mirar.
–En Salzburgo -dijo.
–Salzburgo no es ninguna fecha, digo yo -objetó Helga.
–Hace cinco o seis semanas. ¿Dónde está Michel?
–¿Nadie se puso en contacto con usted? -preguntó Mesterbein-. ¿Amigos suyos? ¿La policía, quizá?
–¿Y cuándo tuvo noticias de él por última vez? -insistió Mesterbein.
–¡Dígame dónde está! ¿Qué ha sido de él? ¿Dónde está? -repitió, volviéndose hacia Helga.
–A lo mejor no tiene tan buena memoria como afirma tener, Charlie -sugirió Helga.
–Díganos con quién se ha puesto usted en contacto, Miss Charlie -dijo Mesterbein-. Es absolutamente necesario. Hemos venido por asuntos urgentes.
–Con lo buena actriz que es, seguro que sabe mentir -dijo Helga mientras sus inquisitivos ojos miraban límpidamente a Charlie-. Una mujer tan acostumbrada a fingir no es de fiar, me parece a mí.
–Debemos proceder con sumo cuidado -concedió Mesterbein a modo de anotación particular a tener en cuenta en un futuro.
Aquel toma y daca tenía algo de sádico; se estaban aprovechando de una aflicción que ella no había experimentado aún. Charlie los miró alternativamente. Las palabras se le escaparon de los labios, ya no podía contenerlas.
–Ha muerto, ¿verdad? -dijo quedamente.
Helga fingió no haberla oído. Estaba totalmente ocupada en mirarla.
–Sí, claro, Michel ha muerto -dijo Mesterbein taciturno-. Y lo siento, desde luego. Fräulein Helga también lo siente. Los dos lo sentimos mucho. Y a juzgar por las cartas que le escribía usted, suponemos que también lo siente.
–Pero puede que las cartas sean también fingidas, Anton -le recordó Helga.
Le había sucedido ya una vez, en el colegio. Trescientas chicas alineadas junto a la pared del gimnasio, la directora en el centro, y todo el mundo a la espera de que el culpable confesara su culpa. Charlie, con las más espabiladas, había estado mirando en busca de la culpable (¿será ésa? Seguro que es ésa… Pero sin ruborizarse, con cara seria e inocente, pues ella no había sido, ella no había robado nada). No obstante, sintió que de repente le fallaban las piernas y cayó al suelo, sintiéndose paralizada de cintura para abajo. Fue lo que hizo en aquel momento sin haber considerado siquiera la magnitud de la información recibida, antes también de que Helga tuviera tiempo de tender la mano para sostenerla. Cayó de bruces con un golpe sordo que hizo oscilar la lámpara del techo. Helga se arrodilló rápidamente a su lado, murmuró algo en alemán y le puso una reconfortante mano feminista en el hombro: un acto de genuina dulzura. Mesterbein se inclinó a mirar, pero no la tocó. Su interés parecía centrado en ver cómo lloraba.
Tenía la cabeza ladeada y apoyaba la mejilla sobre el puño cerrado, de modo que el torrente de lágrimas le cruzaba la cara en lugar de resbalar mejilla abajo. Poco a poco, el hombre pareció alegrarse con sus lágrimas. Entonces asintió tímidamente con la cabeza, observó de cerca cómo Helga la llevaba en vilo hasta el sofá, donde Charlie quedó de nuevo tumbada con la cara hundida en los ásperos cojines y las manos cubriéndole la cara, llorando como sólo saben hacerlo los afligidos y los niños. Confusión, ira, culpa, remordimiento, pánico: percibía cada una de estas emociones como fases de una actuación que no por dominar dejaba de sentir profundamente. Lo sabía; no, no lo sabía; no me atrevía ni a pensarlo. Tramposos, cerdos fascistas asesinos, ¡hijos de puta! Habéis matado a mi amor en el teatro de lo real.
Debió de decir algo de esto en voz alta. Lo sabía, en efecto. Aun cuando la pena le atenazaba la garganta, había controlado y seleccionado perfectamente aquellas palabras ahogadas: ¡Fascistas hijos de puta, cerdos. Dios mío, Michel!
Hubo una pausa y luego oyó la voz impertérrita de Mesterbein invitándola a proseguir con sus insultos, pero ella hizo caso omiso y siguió balanceando la cabeza entre las manos. Se atragantó, tuvo arcadas; las palabras se le atravesaban en la garganta y le salían a borbotones por la boca. Las lágrimas, la angustia y los sollozos no le molestaban: estaba perfectamente en paz con los orígenes de su dolor y de su indignidad. No le hacía falta pensar en su difunto padre, a quien había mandado tempranamente a la tumba a causa de su expulsión del colegio, ni considerarse a sí misma como la niña trágica en los yermos de la vida adulta, que era lo que hacía normalmente. Le bastaba con recordar a aquel muchacho árabe domado a medias, que le había devuelto la capacidad de amar, que había dado a su vida el sentido que ésta había reclamado siempre, y que ahora estaba muerto para que ella pudiera llorarle.
–Dice que han sido los sionistas -objetó Mesterbein dirigiéndose a Helga en inglés-. ¿Por qué dice que han sido los sionistas si fue un accidente? Eso es lo que nos ha dicho la policía. ¿Por qué le lleva la contraria a la policía? Contradecir a la policía es muy peligroso.
Pero o bien Helga lo había oído ya por sí misma o le importaba un comino. Había puesto una cafetera en el hornillo eléctrico. Arrodillándose junto a Charlie, le apartó los cabellos de la cara con su fuerte mano, pensativa, esperando a que dejara de llorar y diese alguna explicación.
De pronto la cafetera empezó a hervir. Helga se levantó para servir el café. Charlie se incorporó en el sofá acunando su taza con ambas manos, inclinada como para inhalar el vapor de un bebedizo, mientras las lágrimas seguían rodándole por las mejillas. Helga le apoyó un brazo sobre el hombro y Mesterbein contempló a ambas desde las sombras de su tenebroso mundo propio.
–Fue un accidente -dijo él-. Hubo una explosión en la
autobahn
Salzburgo-Munich. Según la policía, el coche iba lleno de explosivos; un montón de kilos. Pero ¿por qué? ¿Cómo es que explotaron en una autopista tan lisa? No tiene explicación.
–Tus cartas se han salvado -susurró Helga, apartándole un mechón y remetiéndoselo con cariño detrás de la oreja.
–El vehículo era un Mercedes -dijo Mesterbein-. Tenía matrícula de Munich, pero la policía dice que era falsa. Igual que los documentos. Falsificada. ¿A santo de qué iba a conducir mi cliente un coche con documentación falsa y lleno de explosivos? Él no era de los que ponen bombas; era un estudiante. Creo que se trata de un complot.
–¿Sabes algo de este coche, Charlie? -le murmuró Helga al oído, y la abrazó con más afecto tratando de sonsacarle una respuesta.
Charlie no podía ver mentalmente otra cosa que a su amado hecho pedazos por cien kilos de explosivo plástico ruso escondidos en el interior del coche: un verdadero infierno donde se consumía aquel cuerpo adorable. Y lo único que podía oír era la voz de su otro innombrable mentor: Desconfía, miénteles, niégalo todo; di que no.
–Ha dicho algo -observó Mesterbein con tono acusador.
–Ha dicho «Michel» -dijo Helga, enjugándole un nuevo raudal de lágrimas con un oportunísimo pañuelo que llevaba en el bolso.
–También murió una chica -dijo Mesterbein-. Dicen que también iba en el coche.
–Una holandesa -dijo quedamente Helga, tan cerca de su oído que Charlie llegó a notar su aliento-. Una chica monísima y rubia.
–Al parecer murieron juntos -prosiguió Mesterbein, subiendo el tono de voz.
–No eras la única, Charlie -le explicó confidencialmente Helga-. Ya ves que no tenías la exclusiva de nuestro pequeño palestino.
Por primera vez desde que le habían dado la noticia, Charlie pronunció una frase coherente:
–Yo no pedí nunca tenerla.
–La policía afirma que la holandesa era una terrorista -dijo Mesterbein.
–También dicen que lo era Michel -añadió Helga.
–Dicen que la holandesa había puesto ya varias bombas por encargo de Michel -dijo Mesterbein-. También dicen que Michel y esa chica planeaban otro atentado, y que en el coche fue encontrado un mapa del centro de Munich en el que aparecía marcado con caligrafía de Michel el centro comercial israelí. Junto al río Isar -añadió-. Una planta superior. La verdad es que era un blanco realmente difícil. ¿Le habló él de esto, Miss Charlie?
Charlie se estremeció al tiempo que sorbía un poco de café, cosa que a Helga le valió más que una respuesta.
–¡Eh! Está despertando por fin. ¿Quieres más café, Charlie? Puedo calentarte un poco. ¿Y comer? Hay queso, huevos, salchichas, de todo…
Negando con la cabeza, Charlie dejó que Helga la acompañara al lavabo. Permaneció allí bastante rato, mojándose la cara, entre arcadas, y de vez en cuando rogando saber un poco más de alemán para comprender la agitada conversación que le llegaba a través de los delgados tabiques.
Al volver al salón, vio que Mesterbein estaba junto a la puerta y con la gabardina puesta.
–Miss Charlie, le recuerdo que Fräulein Helga goza de toda la protección de la ley -dijo, y se fue con paso airado. Al fin a solas. De mujer a mujer.
–Anton es genial -proclamó Helga con una carcajada-. Es nuestro ángel guardián, sabes, detesta la ley, pero acaba enamorado de lo que detesta, como es lógico. ¿No estás de acuerdo…? Mira, Charlie, has de estar siempre de acuerdo conmigo. De lo contrario, me siento muy frustrada. -Se acercó a Charlie-. La violencia no es la salida -dijo, reanudando una conversación que aún no había tenido lugar-. Jamás. Da lo mismo una acción violenta que una acción pacífica. Para nosotros la única salida es la lógica, no quedarse al margen mientras el mundo se gobierna a sí mismo, sino convertir la opinión en convicción y la convicción en acción. -Hizo una pausa para observar el efecto de sus asertos en su nueva alumna. Sus cabezas estaban casi juntas-. Acción significa realización de uno mismo; la acción es objetiva. ¿Vale? -Otra pausa, pero sin respuesta de Charlie-. ¿Quieres saber otra cosa que te sorprenderá? Tengo excelentes relaciones con mis padres. Tú eres diferente. Eso se nota en tus cartas. Anton también lo es. Claro que mi madre es inteligentísima, aunque mi padre… -Volvió a interrumpirse, pero esta vez le disgustó el silencio de Charlie y sus renovados sollozos.
»Basta ya, Charlie. Deja de llorar ahora mismo. Que no somos un par de viejas… Tú le querías, eso lo comprendemos, pero ha muerto. -Su voz sonaba ahora con una sorprendente dureza-. Ha muerto, pero nosotros no somos individualistas en busca de la experiencia personal; nosotros somos obreros y luchadores. Deja ya de llorar.
Cogiendo a Charlie del codo, la hizo andar despacio por toda la habitación.
–Escúchame bien. Una vez tuve un novio muy rico, se llamaba Kurt. Era muy fascista, un completo salvaje. Me servía para la cama, igual que me sirve Anton, pero también traté de educarlo un poco. Un día los luchadores de la libertad ejecutaron al embajador alemán en Bolivia, un conde de no sé qué. ¿Recuerdas el atentado? Kurt, que ni siquiera le conocía, montó en cólera: «¡Cerdos! ¡Terroristas! ¡Es una vergüenza!» Y yo le dije, «Kurt (se llamaba así, sabes). ¿A qué viene tanto lloriqueo? En Bolivia cada día muere gente de hambre. ¿Qué importa un conde más o menos?» ¿Estás de acuerdo con este punto de vista, Charlie? Vamos, di.
Charlie se encogió levemente de hombros mientras se paseaban por la habitación.
–Y ahora te diré otra cosa. Michel es un mártir, pero los muertos no pueden combatir y además existen muchos otros mártires. Ha muerto un soldado. La revolución continúa. ¿De acuerdo?
–Sí -susurró Charlie.
Habían llegado al sofá. Helga extrajo de su bolso de mano una media botella plana de whisky en la que Charlie distinguió la etiqueta «libre de impuestos». Desenroscó el tapón y le pasó la botella a Charlie.
–¡Por Michel! -exclamó-. Bebamos a su salud. Por Michel. Dilo.
Charlie bebió un pequeño sorbo y esbozó una mueca. Helga recuperó la botella.
–Siéntate, Charlie, por favor. Quiero que te sientes. Ahora mismo.
Charlie lo hizo, con desgana, y Helga volvió a inclinarse sobre ella.
–Ahora escucha y responde, ¿de acuerdo? No he venido para pasar el rato, ¿está claro? Ni para charlar. A mí me encanta charlar, pero ahora no tengo ganas. Contesta «sí».
–Sí -dijo Charlie fatigada.
–Tú le atraías, eso es un hecho probado. En realidad le traías de cabeza. Sobre el escritorio de su piso había una carta inacabada, llena de afirmaciones fantásticas concernientes al amor y al sexo. Todas dedicadas a ti. También hablaba de política…
Lentamente, como si paulatinamente hubiera recuperado los sentidos, la abotargada cara de Charlie se puso seria.
–¿Dónde está la carta? -dijo-. ¡Dámela!
–Está siendo procesada. En las operaciones hay que evaluarlo todo y todo debe ser procesado con objetividad.
–¡Es mía! -dijo Charlie, poniéndose en pie-. ¡Devuélvemela!
–Ahora es propiedad de la revolución. Tal vez más adelante. Ya veremos… -Sin demasiada dulzura, Helga la sentó en el sofá de un empujón-. El coche, el Mercedes que ahora parece una urna para cenizas, ¿cruzaste con él la frontera alemana por encargo de Michel? ¿Era una misión? Responde.
–Fui a Austria -musitó Charlie.
–¿Desde dónde?
–Atravesando Yugoslavia.
–Charlie, me parece que se te da muy mal la precisión. ¿Desde dónde?
–Desde Tesalónica.
–Y Michel te acompañaría, claro está. Tengo entendido que en él era normal.