La chica del tambor (48 page)

Read La chica del tambor Online

Authors: John Le Carré

Tags: #Terrorismo, intriga, policíaca

BOOK: La chica del tambor
3.76Mb size Format: txt, pdf, ePub

Despacio y como cohibido, Kurtz se puso también de pie y se situó frente a Litvak en el atestado cuarto, con su mobiliario de pabellón de caza y sus accesorios de hierro forjado.

–Pregunta a cada uno de tus muchachos por separado, Shimon -ordenó-. Diles si quieren abandonar. No se pedirán explicaciones ni habrá puntos malos para los que decidan dejarlo. Será un voto libre y directo.

–Ya les había preguntado -dijo Litvak.

–Pues hazlo otra vez. -Kurtz levantó la muñeca izquierda y miró su reloj-. Dentro de una hora exactamente, me llamas. Pero no antes. Y no hagas nada hasta que hayas hablado conmigo.

Cuando la circulación sea menos densa, quiso decir Kurtz. Cuando yo haya hecho mis planes.

Litvak se fue. Becker se quedó.

Kurtz llamó en primer lugar a su esposa Elli, a cobro revertido porque era muy puntilloso en materia de gastos.

–No hace falta que te muevas, Gadi -dijo al ver que Becker se disponía a salir. Kurtz se enorgullecía de vivir sin secretos. Y así fue como Becker estuvo aguantando diez minutos de urgentes trivialidades, por ejemplo, saber cómo le iba a Elli con su grupo de estudios bíblicos o cómo se las apañaba para ir a la compra teniendo el coche en el taller. No le hacía falta preguntar por qué había escogido Kurtz aquel momento para hablar de tales asuntos. En otros tiempos, él mismo había hecho otro tanto. Kurtz necesitaba poner los pies en el suelo antes de la matanza, oír la voz viva de Israel.

–Elli está bien -le aseguró a Becker con entusiasmo al colgar el teléfono-. Te manda besos, y ha dicho «Gadi, no tardes en volver». Se tropezó con Frankie hace un par de días. Dice que también está bien. Te echa un poco de menos, pero está bien.

La segunda llamada fue para Alexis, y de no haberle conocido bien, Becker podría haber imaginado que se trataba de la misma ronda telefónica amistosa a los más íntimos. Kurtz escuchó pacientemente las nuevas familiares de su agente; preguntó por el embarazo; sí, la mamá y el niño gozaban de excelente salud. Pero una vez finalizados los prolegómenos, Kurtz cobró ánimo y fue directamente al grano, pues en sus últimas conversaciones con Alexis había notado un claro bajón en la devoción que le profesaba el doctor.

–Paul, parece que el accidente del que hablamos no hace mucho podría ocurrir en cualquier momento y no hay nada que usted o yo podamos hacer para evitarlo, así que coja papel y lápiz -añadió jovialmente. Luego, cambiando de tono, le dictó las órdenes en un torrente de fluido alemán-. Durante las primeras veinticuatro horas a partir de que reciba la comunicación oficial, limitará usted sus pesquisas a los barrios estudiantiles de Frankfurt y Munich. Hará correr el rumor de que el principal sospechoso es un grupo de activistas de izquierda relacionado con una célula de París. ¿Lo tiene? -Hizo una pausa para dejar que Alexis tuviera tiempo de escribirlo todo-. El segundo día, pasado el mediodía, se persona usted en la oficina central de correos de Munich y recoge una carta a lista de correos dirigida a su nombre. -Kurtz prosiguió tras haber obtenido, al parecer, la necesaria confirmación-. La carta le proporcionará la identidad de nuestro primer acusado, una chica holandesa, junto con ciertos datos referentes a su implicación en anteriores acciones.

Kurtz siguió dictando sus órdenes a toda velocidad y con gran energía: hasta el catorceavo día no debían llevarse a término investigaciones en el centro urbano de Munich; los resultados de todas las autopsias debían llegar primero y exclusivamente a manos de Alexis y no ser distribuidas hasta que las hubiera visto Kurtz; las comparaciones públicas con otros atentados debían ser efectuadas sólo mediando la aprobación de Kurtz. Notando que su agente empezaba a poner reparos, Kurtz apartó el auricular para que Becker pudiera escuchar también.

–Pero, Marty, amigo mío… debo preguntarle una cosa, sabe…

–Pregunte.

–¿De qué estamos
hablando,
si me permite? Al fin y al cabo, Marty, un accidente no es como ir de merienda al campo. Somos una democracia civilizada, usted ya me entiende.

Caso que de así fuera, Kurtz se contuvo de decírselo.

–Escuche, Marty. He de exigir una cosa. Se lo exijo e insisto en ello. Nada de daños ni víctimas humanas. Es una condición. Somos amigos. ¿Me comprende?

Kurtz comprendía, como atestiguaron sus límpidas respuestas.

–Paul, tenga la seguridad de que no habrá daños a la propiedad de su país. Puede que unas cuantas contusiones, pero de daños nada.

–¿Y las víctimas? Por el amor de Dios, Marty, ¡que no somos un país de salvajes! -exclamó Alexis, sintiendo resurgir la alarma.

–No habrá derramamiento de sangre inocente -anunció Kurtz, hablando con una colosal tranquilidad-. Tiene usted mi palabra. Paul. Ningún ciudadano alemán sufrirá un solo rasguño.

–¿Cuento con ello?

–No le queda otro remedio -dijo Kurtz, y colgó sin dejar su número de teléfono.

En circunstancias normales, Kurtz no habría utilizado el teléfono con tanta alegría, pero puesto que era Alexis quien ahora tenía la responsabilidad de intervenirlo, se sintió autorizado moralmente a correr el riesgo.

Litvak llamó al cabo de diez minutos. Adelante, le dijo Kurtz; luz verde. Se dispusieron a esperar; Kurtz junto a la ventana y Becker de nuevo en la silla, mirando no a Kurtz sino al inestable cielo de la noche. Cogiendo la manija central, Kurtz abrió la ventana y empujó los dos batientes hasta dejarla abierta de par en par, de modo que el estruendo de la
autobahn
inundó la habitación.

–¿Para qué correr riesgos innecesarios? -masculló, como si se hubiera descubierto en plena negligencia.

Becker empezó a contar a velocidad de guerra. Tanto para poner a los dos en sus puestos. Tanto para la última comprobación. Tanto para despejar el terreno. Tanto para la señalización de un corte de tráfico en ambas direcciones. Tanto para preguntarse lo que vale una vida humana, aun para aquellos que deshonran por completo el eslabón humano. Y para los que no.

Como de costumbre, fue la mayor explosión que la gente había oído jamás. Mayor que la de Godesberg, que la de Hiroshima, que las de todas las guerras habidas y por haber. Sentado aún en la silla con la mirada puesta más allá de la silueta de Kurtz, Becker vio que una bola de fuego anaranjado reventaba a ras del suelo y luego se desvanecía en el aire, llevándose consigo las últimas estrellas y la primera luz del día. Al momento apareció una oleada de humo negro y grasiento que invadió el espacio dejado por los gases en expansión. Vio cascotes volando por los aires y una nube de fragmentos negros en la retaguardia, girando vertiginosamente: una rueda, un pedazo de asfalto, algo con aspecto humano, ¿cómo saberlo? Vio cómo la cortina acariciaba cariñosamente el brazo desnudo de Kurtz y notó la vaharada caliente de un secador de pelo. Oyó el zumbido como de insecto de unos objetos duros al chocar entre sí, y mucho antes de que parase el zumbido oyó los primeros gritos de indignación, el gañido de los perros y el andar inconexo de la gente que temerosa y en zapatillas se congregaba en la pasarela cubierta que comunicaba los bungalows, diciéndose unos a otros las tonterías que suele decir la gente en las películas de naufragios: «¡Mamá! ¡¿Dónde está mamá?! ¡No encuentro mis joyas!» Oyó cómo una mujer histérica se obstinaba en asegurar que venían los rusos, y cómo otra voz asustada pretendía tranquilizarla diciendo que sólo era un camión cisterna que había volcado. Alguien dijo que era cosa de los militares («Hay que ver las cosas que transportan por la noche»). Junto a la cama había un aparato de radio. Mientras Kurtz seguía en la ventana, Becker sintonizó un programa local para insomnes y siguió en esa emisora para comprobar si lo interrumpían con un boletín informativo. Un coche de policía llegó a toda velocidad por la
autobahn
con la sirena aullando y la luz de emergencia encendida. Luego nada, después un coche de bomberos, seguido de una ambulancia. La música dejó de sonar y dio paso a la primera noticia: incomprensible explosión al oeste de Munich, causa desconocida, no se conocen más detalles. Cierre de la
autobahn
en ambas direcciones; se aconseja tomar rutas alternativas.

Becker apagó la radio y encendió la luz. Kurtz cerró la ventana y corrió las cortinas. Luego se sentó en la cama y se quitó los zapatos sin deshacer el nudo.

–Esto… Gadi, el otro día estuve hablando con los de la embajada en Bonn -dijo como si algo le hubiera refrescado de repente la memoria-. Les pedí que hicieran unas averiguaciones sobre esos polacos con los que trabajas en Berlín. Que comprobaran su estado de cuentas.

Becker se quedó callado.

–Parece que las noticias no son muy buenas. Por lo visto habrá que buscarte más dinero o más polacos.

Al no recibir respuesta tampoco, Kurtz levantó lentamente la cabeza y vio que Becker le miraba desde el umbral, y algo en la postura de aquel hombre encendió bruscamente la mecha de su cólera.

–¿Desea usted decirme algo, señor Becker? ¿Alguna acotación de tipo ético que le facilite un cambio de estado de ánimo?

Becker no tenía, por lo visto, nada que decir, y cerrando suavemente la puerta tras él se fue.

A Kurtz le quedaba una última llamada por hacer: a Gavron, por la línea directa con su casa. Alargó el brazo para coger el teléfono, dudó y retiró la mano. Que espere
el Tahúr,
pensó, sintiendo que se encendía de nuevo. Pero no obstante le llamó, empezando con suavidad, mucho control y sensatez a raudales. Como empezaba siempre. Hablando en inglés. Y empleando los nombres en clave que les tocaban aquella semana.

–Nathan, hola, soy Harry. ¿Cómo está tu mujer? Me alegro, dáselos de mi parte. Mira, Nathan, dos cabritas que tú y yo sabemos han pillado un buen catarro. Seguro que les gustará saberlo a esas personas que de vez en cuando nos piden alguna satisfacción.

Al escuchar la respuesta nada comprometida de Gavron, Kurtz notó que empezaba a temblar, pero se las ingenió para reprimir la cólera de su voz.

–Nathan, creo que éste es tu gran momento. Me merezco que pares los pies a ciertas personas y que dejes madurar la cosa. Las promesas se han cumplido, así que se impone un cierto grado de confianza, un poco de paciencia. -De todos sus conocidos, hombres y mujeres, el único que le impulsaba a decir cosas que lamentaba después era Gavron. Pero aún así, se contuvo-. Compréndelo, Nathan, nadie espera ganar una partida de ajedrez antes del desayuno. Necesito un poco de aire, ¿me oyes? Aire… un poquito de libertad… un territorio propio. -Y su cólera se desbordó-: O sea que ata corto a esos burros, ¿quieres? ¡¿Por qué no vas al mercado y me compras media libra de apoyo para variar?!

La línea quedó en silencio. Kurtz nunca supo si debido a la explosión o a Misha Gavron, pues decidió no volver a llamar.

Segunda Parte
El botín
16

Por espacio de tres semanas interminables durante las que Londres se deslizaba lentamente hacia el otoño, Charlie vivió en un estado de semirrealidad, pasando de la incredulidad, a la impaciencia, de la excitación de los preparativos al terror espasmódico.

Él le decía que aparecerían tarde o temprano. Por fuerza. Y, en consecuencia, se dispuso a prepararla emocionalmente.

Pero ¿por qué «por fuerza»? Charlie no lo sabía y él no se lo decía sino que se refugiaba en su lejanía. ¿Acaso Mike y Marty iban a convertir a Michel en uno de los suyos tal como habían hecho con Charlie? Había días en que se figuraba que Michel acabaría por encajar en la ficción que le habían inventado y que, en cualquier momento, le vería aparecer deseoso de cumplir con sus obligaciones de amante. Y José fomentaba cordialmente aquella esquizofrenia suya, empujándola más si cabe hacia su sustituto ausente. Michel, cariño mío, ven. Amar a José, pero soñar con Michel. Al principio apenas se atrevía a mirarse al espejo, tan convencida estaba de que su secreto era visible para todos. Tenía la cara tensa de ocultar tras ella una información escandalosa; su voz y sus ademanes habían adquirido una subterránea deliberación que la distanciaba de cualquier otro ser humano: paso día y noche representando un monólogo; el mundo entero es mi público.

Y luego, a medida que transcurría el tiempo, su temor a ser descubierta dio paso a una afectuosa falta de respeto para con los ingenuos que la rodeaban sin darse cuenta de lo que estaba pasando delante de sus propias narices. Están allí donde empecé yo, pensaba. Son como yo era antes de pasar al otro lado del espejo.

Con José utilizaba la misma técnica que había perfeccionado en su viaje por Yugoslavia. Él era como ese pariente a quien relataba todos sus movimientos y las decisiones que tomaba; era el amante para quien bromeaba y se ponía guapa. Era su punto de apoyo, su mejor amigo, su mejor todo. Era el duende que aparecía de golpe en los sitios más inesperados con una inverosímil presencia sobre sus movimientos: ya en la parada del autobús, ya en la biblioteca, ya en la lavandería, sentado bajo los fluorescentes junto a matronas desaliñadas mirando cómo daban vueltas sus camisas. Pero Charlie no llegó a admitir su existencia en ningún momento. Él estaba completamente al margen de su vida, fuera del tiempo y de todo contacto físico, salvo en sus obligados encuentros de trabajo, cosa que a ella le tranquilizaba y le daba ánimos. Y salvo cuando sustituía a Michel.

Para los ensayos de
Como gustéis,
la compañía había alquilado un barracón de instrucción del ejército territorial cerca de Victoria Station, adonde Charlie acudía cada mañana, y por las tardes se lavaba el pelo para quitarse el rancio olor a cerveza.

Dejó que Quilley la invitara a comer a Bianchi’s y le encontró muy raro. Daba la impresión que intentaba advertirla de alguna cosa, pero cuando Charlie le preguntó abiertamente de qué se trataba, él se cerró en banda y dijo que la política era cosa de cada uno, razón por la cual él había hecho la guerra, en los Green Jackets, por cierto. Aunque luego se emborrachó de mala manera. Tras ayudarle a firmar la nota, Charlie salió de nuevo a las atestadas calles y tuvo la sensación de que se adelantaba a su propia sombra, que estaba siguiendo a su escurridiza figura y que ésta se le escapaba entre la multitud. Estoy escindida de la vida. Nunca lograré encontrar el camino de vuelta. Pero mientras esto pensaba, sentía el roce de una mano en el brazo y era José que se materializaba momentáneamente a su lado para meterse a continuación en Marks amp; Sparks. El efecto que estas visiones tuvieron en ella fue extraordinario a corto plazo. La mantenían en constante estado de vigilancia y, para ser sincera consigo misma, de deseo. Un día sin él era un día vacío; le bastaba verle una vez para que tanto su cuerpo como su corazón vibraran como los de una quinceañera.

Other books

Until the End by London Miller
The Juliet Club by Suzanne Harper
Slide by Garrett Leigh
Hyde and Seek by Viola Grace