La chica del tambor (49 page)

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Authors: John Le Carré

Tags: #Terrorismo, intriga, policíaca

BOOK: La chica del tambor
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Leía los respetables periódicos dominicales, se enteraba de las últimas y sorprendentes revelaciones acerca de la Sackville-West -¿o era de la Sitwell?-, y se maravillaba ante el absurdo amor propio de la mentalidad inglesa dominante. Cuando miraba el Londres que había olvidado, encontraba por todas partes justificación al hecho de haber adoptado esa identidad de extremista comprometida en la línea violenta. La sociedad que ella conocía era como una planta muerta; su tarea consistía en arrancarla y emplear el suelo en algo mejor: Se lo confirmaba la desesperación en las caras de los compradores que arrastraban los pies como esclavos con grilletes en los supermercados, lo mismo que las de los viejos sin esperanza y los policías de maliciosa mirada; así como los ociosos muchachos negros que se dedicaban a ver pasar los Rolls-Royce, y los relucientes bancos con su aire de lugares de culto seglar y sus probos y ordenancistas gerentes; las empresas constructoras que con señuelos atraían a los desilusionados a la trampa de la propiedad; los comercios de bebidas alcohólicas, las casa de apuestas, vomitivo… Sin que Charlie tuviera que poner mucho de su parte, el panorama londinense presentaba en conjunto un basurero lleno de esperanzas desechadas y de individuos frustrados. Gracias a la inspiración de Michel, Charlie construía puentes mentales entre la explotación capitalista en el Tercer Mundo y la puerta misma de su piso en Camden Town.

Pese a vivirla con tal lucidez, la vida no dejaba de angustiarla con la simbología del hombre a la deriva. Un domingo por la mañana en que estaba dando un paseo por el camino de sirga del Regent’s Canal (de hecho, para uno de sus pocos encuentros programados con José), oyó el ronco sonido de un instrumento de cuerda que gorjeaba un espiritual negro. Al llegar a un claro en el canal, vio en mitad de un muelle formado por almacenes desechados un negro viejo que parecía sacado de
La cabaña del tío Tom,
tranquilamente sentado en una balsa amarrada, tocando su violoncelo para un grupo de niños embelesados. Era una escena felliniana, era kitsch; era un espejismo; era una visión que le inspiraba su subconsciente.

Fuera lo que fuese, se convirtió en punto obligado de referencia durante días, algo demasiado privado incluso para confiárselo a José por miedo a que se burlase de ella o, peor aún, a que le brindara una explicación racional.

Se acostó varias veces con Al porque no quería tener problemas con él y porque, tras la larga sequía con José, su cuerpo le necesitaba y, además, Michel así se lo había ordenado. Pero no le permitió que fuera a verla a su piso porque Al volvía a estar sin casa y ella temía que intentara quedarse allí, cosa que ya había hecho anteriormente hasta que ella tuvo que arrojar su ropa y su maquinilla de afeitar por la ventana. Y, en fin, porque su piso poseía ahora nuevos secretos que por nada del mundo habría compartido con Al: su cama era la de Michel, cuya pistola había yacido bajo la almohada, y no había nada que Al o quien fuera pudiese hacer para obligarla a profanarlo. Por otra parte, Charlie se andaba con mucho cuidado con Al pues José la había advertido de que sus planes con la industria del cine habían fracasado, y ella sabía de sobra cómo las gastaba cuando se veía herido en su orgullo.

El primer encuentro apasionado tuvo lugar en el pub al que Al solía acudir. Al llegar lo encontró aposentado entre dos discípulas, y cuando se acercó a su mesa, se dijo: Notará que huelo a Michel; lo notará en mi ropa, en mi piel, en mi sonrisa. Pero Al tenía demasiado trabajo en hacer gala de su indiferencia como para oler nada. Le apartó una silla con el pie para que se sentara, y al hacerlo, Charlie pensó: Santo Dios, no hace ni un mes este mequetrefe era mi principal consejero en materia de grandes problemas filosóficos. Cuando cerró el pub, fueron al piso de un amigo y le requisaron su cuarto libre. Charlie quedó consternada al comprobar que quien se imaginaba tener dentro era Michel, y Michel el que la miraba desde arriba, y el aceitunado cuerpo de Michel el que la penetraba en la penumbra… Michel, su pequeño asesino, el que la llevaba al paroxismo. Pero además de Michel había aún otra figura, la de José, por fin suyo; su ardiente sexualidad aprisionada estallando al fin, libre de ataduras, suyos al fin su cuerpo y su mente llenos de cicatrices.

Aparte de suplementos dominicales, leía también esporádicamente periódicos capitalistas y escuchaba noticiarios radiofónicos orientados al consumidor, pero no oyó nada de que buscaran a una pelirroja inglesa en relación con cierta cantidad de explosivo plástico ruso pasado de contrabando a Austria. Aquello no había sucedido. Fueron otras dos chicas, una más de mis fantasías. Por lo demás, el estado del planeta había dejado de interesarle. Leyó la noticia de un atentado palestino con bomba en Aachen, y la de la represalia israelí contra un campo de refugiados en el Líbano en la que se suponía había muerto gran cantidad de civiles. Se enteró de la creciente protesta popular en Israel y se estremeció a su debido tiempo al leer la entrevista con un general israelí que prometía atajar el problema palestino «de raíz». Pero tras su cursillo intensivo sobre actividades clandestinas, ya no creía en la versión oficial de los acontecimientos, ni probablemente volvería a creer. La única noticia que siguió fielmente fue la de un ejemplar hembra de panda gigante, cautivo en el zoo de Londres, que se negaba a aparearse, aunque las feministas aseguraban que la culpa era del macho. Resultaba que el zoo era también uno de los lugares favoritos de José. Solían encontrarse en un banco, aunque sólo fuera para hacer manitas como dos enamorados, y luego seguir cada cual su camino.

Pronto, le decía él. Pronto.

Fluctuando de este modo, actuando en todo momento para un público invisible y tomando precauciones para que ni sus palabras ni sus gestos cometiesen un desliz, Charlie descubrió que dependía en grado sumo de un ritual. Los fines de semana solía ir al club de sus amigos en Peckham para, en una gran sala abovedada de dimensiones suficientes para un Brecht, fustigar al grupo dramático juvenil de allí, llevando la voz cantante, lo que le agradaba. Para Navidad tenían previsto representar una pantomima rock, pura anarquía escénica.

Algunos viernes iba al pub de Al y los miércoles se presentaba con un par de botellas de cerveza negra en casa de Miss Dubber, una ex corista y fulana retirada que vivía a la vuelta de la esquina. Miss Dubber padecía de artritis, raquitismo, carcoma y otras graves enfermedades, y maldecía su cuerpo con el mismo ardor que en tiempos había reservado para sus amantes poco dadivosos. A cambio, Charlie le llenaba la cabeza con fantásticas historias inventadas acerca del escandaloso mundo del espectáculo, y tan estridentes eran sus carcajadas que los vecinos encendían el televisor para no tener que soportar el alboroto.

Por lo demás, Charlie apenas trataba con nadie, y eso que su carrera de actriz le había facilitado conocer a una serie de personas a las que podría haber acudido de haberlo querido.

Charló con Lucy por teléfono y quedaron en verse, pero sin fijar día ni lugar. Consiguió dar con Roben en Battersea, pero el de Mykonos era como un grupo de antiguos compañeros de colegio; no tenían nada que compartir. Un día salió a comer un
curry
con Willy y Pauly, pero resultó un desastre porque estaban pensando en romper. Probó con algunos amigos del alma de anteriores experiencias pero tampoco tuvo suerte, y a partir de ahí se volvió una solterona. Regaba los arbolitos de su calle si dejaba de llover unos días, y colgaba del alféizar de su ventana unos saquillos con bayas frescas para los gorriones, porque esa era una de las señales convenidas con José, igual que la pegatina pro desarme mundial que llevaba en el coche y la «C» de latón que llevaba colgada del bolso mediante una tira de cuero. José decía que eran señales de seguridad y había ensayado con ella sus distintas aplicaciones. La ausencia de cualquiera de ellas significaba una llamada de auxilio; y dentro del bolso llevaba un flamante pañuelo de seda blanco, no para rendirse sino para decir «Ya están aquí», si eso ocurría. Charlie llevaba su diario de bolsillo, desde donde lo había dejado el Comité Literario; concluyó la reparación de un bordado artístico que había comprado antes de irse de vacaciones y en el que se veía a Lotte suspirando sobre la tumba de Werther en Weimar. Otra vez me ha dado por lo clásico. Escribió cartas interminables a su amante ausente, pero poco a poco dejó de echarlas al correo.

Michel, oh, Michel, cariño… ven, por piedad.

Pero dejó de ir a las librerías alternativas de Islington, donde solía dejarse ver para tomar café y charlar apáticamente, y sobre todo dejó de frecuentar el grupito de extremistas airados de St. Pancras cuyos ocasionales panfletos basados en inspiraciones cocaínicas ella solía distribuir porque nadie más se prestaba a ello. Recogió su coche del taller de Eustace, por fin, un Fiat trucado que Al se había encargado de chocar, y el día de su cumpleaños decidió darle un primer paseo hasta Rickmansworth para visitar a su condenada madre y llevarle el mantel que le había comprado en Mykonos. Por lo general, detestaba este tipo de visitas: la comilona de domingo a base de tres verduras y pastel de ruibarbo, y de postre un detallado resumen por parte de su madre sobre lo mal que la trataba la vida desde la última vez que se habían visto. Pero esta vez, para su sorpresa, se llevó maravillosamente bien con su madre, tanto que decidió quedarse a dormir. A la mañana siguiente se tocó con un pañuelo oscuro, el blanco no, por descontado, y la llevó a la iglesia en el coche, tratando de no pensar en la última vez que había llevado un pañuelo en la cabeza. Al arrodillarse, Charlie sintió un inesperado residuo de piedad, y enseguida puso fervorosamente sus varias identidades al servicio de Dios. Escuchando la música de órgano se echó a llorar, lo cual le indujo a preguntarse si, a fin de cuentas, era capaz de dominar sus emociones.

Esto me sucede porque no puedo afrontar el hecho de volver a mi piso, se dijo.

Lo que la desconcertaba era el modo fantasmagórico con que habían modificado su piso para adecuarlo a la nueva personalidad que con tanto esmero estaba adoptando: un cambio de escenario cuya magnitud sólo empezó a mostrarse poco a poco. Del conjunto de su nueva existencia, lo que más la turbaba era la insidiosa reconstrucción del piso operada durante su ausencia. Hasta entonces había considerado su casa como el sitio más seguro, algo así como un Ned Quilley arquitectónico. Había heredado el piso de un actor sin trabajo que tras convertirse en caco se había retirado con su novio a España. Estaba situado al norte de Camden Town, encima de un bar de camioneros regentado por indios goaneses, que empezaba a animarse a las dos de la madrugada y que servía
sarnosas y
desayunos de fritangas hasta las siete. Para llegar a su escalera, tenía que pasar por un pasadizo entre los lavabos y la cocina y atravesar un patio, siendo objeto de un cuidadoso repaso ocular por parte del chef, el patrón y el descarado pinche de cocina, novio del chef, sin contar con quien pudiera estar en el váter en aquel momento. Y una vez en lo alto de la escalera, había que trasponer una segunda puerta antes de penetrar en el dominio sagrado, consistente en una buhardilla con la mejor cama del mundo, un cuarto de baño y una cocina, todo independiente.

Y ahora, de repente, se quedaba sin el consuelo de aquella seguridad. Sencillamente se la habían robado. Tenía la sensación de haberle dejado el piso a alguien durante su ausencia y de que esta persona, para pagarle el favor, hubiera hecho todo tipo de cosas inadecuadas. Pero ¿cómo habían conseguido entrar sin ser vistos? Los del bar no sabían nada. Estaba, por ejemplo, su escritorio, que contenía las cartas de Michel metidas en el fondo de un cajón (los originales cuyas copias fotostáticas había visto en Munich). Estaba su caja de supervivencia, trescientas libras en viejos billetes de cinco, oculta en el agrietado tabique del baño, donde solía guardar la hierba en su época de fumadora de porros. Trasladó el dinero a un hueco que había bajo el parqué, lo volvió a esconder en el baño y por último de vuelta al parqué. Estaban los recuerdos, fragmentos atesorados de su aventura desde el día inicial en Nottingham: cajas de cerillas del motel, el bolígrafo barato con que había escrito sus primeras cartas a París, las primeras orquídeas bermejas aprisionadas entre las páginas de su libro de cocina
Mrs. Beeton,
el primer vestido que él le había comprado (en York; lo habían comprado juntos), los feísimos pendientes que él le había regalado en Londres y que era incapaz de ponerse como no fuera para complacerle. Eran cosas que más o menos esperaba, José la había prevenido al respecto. Lo que la molestaba era que estos diminutos detalles, a medida que empezaba a vivir con ellos, le resultaran más suyos que su propia persona: en su estantería, los manoseados volúmenes con información sobre Palestina, firmados por Michel con cautas dedicatorias; en la pared, el póster pro palestino con la cara de rana del primer ministro israelí trazada poco halagadoramente sobre las siluetas de unos refugiados árabes; clavados con chinchetas a un lado, los mapas en color donde constaba el avance de la expansión israelí desde 1967, con un signo de interrogación de su propia mano sobre Tiro y Sidón, producto de sus lecturas de las reivindicaciones de Ben Gurión sobre aquellos territorios; y el montón de revistas de propaganda anti-israelí, en inglés.

Por todas partes soy yo, se dijo al repasar lentamente la colección; en cuanto me lanzo, no hay quien me pare.

Salvo que no fui yo: fueron ellos.

Pero afirmarlo no le servía de gran cosa, y tampoco el devenir del tiempo le sirvió para retener esa precisión.

Michel, por el amor de Dios, ¿te han capturado?

A poco de su regreso a Londres, se personó siguiendo instrucciones en la oficina de correos de Maida Vale, enseñó sus documentos y recogió una solitaria carta con matasellos de Estambul, que evidentemente había llegado tras su partida a Mykonos. Cariño, ya falta poco para Atenas. Te quiero. Firmado: «M.» Una notita para que no decaiga. Pero la visión de aquella emotiva comunicación la turbó muchísimo. La asaltó una verdadera horda de imágenes sepultadas: los pies de Michel bajando torpemente por la escalera con sus zapatos Gucci; su cuerpo enjuto y delicioso sostenido por sus carceleros; su cara de fauno, demasiado joven hasta para ser alistado; su voz, tan modulada e inocente; el medallón de oro golpeando suavemente su desnudo pecho aceitunado. Te quiero, José.

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