La moto había vuelto.
Había estado en la plaza de la estación cinco minutos y medio eternos, según el luminoso reloj de pulsera de Shimon Litvak, quien la había observado todo el rato desde su puesto en la ventana a oscuras del hotel a menos de veinte metros en línea recta. La moto era de las de la gama alta, marca japonesa, matrícula de Viena y con un manillar elevado hecho de encargo. Había entrado en la plaza silenciosamente, como un fugitivo, llevando un conductor encasquetado y vestido de cuero, de género aún por determinar, y un pasajero masculino de espaldas anchas (rápidamente apodado «Peloslargos») con ropa tejana, zapatillas de deporte y un peliculero pañuelo anudado al cuello. La moto había aparcado cerca del Mercedes, pero no tan cerca como para dar a entender que tenían las miras puestas en el coche. Litvak habría hecho lo mismo.
–Cuadrilla reunida -dijo en voz baja por los cascos, e inmediatamente recibió cuatro confirmaciones. Litvak estaba tan seguro de su olfato que si aquellos dos hubiesen sentido miedo y hubieran puesto pies en polvorosa, él habría dado la orden sin pensarlo dos veces, aunque ello habría significado el fin de la operación. Aarón, desde la cabina de la furgoneta de la lavandería, los habría acribillado en plena plaza, y luego el propio Litvak habría bajado para vaciarles un cargador de gracia. Pero la pareja no puso pies en polvorosa, lo cual era muchísimo mejor. Estaban los dos montados en la moto, jugando con sus correajes y sus hebillas, y allí se quedaron sentados aparentemente horas enteras, como sólo saben hacer los motoristas, aunque de hecho sólo transcurrieron un par de minutos. Seguían tomándole las medidas al lugar, observando los coches aparcados y las ventanas superiores como la de Litvak, aunque el equipo ya se había asegurado de que no se viera nada desde abajo.
Terminado el período de meditación, Peloslargos se bajó lánguidamente de su sillín y pasó junto al Mercedes con la cabeza inocentemente ladeada mientras se fijaba sin duda en la llave de contacto que sobresalía del tubo de escape. Pero no hizo ademán de cogerla, cosa que Litvak como profesional sabía apreciar, sino que pasó de largo para dirigirse hacia la estación y entrar en los retretes, de donde salió al momento con la esperanza de frustrar los planes del tonto que le hubiera seguido. Pero no le seguía nadie. Las chicas no podían, claro está, y los chicos eran demasiado prudentes. Peloslargos pasó de nuevo junto al Mercedes, y Litvak le imploró calladamente que se agachara a coger la llave porque le gustaban los gestos convincentes. Pero Peloslargos no lo hizo. Sí, en cambio, regresó a la moto; su colega había seguido montado en el sillín sin duda para emprender rápidamente la fuga si era necesario. Peloslargos le dijo algo, se quitó el casco y, con un rápido movimiento de la cabeza, expuso despreocupadamente su cara a la luz.
–Luigi
-dijo Litvak por los cascos, según la clave convenida.
Al momento experimentó esa rara e infinita bendición del puro goce. Conque eres tú, pensó con calma: Rossino, el apóstol de las soluciones pacíficas. Litvak le conocía realmente bien. Conocía los nombres y direcciones de sus amistades, de sus derechistas padres -que vivían en Roma- y de su mentor izquierdista en la escuela de música de Milán. Conocía el prestigioso periódico napolitano que le seguía publicando artículos moralistas sobre la necesidad de la no violencia como única salida aceptable. Conocía las sospechas alimentadas desde hacía tiempo en Jerusalén, y toda la historia de sus repetidos e infructuosos esfuerzos por conseguir una prueba. Sabía cómo olía y qué pie calzaba; empezaba a adivinar cuál había sido su papel en Bad Godesberg y en varios lugares más, y tenía, como todos, las ideas muy claras sobre lo mejor que se podía hacer con él. Pero aún no. Dentro de un tiempo. Hasta que no hubiera pasado aquella tortuosa travesía, no podrían ajustarle las cuentas.
Charlie se ha ganado el viaje, pensó jovialmente. Con sólo esta identificación se ha pagado todo el viaje de Grecia hasta aquí. La chica era una gentil honrada y, a juicio de Litvak, de una raza que escaseaba.
Por fin estaba desmontando el conductor de la moto. Desmontando, estirándose y desabrochándose la correa que le protegía el mentón, en tanto Rossino le reemplazaba al manillar hecho de encargo.
Ahora bien, el conductor era una chica.
Una chica rubia y esbelta, según sus prismáticos de alta resolución, con unas facciones delicadas y algo descarnadas y un aire absolutamente etéreo pese a su dominio de la potente motocicleta, de modo que Litvak, en aquel momento crítico, rehusó de plano molestarse porque sus viajes pudieran haberla llevado de París-Orly a Madrid, o porque tuviera práctica en entregar maletas con discos a amigas suecas. Porque si Litvak hubiera tomado ese camino, el odio acumulado por su equipo podría haber anulado su sentido de la disciplina; la mayoría de ellos había matado a alguien en su momento, y en casos como éste carecían de escrúpulos. De modo que optó por no decir nada y dejarles sencillamente que intentaran identificarla por su cuenta.
Ahora le tocó a la chica el turno de ir al retrete. Después de sacar del portaequipajes una bolsa pequeña y darle el casco a Rossino, la chica cruzó la plaza con la cabeza descubierta y se dirigió a la explanada, quedándose un rato allí, a diferencia de lo que había hecho su compañero. Una vez más, Litvak esperó a que hiciera ademán de coger la llave de contacto, pero no fue así. Su manera de andar era, como la de Rossino, ágil y natural, y en ningún momento pareció vacilar. No había duda de que era una chica muy atractiva; no era de extrañar que al pobre agregado laboral se le hubiera caído la baba al verla. Litvak dirigió el telescopio hacia Rossino. Ligeramente subido al sillín delantero, había inclinado la cabeza como para escuchar alguna cosa. Ah, claro, se dijo Litvak, al aguzar el oído y captar aquel mismo murmullo débil: el tren de Klagenfurt de las 10.24 que estaba a punto de llegar. Con un prolongado estremecimiento, el tren se detuvo junto al andén. Los primeros viajeros de ojos legañosos hicieron su aparición en la explanada. Un par de taxis avanzaron un poco y volvieron a parar. Dos o tres coches particulares abandonaron la estación. Apareció un grupo de excursionistas cansados, todo un vagón, y todos ellos con la misma etiqueta en el equipaje.
Vamos, hacedlo de una vez, rogó Litvak. Coged el coche y aprovechad el lío de tráfico. Que se note para qué habéis venido.
Pero no estaba preparado para lo que en realidad hicieron. Una pareja de edad esperaba en la cola del taxi y, detrás, había una joven recatada con aires de enfermera o dama de compañía. Llevaba un traje chaqueta marrón y un sombrerito muy formal, a juego, con el ala baja. Litvak se fijó en ella como se fijaba ahora en otras muchas personas que estaban en la explanada; la tensión aumentaba lo experto y decidido de su mirada. Una chica guapa con una pequeña bolsa de viaje. La pareja de edad llamó un taxi y la chica se quedó mirando cómo llegaba el coche. La pareja montó en el taxi; la chica les echó una mano con sus cosas… seguro que era su hija. Litvak dirigió de nuevo la vista al Mercedes y luego a la moto. Si en algún momento pensó en la chica, fue para suponer que había subido al taxi y que se había ido con sus padres. Lo más lógico. Fue al dirigir su atención al cansado grupo de turistas que desfilaba por la calzada camino de los dos autocares que les esperaban, cuando, con un salto de puro placer, se dio cuenta de que la chica de marrón era
su
chica, la de la moto; les había engañado cambiándose a toda prisa en los lavabos y, luego, se había unido al grupo del autocar a fin de atravesar la plaza. Litvak se regocijaba todavía cuando ella abrió la puerta del coche con una llave propia, arrojó dentro la bolsa, se acomodó en el asiento del conductor con la misma castidad que si estuviera en la iglesia y se alejó de allí con la cola de pescado asomando aún del tubo de escape. Este detalle también fue de su agrado: ¡pero si era lo más lógico, lo más sensato! Telegramas duplicados, llaves duplicadas: al jefe le gustaba doblar sus posibilidades.
Dio la orden convenida y contempló el discreto despliegue de los seguidores: las chicas en el Porsche, Udi en el Opel grande con el emblema de Europa en el maletero, puesto allí por él mismo, y luego el compañero de Udi en una moto mucho menos elegante que la de Rossino. Él permaneció junto a la ventana y vio cómo la plaza se vaciaba hasta quedar desierta, como al final de una representación. Partieron los coches, los autocares y los peatones; se extinguieron las luces de la explanada de la estación, y oyó el ruido metálico de una verja de hierro al cerrarse hasta el día siguiente. Solamente las dos posadas permanecían abiertas.
Por fin, la contraseña que esperaba resonó en sus cascos:
«Ossian»,
a saber, el coche se dirige al norte.
–¿Y Luigi hacia dónde va? -preguntó.
–Hacia Viena.
–Un momento -dijo Litvak, y se quitó los cascos para pensar con mayor claridad.
Debía tomar una decisión inmediatamente, y era para este tipo de decisiones que estaba entrenado. Seguir a Rossino y a la chica a la vez era imposible, le faltaban recursos. En teoría debía seguir a los explosivos y, por consiguiente, a la chica, pero tenía sus dudas porque Rossino era muy escurridizo y desde luego la presa más interesante, mientras que el Mercedes era llamativo por definición y su destino prácticamente seguro. Litvak dudó un momento más. Los auriculares crepitaron, pero él hizo caso omiso y siguió repasando mentalmente la lógica de la ficción. La idea de dejar escapar a Rossino se le hacía casi insoportable, pero, por otra parte, Rossino era sin duda un importante eslabón en la cadena del adversario, y como Kurtz había argumentado repetidas veces, si se rompía la cadena, ¿cómo iba a poder infiltrarse Charlie? Rossino regresaría a Viena satisfecho de que hasta ahora todo hubiera salido sin contratiempo: era un eslabón crucial, pero también un testigo crucial. En tanto que la chica era una eventual: la que conducía, la que ponía la bomba, la infantería fungible de su movimiento revolucionario. Además, Kurtz tenía importantes planes para su futuro, mientras que el de Rossino podía esperar.
–Seguid al Mercedes -dijo Litvak al ponerse de nuevo los cascos-. Dejad que se vaya Luigi.
Una vez tomada la decisión, Litvak se permitió una sonrisa de satisfacción. Conocía la formación con exactitud. Primero Udi en cabeza en su moto, luego la rubia en el Mercedes rojo y detrás de ella el Opel. Y luego, detrás del Opel, muy rezagadas, las dos chicas en el Porsche de reserva, listas para ocupar el sitio de cualquiera de los otros si fuera necesario. Repasó para sus adentros los puestos fijos que controlarían la ruta del Mercedes hasta la frontera alemana. Se imaginó la clase de patraña que habría contado Alexis al objeto de asegurarse de que la dejaban pasar sin complicaciones.
–¿Velocidad? -preguntó Litvak, echando un vistazo a su reloj.
Según Udi, le comunicaron, llevaba una marcha muy moderada. La chica no quería problemas con la justicia, la carga que llevaba le ponía nerviosa.
Y razón tiene para estarlo, pensó Litvak quitándose los cascos. Si yo estuviera en su lugar, estaría temblando de miedo.
Bajó al vestíbulo cartera en mano. Ya había pagado la factura del hotel, pero si se lo hubieran pedido habría vuelto a pagar; estaba en paz con el género humano. Su coche de mando le esperaba en el aparcamiento del hotel. Con un gran autodominio, producto de su larga experiencia, Litvak partió en tranquila persecución del convoy. ¿Cuánto tiempo tardarían en descubrir lo que la chica sabía? Ten calma, pensó, primero hay que atar a la cabra. Volvió a pensar en Kurtz y con una punzada de placer se figuró la apisonadora de su voz infatigable colmándole de elogios en su espantoso hebreo. Para Litvak era una gran satisfacción pensar que estaba ofreciendo al dios Kurtz un sacrificio tan rotundo.
Salzburgo no se había enterado de que era verano. De las montañas soplaba un aire fresco y primaveral y el río Salzach olía a mar. Para Charlie seguía siendo un misterio cómo habían llegado hasta allí, porque se había pasado gran parte del viaje durmiendo. Habían ido en avión desde Graz hasta Viena, pero el vuelo había durado unos segundos, de modo que debía de haberse quedado dormida en el avión. En Viena les esperaba un coche alquilado por él, un BMW pequeño. Charlie se volvió a dormir, y cuando estaban entrando en la ciudad le pareció por un momento que el coche estaba en llamas, pero sólo era el reflejo del último sol de la tarde en la pintura carmesí.
–¿Y por qué precisamente Salzburgo? -le había preguntado.
Porque Michel venía de vez en cuando a esta ciudad, le había contestado él, y porque les pillaba de camino.
–¿De camino hacia dónde? -preguntó ella, pero volvió a toparse con su reserva.
El hotel donde se alojaban tenía un patio interior cubierto, viejas balaustradas doradas y macetas de plantas en urnas de mármol. Desde su suite se veía perfectamente el veloz río marrón y, en la otra orilla, más cúpulas que las que pueda haber en el cielo. Más allá de las cúpulas se alzaba un castillo provisto de un teleférico que subía y bajaba por la ladera.
–Necesito andar -dijo Charlie.
Se quedó dormida mientras tomaba un baño, y él tuvo que aporrear la puerta para que despenara. Luego se vistió y él hizo nuevamente alarde de conocer los sitios y las cosas que más le agradarían.
–Es nuestra última noche, ¿verdad? -dijo ella. Esta vez él no se refugió en Michel.
–Así es, Charlie; mañana hemos de hacer una visita y después tú regresas a Londres.
Cogida con ambas manos del brazo de José, Charlie recorrió con él callejuelas y plazas que se comunicaban entre sí como salones. Se pararon frente a la casa en que había nacido Mozart, y los turistas allí congregados se le antojaron a ella un público de matiné, alegre y desenfadado.
–Lo he hecho bien, ¿eh, José? Vamos, dime que lo he hecho muy bien.
–Has estado soberbia -contestó él, pero en cierto modo su cautela significaba para ella más que sus elogios.
Las iglesias, que parecían de muñecas, eran mucho más bonitas de lo que ella había supuesto, con dorados altares con volutas, ángeles voluptuosos y tumbas en las que los muertos parecían estar soñando aún plácidamente. Un judío que se hace pasar por musulmán me enseña a mí mis raíces cristianas, pensó. Pero cuando quiso sacarle más información, sólo consiguió que él comprara una guía de papel satinado y se guardara el recibo en el bolsillo.