Pronto estuvo allí la prensa, cómo no, protestando por el cordón de seguridad. Las primeras y entusiastas informaciones mataban a ocho personas y herían a una treintena y echaban la culpa a una estrafalaria organización alemana de extrema derecha llamada Nibelungen 5, consistente en dos muchachos retrasados mentales y un viejo loco incapaz de reventar un globo. A eso del mediodía la prensa se había visto forzada a rebajar el botín a cinco muertos, uno de ellos israelí, cuatro heridos graves y otras doce personas ingresadas en el hospital por tal y cual cosa, y se hablaba de las Brigadas Rojas italianas sin que hubiera, una vez más, el menor indicio de prueba. Al día siguiente cambiaron nuevamente de opinión y adjudicaron el atentado a Septiembre Negro. Un día después era un grupo autodenominado Agonía Palestina el que se adjudicaba no sólo esa bomba sino también las explosiones precedentes. Y en Agonía Palestina se quedó, aunque no fuera tanto un nombre para los responsables cuanto una explicación a su acto criminal. Y funcionó como tal, puesto que fue debidamente adoptado en los titulares de muchos y tediosos artículos de fondo.
De los no judíos que murieron, uno fue el chófer filipino de los italianos, y el otro su cocinera siciliana. De los cuatro heridos, uno fue la esposa del agregado laboral israelí, en cuya casa había explotado la bomba. Ella perdió la pierna. El israelí muerto fue el hijo del matrimonio Gabriel. Pero la conclusión ampliamente aceptada después fue que la víctima buscada no era ninguna de estas personas, sino más bien un tío de la esposa herida del agregado laboral que había venido a visitarlos desde Tel Aviv: un especialista en Talmud ligeramente famoso por sus beligerantes opiniones respecto a los derechos palestinos en la orilla occidental. En pocas palabras, creía que los palestinos no tenían derecho alguno, y lo afirmaba con mucha frecuencia y sin ambages, totalmente a despecho de las opiniones de su sobrina, la mujer del agregado laboral, que pertenecía a la izquierda liberada israelí y cuya educación en un kibbutz no la había preparado para el lujo riguroso de la vida diplomática.
Si Gabriel hubiera estado en el autobús escolar se habría salvado, pero como muchos otros días además de aquél, Gabriel se encontraba mal. Era un muchacho inquieto e hiperactivo que hasta entonces había sido considerado elemento discordante en la calle, concretamente durante la siesta. Pero, al igual que su madre, tenía talento musical. Y ahora, con absoluta naturalidad, nadie en toda la calle recordaba otro niño tan encantador. Un periódico sensacionalista alemán de derechas, rebosante de sentimientos pro judíos, le apodó el «Ángel Gabriel» -título que, desconocido para los editores, prestaba servicio a ambas religiones- y durante toda una semana no dejó de publicar historias inventadas acerca de la santidad del niño. Los periódicos de calidad se hicieron eco de ese sentir. La cristiandad, escribió un destacado comentarista -citando a Disraeli sin atribución-, sería el judaísmo consumado o no sería. Así pues, Gabriel era tanto un mártir cristiano como uno judío; y el hecho de saberlo hizo sentir mejor a los preocupados alemanes. Miles de marcos, que nadie había solicitado, fueron recibidos en la redacción y consumidos de un modo u otro. Se habló de un monumento a Gabriel, pero apenas se mencionaba a los otros muertos. Conforme a la tradición judía, el ataúd ominosamente pequeño de Gabriel fue devuelto enseguida para proceder a su enterramiento en Israel; su madre, demasiado agotada para viajar, se quedó en Bonn hasta que su marido pudiera acompañarla a fin de pasar el
shibah
juntos en Jerusalén.
A primeras horas de la tarde del día de la explosión aterrizaba procedente de Tel Aviv un grupo de seis expertos israelíes. Por parte alemana, la investigación le fue encargada de un modo impreciso al controvertido doctor Alexis, del Ministerio del Interior, el cual peregrinó hasta el aeropuerto para ir a recibirles. Alexis era un individuo inteligente y astuto que toda la vida había padecido el hecho de ser diez centímetros más bajo que sus compañeros. Tal vez como compensación a este hándicap, Alexis era además muy testarudo: tanto en su vida oficial como en la privada, la polémica le acompañaba fácilmente. Era abogado, agente de seguridad y politicastro a partes iguales, como los que estaban surgiendo últimamente en la República Federal, gente con atrevidas convicciones liberales que no siempre son bienvenidas por la coalición, y una desdichada debilidad por airearlas en televisión. El padre de Alexis, o eso se decía, había sido algo así como miembro de la resistencia antihitleriana, y a su caprichoso hijo el sambenito le resultaba más bien embarazoso en estos tiempos de cambios. Sin duda había en los palacios de cristal de Bonn quienes le juzgaban insuficientemente dotado para ese trabajo; un divorcio reciente, con sus perturbadoras revelaciones sobre una amante veinte años más joven, había contribuido poco a mejorar la opinión que de él se tenía. Si hubiera sido cualquier otro el que llegaba, Alexis no se habría molestado en ir al aeropuerto -no estaba previsto que hubiera cobertura informativa de la llegada-, pero las relaciones entre Israel y la República Federal atravesaban un verdadero bache, así que se plegó a la sugerencia del ministerio y fue. Contra lo que era su deseo, le cargaron en el último momento con un cachazudo policía silesio de Hamburgo, conservador declarado, que se había ganado cierta fama en el terreno del «control estudiantil» durante los años setenta y era tenido por gran experto en alborotadores y en sus bombas. La otra excusa era que se llevaba bien con los israelíes, aunque Alexis sabía, como todo el mundo, que se lo habían endosado a modo de contrapeso de sí mismo. Pero lo más importante, quizá, teniendo en cuenta el clima cargado del momento, era que tanto Alexis como el silesio eran
unbelastet,
es decir que ninguno de los dos era lo bastante mayor para ser en absoluto responsable de aquello a lo que los alemanes aludían como su pasado invicto. Si los judíos estaban hoy en día sufriendo algún tipo de persecución, fuera cual fuese, ni Alexis ni su colega a la fuerza lo habían hecho ayer; y, por si hacía falta mayores garantías, tampoco era cosa de Alexis padre. La prensa, bajo asesoramiento de Alexis, destacó este particular. Únicamente un editorial sugirió que mientras los israelíes persistieran en sus indiscriminados bombardeos de los campamentos y aldeas palestinos -matando no a uno sino a docenas de niños a la vez- debían contar con este tipo de represalia bárbara. Al día siguiente la oficina de prensa de la embajada israelí publicaba apresuradamente una acalorada aunque confusa réplica. Desde 1961, se decía en el comunicado, el Estado de Israel había estado sometido a los constantes ataques del terrorismo árabe. Si les dejaran en paz, los israelíes no tendrían que matar ningún palestino. Gabriel había muerto por una sola razón: porque era judío. Probablemente los alemanes recordarían que Gabriel no era un caso aislado. Si ya no se acordaban del Holocausto, puede que no hubieran olvidado los Juegos Olímpicos de Munich de hacía diez años.
El editor cerraba así la correspondencia y se tomaba el día libre.
El anónimo avión de la fuerza aérea procedente de Tel Aviv tomó tierra al fondo del campo de aviación. Las formalidades aduaneras fueron descartadas, la colaboración empezó enseguida. Alexis había recibido órdenes terminantes de no negarles nada a los israelíes, pero se trataba de órdenes superfinas: él era un
philosemitisch
y se le conocía por ello. Alexis había realizado su visita obligada a Tel Aviv y había sido fotografiado con la cabeza gacha en el Museo del Holocausto. En cuanto al tedioso policía silesio, bueno, como no se cansaba él de decir a quien quisiera oírlo, todos iban tras el mismo enemigo, ¿o no? Hablando claro: los rojos. Al cuarto día, pendientes todavía los resultados de muchas de las pesquisas, el grupo mixto que trabajaba en el caso había confeccionado una convincente descripción preliminar de lo acaecido.
En primer lugar se estableció que la casa en cuestión no había sido vigilada por ninguna patrulla especial de seguridad, y tampoco es que ello estuviera previsto según los términos del acuerdo pertinente entre la embajada y las autoridades de Bonn. La residencia del embajador israelí, situada a tres calles de allí, era vigilada las veinticuatro horas. Un furgón verde de la policía montaba guardia fuera; el perímetro del edificio estaba protegido por una valla metálica; parejas de jóvenes centinelas demasiado jóvenes como para que les preocupara la ironía histórica de su presencia patrullaban obedientemente los jardines, metralleta en ristre. La categoría del embajador merecía asimismo un coche a prueba de balas y una escolta de policías. Después de todo, además de embajador era judío, de ahila doble protección. Pero un simple agregado laboral ya era otro cantar, y no hay que pasarse de la raya; su casa era objeto de la protección general por parte de la patrulla diplomática móvil, y todo cuanto se puede decir es que en calidad de edificio israelí estaba ciertamente sometida a vigilancia particular, como probaron los informes de la policía. A modo de precaución adicional, las direcciones del personal israelí no constaban en las listas oficiales del cuerpo diplomático por temor a alentar acciones impulsivas en un momento en que Israel no podía ser tomada muy en serio. Políticamente.
Justo después de las ocho de la mañana de aquel lunes, el agregado laboral abrió el garaje y como de costumbre examinó los tapacubos de su coche, así como la parte inferior del chasis, mediante un espejo sujeto a un palo de escoba que le habían dado a tal efecto. El tío de su mujer, que iba en el coche con él, confirmó este particular. El agregado miró bajo el asiento del conductor antes de conectar el encendido. Estas precauciones se habían convertido en algo obligado para todo el personal israelí desde el inicio de los ataques con bomba. El agregado sabía, como todos, que se tarda unos cuarenta segundos en llenar de explosivo un tapacubos corriente, y menos aún en adherir una bomba magnética al depósito de gasolina. Como los demás, sabía también -se lo habían inculcado desde el primer día de su tardío ingreso en el cuerpo diplomático- que muchas personas querrían ponerle una bomba debajo. Leyó los periódicos y los telegramas. Dándose por satisfecho tras el examen del coche, dijo adiós a su esposa y a su hijo y se fue al trabajo.
Segundo, la
au pair
de la familia, una chica sueca de impecable expediente que se llamaba Elke, había empezado el día anterior una semana de vacaciones en el Westerwald acompañada de su igualmente impecable novio alemán, Wolf, que estaba de permiso de su servicio militar. Wolf había recogido a Elke el domingo por la mañana en su Volkswagen descapotable, y todos los que pasaban por allí o estaban de guardia pudieron verla salir por la puerta delantera vestida para el viaje, darle un beso de despedida al pequeño Gabriel y partir saludando alegremente con el brazo al agregado laboral, que permaneció en el escalón de la puerta para decirle adiós mientras su mujer, una apasionada del cultivo de hortalizas, seguía con su trabajo en el jardín trasero. Elke llevaba con ellos un año o más y, en palabras del agregado laboral, era un miembro muy querido de aquella casa.
Estos dos factores -la ausencia de la muy querida
au pair y
la ausencia de control policial- hicieron posible el atentado. Si éste tuvo éxito fue gracias al desastroso buen carácter del agregado laboral.
A las seis de la tarde de ese mismo domingo -por tanto, dos horas después de la partida de Elke-, mientras el agregado laboral estaba enzarzado en religiosa conversación con su invitado y su esposa seguía cultivando suelo alemán con más deseos que esperanzas, sonó el timbre de la puerta. Un solo timbrazo. Como siempre, el agregado atisbo por la mirilla antes de abrir. Como siempre, mientras miraba se pertrechó de su pistola, aunque teóricamente las restricciones locales prohibían cualquier tipo de arma de fuego. Pero lo único que vio por el ojo de pez fue una chica rubia de unos veintidós años, más bien frágil y patética, que aguardaba en el escalón junto a una maleta gris llena de arañazos con la etiqueta de la compañía Scandinavian Airline Systems atada en el asa. Un taxi -¿o era un sedán particular?- esperaba detrás de ella en la calle, y al agregado le pareció oír que tenía el motor en marcha. Claramente. Creyó oír incluso el tictac de una magneto defectuosa, pero eso fue después, cuando se agarraba a un clavo ardiendo. La chica, según la descripción del agregado, era realmente agradable, etérea y jovial a la vez, con pecas estivales
-Sommersprossen-
en torno a la nariz. En vez del típico y aburrido uniforme a base de téjanos y blusa, llevaba un recatado vestido azul abrochado hasta el cuello y un pañuelo de seda, blanca o crema, en la cabeza que hacía resaltar sus cabellos dorados y que -como admitió sin demora en la primera y angustiosa entrevista- halago su gusto por la respetabilidad. Tras devolver el revólver al cajón superior de la cómoda del vestíbulo, quitó la cadena para dejarla entrar y sonrió radiante porque la chica era un encanto y porque él era tímido y obeso.
Con todo, eso fue en la primera entrevista. El talmúdico tío no vio ni oyó nada. Como testigo, era un inútil. Tan pronto estuvo a sus anchas y con la puerta cerrada, parece que se embarcó en una glosa de la
mishna,
de conformidad con ese precepto suyo de no perder nunca el tiempo.
La chica hablaba inglés con bastante acento. Nórdico, no francés o latino; cotejaron con él un sinnúmero de acentos diferentes, pero lo más que pudieron conseguir fue que sonaba a costa norte. Ella preguntó en primer lugar si estaba Elke llamándola Ucki, un apodo cariñoso que sólo empleaban los amigos íntimos. El agregado laboral le explicó que se había ido de vacaciones hacía sólo dos horas: qué pena, ¿podía ayudarla en algo? La chica expresó una ligera desilusión y dijo que ya volvería en otra ocasión. Acababa de llegar de Suecia, dijo, y había prometido a la madre de Elke que le entregaría esta maleta con ropa y unos discos. Lo de los discos fue un detalle muy hábil, ya que a Elke le encantaba la música pop. Para entonces el agregado la había convencido para que entrase en casa e incluso, con toda su inocencia, le había cogido la maleta y atravesado el umbral con ella, algo que no se perdonaría en toda su vida. Pues claro que había leído todas esas advertencias sobre no aceptar jamás paquetes entregados por intermediarios; sí, él sabía que las maletas muerden. Pero ahora se trataba de Katrin, la simpática amiga de Elke, de su ciudad natal en Suecia, que venía con la maleta que su madre le había entregado ese mismo día. Era algo más pesada de lo que él esperaba, pero lo achacó a los discos. Cuando comentó solícito que con esa maleta debía de haber agotado el permiso de carga, Katrin le explicó que la madre de Elke la había acompañado al aeropuerto para pagar el exceso de peso. Era una de esas maletas macizas, reparó el agregado, y además de pesada parecía llena hasta los topes. No, nada se movió al levantarla, de eso estaba seguro. Sólo quedó una etiqueta marrón, un fragmento.