La chica sobre la nevera (2 page)

BOOK: La chica sobre la nevera
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Las personas huecas

Cuando yo era niño venían a casa todo tipo de personas y llamaban a la puerta. Mi padre pegaba el ojo a la mirilla, pero no abría. Llamaban insistentemente con los nudillos, aporreaban la puerta, y a mí eso me producía cierto miedo. Pero mi padre siempre iba adonde yo estaba y se recostaba en la alfombra a mi lado, apoyaba la espalda en uno de los lados del piano y me abrazaba muy muy fuerte.

–No tengas miedo –me susurraba–, no hay nada que temer, al fin y al cabo no se trata más que de las personas huecas.

Y entonces mi padre me susurraba al oído:

–Schiffmann, abre la puerta. Sabemos que estás ahí.

Y aquellas personas repetían al instante las palabras de mi padre, sólo que en voz alta.

Después daban unas cuantas vueltas alrededor de la casa mientras intentaban subir las persianas desde fuera, y mi padre me decía muy bajito al oído cosas que ellas repetían fuera, como un eco.

–¿Lo ves? –continuaba susurrándome mi padre–, no hay nada que temer. Son personas huecas, sin cuerpo, sin nada, simples voces.

Y después mi padre susurraba:

–Volveremos a venir, Schiffmann, con buenos has ido a meterte –y las personas huecas repetían sus palabras.

Además, siempre volvían, y nosotros siempre nos escondíamos.

Por otra parte, mi madre murió sin voz pero con cuerpo, y fuimos a enterrarla. Llevamos a un plañidor para que llorara por ella y mi padre le señaló en el libro unos llantos concretos, porque también él era uno de ellos. Así es que durante toda una semana todo estuvo tranquilo, pero después volvieron a venir. Nosotros seguimos acurrucándonos en nuestro rincón y a veces era mi padre el que decía lo que ellos iban a repetir y otras veces era yo. En mi interior me sorprendía el hecho de que hubiera habido un tiempo en que los había temido tanto, mientras que ahora mis palabras regresaban de ellos como una pelota de tenis que hubiera lanzado contra la pared. Así, sin más, sin propósito alguno. Después, también mi padre murió ahí en el rincón, junto al piano, mientras yo lo abrazaba con el mismo abrazo que él me había dado cuando yo tenía miedo. Permaneció en silencio cuando lo bajamos a la tumba, y tampoco dijo nada cuando el plañidor prorrumpió en los llantos que yo sabía que lloraría de aquel libro, y siguió callando también cuando lo cubrimos de tierra. Y yo callé con él, porque al fin y al cabo yo también, por lo visto, era uno de ellos.

Cumpleaños sin mago

En noviembre del 93, Dov Gnijovsky propuso en el programa sobre economía de la emisora Reshet Bet una enmienda a la ley del Impuesto de los Bienes Inmuebles. Mi madre, que a sus cincuenta y tres años seguía siendo una belleza que quitaba el hipo, empezó a arrastrar los pies por el suelo. Su sonrisa seguía siendo la de siempre, lo mismo que sus abrazos, porque todavía tenía mucha fuerza en los brazos, pero cuando andaba, los pies ya no se avenían a alzarse todo lo necesario. En las radiografías, esforzándose mucho, podía uno llegar a ver unos gusanos negros que le estaban perforando los riñones. Mi cumpleaños no quedaba lejos, una fecha muy fácil de recordar, el veintiuno del doce. Sabía que, como todos los años, ella me habría organizado algo especial.

El invierno del 93 fue quizá el más frío de mi vida. Vivía solo y dormía con unos pantalones de chándal y los calcetines puestos. Todas las noches ponía mucho cuidado, antes de quedarme dormido, en meterme muy bien la sudadera por la cintura del pantalón para que, en caso de que me diera la vuelta en la cama mientras dormía, no se me destapara la espalda. El proyecto que había presentado para la segunda cadena de la televisión acababa de ser rechazado, en el periódico no me concedieron un aumento de sueldo y una ex novia mía andaba diciendo por la ciudad que yo era gay e impotente. Me despertaba por la noche con un pestilente olor a podrido en los sobacos. La llamaba por teléfono y como medida de precaución tapaba el auricular con la palma de la mano incluso mientras marcaba y, cuando ella contestaba, colgaba. Estaba convencido de estar llevando a cabo contra ella la venganza más sofisticada.

Mi cumpleaños lo pospusimos un día, porque la noche del veinte me enviaron del periódico a un observatorio astronómico para que volviera con mil palabras sobre un grupo de meteoritos que cruza nuestro cielo una vez cada cien años. Yo les había propuesto escribir acerca de un colono de Kiriat Arba que había resultado herido en la cabeza y ahora se encontraba en estado vegetativo, pero me explicaron que eso no entraba en mi sección, que mi cometido era, concretamente, publicar artículos coloristas. Todas las semanas debía aportar mi nota de color a las páginas 16 y 17 del suplemento de fin de semana, para que todos los que hubieran conseguido sobrevivir a los informes sobre seguridad-crimen-economía-política obtuvieran su azucarillo: un congreso internacional de veterinarios, el campeonato mundial de patinaje, algo que les diera ánimos. Yo, por mi parte, intenté seguir empeñándome en el colono que había recibido un ladrillazo en la cabeza, porque me sentía muy identificado con lo que le había pasado. También a él le habían echado por tierra su proyecto y el futuro que se le presentaba no era demasiado alentador, pero el editor insistió, así es que me fui a un observatorio que hay al lado de Hadera acompañado por un fotógrafo al que no conocía de nada. El fotógrafo ese me contó que llevaba ya un mes echando pestes del periódico. Tenía en su poder un carrete del cadáver de un soldado asesinado en los territorios ocupados, para ser exactos la foto de la cabeza decapitada monda y lironda clavada en una estaca, y el bruto del editor no se avenía a publicarla porque decía que eso era morbo barato.

–Seguro que también de un linchamiento diría que es morbo barato –añadió el fotógrafo, cebándose en las marchas del coche de alquiler–, es de los que creen que todo el monte es orégano. Esa foto de Alamacayes que tomé es digna de estar en un museo y no en un periódico.

Yo, por mi parte, intentaba imaginar qué era lo que podía haberme organizado mi madre para el cumpleaños. El regalo consistiría seguramente en una grabadora nueva o en una estufa, porque eso era, por lo menos, lo que más falta me hacía. Para la noche me haría un bizcocho de zanahoria, que es el que más me gusta. Nos sentaríamos a charlar un rato y mi hermano vendría especialmente para la ocasión desde Raanana. Mi padre diría que está muy orgulloso de mí y me mostraría un álbum de fotos con las hojas negras en el que tiene pegados los artículos que he escrito. No sé por qué me acordé de mi décimo cumpleaños, cuando invitamos a toda la clase y mis padres contrataron a un mago.

El fotógrafo y yo llegamos al observatorio. Hacía muchísimo frío y mi misión consistía en recoger para el artículo los comentarios de los aficionados a los meteoritos que andaban por allí. Me contaron que no se trataba simplemente de unos meteoritos de cien años, sino que constituían un grupo de ellos que pasaba junto a la tierra sólo una vez cada setecientos años. Como no me funcionaba la grabadora tuve que apuntarlo todo a mano.

–Menudas estupideces –se quejó el fotógrafo–, en los territorios ocupados la gente se anda matando y yo aquí sacándoles fotos a unos gafotas enfundados en sus ridículos anoraks que no hacen otra cosa más que masturbarse con el telescopio. Espero, por lo menos, que esos pedruscos del cielo se dejen fotografiar bien.

Aparte del bizcocho, mi madre prepararía también los espaguetis que a mí me gustan y una sopa de zanahoria. Y cada vez que ella se dirigiera hacia la cocina con su paso fatigado, yo querría morirme.

Los meteoritos se presentaron como cada setecientos años y el fotógrafo dijo que se veían para la mierda, que en el periódico resultarían todavía menos impactantes y añadió que ya que aparecían cada tantísimos años podían, por lo menos, resultar un poco más espectaculares. A mí me dio por pensar que si no un mago, quizá en su lugar podían llegar a visitar nuestra casa esos meteoritos, que lo incendiarían todo. A mi madre, a mi hermano, los gusanos que ella tenía en el vientre y a mí, con mis mil palabras para las páginas 16 y 17. Así todos estarían contentos o, por lo menos, mi ex novia dormiría mejor por la noche. Como en aquel cumpleaños con el mago, en el que a mi hermano y a mí no hicieron más que salirnos monedas de las orejas, mi madre revoloteó por el aire como una bailarina en la luna y mi padre se limitó a sonreír en silencio.

El truco del sombrero

Al final de la función saco un conejo del sombrero. Siempre lo dejo para el final, porque a los niños les encantan los animales. A mí, por lo menos, me encantaban cuando era pequeño. Así se puede poner fin a la representación en su momento cumbre, que es cuando paseo el conejo por entre los niños y éstos pueden acariciarlo y darle de comer. Antes, las cosas, realmente, eran así; hoy en día a los niños les impresiona menos, pero de todos modos dejo lo del conejo para el final. Ése es el truco que, con mucho, más me gusta, es decir, el que más me gustaba. Mantengo todo el rato los ojos fijos en el público, la mano entra en el sombrero y tantea en sus profundidades hasta que encuentra las orejas de Kasam, mi conejo. Y entonces:

–¡Alabím alabám, Kasam va! –y lo saco fuera.

Siempre nos vuelve a sorprender, al público y a mí. Cada vez que mi mano roza esas orejas tan cómicas dentro del sombrero me siento como un mago. Y a pesar de que sé cómo funciona, que hay un hueco oculto en la mesa y todo eso, lo vivo como si de verdadera magia se tratara.

También aquel sábado en L. dejé el truco del sombrero para lo último. Los niños del cumpleaños se mostraban especialmente apáticos. Algunos de ellos estaban sentados de espaldas a mí mirando una película de Schwarzenegger en la televisión por cable. El anfitrión de la fiesta incluso se encontraba en otra habitación jugando ante la pantalla con un juego nuevo que le habían regalado. Mi público se reducía a unos cuatro niños. Era un día especialmente caluroso y yo, empapado como estaba bajo el traje, lo único que deseaba era terminar de una vez y marcharme para casa. Me salté tres números de malabarismo con cuerdas y pasé directamente a lo del sombrero. La mano desapareció en sus profundidades y los ojos los clavé en los de una niña gorda y con gafas. El agradable contacto de las orejas de Kasam volvió a sorprenderme como siempre:

–¡Alabím, alabám, Kasam va!

Un minuto más en el despacho del padre y me las piro con un talón de trescientos shekel. Tiré de Kasam por las orejas y noté algo un poco diferente, más ligero. Alcé la mano por el aire con los ojos todavía fijos en el público. Y entonces, de repente, esa sensación de humedad en la muñeca y la niña gorda de las gafas que se pone a gritar. Mi mano derecha sostenía la cabeza de Kasam, con sus largas orejas y sus ojos de conejo muy abiertos. Sólo la cabeza, sin ningún cuerpo. La cabeza y mucha, muchísima sangre. La gorda seguía gritando. Los niños allí sentados de espaldas a mí que miraban la tele se dieron la vuelta y se pusieron a aplaudir. De la otra habitación vino el niño del videojuego. Al ver la cabeza decapitada dio un silbido de entusiasmo. Noté cómo la comida del mediodía me subía a la garganta. Devolví en mi sombrero de mago y el vómito desapareció. Los niños me rodeaban enloquecidos de felicidad.

La noche que siguió a la función no conseguí conciliar el sueño. Comprobé todo el equipo cientos de veces. No conseguía encontrarle explicación alguna a lo que había sucedido. Tampoco pude encontrar el cuerpo de Kasam. Por la mañana me encaminé a la tienda de magia. Tampoco allí supieron explicárselo. Compré un conejo. El dependiente intentó convencerme de que me llevara una tortuga.

–Lo de los conejos está pasado de moda –me dijo–, ahora lo que se lleva son las tortugas. Dígales que es una tortuga Ninja y se caerán de la silla.

A pesar de todo me quedé con el conejo. A él también le puse Kasam. En casa me esperaban cinco mensajes en el contestador automático. Todos eran ofertas de trabajo. Todas de niños que habían visto la función. En uno de ellos el niño incluso me proponía que le dejara luego en casa la cabeza decapitada tal y como lo había hecho en la fiesta de L. Sólo entonces me di cuenta de que no me había llevado conmigo la cabeza de Kasam.

Mi siguiente función debía representarla el miércoles, para el décimo cumpleaños de un niño de Ramat Aviv Guimel. Estuve muy nervioso durante toda la función. En absoluto concentrado. El truco de las reinas me salió mal. No hacía más que pensar en el sombrero. Finalmente llegó el momento:

–¡Alabím, alabám, Kasam va!

La mirada fija en el público, la mano dentro del sombrero. No conseguía encontrar las orejas, pero el cuerpo tenía exactamente el peso que debía. Estaba pelón, pero con su peso correcto. Y entonces volvió a producirse el griterío. Gritos mezclados con aplausos. No era un conejo lo que tenía en la mano, sino un bebé muerto.

Ya no soy capaz de hacer ese truco. Hubo un tiempo en que me gustaba, pero hoy, sólo con pensar en él, me tiemblan las manos. Sigo imaginándome las terribles cosas que voy a sacar y que me están esperando dentro. Ayer soñé que metía la mano y que sobre ella se me cerraban las fauces de un monstruo. Me cuesta entender que antes tuviera el valor de introducir la mano en ese lugar tan tenebroso. Que antes tuviera el valor de cerrar los ojos y dormirme.

He dejado por completo de actuar, pero la verdad es que no me importa. No gano dinero, pero de todos modos me parece bien. A veces todavía me pongo el traje, así, sin más, en casa, o examino el hueco secreto de la mesa debajo del sombrero, y me basta. Aparte de eso no toco la magia y, por lo demás, no hago nada de nada. Me limito a quedarme tendido en la cama pensando en la cabeza del conejo y en el cadáver del bebé. Como si fueran una especie de pistas para un acertijo, como si alguien intentara decirme algo, quizá que no corren buenos tiempos para los conejos ni tampoco para los bebés. Que no corren tiempos nada buenos para los magos.

Un agujero en la pared

En la avenida Bernadotte, justamente al lado de la Estación Central de Autobuses, hay un agujero en la pared. Antes hubo ahí un cajero automático, pero se estropeó o algo parecido, o quizá es que simplemente no se usaba, así que vino una camioneta con personal del banco, se lo llevaron y nunca más lo han vuelto a poner.

Alguien le dijo un día a Udi que si se pide a gritos un deseo en ese agujero de la pared, entonces se cumple, pero Udi no se lo creyó demasiado. La verdad es que una vez, cuando volvía por la noche del cine, gritó en el agujero que quería que Dafna Rimlet se enamorara de él, pero no pasó nada. Y en otra ocasión, cuando se sentía terriblemente solo, se desgañitó ante el agujero pidiendo que quería tener un amigo ángel y, aunque es verdad que después apareció un ángel, no resultó ser precisamente un amigo, porque siempre desaparecía cuando realmente lo necesitaba. El ángel era delgado, encorvado y siempre llevaba puesto un impermeable para que no se le vieran las alas. La gente por la calle estaba convencida de que era jorobado. A veces, cuando se encontraban solos, se quitaba el impermeable y, en una ocasión, hasta permitió que Udi le tocara las plumas de las alas, pero cuando había otras personas en la habitación se lo dejaba siempre puesto. Los hijos de Klein le preguntaron un día qué era lo que tenía debajo del impermeable y él les dijo que llevaba una mochila con libros que no eran suyos, y que temía que se mojaran. La verdad es que se pasaba el día mintiendo. Le contaba a Udi unas historias que eran para morirse: de los distintos lugares del cielo, de personas que cuando se van por la noche a casa a dormir dejan las llaves en el contacto del coche, de gatos que no tienen miedo de nada y que ni siquiera saben lo que es zape.

Menudas historias se inventaba, y encima juraba por Dios que eran verdad.

Udi lo quería muchísimo, siempre se esforzaba por creerlo y hasta le prestó dinero alguna vez que lo vio en apuros. El ángel, por el contrario, no ayudaba a Udi en nada, sino que no hacía más que hablar y hablar y contarle todas esas estúpidas historias. Durante los seis años que Udi lo conoció no lo vio fregar ni un solo vaso.

Mientras Udi estuvo haciendo la instrucción en el ejército y realmente necesitaba a alguien con quien hablar, el ángel desapareció de repente durante dos meses para después regresar sin afeitar y con cara de no–me–preguntes–nada. Udi no se lo preguntó y el sábado se sentaron tristes y en calzoncillos en la azotea para calentarse al sol. Udi se quedó mirando las otras azoteas con los cables, los depósitos de agua y el cielo. Se dio cuenta de repente de que durante todos los años que llevaban juntos no había visto volar al ángel ni tan siquiera una sola vez.

–¿Y si volaras un poco? –le dijo al ángel–. Eso te animaría.

Pero el ángel le contestó:

–Deja, que me puede ver alguien.

–Anda, tío –dijo Udi–, vuela sólo un poco, hazlo por mí.

Pero el ángel se limitó a dejar escapar de la boca un ruido repugnante para después escupir en la azotea asfaltada un salivajo mezclado con una flema blanca.

–Déjalo –lo provocó Udi–, seguro que no sabes volar.

–Pues claro que sé –se enfadó el ángel–, lo que pasa es que no quiero que me vean.

En la azotea de enfrente vieron a unos niños que lanzaban a la calle bombas de agua.

–¿Sabes qué? –sonrió Udi–, hace tiempo, cuando era pequeño, antes de conocerte, solía subir aquí a menudo a tirarles bombas de agua a las personas que pasaban ahí abajo por la calle. Les apuntaba justo cuando pasaban por entre las marquesinas –prosiguió Udi, inclinándose ahora sobre la barandilla mientras apuntaba con el dedo hacia el espacio que había entre la marquesina de la tienda de comestibles y la de la zapatería–. La gente levantaba la cabeza hacia arriba, veía una marquesina y no sabía desde dónde le había caído.

El ángel también se levantó, miró hacia la calle y abrió la boca para decir algo. De repente Udi le dio un empujoncito por detrás y el ángel perdió el equilibrio. No fue más que una broma, no quería hacerle nada malo, sólo obligarlo a volar un poco, por divertirse. Pero el ángel cayó los cinco pisos como un saco de patatas. Udi lo miraba atónito, tendido allí abajo en la acera. El cuerpo entero sin moverse y sólo las alas agitándose con una especie de último aliento de vida. Entonces comprendió finalmente que de todas las cosas que el ángel le había dicho nada había sido cierto y que ni tan siquiera era un ángel, sino sólo un hombre mentiroso con alas.

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