Read La chica sobre la nevera Online
Authors: Etgar Keret
No es como si cualquier persona de la calle te contara que está deprimida. Se trata de mi hermano, que se quiere suicidar. Y de toda la gente, viene a contármelo precisamente a mí. Porque a mí es al que más quiere, y también yo a él, aunque sea un coñazo. Porque eso es lo que es, un coñazo.
Mi hermano pequeño y yo estamos juntos en los jardines de la calle Sheinkin, y mi perro Hendriks tira con todas sus fuerzas de la correa para intentar morderle la cara a un niño pequeño que lleva un pantalón de peto. Con una mano lucho por sujetar a Hendriks y con la otra busco el mechero en el bolsillo.
–No lo hagas –le digo a mi hermano. El mechero no está en ninguno de los bolsillos.
–¿Y por qué no? –pregunta mi hermano pequeño–, mi novia me ha dejado por un bombero. Odio los estudios en la universidad. Aquí tienes. Toma fuego. Y mis padres son las personas más pacatas del mundo.
Me lanza su Cricket. Lo cazo al vuelo. Hendriks se escapa. Se abalanza sobre el enano del peto, lo tumba sobre el césped y cierra sus terroríficas fauces rottweilianas sobre la cara del niño. Mi hermano y yo intentamos quitarle a Hendriks de encima, pero éste no lo suelta. La madre del peto se desgañita. El niño, por su parte, permanece en un preocupante silencio. Yo pateo a Hendriks con todas mis fuerzas, pero ni se inmuta. Mi hermano encuentra una barra de hierro en la hierba y se la descarga sobre la cabeza. Se produce un ruido repugnante de huesos quebrados, y Hendriks se desploma. La madre chilla. Hendriks le ha arrancado la nariz a su niño, pero de cuajo. Ahora Hendriks está muerto. Mi hermano lo ha matado y, además, se quiere suicidar, porque le resulta de lo más humillante que su novia le haya sido infiel con un bombero. Y eso que a mí me parece muy respetable que se trate precisamente de alguien que salva a los demás y todo eso. Aunque por él hubiera sido preferible que follara con un camión de la basura. Ahora la madre del niño se me echa encima. Intenta sacarme los ojos con sus largas uñas cubiertas de un esmalte blanco y asqueroso. Mi hermano blande el hierro por el aire y vuelve a descargar un golpe, ahora sobre la cabeza de ella. No se le puede decir nada, está deprimido.
Para Moshe
La aldea entera consistía, en realidad, en un único y largo bulevar. Veinte casas a cada lado. Delante de cada casa había una valla de madera, de modo que si uno hubiera cogido un palo y hubiera echado a correr con él con la punta rozando los barrotes de madera y haciendo un ruido espantoso, habría podido pasar por toda la aldea de una sola vez. Y eso es, exactamente, lo que los niños hacían durante la mayor parte del tiempo. Si echaba uno a correr por el lado izquierdo de la calle en dirección norte, la última casa del bulevar, la que tenía la serie de barrotes al final y después de la cual el palo que llevaba uno en la mano resbalaba, esa casa era la de Hasida Schweig. Casi todos los niños preferían correr por el lado izquierdo, porque en el derecho vivía Nehamiah Hirsch, que estaba algo loco y a veces salía con una escopeta gritándoles que eran unos
Turken
y amenazándolos con dispararles. Pero la mejor dirección en la que correr era de norte a sur, porque quien la escogía terminaba la carrera junto a una de las dos casas más interesantes de la aldea y en ambas tenía muchas probabilidades de que le fueran a dar comida. En una de ellas vivía Eliahu Ofri, que tenía la piel completamente negra y unas patillas en forma de tirabuzón que parecían dos muelles, y justo enfrente de él vivía la familia Nemalim. Dov y Nehama Nemalim, con su hijo Ariel. El caso es que Dov Nemalim no era sólo el tipo más majo de la aldea, cuestión sobre la que no había discusión alguna, sino que además era el más especial de todos. Tenía un vello muy brillante que le cubría todo el cuerpo además de una nariz sorprendente, y sabía bailar estupendamente y contar los chistes más graciosos.
Los viernes por la noche se reunían todos al final del bulevar; entonces Eliahu Ofri sacaba una lata de aceitunas, se ponía a golpearla y a hacer unos ruidos parecidos a «aj... aj... aj...», como si se estuviera ahogando y, al momento, Dov Nemalim se arrancaba con su baile. Era algo digno de verse. Todos los viernes bailaba y nunca se cansaba de ello. Con aquellos movimientos tan suyos, el vello que brillaba a la luz de las antorchas y la lengua que sacaba fuera de la boca y que también bailoteaba, como si gozara de vida propia. La verdad es que resultaba imponente. Los adultos aupaban a los niños a hombros para que pudieran verlo mejor, y todos daban palmas llevando el ritmo. Después de que él y Ofri terminaran su actuación llegaba el turno de Yona Greenberg, que tocaba el violín para que todos bailaran. Cuando se bailaba la
hora
, Dov Nemalim se unía al corro y los demás miraban con envidia cómo él ocultaba en sus enormes manos cubiertas de vello las manos de los que bailaban a su lado.
–Es como llevar guantes –contaban después los que ya habían tenido el honor de probarlo–. ¡Es una pasada!
A veces Dov y Eliahu Ofri organizaban esas veladas también entre semana, y todos se quedaban a bailar hasta casi el amanecer, incluidos los niños. En aquellos días todavía no había escuela en la aldea, y es que nadie había oído hablar de algo así, de modo que a nadie le importaba que los niños se quedaran durmiendo hasta tarde.
Pero todo cambió el día en que llegó a la aldea Alexander Mensch
3
. Y como es natural, llegó de Ningún-sitio. Porque para las gentes de la aldea, todo lugar que no fuera la aldea, era Ningún-sitio. Todos sabían que había otros lugares además de la aldea, como Minsk, Rosh Pina o el campo de tortura turco al norte de Esmirna, sólo que nadie había tenido ocasión de visitarlos, excepto quizá Nehamiah Hirsch. Alexander Mensch llegó a la aldea a eso de las diez de la mañana y Eyal Kesterstein, que justo en ese momento estaba corriendo con su palo rebotando en los barrotes de las vallas desde la casa de Hasida Schweig en dirección sur, se chocó con él y lo hizo caer en un charco. Zeev le pidió perdón e intentó ayudarlo a levantarse, pero Mensch siguió sentado en el charco gritándole a Eyal y a todos los demás niños que eran unos gamberros y que donde debían estar era en la escuela o, en su defecto, en la cárcel. Gritaba tan alto que Nehamiah Hirsch salió afuera con su escopeta de vigilante y lo amenazó con que si no se callaba la boca le dispararía con su escopeta que había matado a más de un musulmán. Mensch no sólo no dejó de gritar, sino que elevó el tono una octava y empezó a aullar diciendo que no había hecho todo el camino desde Berna hasta allí nada más que para que una horda de bárbaros lo matara como a un animal. Pero Hirsch, que tenía fama, y con justicia, de ser el tipo más nervioso de la aldea, había empezado ya a cargar de pólvora la recámara de su alabada escopeta. Por suerte para Mensch sus alaridos habían despertado a Yona Greenberg, que se había quedado dormido hasta tarde ese día, así que le arrebató a Hirsch la escopeta de las manos y hasta consiguió calmar a Mensch y levantarlo del charco. Éste fue llevado enseguida a casa de Hasida Schweig y allí le dieron un par de pantalones secos y le prepararon un café con crema de leche.
Mensch se quedó atónito cuando se enteró de que la aldea a la que, por casualidad, había llegado, no sólo no tenía nombre, sino que también carecía de escuela. A toda persona culta, les explicó, le sorprendería un hecho así, y especialmente a él, que era un conocido pedagogo de Berna. Por ello, le exigía a Yona Greenberg que reuniera en asamblea, y ese mismo día, a todos los habitantes de la aldea. Aquella tarde, pues, que era un viernes, se reunieron todos en un extremo de la aldea. Ofri dejó su lata de aceitunas en casa y Dov Nemalim no bailó. Todos se limitaron a permanecer en silencio y a escuchar a Mensch, que estuvo hablando durante casi una hora. Mensch dijo que había que decidir inmediatamente un nombre para la aldea y construir una escuela a cuyo frente estaría él mismo. Después dijo siete veces «cultura», tres veces «levantinos», cinco veces «vergüenza debería darles» y entremedias coló un montón de palabras y de citas en unos idiomas que nadie entendió. Cuando terminó de hablar clavó en todos los presentes una mirada aterradora, se aplaudió a sí mismo, volvió a decir «cultura» un par de veces y una vez «por las generaciones venideras» y se bajó del estrado. Desde allí se dirigió Mensch con paso orgulloso hacia la casa de Hasida Schweig y la discusión continuó sin él. La verdad es que no se dio una discusión propiamente dicha, sino que los únicos que hablaron fueron Hirsch y Yona Greenberg. Hirsch dijo que no se podían permitir que el turco se diera cuenta de que le tenían miedo y que por él le podían pegar un tiro directamente como si fuera un perro, mientras que por el contrario Yona Greenberg aconsejó que se hiciera todo lo que Mensch decía porque «si no hacemos exactamente lo que él dice nos seguirá dando la lata eternamente a todos». Al final el asunto se sometió a votación. Todos se abstuvieron, porque no entendían muy bien qué era lo que pasaba, excepto Nehamiah Hirsch, que condenó manifiestamente la votación, y Yona Greenberg, que votó a favor de las dos propuestas de Mensch. A la mañana siguiente se proclamó oficialmente el nombre de la aldea y empezaron a construir la escuela donde un día había estado el granero. Mensch propuso llamar a la aldea Progreso, porque opinaba que el simbolismo había funcionado en más de una ocasión como punta de lanza para la materialización de una realidad deseada, y todos estuvieron de acuerdo con él porque recordaban muy bien lo que había dicho Yona Greenberg la noche anterior. Yona preparó también el enorme letrero que llevaba el nombre de la aldea y que clavaron en la entrada sur, y prometió preparar otro letrero para la parte norte. Los demás ayudaban en la construcción de la escuela, menos Hirsch, que andaba dando vueltas como un buitre alrededor del viejo granero apoyándose de vez en cuando en su escopeta de vigilante mientras le lanzaba a Mensch unas miradas llenas de animadversión.
La construcción de la escuela duró un par de semanas. Mensch prohibió cualquier tipo de celebración durante esas dos semanas para que la gente de la aldea no perdiera sus fuerzas, pero prometió el desarrollo de un acto cultural una vez terminada la construcción. Durante la velada festiva en honor a la finalización de la obra Mensch prohibió a Ofri que golpeara la lata de aceitunas y a Dov Nemalim que bailara, y en lugar de eso recitó él mismo tres poemas de Schiller y uno de Goethe y tocó con el violín de Yona una melodía imposible de bailar que había escrito un austriaco ya fallecido. Después los obligó a todos a irse a dormir porque al día siguiente les esperaba un día de trabajo y de estudio que sería el primero de una maravillosa tradición que cambiaría el aspecto de la aldea Progreso por completo.
La escuela empezó a funcionar, y en unas cuantas semanas hasta se acostumbraron un poco a ella.
–A todo se acostumbra uno, hasta a las brasas crepitando entre los dedos de los pies –dijo Nehamiah Hirsch, que tenía bien grabado en la memoria el tiempo que había pasado como prisionero en época de los turcos.
De todas formas aún se acercaba, algunas veces, hasta el patio de la escuela con su escopeta de vigilante, aunque lo hacía más por cumplir con su papel de oponente que por representar una verdadera amenaza. Al contrario que Hirsch, eran muchos los que estaban muy contentos con la apertura de la escuela porque ahora los niños no andaban corriendo con los palos a lo largo de las vallas atronando el mundo. Mensch dividió los estudios por días: los domingos, los lunes y los martes eran los días dedicados a la cultura, durante los que los niños tenían que aprenderse de memoria poemas en idiomas que no conocían; los miércoles, los jueves y los viernes eran los días de la
Wissenschaft,
en los que estudiaban las ciencias.
Sería dos o tres meses después de la inauguración de la escuela, un viernes, el último día de la semana que tocaba Wissenschaft, cuando comenzó la triste historia de la familia Nemalim.
El viernes era el día de las Ciencias naturales, y Mensch lo dedicaba cada vez a una planta o a un animal sobre los que hablaba con detalle. Aquel viernes Mensch entró en la clase con un póster enrollado que enseguida desplegó y clavó en el marco de la pizarra con unas chinchetas. Los alumnos vieron con asombro el rostro de Dov Nemalim que les sonreía desde el póster. No acababan de entender muy bien qué tenía que ver él con la clase de ciencias naturales, pero Mensch les explicó que se trataba de un animal inferior, un mamífero que andaba a cuatro patas y que se alimentaba de hormigas. Ariel Nemalim, que estaba sentado en el último pupitre, se levantó y salió huyendo de la clase con lágrimas en los ojos. Al cabo de una hora volvió con su padre. Cuando Dov Nemalim entró en el aula parecía realmente furioso.
–Mensch, quisiera hablar con usted –masculló.
–Ahora no –le espetó Mensch–, dentro de una hora, cuando terminen las clases.
Dov Nemalim asintió.
–De momento vuelve a clase –le dijo a Ariel con delicadeza, antes de salir. Ariel quiso volver a su sitio, pero Yael Leibovitch no le dejó sentarse en la silla que estaba a su lado.
–Aj, qué asco, no quiero que te sientes aquí –le dijo–, sal fuera a comer hormigas con el asqueroso de tu padre.
Como Mensch le riñó, Yael dejó que Ariel se sentara a su lado, pero apartó la silla cuanto pudo manifestando abiertamente su repugnancia. Mensch se puso a explicar la reproducción del oso hormiguero y todos clavaron una mirada burlona en Ariel.
–¿Así es que tu madre se pone a cuatro patas, eh? –susurró Ofer Tsvieli a Ariel–. ¿También es así como te hicieron a ti?
Los niños veían desde la ventana al padre de Ariel sentado en las escaleras con la mirada clavada en el suelo.
–Seguro que anda buscando hormigas para comer –dijo Yael a Eyal Kesterstein.
Ariel se quedó callado, también con la mirada fija en el suelo. Al término de la lección los niños salieron corriendo de la clase. Todos se apartaron del padre de Ariel y Ofer Tsvieli incluso lo insultó desde lejos. El padre de Ariel no dijo nada, sino que se quedó esperando a que todos los niños salieran de la clase y después entró para hablar con Mensch.
–No lo comprendo, señor Mensch –dijo Dov Nemalim, meneando la cabeza en señal de contrariedad–. ¿Por qué hace usted esto? ¿Por qué les enseña a los niños todas esas mentiras sobre mí? ¿Por qué le estropea así la vida a mi hijo?
–¿Mentiras? ¡Pues vaya! –dijo Mensch en tono despectivo y dándose una gran importancia. Y mientras enrollaba el póster que colgaba de la pizarra añadió–: Son hechos científicamente contrastados y recopilados por los más prestigiosos estudiosos del mundo...
–¿Hechos contrastados? –lo interrumpió furioso Dov Nemalim–. ¿Pero qué palabrería es ésa? ¿Le parece a usted que yo ande a cuatro patas? ¿Acaso me alimento yo de hormigas? ¿Está usted en su sano juicio?
–Mire, señor Nemalim, no me niegue usted los hechos. Tiene usted una buena piel de brillante pelo, la lengua de una longitud fuera de lo normal y, además, se llama usted
Dov Nemalim...
–Yona Greenberg se llama
Yona,
y sin embargo no anda usted enseñándoles a los niños que ese señor vuela y les caga en la cabeza –volvió a estallar furioso Dov Nemalim–, lo que usted les cuenta no son ni hechos ni nada. No es más que pura palabrería, una palabrería que acabará por arruinarle la vida a mi familia, pero eso a usted parece no importarle. Nada parece importarle fuera de su Wissen Schaft de la mierda y todos esos poetas alemanes muertos desde hace ya doscientos años... –y en ese punto Dov Nemalim dejó de hablar. Respiró profundamente un par de veces y se secó los ojos con la piel que le cubría el dorso de la mano.
–Me interrumpe usted continuamente –masculló Mensch en un tono correcto pero colérico–, y se empeña usted en ignorar el buen gusto. No le veo ningún sentido a mantener una discusión...
Esta vez no fue Dov Nemalim quien interrumpió las palabras de Mensch, sino los gritos de los niños que llegaban desde fuera. El padre de Ariel salió corriendo enseguida. Fuera zumbaba un enjambre de niños. Dov Nemalim los miró sin decir nada durante unos segundos hasta que Yael Leibovitch, sobre la que justamente caía su sombra, se dio cuenta de su presencia y dio la voz de alarma. Todos los niños salieron huyendo. El único que quedó fue Ariel. Estaba caído en la arena con los pantalones medio bajados y la camisa hecha jirones. Mientras su padre había estado hablando con Mensch, los niños lo habían echado al suelo para meterle hormigas por la ropa.
–Ven, vámonos de aquí –dijo Dov Nemalim a Ariel, al tiempo que le daba la mano y lo ayudaba a levantarse. Después miró por última vez el edificio de la escuela. A través de la puerta abierta del aula vio a Mensch atando el póster enrollado con un cordón–. Ven a casa, hijo –añadió posando su mano sobre el hombro de Ariel–, porque aquí ya no tenemos con quién hablar.