La cicatriz (65 page)

Read La cicatriz Online

Authors: China Miéville

Tags: #Ciencia Ficción, #Fantasía

BOOK: La cicatriz
7.89Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Son peligrosos —dijo Bellis sencillamente—. Son fanáticos. No sé si pueden atravesar realmente el Océano Vacío pero… ¡esputo divino! No quiero averiguarlo. Los… los he oído, Silas, cuando están solos —él la atravesó con la mirada pero no preguntó cómo—. Sé cómo son. No pienso permitir que gente como ésa… visionarios, que los dioses nos ayuden… nos lleve a todos al otro lado del mundo, a un lugar que podría ni existir y que si existe es el sitio más peligroso de todo Bas-Lag. Cada vez nos estamos alejando más de Nueva Crobuzón. Y todavía no he abandonado la esperanza de regresar allí.

Bellis se dio cuenta de que estaba temblando. Ante la idea de alejarse tanto de su hogar. ¿Y si Uther y los demás estaban en lo cierto? ¿Y si sobrevivían a la travesía?

Una multitud de posibilidades. El pensamiento la aterraba. Lo encontraba amenazante por completo, socavaba su ser a un nivel existencial. Hacía que se sintiera tan completamente contingente que la ofendía y la aterrorizaba al mismo tiempo.

Como un abrevadero en la sabana
, pensó de forma confusa,
donde los fuertes, los depredadores y los débiles aceptan una tregua para poder beber, la gacela, el ñu, el elefante y el león. Todas las posibilidades reunidas en puñetera armonía y la vencedora, la más fuerte, el
hecho,
la real, dejando que las que han fallado vivan, dejando que todas ellas vivan. Pacifista y patética
.

—Por eso no lo cuentan —dijo—. Saben que la gente no querrá.

—Tienen miedo —murmuró Silas.

—Los Amantes son fuertes —dijo Bellis—. Pero no podrían hacer frente a todos los demás paseos. Y, lo que es más importante, no podrían hacer frente a su propio pueblo.

—Una revuelta —dijo Silas con voz entrecortada y Bellis sonrió sin alegría.

—Un
motín
—respondió—. Temen un motín. Y para eso necesitamos a Simon Fench.

Silas asintió lentamente y entonces siguió un largo silencio.

—Tiene que hacer correr la voz —dijo al cabo de un rato—. Panfletos, rumores y todo lo demás. Es lo que mejor sabe hacer; yo puedo asegurarme de que lo hace.

—Lo siento, Bellis —dijo Silas cuando ella se levantaba para marcharse—. No he sido un gran amigo. He sido tan… He tenido mucho que hacer… cosas difíciles. Antes me he portado como un grosero y lo siento.

Al mirarlo, Bellis sintió desagrado… junto a, paradójicamente, las últimas y apagadas brasas de lo que una vez había sido afecto. Como un jirón de memoria.

—Silas —dijo mientras esbozaba una sonrisa fría—. No nos debemos nada el uno al otro. Y no somos amigos. Pero a ambos nos conviene que caigan los Amantes. Yo no puedo hacer nada pero es posible que tú sí. Espero que lo intentes y que me cuentes lo que pasa. Eso es todo. Ésa es toda la comunicación que espero de ti. No quiero que contactes conmigo como un
amigo
.

Silas Fennec se quedó en el Pashakan un buen rato después de que Bellis se hubiera marchado. Leyó algunos de los panfletos y periódicos mal impresos mientras el cielo se iba oscureciendo. Ahora los días eran sensiblemente más largos y él recordaba los veranos de Nueva Crobuzón.

Esperó allí mucho rato; aquel era el lugar al que se dirigía la gente lo bastante resuelta para encontrarlo. Pero bebió y leyó a solas. Una mujer cubierta de andrajos levantó la vista hacia él y lo miró con curiosidad cuando salió de la sala… ésa fue toda la atención que recibió.

Regresó a su casa, al grasiento navío de hierro
Droguería
, por las enrevesadas rutas y pasarelas de Vos-y-los-Vuestros. Se encontraba en una parte tranquila de la ciudad. A su lado se erguía un viejo barco factoría de aspecto amenazante: el manicomio de Armada.

Esperó en casa, situada en uno de los indistintos edificios de hormigón construidos junto a la chimenea del
Droguería
, a la sombra del manicomio. A las once en punto llamaron a su puerta: su contacto había llegado. Por vez primera desde hacía varios días, tenían algo importante de que hablar. Fennec caminó con lentitud hasta la puerta y mientras lo hacía sus andares, su expresión y su porte cambiaron ligeramente.

Cuando abrió la puerta se había convertido en Simon Fench.

Al otro lado se encontraba un gran hombre cacto entrado en años que miraba nerviosamente en derredor.

—Hedrigall —dijo Fennec en voz baja con una voz que no era del todo la suya—. Te esperaba. Tenemos que hablar.

En la aguzada y oscura arquitectura del navío lunar
Uroc
, los vampiros se estaban reuniendo.

El Brucolaco había convocado un cónclave de sus lugartenientes a-muertos, sus hombres. Mientras la luz del crepúsculo iba cediendo paso a la noche, se fueron posando, silenciosos y livianos como hojas, en el navío lunar.

Todos los ciudadanos de Otoño Seco sabían que sus vampiros estaban siempre vigilando. No llevaban uniforme y sus identidades no eran conocidas.

El bacilo que inducía la hemofagia fotofóbica —la maldición del vampirismo— era caprichoso y débil, se transmitía sólo por la saliva y no tardaba en degenerar y perecer. Sólo si la víctima no moría y si el mordisco había sido directo, de boca a piel de manera que parte de la saliva del a-muerto penetrase en lo que quedaba de la corriente sanguínea de la presa, existía una pequeña posibilidad de que ésta fuera infectada. Y, si sobrevivía a las fiebres y los delirios, despertaría una noche, tras haber muerto y haber nacido renovada, como un a-muerto, presa de un hambre voraz. Su cuerpo reconfigurado, muchas veces más rápido y fuerte. Inmune al envejecimiento, capaz de sobrevivir a las peores heridas. E incapaz de soportar la luz del sol.

Todos los que formaban el ejército de Otoño Seco habían sido escogidos con sumo cuidado por el Brucolaco. La hemotasa se decantaba antes de consumirse, para evitar infecciones involuntarias. Aquellos de los que el Brucolaco bebía directamente eran sus servidores de más confianza, los más leales, a los que ofrecía el honor de poder sufrir la a-muerte (no habían faltado, por supuesto, las traiciones en el pasado. Sus elegidos, ebrios de poder, se habían vuelto contra él. Se habían producido infecciones no autorizadas e intentos de acabar con su a-vida. El Brucolaco los había aplastado a todos, con tristeza pero sin esfuerzo).

Todos sus lugartenientes lo rodeaban ahora, en el gran salón del
Uroc
. Docenas de ellos, libres de la necesidad de ocultarse, cuyas lenguas serpentinas podían liberarse casi con lujuria y saboreaban el aire con auténtico deleite. Hombres y mujeres y jóvenes andróginos.

Delante de todos, casi al lado del Brucolaco, se encontraba la andrajosa mujer que había espiado a Fennec en el Pashakan. Cada uno de los vampiros miraba fijamente a su amo y señor con los ojos sobrenaturales muy abiertos.

Después de un silencio muy prolongado, el Brucolaco habló. Su voz era silenciosa. Si quienes se encontraban en la habitación hubieran sido humanos, no habrían podido oírlo.

—Hermanos —dijo—, todos sabéis por qué estamos aquí. Os he revelado a todos hacia dónde nos dirigimos, hacia dónde pretenden llevarnos los Amantes. Nuestra oposición a sus planes es bien conocida. Pero somos una minoría, nadie confía en nosotros, no podríamos movilizar a la ciudad. No nos escucharán y tenemos las manos atadas. Sin embargo, puede que las cosas estén cambiando. Los Amantes confían en la inercia y el tiempo para que cuando su propósito se haga evidente, sea demasiado tarde para oponerse. Para entonces, esperan, los habitantes de la ciudad se convertirán en rehenes voluntarios —esbozó una sonrisa lasciva y lamió el aire con su gran lengua—.
Ahora bien
, según parece, van a empezar a correr rumores. Uno de los nuestros asistió anoche a una fascinante conversación.
Simon Fench
sabe adónde nos dirigimos. —Asintió en dirección a la mujer de los andrajos—. La muñeca crobuzoniana de Doul, precisamente ella, ha descubierto lo que está ocurriendo y se lo ha contado al señor Fench… o Fennec, o como quiera que se haga llamar. Sabemos dónde vive, ¿no es así? —La mujer asintió—. Fennec está pensando en distribuir uno de sus inflamatorios panfletos. Trataríamos de intervenir si pudiéramos, de ayudarlo, pero es un operador solitario y si descubriera que lo hemos descubierto nos evitaría y desaparecería. No queremos arriesgarnos a interferir en sus esfuerzos. Podemos confiar —subrayó el Brucolaco— en que pronto sea capaz de hacerlo por sí sólo y que eso provoque una crisis en Anguilagua. Después de todo, aún no hemos llegado al Océano Oculto. Pero… —pronunció la palabra con frialdad y dureza y sus lugartenientes lo miraron con toda atención—. Pero debemos hacer algunos preparativos, por si Fench fallara. Hermanos… —levantó los brazos mientras proseguía con sus guturales susurros—. Hermanos, ésta es una lucha que no podemos perder. Confiamos en que Fench tenga éxito. Pero si no lo hace, debemos estar preparados para poner en marcha otro plan. Tomaré esta maldita ciudad por la fuerza si debo hacerlo.

Y su ejército de a-muertos siseó y musitó para mostrar su conformidad.

36

Hacia el norte, lenta e inexorablemente arrastrados, mientras los días se convertían en semanas. La ciudad esperaba. Nadie sabía lo que iba a ocurrir pero no había forma de que aquel avance ininterrumpido prosiguiera sin incidentes. La tensión se apoderó de Armada.

Bellis esperaba oír noticias sobre el panfleto de Fench en cualquier momento. Lo imaginaba en las entrañas de la ciudad, en las profundidades de algún barco, paciente, reuniendo información, controlando a sus informadores.

Algunas noches, impelida por una fascinación morbosa que la asombraba, se dirigía a las cubiertas inferiores del
Grande Oriente
y se acurrucaba bajo las habitaciones de los Amantes. En su jadeante amor sin resuello escuchaba una tensión nueva. «Pronto», oyó decir en un siseo a uno de ellos y «Joder, sí, pronto», respondió el otro con un gemido.

Había diferencias entre sus pequeños gritos que ahora Bellis podía discernir. La Amante parecía más intensa, más resuelta. Era ella la que parecía impaciente, hambrienta de desenlace, era ella la que susurraba
pronto
más a menudo, la que estaba más entregada al proyecto. Su amante estaba entregado a ella. Ronroneaba y murmuraba tras la estela de las palabras de ella.

El tiempo se estiró. Bellis se sentía cada vez más frustrada por Uther Doul.

Con el avance de la ciudad hacia el norte, habían abandonado rápidamente la zona de las tormentas y del calor y habían penetrado en una más templada, cálida y ventosa, que recordaba al verano de Nueva Crobuzón.

Cinco días después de que Bellis y Silas se hubieran encontrado en el Pashakan, se produjo una conmoción en el cielo de Armada, a bordo del dirigible
Arrogancia
.

Mientras Bellis se encontraba con Uther Doul en la cubierta del
Grande Oriente
, contemplando el Parque Crum, Hedrigall estaba de servicio, trabajando con otros cerca de los grandes cabos que mantenían al
Arrogancia
amarrado a la popa del barco.

—¡Correo! —gritó y los tripulantes abandonaron rápidamente la zona que rodeaba al nudo. Un pesado saco aterrizó con estrépito sobre los sacos que hacían de amortiguador.

Los movimientos de Hedrigall mientras abría la saca eran rutinarios y Bellis empezó a apartar la mirada. Pero cuando el hombre cacto abrió el mensaje que contenía, su comportamiento cambió de forma tan violenta que los ojos de la mujer volvieron a él como impulsados por un resorte. Hedrigall corrió hacia Uther y ella tan deprisa que por un instante Bellis pensó que se disponía a atacarlos. Se puso tensa mientras el cuerpo grande y musculoso del cacto hacía resonar con sus zancadas los tablones de cubierta.

Hedrigall les tendió el mensaje con el brazo rígido.

—Barcos de guerra —le dijo a Doul—. Acorazados. Una flotilla de Nueva Crobuzón. A treinta y cinco millas marítimas y acercándose. Estarán aquí dentro de dos horas. —Se detuvo y sus verdes labios se movieron sin pronunciar sonido alguno hasta que finalmente habló con un tono de completa incredulidad—. Nos atacan.

Al principio, la gente parecía perpleja, incrédula. Grandes masas de hombres y mujeres se reunieron en cada paseo, en cada buque insignia, armados y ataviados con sus armaduras, con aire hosco y confuso.

—Pero no tiene ningún sentido, Doul, señor —arguyó una mujer en el
Grande Oriente
—. Estamos a casi
seis mil kilómetros
de Nueva Crobuzón. ¿Cómo han llegado hasta aquí? ¿Y cómo es que los nauscopistas no han visto nada? Deberían de haberlos avistado ayer. Y, además, ¿cómo iban a encontrarnos los crobuzonianos…?

Doul la interrumpió con una voz lo bastante alta como para hacer que todos cuantos pudieran oírlo guardaran silencio.


No nos importa el cómo
—rugió—.
No nos importa el porqué. Habrá tiempo de sobra para eso después de la matanza. Por ahora sólo tenemos tiempo para luchar, como jodidos perros, como tiburones enfebrecidos. O luchamos o la ciudad morirá
.

Sus palabras acallaron toda discusión. La gente apretó los dientes y en todas las mentes, la pregunta
¿Cómo lo han hecho?
quedó registrada y apartada para más tarde.

Los cinco grandes barcos de guerra con que contaba la ciudad viraron en dirección oeste y se alejaron algunos kilómetros para interponerse como un muro curvado entre Armada y la flota que se aproximaba.

A su alrededor y entre ellos navegaban los pequeños acorazados de Armada, navíos pequeños y robustos pintados de gris metálico, sin ventanas y erizados de cañones. A ellos se unieron todos los barcos piratas que se encontraban en los muelles. Sus tripulantes parecían resueltos mientras trataban de no pensar en su valentía suicida: estaban armados y preparados para enfrentarse a barcos mercantes, no a buques de guerra. Pocos de ellos regresarían a sus casas y lo sabían.

No había divisiones entre los paseos. Tripulaciones leales a todos los gobernantes se preparaban y se armaban codo con codo.

Los vigías del
Arrogancia
seguían enviando más mensajes, a medida que los barcos de Nueva Crobuzón se divisaban con mayor claridad. Uther Doul se lo transmitía a los Amantes.

—Deben de estar aquí por su maldita plataforma —dijo en voz baja para que sólo ellos dos pudieran oírlo—. Sea como sea, nos superan en potencia de fuego. Tenemos más barcos pero la mitad de ellos son de madera. Ellos cuentan con siete grandes barcos de guerra y muchos más exploradores que nosotros. Deben de haber enviado casi la mitad de su flota.

Other books

PctureThis by Kaily Hart
Honeycote by Henry, Veronica
Rising Darkness by D. Brian Shafer
Ghost Rider by Bonnie Bryant
Marrying the Mistress by Juliet Landon
We Were Here by Matt de la Pena
Death Takes Wing by Amber Hughey
Miles in Love by Lois McMaster Bujold
Windswept by Anna Lowe