La Ciudad de la Alegría (23 page)

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Authors: Dominique Lapierre

Tags: #Drama

BOOK: La Ciudad de la Alegría
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»Ahora había que realizar los ritos funerarios. Se discutió con los demás conductores de
rickshaws
si íbamos a llevarle al
ghat
de las incineraciones a pie o si era preferible alquilar un
Tempo
. En Calcuta se pueden alquilar esas camionetas de tres ruedas por una hora, dos horas, el tiempo que se quiera. Cuesta treinta rupias la hora. Dada la distancia que había hasta el
ghat
de Nimtallah, nos pusimos de acuerdo para alquilar un
Tempo
. Yo entonces propuse hacer una colecta entre nosotros. Unos dieron veinte rupias, otros diez, otros cinco. Yo busqué en el cinturón de Ram, donde sabía que escondía su dinero, y encontré veinticinco rupias. Sus vecinos quisieron sumarse a esta colecta, porque Ram era muy querido en todo el barrio. No había nadie como él para contar historias, y los niños le adoraban. Alguien fue a buscar unos vasos de té en la
tea stall
más cercana, y todos bebimos en torno a nuestro compañero. ¿Era a causa de su sonrisa? No había tristeza. Se discutía, se iba y venía como si aún estuviera vivo y fuese a hablar él también. Con otros tres compañeros, fuimos al mercado que hay cerca de la estación de Sealdah con objeto de comprar todo lo necesario para los ritos, empezando por las parihuelas para llevar el cadáver hasta el
ghat
. También compramos bastoncillos de incienso, un pote de
ghee
[35]
, cinco metros de tela de algodón blanco y un largo cordón para atar la tela alrededor del cuerpo. Y también varias guirnaldas de jazmín blanco y un cacharro de barro para verter agua del Ganges en la boca y sobre la cabeza del muerto.

»Nos considerábamos como su propia familia, y por eso también nos encargamos de su último aseo. No llevó mucho tiempo. Ram había muerto llevando su calzoncillo, su
longhi
y su camiseta de trabajo. Le lavamos y envolvimos su cuerpo en la mortaja que habíamos comprado. Ahora sólo veíamos su rostro y la extremidad de sus pies. Luego le pusimos en las parihuelas. ¡Pobre Ram! La verdad es que pesaba muy poco. Nadie que tire de un
rickshaw
pesa mucho, pero él batía el récord de los pesos pluma. Desde el último invierno había debido de perder unos veinte kilos. Últimamente se veía obligado a no aceptar a los pasajeros demasiado gordos. ¡No puede pedirse a una cabra que tire de un elefante! Luego adornamos las parihuelas con las guirnaldas de jazmín blanco y encendimos bastoncillos de incienso en las cuatro esquinas. Uno tras otro dimos una vuelta en torno al cadáver para dirigirle un Namaskar de despedida.

»Antes de salir del cobertizo recogí todo lo suyo. No tenía gran cosa, unos utensilios de cocina, un
longhi
de recambio, una camisa y un pantalón para las fiestas de Durga y un viejo paraguas. Era todo lo que poseía.

»Seis de nosotros subimos al
Tempo
con Ram, y los demás cogieron un autobús para ir hasta el
ghat
de las cremaciones a orillas del río. Era como ir a la fiesta de Durga, sólo que no llevábamos al río sagrado una estatua de la divinidad, sino el cadáver de nuestro amigo. Necesitamos más de una hora para cruzar la ciudad de este a oeste, y durante este tiempo nos dedicamos a cantar himnos. Los versículos procedían de la Gita, el libro sagrado de nuestra religión. Todos los hindúes los aprenden de labios de sus padres cuando son niños. Cantan la gloria de la Eternidad.

»Nos reunimos con los otros en el
ghat
. Allí había hogueras que ardían permanentemente, y varios muertos esperaban en sus parihuelas. Fui a hablar con el responsable de las cremaciones. Era un empleado que pertenecía a la casta de los Dom. La incineración de los muertos es su especialidad. Viven con su familia junto a las hogueras. El responsable me pidió ciento veinte rupias para comprar leña. La leña de una cremación es muy cara. Ésta es la razón por la que se echa a los indigentes y a los que carecen de familia al río sin quemarlos. Además, me pidió veinte rupias por los servicios de un sacerdote, y encima diez rupias para el empleado que iba a preparar la hoguera. En total, costaba ciento cincuenta rupias hacer desaparecer, convirtiéndolo en humo, el cuerpo de nuestro amigo. Cuando llegó nuestro turno, bajé hasta el río para llenar de agua el cacharro de barro, y cada uno de nosotros vertió unas gotas en los labios de Ram. El brahmán derramó el
ghee
que habíamos llevado sobre su frente y recitó los
mantras
rituales. Luego depositamos el cadáver sobre la pira. El empleado lo recubrió con otros leños hasta aprisionarlo completamente en una jaula de ramaje. El brahmán volvió a derramar
ghee
por entre los leños. Sólo se veía un poco del blanco de la mortaja a través de toda aquella masa de color pardo.

»A medida que se acercaba el instante final, yo sentía que la emoción formaba un nudo en mi garganta, y que las lágrimas acudían a mis ojos. Por muy endurecido que se esté, no dejaba de ser impresionante ver a un hermano metido en una pira, a punto de arder. Volvieron a mi memoria imágenes de cuando nos conocimos delante del almacén del Barra Bazar, cuando llevamos al
coolie
herido al hospital; aquella primera botella de
bangla
que bebimos juntos; nuestros domingos jugando a cartas en la taberna de Park Circus; nuestras visitas al hombre de confianza del propietario de los
rickshaws
para suplicarle que me confiara el carrito. Sí, en esta ciudad inhumana Ram había sido mi hermano, y ahora, sin él, me sentía como un huérfano. Uno de los demás debió de darse cuenta de mi dolor, porque se acercó, puso su mano sobre mi hombro y dijo: “No llores, Hasari. Todo el mundo ha de morir algún día”. Tal vez no fuese una frase muy consoladora, pero me ayudó a rehacerme. Me acerqué a la hoguera.

»Como Ram no tenía familia en Calcuta, el brahmán decidió que fuera yo quien hundiese la antorcha encendida en la pila de leña. Tal como exigía el rito, di cinco vueltas en torno a la hoguera y luego hundí la antorcha por el lugar donde se encontraba la cabeza. La hoguera se encendió en seguida en medio de un crepitar de chispas. Tuvimos que retroceder a causa del calor. Cuando las llamas alcanzaron el cuerpo, deseé a Ram un buen viaje. Le deseé sobre todo que volviese a nacer con un
karma
mejor, en la piel de un
zamindar
, por ejemplo, o en la de un propietario de
rickshaws
.

»La cremación duró varias horas. Cuando ya no quedó más que un montón de cenizas humeantes, uno de los encargados de las cremaciones las regó con agua del Ganges, luego nos las entregó en un tiesto de barro cocido y todos juntos bajamos hasta el río para derramar las cenizas en el agua, a fin de que fuesen llevadas hacia la eternidad de los océanos. Después de lo cual todos nos sumergimos en el Ganges como baño purificador. Y nos fuimos.

»Quedaba todavía un último rito. Aunque era más una tradición que un rito. Para rematar aquella triste jornada, invadimos una de las numerosas tabernas que funcionaban día y noche en la proximidad de los
ghats
de cremaciones, y pedimos numerosas botellas de
bangla
. Por fin, completamente borrachos, fuimos a cenar todos juntos. Fue un verdadero festín de
curd
, de arroz, de
dal
y de confites. Un festín de ricos para honrar dignamente la muerte de un pobre.»

29

U
N viejo edificio leproso, una escalera que apestaba a orines, un hormigueo de siluetas en
dhoti
deambulando con desgana en todas direcciones, la Aduana de Calcuta era un templo clásico de la burocracia. Agitando como un talismán el aviso de llegada de su paquete de medicamentos, Paul Lambert se metió en la primera oficina. Pero apenas había dado dos pasos cuando su ardiente entusiasmo se enfrió. Impresionado por el espectáculo, se detuvo, como fascinado. Ante él se extendía un campo de batalla de viejas mesas y estantes hundiéndose bajo montones de expedientes desmochados que vomitaban un mar de papelorios amarillos vagamente unidos entre sí por trozos de cordón, rimeros de registros roídos por las ratas y las termitas, algunos de los cuales parecían remontarse al siglo pasado. El agrietado cemento del suelo también aparecía sembrado de papeles. De unos desvencijados cajones colgaba una variedad infinita de impresos. En la pared Lambert vio el calendario de un año lejano, con una efigie polvorienta de la diosa Durga abatiendo al demonio-búfalo, la encarnación del mal.

Una decena de
babúes
vestidos de
dhoti
estaban sentados en medio de aquel desastre, bajo una batería de ventiladores que provocaban un verdadero siroco de aire húmedo y tibio que levantaba torbellinos de papeles. Mientras los unos se esforzaban por atraparlos, como si se dedicaran a cazar mariposas, otros, ante viejas máquinas de escribir, tecleaban con un solo dedo, deteniéndose después de cada letra para comprobar si habían pulsado la tecla debida. Otros hablaban por teléfonos de los que no parecía salir ningún hilo. Muchos parecían ocupados en actividades que no siempre eran profesionales. Leían el periódico o sorbían su té con una circunspección de brahmán absorbiendo el agua sagrada del Ganges. Otros dormían con la cabeza apoyada sobre los papeles que cubrían su mesa, como momias sobre un lecho de papiros. Otros, en fin, instalados en sus asientos en la posición hierática de los
yoguis
, parecían haber alcanzado la etapa última del nirvana.

Sobre un zócalo, cerca de la entrada, tres deidades del panteón hindú, reunidas por un ovillo de telarañas, presidían la inmensa oficina, mientras que un retrato de Gandhi lleno de polvo contemplaba aquel caos con resignación. En la pared opuesta, un cartel amarillento proclamaba la gloria del trabajo en equipo.

La entrada de un extranjero no suscitó ni el menor asomo de interés. Lambert abordó por fin a un hombrecillo descalzo que pasaba con una tetera. El empleado señaló con la barbilla a uno de los funcionarios que escribía a máquina con un dedo. Pasando por encima de unas montañas de legajos, el sacerdote llegó junto al hombre en cuestión y le tendió el aviso recibido por correo. El
babú
de gafas examinó largamente el papel. Luego, midiendo con la vista a su visitante, le preguntó:

—¿El té lo prefiere solo o con leche?

—Con leche —respondió Lambert estupefacto.

El hombre dio varios timbrazos hasta que surgió una sombra de entre las pirámides de carpetas que había detrás de su escritorio. Pidió un té. Luego, manoseando el documento, consultó su reloj.

—Son casi las doce, la hora del almuerzo. Después será un poco tarde para encontrar lo que busca antes de cerrar la oficina. Vuelva mañana por la mañana.

—Se trata de un envío muy urgente de medicamentos —protestó Lambert—. Para una persona que corre peligro de muerte.

El funcionario adoptó un aire compasivo. Luego, señalando las montañas de papelotes que le rodeaban, dijo:

—Espere su té. Haremos todo lo que podamos para encontrar su paquete lo más aprisa posible.

Después de pronunciar estas palabras con la mayor de las afabilidades, el
babú
se levantó y se alejó.

El día siguiente, a las diez en punto, que en la India es la hora en que se abren las oficinas públicas, Lambert estaba de vuelta. Le precedía una cola de unas treinta personas. Unos minutos antes de que le llegara el turno, vio que el mismo funcionario con gafas se levantaba y se iba igual que la víspera. Era la hora del almuerzo. Se precipitó tras él. Siempre con la misma cortesía, el
babú
se contentó con señalar su reloj con grave expresión. Se disculpó: eran las doce. Por mucho que suplicó Lambert, permaneció inflexible. El francés decidió quedarse allí y esperar su regreso. Pero aquella tarde, al parecer lo mismo que otras, y por una razón desconocida, no volvió a comparecer por el despacho.

Por desgracia, el día siguiente era el único sábado festivo del mes. Lambert tuvo que esperar hasta el lunes. Después de tres horas de cola en los peldaños de la escalera manchados de jugo de betel, volvió a encontrarse ante el
babú
de las gafas.


Good morning
, Father! —le dijo amablemente este último, antes de pronunciar la invariable pregunta: «el té, ¿lo prefiere solo o con leche?».

Lambert esta vez estaba lleno de esperanza. El
babú
empezó por meterse en la boca un pedazo de betel que acababa de confeccionar. Después de algunos esfuerzos de masticación, se levantó para dirigirse hacia un armario metálico. Aplicando toda su fuerza al picaporte, necesitó varios intentos antes de abrirlo. Cuando la puerta giró sobre sus goznes, al armario vomitó un alud de legajos, registros, cuadernos y papelorios diversos, que casi sepultó al infortunado funcionario. De no haber estado en juego una vida humana, Lambert se hubiese echado a reír. Pero la urgencia pudo más que su calma. Se precipitó hacia el náufrago, decidido a extirparlo por fuerza de su océano de papeles y a obtener la entrega inmediata del paquete de medicamentos. Pero aún no conocía las trampas a veces sutiles de la burocracia legal. En su impulso tropezó con unos cocos que otro
babú
había dejado al pie de su sillón para calmar la sed en el curso de la mañana. Afortunadamente no faltaban papeles en el suelo para amortiguar su caída.

El incidente tuvo un efecto benéfico. El funcionario de las gafas empezó a hojear una a una las páginas de varios libros registro caídos del armario. Lambert le observaba detenidamente, fascinado. Sus dedos se deslizaban por un laberinto de casillas y de columnas en busca de algún
mantra
cabalístico garrapateado en una tinta casi ilegible. De pronto vio que el dedo del
babú
se detenía en una página. Adelantó la cabeza y no pudo creer lo que estaba viendo. En el corazón de aquel hundimiento geológico de papelotes y de formularios, un signo vinculaba todo aquel caos a una realidad viva, palpable, indiscutible. Leyó su nombre. Aquella burocracia no era tan ineficaz como decían los propios indios.

El descubrimiento propulsó al funcionario hacia otro sector del mar de papeles que parecía que iba a engullirlo de un momento a otro. Con la destreza de un pescador de perlas, hizo surgir una carpeta de tapas amarillas sobre las cuales Lambert descifró su nombre por segunda vez. ¡Victoria! Unos instantes más de paciencia y la protegida de Bandona podría recibir una primera inyección del suero salvador. Pero, como agotado por los esfuerzos de su doble pesca milagrosa, el
babú
se incorporó, consultó su reloj y suspiró:

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