La Ciudad de la Alegría (46 page)

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Authors: Dominique Lapierre

Tags: #Drama

BOOK: La Ciudad de la Alegría
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—Paul, gran hermano, te hemos encontrado un cuarto en nuestro corralillo —anunció Shanta con voz temblorosa—. Nadie quiere vivir allí porque el inquilino anterior se colgó del techo. Le llaman «el cuarto del ahorcado». Está al lado del nuestro.

Un cuarto en uno de esos pequeños patios donde viven juntos un centenar de personas, donde nacen y mueren juntos, donde comen y mueren de hambre juntos, donde tosen, escupen, orinan, defecan y lloran juntos, donde se aman, se insultan, se pegan, se odian juntos. Donde sufren juntos y esperan juntos. Hacía mucho tiempo que Lambert deseaba abandonar el relativo anonimato de su calleja para vivir en un corralillo, para fundirse en la compañía de los demás. Ashish y Shanta lo habían dispuesto todo. Respetando los ritos, presentaron a su protegido al decano del corralillo, un antiguo marinero hindú al que una borrachera en el curso de una escala había dejado en Calcuta. Krishna Jado llevaba veintisiete años viviendo en Anand Nagar. Su extremada delgadez, su respiración silbante y su voz ronca revelaban que era tuberculoso. A su vez, presentó al francés a los demás inquilinos. La acogida de todos fue calurosa. Como decía Shanta: «Un Father
sahib
es como Papá Noel viniendo a vivir a un corralillo».

Once familias, cerca de ochenta personas, vivían en aquel rectángulo que medía unos doce metros por ocho. Todos eran hindúes. Esto era una norma: gentes de distintas religiones evitaban cohabitar en un mismo corralillo: la menor diferencia en las costumbres adoptaba allí proporciones exorbitantes. ¿Cómo imaginar una familia musulmana asando en su
chula
un pedazo de vaca al lado de los fieles de una religión que sacralizaba este animal? Y a la inversa, otro tanto ocurría con el cerdo. Además, en una sociedad en la que los ritos religiosos tenían tanta importancia, era mejor evitar los conflictos. Cada día, cada hora eran ocasión de alguna fiesta o celebración. Hindúes, sijs, musulmanes, cristianos parecían rivalizar en imaginación y en fervor. Aparte de las grandes fiestas religiosas, de los nacimientos y de las bodas, toda clase de conmemoraciones hacían bullir perpetuamente los corralillos. Un día era la primera regla de una muchacha celebrada con gran pompa con cantos y bailes, exhibiendo la toalla que había empapado la mera sangre. Otro, todas las muchachas solteras rendían culto al
lingam
del dios Shiva para pedirle un marido tan bueno como él. En otra oportunidad, una futura madre celebraba el primer mes de su embarazo. O bien una
puja
gigantesca, con brahmán, músicos y banquete, glorificaba el instante en que un bebé recibía de manos de su padre su primer bocado de arroz. La ceremonia que se encontraba en su apogeo cuando Paul Lambert llegó a su nuevo domicilio no era la más sorprendente. Apiñadas detrás del pozo, una quincena de mujeres entonaban cánticos a voz en grito. Unos platos de hierro que tenían ante sí desbordaban de ofrendas: montículos de granos de arroz, plátanos, pétalos de flores, bastoncillos de incienso. Ante la sorpresa del nuevo inquilino, el decano explicó:

—Imploran a Sitola para que salve a la pequeña Onima.

La niña sufría varicela y Sitola es la diosa de las viruelas. Todos los habitantes del corralillo participaban en la
puja
. Habían iniciado un ayuno de tres días. Luego, nadie comería huevos ni carne —en la medida en que comían tales cosas— ni ningún alimento hervido hasta que la niña no hubiese curado. Ninguna mujer podría lavar ni tender la ropa para no irritar a la divinidad. No hubo, pues,
barra-khana
[52]
para celebrar la llegada de Paul Lambert. Pero la calidez de la recepción compensó la ausencia de la tradicional comida de fiesta. Todo el resto del corralillo esperaba al nuevo morador con collares de flores. Shanta y sus vecinas habían adornado el umbral y el suelo del cuarto con
rangoli
, esas magníficas composiciones geométricas de buen agüero. En el corazón de estas figuras Lambert pudo leer el mensaje de bienvenida de sus hermanos de la Ciudad de la Alegría. Era una frase del gran poeta bengalí Rabindranath Tagore: «Estás invitado al festival de este mundo, y tu vida está bendita». Hizo su entrada escoltado por numerosos vecinos de su antiguo domicilio. El viejo Surya, la madre del pequeño Sabia, el carbonero de enfrente, Nasir, el hijo mayor de Mehbub, la mayoría de los adultos y de los niños de la calleja en la que había vivido aquellos años tan duros, estaban allí, llorando a lágrima viva. Aunque en el
slum
las distancias fuesen minúsculas, hubiérase dicho que su «gran hermano Paul» les dejaba para irse a otro planeta. Su pena tenía algo de desgarrador. Quizá fue la madre de Sabia quien expresó mejor la pena de todos:

—Antes de irte, danos tu bendición, gran hermano Paul. Ahora todos seremos un poco huérfanos.

El sacerdote levantó la mano y trazó por encima de las cabezas inclinadas un lento signo de la cruz, repitiendo a media voz las palabras de las Bienaventuranzas: «Sed benditos, porque sois los hijos de mi Padre, sois la luz del mundo».

Luego se abrió paso hasta el «cuarto del ahorcado» para dejar allí su mochila y su estera de paja de arroz.

—¿No posees nada más? —se asombró una mujer.

Dijo por señas que no. En seguida un vecino trajo un taburete, otro unos utensilios, un tercero quiso regalarle su
charpoi
, pero Lambert no lo consintió. Quería seguir viviendo como los más pobres. Desde este punto de vista, su nuevo alojamiento colmaba sus deseos. «Hacía quince meses que nadie habitaba allí, y una colonia de ratas se había instalado en el lugar. Pequeñas, grandes, machos enormes con colas de treinta centímetros de longitud, bebés-ratas que lanzaban gritos estridentes. Las había a decenas. Infestaban la techumbre, descendían a lo largo de las paredes, husmeaban por todos los rincones. Sus excrementos dibujaban como una alfombra de granos de café sobre el suelo. Nada las asustaba. Las más grandes habían sobrevivido a la canícula, y la última tempestad parecía haber decuplicado su energía. En el “cuarto del ahorcado” eran los amos». El primer gesto del nuevo inquilino fue disputarles un pedazo de tabique para clavar allí la imagen del Santo Sudario. Y un pedazo de suelo para sentarse en su posición de meditación y dar gracias al Señor por haberle brindado aquella nueva oportunidad de amar y de compartir.

¡Amar y compartir! Aquellos pocos metros cuadrados de patio común eran un lugar ideal para la realización de este programa. Allí se vivía en plena transparencia. La menor emoción, el menor gesto, la menor palabra se captaban, interpretaban y comentaban inmediatamente. Semejante promiscuidad obligaba a nuevos comportamientos. Había que aprender a lavarse en público sujetando el paño del
longhi
con los dientes para ocultar la desnudez. Limpiar la palangana de las letrinas de una cierta manera. Ir de un lado para otro sin dejar que la mirada se posase sobre una mujer que estuviera orinando en la zanja. Lo más penoso se produjo por la noche. Expulsado de su cuarto por las ratas que se le paseaban por encima del cuerpo y de la cara sin la menor vergüenza, Lambert fue a refugiarse en la pequeña galería que había ante su puerta. Pero chocó con quienes la ocupaban ya. Durante aquellas noches de canícula, casi todo el mundo dormía en el exterior. Afortunadamente, un murete de ladrillo elevado en la entrada protegía el corralillo de las cloacas que se desbordaban por la calleja. Lambert se hizo un hueco entre dos durmientes. «Había tan poco espacio que tuve que tenderme con los pies contra la cabeza de mis vecinos, según el principio de la lata de sardinas».

De aquella primera noche iba a guardar dos recuerdos muy fuertes. Ni uno ni otro tenían nada que ver con los ronquidos de los vecinos, con las carreras de las cucarachas y de los murciélagos sobre su cara, los accesos de toses y los escupitajos de los tuberculosos que había a su lado, los ladridos de los perros parias contra las ratas, las vociferaciones de los borrachos pisoteando los cuerpos dormidos, los ruidos metálicos de los cubos que las mujeres traían de la fuente, el chorro de orina de un vecinito que recibió bruscamente en plena cara. El primer recuerdo sobresaliente de aquella noche serían los gritos de los niños víctimas de pesadillas. Aullidos entrecortados por jirones de frases que permitían identificar las aterradoras visiones que desfilaban por el sueño de aquellos pequeños indios. Hablaban mucho de tigres, de espíritus y de
bhuts
, los fantasmas. «Era la primera vez que oía llamar a los tigres por su nombre», dirá Lambert. «En la India se decía siempre “el gato grande”, “la gran fiera”, “el gran felino”, pero nunca “el tigre”, por miedo a poner sobre aviso a su espíritu haciéndolo venir. Era un tabú que tenía su origen en el campo, donde los tigres devoraban aún todos los años, solamente en Bengala, más de trescientas personas. Esta amenaza obsesionaba a muchos niños. Qué madre de Anand Nagar no había dicho algún día a uno de sus hijos: “Si no eres bueno, llamo al tigre”».

«El segundo gran recuerdo iba a ser un quiquiriquí vociferado junto a mis tímpanos por un gallo a las cuatro y media de la madrugada, cuando por fin acababa de dormirme». La víspera, al acostarse, Lambert no se había fijado en el volátil, atado a un pilar de la galería. Pertenecía a los ocupantes del cuarto vecino. Eran los únicos inquilinos a los que aún no conocía, porque sus actividades les alejaban frecuentemente del corralillo. Habían vuelto por la noche, ya muy tarde. Lambert se incorporó y vio a «cuatro mujeres durmiendo en posiciones invertidas, envueltas en velos y saris multicolores». Se dijo que nunca había visto a unas indias tan altas. Y cuando las oyó hablar entre sí, quedó tan sorprendido por aquellas voces muy roncas y bajas, que se preguntó si estaba soñando. Entonces comprendió. Sus vecinos eran
hijras
, eunucos.

55

M
AX Loeb acaba de coger un habano de su caja de Montecristo número 3 y se disponía a encenderlo cuando oyó una especie de bombardeo sobre el tejado de su cuarto. Era la segunda noche después de su llegada. Conocía por experiencia los tornados tropicales, pero nunca había asistido a un diluvio semejante. Una nueva tormenta de pre-monzón acababa de caer sobre Calcuta. Se sirvió un whisky doble y esperó. La espera no fue larga. El desastre empezó con una catarata entre dos tejas y luego el agua empezó a caer por todas partes. En un abrir y cerrar de ojos el cuarto se convirtió en un lago cuyo nivel subió rápidamente. En las viviendas vecinas era el sálvese quien pueda. La gente gritaba, se llamaba. A las primeras gotas, el americano amontonó sobre su cama la mochila de los medicamentos, su estuche de instrumental, sus enseres personales y las tres cajas de leche en polvo que Lambert le había dado para repartir entre los bebés que padecieran el cuarto o quinto grado de desnutrición. En la parte superior de la pirámide, puso la bolsa que contenía lo que él llamaba «sus vitaminas para aguantar en esta necrópolis»: tres botellas de whisky y tres cajas de puros. El diluvio redoblaba cuando Max oyó unos débiles golpes en su puerta. Chapoteando y con agua hasta los tobillos fue a abrir, y a la luz de su linterna descubrió «la tranquilizadora visión de una niña chorreante de lluvia; llevaba un enorme paraguas negro que me mandaba su papá». Unos instantes después, el parado de la vivienda de al lado se presentó cargado de ladrillos para elevar el murete de la entrada, la cama y la mesa del
daktar
. En un
slum
la solidaridad no era una palabra huera.

Aproximadamente al cabo de una hora hubo una calma. El deseo de ir a instalarse «en una suite con baño en el Grand Hotel» acababa de cruzar la mente de Max, cuando su puerta voló en mil pedazos. Tres siluetas se precipitaron al interior; dos manos le cogieron por los hombros y le empujaron contra la pared. Max sintió la punta de un cuchillo que le pinchaba su vientre. «Un atraco. Es un atraco», pensó.


Milk!
—masculló el mocetón de dientes rotos que le amenazaba con su faca—.
Milk quick!

Nada más lejos de las intenciones de Max que dárselas de Búfalo Bill en aquel lugar de muerte. Señaló las tres cajas de leche.

—¡Servíos!

Los ladrones arrojaron la bolsa que contenía el whisky y los cigarros al fondo de la habitación, apoderándose cada uno de una caja, y salieron. Al cruzar el umbral, el hombre de los dientes rotos se volvió y le espetó en inglés:

—¡Gracias! ¡Volveremos!

La escena había sido tan rápida que el americano se preguntó si no la había soñado. Trató de volver a encajar los maderos de la puerta, pero de pronto un olor horrible le paralizó. Algo blando chocaba contra su pantorrilla. Oyó gorgoteos y comprendió que la oleada pestilente de las cloacas de la calleja, crecida con la lluvia, estaba inundando su cuarto.

Una noche de horror comenzó entonces. Sin cerillas, sin linterna, sin vaso. Todo se había perdido en el naufragio. Hasta los cigarros. Max se preguntaba qué animal maléfico le picó el día en que respondió a la llamada de Paul Lambert. Pensó en la piel aterciopelada de Sylvia, en sus pechos que sabían a melocotón, en el aire conmovedor de niña que adoptaba al recitarle sus poemas. Miró su reloj. En Miami era la primera hora de la tarde. Los jazmines perfumaban la galería descubierta y se oía el chapoteo del agua junto a los barcos en el canal. Bandona apareció en el marco de la puerta dislocada. Es difícil leer en el rostro de una asiática en el claroscuro de una mañana de diluvio, pero parecía muy alterada. Sus ojillos en forma de almendra estaban fijos, los rasgos rígidos.

—Max, gran hermano, ven en seguida. Mi madre está empeorando. Vomita sangre.

Unos instantes después, los dos chapoteaban en el fango hasta medio muslo. Bandona avanzaba cautelosamente, tanteando el suelo con un bastón: cloacas profundas atravesaban la calleja. De vez en cuando se detenía para apartar el cadáver de un perro o de una rata, o para evitar que salpicasen a Max los endiablados chapoteos de una pandilla de niños que nadaban y reían en la inundación pútrida. Lo asombroso era que, en medio de aquella pesadilla, la vida no se había interrumpido para nada. En un cruce de calles tropezaron con «un hombrecillo risueño tocado con un turbante». Estaba encaramado en el sillín de un triciclo. Una decena de niños, con agua hasta el pecho y a veces hasta los hombros, se apiñaban a su alrededor. El triciclo iba provisto de una rueda dentada que giraba delante de unos números. «¡Acercaos, acercaos, el premio gordo por diez
paisa
!». ¿El premio gordo en medio de aquel torrente de mierda?, se extrañó Max. ¡Pues sí! Dos galletas y un bombón, una recompensa de maharajá para aquellos chiquillos de estómagos vacíos.

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