La Ciudad de la Alegría (44 page)

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Authors: Dominique Lapierre

Tags: #Drama

BOOK: La Ciudad de la Alegría
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Max, el joven doctor norteamericano, hacía una mueca al examinar el alojamiento que el francés le había encontrado en el corazón de la Ciudad de la Alegría. No obstante, en comparación con las otras podía considerarse que era una vivienda de maharajá, con un
charpoi
completamente nuevo, un armario, una mesa, dos taburetes, un cubo y una cántara. Y en la pared, un calendario de Nestlé con la cara de un bebé mofletudo. La habitación hasta disponía de un ventanuco que daba a la calleja. Otra ventaja: se había elevado el suelo una treintena de centímetros, lo cual en principio la ponía al abrigo de las inundaciones del monzón o, como en aquellos días, del desbordamiento de las cloacas.

—¿Y el retrete? —preguntó alarmado el norteamericano.

—Las letrinas están al fondo de la calleja —se disculpó Lambert—. Pero en estos momentos es mejor no frecuentarlas demasiado.

El aire perplejo de Max divertía a Lambert. Sin perder la seriedad, añadió: «Y el mejor sistema de no frecuentarlas demasiado es no comer más que arroz. Eso te cierra el intestino como si fuera hormigón».

La llegada de Bandona interrumpió sus chanzas. Max no dejó de ser sensible al encanto de la joven assamesa. Con su sari de color rojo vivo, parecía una muñeca.

—Doctor, bienvenido a Anand Nagar —dijo tímidamente, ofreciendo un ramillete de jazmín al norteamericano.

Max aspiró el fortísimo perfume que exhalaban las flores. Durante una fracción de segundo, olvidó el ambiente, los ruidos, el humo de las
chulas
que le irritaba los ojos. Estaba a miles de kilómetros. Aquel perfume era el mismo que el de los nardos que en primavera perfumaban la terraza de su casa de Florida. Qué sensación más extraña, pensó, respirar ese perfume en un lugar que apesta tanto a mierda.

Unos minutos bastaron a la joven para hacer aún más acogedora la habitación del norteamericano. Moviéndose sin ruido, como un gato, extendió una estera sobre las cuerdas del
charpoi
, encendió varias lámparas de aceite, hizo arder bastoncillos de incienso y dispuso unas flores en una maceta de cobre sobre la mesa. Cuando hubo terminado, levantó la cabeza hacia el techo.

—Y a vosotras, las de arriba, os ordeno que dejéis dormir al doctor. Viene del otro extremo del mundo y está muy cansado.

Así se enteró Max de que debía compartir su cuarto. Se dijo que hubiese preferido hacerlo con la bonita oriental o alguna diosa del
Kama Sutra
que con aquellos peludos animales que ya había entrevisto en casa de la leprosa. Entonces se oyó una especie de insistente graznido. Bandona posó su mano sobre el brazo de Max con una expresión de alegría que plegó sus almendrados ojos.

—Escucha, doctor —se extasió, tendiendo el oído—. Es el
chiqui-chiqui
. Te saluda.

Max levantó sus ojos hacia el techo y vio un lagarto verde que le miraba con sus ojos saltones.

—Es el mejor augurio —anunció la joven—. ¡Vas a vivir mil años!

Como los cócteles Molotov del padrino de la mafia habían reducido a cenizas el edificio en el cual Lambert se proponía cuidar a los leprosos e instalar una consulta médica para los demás habitantes del
slum
, durante el día el cuarto del norteamericano se convirtió en el primer dispensario de la Ciudad de la Alegría. Desde las siete de la mañana hasta las diez de la noche, y a veces hasta más tarde, aquella habitación única iba a convertirse en recepción, sala de espera, consulta, sala de curas y de operaciones, sala de sufrimiento y de esperanza para varios cientos de los setenta mil habitantes del
slum
. «La instalación era más que primitiva», contará Max. «Mi mesa y mi cama servían para reconocer a los enfermos y curarlos. No había esterilizador, y por lo que se refiere a instrumental, tan sólo las tres o cuatro pinzas y escalpelos que contenía mi estuche de estudiante. No, no era la Bel Air Clinic de Miami». En cambio, la provisión de vendas, gasas y algodón era considerable. Lambert incluso había puesto en manos de Max el regalo de una de sus admiradoras belgas, varias cajas de compresas esterilizadas para curar quemaduras. Se había pasado tres días discutiendo con los aduaneros para conseguir llevárselas sin pagar las cuatrocientas rupias de derechos y de
bakchichs
que le pedían. Lo que más se echaba en falta eran los medicamentos. Todo lo que disponía el norteamericano cabía en una cantina metálica. Un poco de sulfone para los leprosos, rifomicina para los tuberculosos y quinina para los palúdicos, así como una pequeña provisión de pomadas para las enfermedades de la piel, y algunas vitaminas para los niños más afectados por la desnutrición. Para concluir, una decena de ampollas de antibióticos para los casos de infecciones virulentas. «No era como para lucirse», dirá Max, «pero, como repetía Lambert a todo el que quisiera oírle: el amor lo suple todo».

El «teléfono indio» no tenía nada que envidiar a su rival árabe. Apenas había abierto cuando todo el
slum
conocía la existencia del dispensario. En las callejas, en los corralillos, en los talleres, no se hablaba más que del rico «gran hermano» que había venido de América para aliviar la desgracia de los pobres. Anand Nagar recibía la visita de un «gran hechicero», un
big daktar
, un «hacedor de milagros» que iba a curar a sus moradores de todos sus males. Lambert encargó a Bandona que ayudara a Max en su tarea. Se necesitaba alguien tan experimentado como la joven assamesa para no dejarse engañar por los más astutos, distinguir los enfermos verdaderos de los falsos, reconocer las urgencias, los casos gravísimos, las enfermedades crónicas, los incurables.

¡Un maremoto! Decenas de madres acudían con niños cubiertos de forúnculos, de abscesos, de ántrax, de alopecia, de sarna, muestras de todas las infecciones debidas a la canícula y a las colonias de estafilococos que pululaban en la Ciudad de la Alegría. Gastroenteritis y parásitos afectaban al menos a dos niños de cada tres. ¡Qué campo de experimentación para un médico joven! Además de numerosas enfermedades prácticamente desconocidas en Occidente. Sin la asistencia de Bandona, Max ni siquiera hubiese podido identificarlas.

—Fíjate en estas señales de yeso en las pupilas, gran hermano Max —decía señalándole los ojos de un niño de corta edad—. Es indicio de xeroftalmia. Dentro de uno o dos años, la criatura será ciega. En tu país no se conocen esas cosas.

Max Loeb estaba desbordado, inundado, sumergido. Nada de lo que aprendió en la universidad le había preparado para aquella confrontación con el último grado de la miseria fisiológica del tercer mundo. Síntomas como el color muy amarillo de los ojos, un adelgazamiento crónico, los ganglios del cuello hinchados y dolorosos, para él no correspondían a nada conocido. Y sin embargo, eran indicios de la enfermedad más frecuente en la India, la que causaba con mucha diferencia más estragos, la tuberculosis. El Instituto Nacional de la Tuberculosis afirmaba que la padecían unos doscientos sesenta millones de indios
[50]
.

En la primera semana, el americano reconoció y trató lo mejor que pudo a 479 enfermos. «Era un desfile interminable y patético, con aspectos a veces folclóricos. La mayoría de los niños iban desnudos, con una cuerdecilla alrededor de los riñones que sujetaba una campanilla a la altura del ombligo. Ello facilitaba la auscultación, pero hacía más difícil prestarles cuidados, porque los cuerpecitos resbalaban entre los dedos igual que anguilas. Muchas mujeres iban tatuadas, algunas de pies a cabeza. Se presentaban adornadas con toda su fortuna: un único brazalete de cristal de color o verdaderas alhajitas finamente trabajadas, como pendientes en las orejas, una piedra semipreciosa incrustada en la aleta de la nariz, adornos de oro o de plata en las muñecas, en los dedos, en los tobillos y a veces en los dedos de los pies. En ocasiones eran collares adornados con emblemas de su religión; un Corán en miniatura o una media luna para los musulmanes, un tridente de Shiva para los hindúes, un pequeño sable de plata para los sijs, una cruz o una medalla cuando eran cristianos. En cuanto a las animistas, llevaban toda clase de grisgrises y de amuletos.

»El tinte ocre o rojo vivo con el que mujeres y niñas se embadurnaban las manos y los pies, lo mismo que el betel rojo que mascaban no sólo los hombres sino también muchas mujeres para quitarse el hambre, no facilitaban mis diagnósticos. ¿Cómo distinguir en medio de todos aquellos tintes una alteración del color de la piel, una inflamación de las mucosas de la boca o de la garganta? También había enfermos que trataban de ayudarme demasiado. Como aquel viejecito arrugadísimo que escupió en su mano un grueso coágulo de sangre y me lo enseñó complacidamente. ¡Ah, cuántos millones de bacilos debían de acumularse en aquella palma! Desde el primer día me esforcé por aplicar ciertos rudimentos de asepsia y de higiene. No era cosa fácil: no disponía siquiera de un lavabo para desinfectarme las manos entre uno y otro enfermo. Además, aquí, microbios, enfermedades y muerte ¡formaban parte tan íntima de la vida cotidiana! Vi a una mujer limpiarse con su sari la úlcera que le supuraba en la pierna. Y a otra extender con la mano la pomada que yo había aplicado delicadamente a su llaga.

»Afortunadamente, también había episodios cómicos, como el chorro de orines que un bebé me disparó en plena cara, y que su madre se apresuró a secar frotándome enérgicamente los ojos, la boca y las mejillas con una punta de su velo. O aquel tipo jocoso que se presentó con una receta de varios años atrás en la que Bandona leyó que, debido a sufrir un cáncer generalizado en su fase terminal, tenía que tomar seis comprimidos de aspirina al día. O aquel otro que nos trajo con la misma veneración que si se tratara de una imagen santa, una radiografía de las cavernas de sus pulmones que databa de más de veinte años atrás.

»Pero los casos trágicos eran mayoría. Un día me trajeron una niña con atroces quemaduras por todo el cuerpo. Había recibido el chorro de vapor de una locomotora mientras recogía pedazos de carbón junto a la vía del tren. Otra vez, una joven hindú me mostró una señal de color claro en su lindo rostro. El simple pinchazo de una aguja en el corazón de la mancha bastó para que Bandona diagnosticara una enfermedad que apenas se estudia en las facultades norteamericanas: la lepra. O bien era un joven padre de familia que sufría una sífilis aguda y al que tuve que hacer explicar, a través de la joven assamesa, los peligros de contagio que aquello representaba para su mujer y sus hijos. O aquella madre que me trajo un paquete de carne sin vida, su bebé fulminado por la difteria. Para no hablar de todos los que acudían a mí porque un milagro del «gran
daktar
blanco» era su única esperanza mítica: cancerosos, enfermos cardíacos graves, locos, ciegos, mudos, paralíticos, deformes.

»Lo más insoportable, a lo que me parecía que no iba a poder acostumbrarme nunca, era la visión de aquellos bebés raquíticos con los vientres hinchados, verdaderos monstruos en pequeño que sus madres suplicantes depositaban sobre mi mesa. Cuando tenían ya un año o dieciocho meses, su peso no llegaba a los tres kilos. Sufrían tales carencias que sus fontanelas no se habían cerrado. Al carecer de calcio, los huesos de la cabeza se habían deformado, y su facies dolicocéfala les daba a todos un aire de momia egipcia. A aquel nivel de desnutrición, la mayor parte de sus células grises estarían probablemente destruidas. Aunque consiguiera salvarles la vida, serían idiotas. Idiotas médicos.»

Max descubriría que aquellas pequeñas víctimas no eran, por desgracia, más que una triste muestra del mal que azotaba a todo el país. Una de las más grandes autoridades científicas, el director de la Fundación India para la Nutrición, afirma que la India produce hoy día cada vez más «infrahombres» a causa de una alimentación insuficiente
[51]
. Según este especialista, la salud de las generaciones futuras estaría en peligro. Al menos ciento cuarenta millones de indios, casi tres veces la población de Francia, sufren de desnutrición. De los veintitrés millones de niños que nacen todos los años, sólo tres millones, siempre según este experto, tienen una posibilidad de alcanzar la edad adulta gozando de buena salud. Los demás están condenados a morir antes de los ocho años (cuatro millones) o a convertirse en ciudadanos improductivos a causa de deficiencias mentales y psíquicas. Debido a carencias de nutrición, el cincuenta y cinco por ciento de los niños indios menores de cinco años padecen trastornos psíquicos y neurológicos que provocan alteraciones del comportamiento, mientras que varios millones de adultos sufren bocios que provocan los mismos trastornos.

El segundo día, una joven musulmana que llevaba una túnica y un velo negros, depositó su bebé envuelto en trapos sobre la mesa de Max Loeb. Mirando fijamente al médico con ojos extraviados, desabotonó su túnica, desnudó su pecho y apretó sus senos con ambas manos.

—¡Están secos! —gritó—. ¡Secos! ¡Secos!

Su vista se posó entonces en el calendario que colgaba de la pared. Al ver aquel bebé mofletudo que se exhibía en el pedazo de cartón, lanzó un aullido. «Nestlé da la salud a vuestros hijos», decía el anuncio. La joven madre se arrojó sobre el calendario y lo desgarró. En aquel momento irrumpió otra mujer. Apartando violentamente a la joven musulmana, se precipitó hacia el americano y le puso el bebé en los brazos a viva fuerza.

—¡Quédatelo! —gimió—. ¡Llévale a tu país! ¡Sálvalo!

Gesto inconcebible que mostraba la inmensidad de la desesperación de aquellas madres. «Porque en ningún otro sitio», decía Lambert, «he visto que las mujeres adorasen de este modo a sus hijos, como hacían aquí, privándose de todo, sacrificándose por ellos, dándoles su propia vida para que ellos vivieran. No, no era posible, tanto amor no podía darse por perdido».

En cuanto a Max Loeb, estaba seguro de ver toda su vida «aquellas llamas de dolor en los ojos de las madres de la Ciudad de la Alegría, al asistir impotentes a la agonía de sus hijos». Calcuta le ofreció esa noche otro recuerdo inolvidable. «La segunda vez que ocurre en el mundo», titulaba con letras enormes un periódico local, médicos de Calcuta traen al mundo a un bebé probeta.

52

«
DICEN que la cobra muerde siempre dos veces», cuenta Hasari Pal, «es decir, que una desgracia nunca viene sola. Yo ya tenía la fiebre roja en los pulmones. Una mañana, muy temprano, me despertaron ruidos de motores y el chirrido de las cadenas de un bulldozer».

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