La Ciudad de la Alegría (28 page)

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Authors: Dominique Lapierre

Tags: #Drama

BOOK: La Ciudad de la Alegría
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E
S la diosa victoriosa de los demonios del mal y de la ignorancia, la esposa del dios Shiva, la hija de los Himalayas, la reina de las múltiples encarnaciones, la energía femenina de los dioses, tan pronto símbolo de la mansedumbre como de la crueldad. Los Puranas, la leyenda áurea del hinduismo, dedica millares de versos a las hazañas legendarias que llevó a cabo bajo una multitud de nombres, de formas y de atributos. En su forma amistosa, se llama Uma, la luz y la gracia; o Gauri, la diosa de la piel clara; o Pârvati, la reina de las montañas; o Jagan Mata, la madre del universo. En su forma destructiva, lleva por nombre Kali la Negra, Bhairavi la terrible, Ghandi la sanguinaria o Durga la inaccesible. Con este último nombre y bajo su forma de divinidad triunfadora del mal, se la adora de un modo muy particular en Bengala. Todos los niños conocen su fabulosa y maravillosa historia.

Hace centenares de millares de años, un terrible demonio asolaba la Tierra; trastornaba las estaciones y destruía los sacrificios. Era el demonio del Mal, es decir, de la Ignorancia, y los mismos dioses no podían acabar con él. Brahma, el Creador, había declarado que sólo un hijo que nacería del dios Shiva podría vencerlo. Pero la esposa de Shiva había muerto, y él, absorto en su dolor, ni pensaba en dar un hijo al mundo. Vivía como un asceta que mendiga su alimento por las aldeas, como todavía hoy se ven en la India, con los cabellos largos y el cuerpo cubierto de cenizas.

Entretanto, la situación empeoraba en la Tierra, y en el Cielo los dioses se lamentaban de que Shiva no pensase en volverse a casar. Pidieron, pues, a Kama, dios del Amor y del Deseo, que hiciese nacer el amor en el corazón de Shiva. Kama se puso en camino acompañado de su esposa, la Voluptuosidad, y de su amigo, la Primavera. Llegaron al pie de la montaña donde meditaba Shiva, y cuando la tensión del asceta pareció aflojarse por un momento, Kama le disparó con su arco de flores una flecha de jazmín a la que nadie resiste. Desde entonces Shiva se puso a pensar en Uma, hija del Himalaya, en cuyo cuerpo se había reencarnado su primera esposa. Después de diferentes vicisitudes, se casaron, y a partir de entonces ella tomó el nombre de Pârvati, «hija de la montaña».

Pero el demonio del Mal seguía devastando la Tierra, y si había que esperar a un hijo de Shiva para que acabase con él, tal vez sería ya demasiado tarde. Entonces los dioses unieron sus energías diversas en un solo soplo de fuego y lo concentraron sobre Pârvati, que quedó transfigurada. Se convirtió en la Gran Diosa, Durga, «la que es invulnerable». Para combatir al demonio en las diez direcciones del espacio, tenía diez brazos que los dioses armaron con sus propias armas, y su padre, Himalaya, el Rey de las Montañas, le ofreció el león por montura; la Luna le dio la redondez de su cara, y la Muerte sus largos cabellos negros. Y tenía el color de la Aurora.

Entonces apareció el demonio bajo la forma de un enorme búfalo acompañado por las multitudes de sus ejércitos, y empezó la batalla. Las hachas, las flechas, y los venablos volaban a través del espacio, y el león rugiente que montaba la diosa se arrojó sobre el ejército de los demonios como las llamas en el bosque. Ella misma, con sus diez brazos armados, hendía a sus enemigos, sus caballos, sus elefantes, sus carros, que se amontonaban en un terrible caos. Con sus furiosos mugidos el búfalo gigante hacía estremecer los mundos; con sus cuernos desarraigaba las montañas y las lanzaba contra la diosa, que las pulverizaba con sus flechas. El combate duró tres días. En varias ocasiones Durga estuvo a punto de sucumbir. Un solo instante —cuando caía la tarde del tercer día— interrumpió su cólera para llevarse a los labios, suavemente, una copa del licor de los dioses, y sus ojos llamearon. Entonces, de un terrible golpe, hundió su tridente en el pecho del monstruo. Herido de muerte, éste trató de abandonar su cuerpo. Proyectó de sus fauces un nuevo monstruo que blandía una cimitarra. Pero la diosa triunfante lo decapitó en el acto. Fue entonces cuando se transformó en un ser completamente negro y que llamaron Kali, que quiere decir «la Negra», negra como el Tiempo que lo devora todo. La Tierra y el Cielo resonaron con gritos de júbilo y cantos de victoria.

Una vez al año, al término del monzón, los ocho millones de hindúes que hay en Calcuta conmemoran esta victoria con una fiesta de cuatro días cuyo esplendor y fervor probablemente no tiene igual en el resto del mundo. Cuatro días de regocijo durante los cuales la ciudad se convierte en una ciudad de luces, de alegría y de esperanza. La preparación de esta fiesta empieza varios meses antes, en el viejo barrio de la casta de los alfareros, donde centenares de artesanos confeccionan, de padres a hijos, la colección de estatuas más magnífica que jamás se ha consagrado a una deidad o a sus santos. Durante todo un año estos artistas rivalizan en inspiración para hacer brotar de sus manos las representaciones más colosales y más suntuosas de la diosa Durga. Después de haber formado su armazón con paja trenzada, los alfareros embadurnan de arcilla los maniquíes antes de esculpirlos para darles la forma y la expresión que quieren. Terminan sus obras decorándolas con un pincel y vistiéndolas. Encargadas por anticipado por familias, comunidades, asociaciones de barrios, estos millares de Durga están todos destinados a ocupar un lugar, el primer día de la fiesta, bajo alguno de los mil capiteles llamados
pandals
edificados en medio de las calles, las avenidas y las encrucijadas de la ciudad. La construcción de esos capiteles y sobre todo su decoración, son objeto de extraordinarias
pujas
.

Unas semanas antes de la fiesta, Paul Lambert recibió la visita de dos señores que se presentaron en nombre del «Comité del barrio para la construcción de los capiteles-altares de Anand Nagar». Demasiado corteses y demasiado bien vestidos para ser habitantes del
slum
, los visitantes mostraron un carné de suscripción e invitaron al sacerdote a entregarles la suma que en su caso se había fijado, es decir, cincuenta rupias. En una sola mañana ya habían recogido más de un millar de rupias, coaccionando uno a uno a todos los moradores de las chabolas del callejón, incluyendo las habitadas por musulmanes y cristianos.

Lambert se indignó de que tanto dinero pudiera derrocharse en una fiesta, cuando los habitantes de su
slum
sufrían tanta miseria. Se equivocaba. Su reacción de occidental racional le hacía omitir lo esencial. Olvidaba en qué ósmosis vivía aquel pueblo con sus divinidades, y qué papel representaban éstas en su vida de todos los días. Una dicha, una desdicha, el trabajo, la lluvia, el hambre, un nacimiento, la muerte, todo tenía siempre una relación con ellas, y éste era el motivo por el cual las mayores fiestas del país nunca conmemoraban un aniversario histórico, ni siquiera el día glorioso de la Independencia, sino siempre un acontecimiento religioso. Ninguna población honra a sus dioses y a sus profetas con tanto fervor como la de Calcuta, mientras el cielo parece haberla abandonado del todo. Casi todos los días, el
slum
y el resto de la aglomeración resonaba con la algarabía de alguna procesión que era testimonio de ese matrimonio místico entre un pueblo y su creador.

La semana precedente, al ir a renovar su permiso de residencia, Lambert había tropezado, en la esquina de Chitpore Road, con una cacofonía de fanfarrias. Obstruyendo la circulación, unos danzarines se contorsionaban gritando el nombre del profeta Hussain y haciendo girar por encima de sus cabezas unos sables curvos que centelleaban al sol. Era Moharram, la gran fiesta musulmana que abría el año santo islámico. En el
slum
, como en el resto de la ciudad, todos los musulmanes chiítas se habían puesto sus trajes de fiesta. Era día festivo, uno de los quince o veinte que había en el calendario de esta ciudad, enorme mescolanza de pueblos y de creencias.

La antevíspera, un trueno de petardos había despertado con sobresalto al inquilino del 19 Fakir Bhagan Lane. Las familias sijs de la barriada celebraban el nacimiento del
gurú
Nanak, el venerado fundador de su comunidad, nacido en el Punjab, en el otro extremo de la India. Una procesión de hombres con turbantes, armados con el tradicional
kirpan
[38]
, atravesó el
slum
dejando oír los acentos triunfales de una fanfarria y se dirigió hacia el pequeño
gurdwara
local. Mientras tanto, desde todos los rincones de la ciudad, otras procesiones acompañadas de carros ricamente decorados con guirnaldas de flores, se encaminaban a los otros
gurdwaras
. En estos santuarios, unos sacerdotes se turnaban para leer ininterrumpidamente el Granth, el Libro Santo. Habían levantado una inmensa tienda azul y blanca sobre el césped del Maidan, porque allí debía celebrarse un inmenso banquete. Uno de los responsables de la comunidad sij de Anand Nagar, un simpático gigante de turbante escarlata llamado Govind Singh, que ejercía la profesión de taxista, invitó al francés a asistir a la fiesta. Centenares de fieles se sentaron en el suelo, formando largas hileras, a un lado las mujeres con pantalones ceñidos y túnicas punjabíes, al otro los hombres con turbantes puntiagudos de todos los colores. Unos voluntarios que transportaban calderos llenos de arroz y de
curry
de legumbres pasaron entre las hileras y vertieron cucharones de
curry
sobre las hojas de banano que, a guisa de platos, había delante de cada comensal. Unas niñas de ojos negros pintados de
khol
sirvieron té en pequeñas escudillas de barro cocido que había que romper después de usarlas. Durante todo el día, centenares de altavoces hicieron resonar la alegría de los sijs de una orilla a otra del Hooghly.

Ayer era el Barra Bazar, el inmenso mercado del otro lado del puente, lo que estaba en efervescencia. Los adeptos de la secta de los jainíes digambara, una rama reformada del hinduismo que nació por los tiempos de Buda, celebraban el retorno de la estación de las peregrinaciones que se iniciaba con el fin oficial del monzón. Precedida por dos caballos de cartón blanco, de tamaño natural, fijados sobre el chasis de un jeep, la procesión se abría camino por entre un inextricable mar de camiones, de carritos de mano, de
rickshaws
, de vehículos de todas clases y de una multitud hormigueante de peatones. En medio del cortejo, sobre un carro florido del que tiraban hombres curiosamente disfrazados de lacayos isabelinos, iba el papa de la secta, semidesnudo, presidiéndolo todo desde el interior de una urna dorada, saludando a la multitud que le aclamaba en medio de un gran estruendo de címbalos y de tambores.

Pero de todas estas celebraciones, seguramente ninguna era un testimonio tan intenso de la presencia de Dios en Calcuta como las
pujas
hindúes en honor de la diosa Durga. Aunque en el curso de los años la fiesta se había transformado un poco en feria comercial, como ocurre con la Navidad en Occidente, era la que contribuía sobre todo a hacer de esta ciudad desequilibrada uno de los grandes centros de la fe. Donde ese rasgo era más sensible era en los
slums
, en el corazón de esas poblaciones desheredadas a las cuales los expertos de la Fundación Ford no prometían ninguna mejora de su condición antes del año 2020. En el fondo de su miseria habían sabido conservar la herencia milenaria de sus tradiciones. Ahora bien, ninguna se expresaba más visiblemente que una afición visceral por la fiesta. La fiesta que, por espacio de un día o de una semana, los arrancaba a la realidad; la fiesta por la cual las gentes se endeudaban o se privaban de comer a fin de comprar a su familia vestidos nuevos destinados a honrar a los dioses; la fiesta como vehículo de la religión, mejor que cualquier catecismo, y que encendía los corazones y los sentidos por la magia de sus cantos y el ritual de las largas y suntuosas ceremonias litúrgicas.

¿Qué importaba que unos vividores se quedasen con su diezmo a costa del sudor y del hambre de los pobres? A fin de cuentas, eran los pobres los que salían ganando. En Anand Nagar, los hombres del
racket
no vacilaban en obligar a los que tiraban de triciclos y de
telagarhi
a pagar el diezmo para los altares, en parar los camiones y los autobuses de la Grand Trunk Road para exigir dinero a los conductores y pasajeros. Ni siquiera el barrio de los leprosos, al final del
slum
, escapó a su rastrillaje. Nadie sabía qué porcentaje de aquel maná iba a parar directamente a los bolsillos de los truhanes. Pero lo que quedaba para la fiesta bastaba para crear su magia.

Al acercarse el gran día, una especie de onda vibratoria recorrió el
slum
. Grandes esqueletos de bambú que evocaban arcos de triunfo empezaron a elevarse por todas partes. Unos artistas vistieron esos armazones de telas multicolores. Dando a los drapeados unas geometrías de ejemplar refinamiento, decoraron los montantes y los capiteles de suntuosos motivos en forma de mosaico y de damero. El altar destinado a recibir la estatua de la diosa era ya en sí mismo una fastuosa realización floral, un verdadero andamiaje de rosas, de claveles y de jazmines que perfumaban el hedor de aquellos contornos. Lo más sorprendente era la inverosímil panoplia de los accesorios que acompañaban esta decoración. Ningún
pandal
se consideraba completo sin una profusión de focos, de guirnaldas de bombillas, de luminarias e incluso de arañas victorianas. Unos islotes de luz salpicaron de pronto con un halo sobrenatural la lepra de los tejados y de las fachadas. Una cadena de altavoces vertía una oleada de cantos y de música que inundaba día y noche el
slum
, confirmando el hecho de que, en la India, la fiesta va acompañada siempre de los desbordamientos sonoros más extremos. Aquel estrépito dio la señal para que empezara un rito purificador que en pocos días iba a transfigurar aquel universo de mugre y de fealdad. Las familias hindúes y muchas de las familias musulmanas y cristianas se apresuraron a encalar el exterior y el interior de sus chamizos, las galerías cubiertas, los brocales de los pozos, los escaparates de las tiendas. El viejo hindú muy piadoso de la
tea shop
que estaba enfrente de la casa de Lambert, aprovechó una ausencia del sacerdote para repintar por completo la fachada de su habitación de un hermoso blanco que iluminaba la entrada de su cuchitril. A continuación se transformaba la indumentaria de los hombres. Por una única vez al año, millares de pobres cambiaban sus andrajos por vestidos de fiesta piadosamente conservados en el baúl familiar que les servía de armario en el fondo de cada chabola, o bien comprados para aquella circunstancia endeudándose de unas decenas de rupias más con el usurero del barrio. Todos los comerciantes de Calcuta estimulaban estas compras proponiendo rebajas especiales en honor de la diosa. La instalación de las estatuas sobre los altares dio lugar a un ritual minucioso que se desarrolló a puerta cerrada bajo la protección de la policía. Como estrellas de cine antes de ofrecerse a la mirada maravillada del público, las Durga pasaron por las manos de un ejército que las vistió y maquilló, verdaderos artistas que las adornaron con suntuosos ropajes y joyas.

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