La ciudad de los prodigios (33 page)

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Authors: Eduardo Mendoza

Tags: #Novela

BOOK: La ciudad de los prodigios
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Al general retirado Osorio y Clemente, ex gobernador de Luzón, le alcanzaron tres disparos de revólver hechos desde un coche cerrado cuando salía de oír misa en la iglesia de San Justo y Pastor. Acababa de bajar el último peldaño de las escaleras del templo y cayó muerto sobre las losas que formaban el pavimento de la plaza. Por la ventana del coche alguien arrojó un ramillete de flores blancas que cayó a varios metros del cadáver. Luego testigos presenciales referían lo más pintoresco del suceso: que el criado filipino del difunto, apenas oyó la primera detonación, echó a correr hacia un extremo de la plaza; allí hizo algo sorprendente: ponerse en cuclillas, sacar del bolsillo un palo curvo como de treinta centímetros de longitud e introducirlo en un agujero del suelo; así logró abrir la tapa metálica que daba entrada al sistema de alcantarillado, por el que desapareció definitivamente. La policía dijo luego que esta conducta probaba su participación en el crimen, su complicidad y su premeditación; otras personas dijeron que al recibir su amo el cuerpo de la tortuga había empezado a planear la fuga; había localizado y memorizado la ubicación de todas las tapas metálicas en la parte de la ciudad por la que solían deambular; siempre llevaba encima el palo curvo, que él mismo se había procurado.

Pocos días antes de producirse este suceso el señor Braulio se había sentido súbitamente inquieto sin que pudiera especificar el porqué de su inquietud. Tengo una corazonada fatal, se dijo mirándose al espejo. En los últimos años había engordado; ahora cuando se disfrazaba de mujer parecía una matrona; además se había dejado crecer un bigote corto al estilo teutón que le daba travestido un aspecto más jocoso que sensual. Hasta los que en otros tiempos le reían las gracias le hacían ahora consideraciones severas. Otros veían en su conducta síntomas de envejecimiento, de lo que entonces se denominaba reblandecimiento cerebral. Algunos atribuían este reblandecimiento a los golpes recibidos en las noches de francachela. Todos pensaban en el caso del boxeador danés Anders Sen, de quien los periódicos habían hablado en abundancia a raíz de su reciente visita a Barcelona. Durante varios años este boxeador había desafiado a los campeones de Francia, de Alemania y del Reino Unido; siempre había perdido, le habían vapuleado a conciencia. Ahora lo llevaban de ciudad en ciudad; en Barcelona lo exhibieron en un barracón de cañas y lona levantado en la Puerta de la Paz como un caso digno de interés científico; así rezaba la publicidad; en realidad bajo este supuesto interés científico unos desaprensivos explotaban su desgracia; se había vuelto como un niño: agitaba un sonajero con sus manazas y bebía leche en un biberón. Pagando un real se podía entrar a verlo y hacerle preguntas; por una peseta se podía simular con él un combate de boxeo. Aún era un hombre fornido, de perímetro torácico amplio y bíceps colosales, pero sus movimientos eran muy despaciosos, las piernas apenas sostenían el peso del cuerpo y estaba prácticamente ciego, a pesar de tener sólo veinticuatro años. Por supuesto éste no era el caso del señor Braulio, que gozaba de excelente salud; sólo su apariencia externa se había asentado con la edad y con el retiro forzoso que le había impuesto Onofre Bouvila; al mismo tiempo se habían acentuado sus manías y su pusilanimidad y sus cambios bruscos de humor también. Ahora le preocupaba Odón Mostaza. Sin trabajo y con dinero, el matón se entregaba ahora a una vida cada vez más disoluta. Cuando él le reprendía le contestaba de mal modo: Eres una roncha, le decía, te has pasado la vida rifando el culo en el barrio de la Carbonera y ahora vienes a soltarme sermones. Así perdí a mi esposa y a mi hija, replicó el ex fondista; por mis locuras tuvieron que pagar dos pobres inocentes. Pero Odón Mostaza seguía sin hacerle caso. Un día supo que Onofre Bouvila quería verle; acudió a su despacho sin perder un instante. Los dos compinches se abrazaron emocionados, se dieron palmadas sonoras en la espalda. Hacía siglos que no nos veíamos, dijo Odón Mostaza; desde que te has vuelto un burgués no hay forma. Ah, qué tiempos aquéllos, exclamó el matón. ¿Te acuerdas de cuando nos enfrentamos a Joan Sicart?

Onofre le dejó hablar, le escuchaba sonriendo. Cuando el otro calló le dijo: Hay que volver al ruedo, Odón; no podemos dormirnos en los laureles; te necesito. Ahora, fue el rostro del matón el que se iluminó con una sonrisa de lobo. Gracias a Dios, dijo; ya se me estaba oxidando la herramienta, ¿de qué se trata? Onofre Bouvila bajó la voz para que nadie pudiera oír lo que tramaban. los guardaespaldas de uno y otro montaban guardia en las esquinas. Un asunto sencillo, lo tengo todo pensado, te va a gustar, le dijo.

El día señalado Odón Mostaza salió a la calle muy temprano, tomó un coche de punto y se hizo conducir a las afueras. Llegados a un lugar determinado encañonó al cochero con el revólver y le ordenó que se apeara. Uno de sus hombres salió de detrás de un arbusto y ató al cochero de pies a cabeza con una soga; luego le llenó la boca de estopa y lo amordazó. Le vendaron los ojos con un trapo y le dieron un golpe en la nuca que le hizo perder el conocimiento. El maleante que había salido de detrás del arbusto se puso el capote del cochero y subió al pescante. Odón Mostaza volvió a subir al coche y corrió las cortinillas; se quitó la barba postiza y los lentes ahumados que se había puesto para que luego el cochero en el peor de los casos no pudiera identificarle. Tenía una coartada perfecta. En las Ramblas compró un ramo de azucenas como Onofre Bouvila le había dicho que hiciera. Las flores en el coche cerrado exhalaban un aroma tan intenso que creyó que se marearía. voy a arrojar, pensó. Mientras tanto iba comprobando el buen funcionamiento del revólver. El reloj de la iglesia daba las campanadas cuando el coche entró en la plaza. De la misa salían pocos fieles, porque era día laborable. Descorrió un poco la cortinilla y asomó por la abertura el cañón del revólver. Cuando vio aparecer al ex gobernador acompañado de su criado filipino apuntó con calma. Dejó que acabara de bajar los escalones y disparó tres veces. Sólo el filipino reaccionó instantáneamente. El coche se puso de nuevo en marcha. Se acordó entonces de las flores y golpeó el techo para que el cochero se detuviera, recogió el ramo de azucenas del asiento y lo arrojó con fuerza por la ventana. Ahora se oían ya gritos y carreras: todos procuraban ponerse a salvo.

Al cabo de unos días la policía judicial lo detuvo cuando salía de un burdel en el que había pasado la noche. Como se sabía a salvo de toda sospecha no opuso resistencia; trataba a los agentes con tanta urbanidad que advirtieron la burla en seguida. Búrlate todo lo que quieras, Mostaza, le dijo el cabo, que esta vez vas a pagarlas todas juntas. Él ponía hociquitos y le enviaba besos fingidos, como si se tratara de una furcia y no de un cabo. Esto exasperaba al cabo. Los agentes, que conocían su fama, no le quitaban los ojos de encima; le encañonaban con los mosquetones y tenían listas las cachiporras para caer sobre él. Algunos de ellos eran muy jóvenes; antes de ingresar en el cuerpo ya habían oído hablar de Odón Mostaza, el temido matón: ahora lo llevaban preso y maniatado a presencia del juez. Cuando éste le preguntó dónde había estado tal día a tal o cual hora él respondía con mucho aplomo: recitaba la trama de mentiras que había urdido con Onofre Bouvila, la coartada que tenía preparada precisamente en previsión de semejantes preguntas. El juez repetía las preguntas una y otra vez y el escribano transcribía las respuestas siempre idénticas, que luego leía el juez con extrañeza. ¿Pretendes burlarte también de mí¿, le dijo al fin el juez.

–Guarde su señoría estas tretas para los chorizos, los socialistas, los ácratas y los maricones -dijo el matón-. Yo soy Odón Mostaza, un profesional con muchos años de experiencia; y no hablaré más.

Al cabo de un rato, viendo que el interrogatorio empezaba de nuevo como si hubiese hablado a un sordo o un idiota, añadió: ¿Pretende su señoría hacerse un nombre a mi costa? Sepa que otros lo han intentado antes; todos querían ser el juez que metió entre rejas a Odón Mostaza; soñaban con ver su nombre y su retrato en los periódicos. Todos hicieron el ridículo. Aquel juez se llamaba Acisclo Salgado Fonseca Pintojo y Gamuza; era un hombre de treinta y dos o treinta y tres años, cargado de espaldas, de cuello grueso, barba tupida y tez pálida. Hablaba con lentitud y levantaba las cejas cuando se le decía cualquier cosa, como si todo le causara sorpresa. Diga dónde se encontraba usted el día tal a tal hora, repitió. Odón Mostaza perdió los estribos.

–¡Acabemos con esta comedia grotesca! – gritó en el juzgado, sin importarle que pudieran oírle otros detenidos-. ¿Qué quiere de mí? ¿Acaso dinero? Porque no pienso darle un real, sépalo su señoría desde ahora. Conozco el paño: si le doy cien hoy, mañana me pedirá mil. No tiene nada que hacer. Carece de pruebas y de testimonios, mi coartada es perfecta. Además, todo el mundo sabe que al ex gobernador Osorio lo mataron unos filipinos.

El juez levantaba las cejas con aire de perplejidad. ¿Qué ex gobernador¿, preguntó, ¿qué filipinos? A Odón Mostaza le costó comprender que no le estaban acusando del asesinato del ex gobernador Osorio, sino de la muerte de un joven llamado Nicolau Canals i Rataplán, de quien no había oído hablar jamás. En la mañana del día de autos un hombre envuelto en una capa y tocado de un chambergo de ala ancha que ocultaba su cara había pasado ante el
comptoir
del Gran Hotel de Aragón con tal celeridad que el encargado no pudo interceptar su paso. Cuando puso en su seguimiento a varios empleados del hotel y a dos guardias que patrullaban aquel sector de las Ramblas, a esa hora muy concurridas, el intruso había desaparecido en los pisos superiores. Nunca fue hallado. Unos dijeron que se había descolgado por la fachada del edificio, que llevaba bajo la capa una maroma acabada en un garfio con ayuda de la cual había practicado el descenso; otros, aduciendo que ningún viandante dijo haber visto tal cosa, afirmaron que tenía comprados a varios empleados del hotel. De su paso fugaz no había dejado otro rastro que el cadáver de Nicolau Canals i Rataplán, a quien había asestado tres cuchilladas, todas ellas mortales de necesidad. Al día siguiente fue enterrado en el mausoleo familiar junto a los restos de su padre, igualmente asesinado. Su madre no asistió al sepelio. Era el único vástago de aquella rama de la familia Canals. Ahora el juez le mostraba el chambergo y la capa. Mientras él estaba en el burdel la policía había registrado su casa: habían encontrado aquellas prendas y también una navaja de cuatro muelles en cuya hoja podían distinguirse aún restos de sangre pese a que había sido lavada. Desconcertado siguió negando la evidencia. Repetía con obstinación la historia de la tortuga, la gallina y el cerdo. El acusado, dijo luego el juez en el sumario, a todas luces desvaría. Le obligaron a ponerse el chambergo y la capa y presentarse así ante el recepcionista del hotel, cuya comparecencia había requerido el juez. Las dos prendas resultaron ser de su medida y el recepcionista afirmó ser aquel individuo el mismo que había visto pasar ante el
comptoir
como una exhalación. Con promesas de soborno consiguió que un oficial de juzgado hiciese llegar un mensaje al señor Braulio: No entiendo nada de lo que está pasando, pero esto me huele a chamusquina, decía en él. El señor Braulio acudió a Onofre Bouvila. Haremos que se ocupe del caso el mejor penalista de España, dijo éste. ¿No sería mejor resolver la papeleta privadamente?, dijo el señor Braulio, ¿antes de que este galimatías adquiera carácter oficial? El abogado que se hizo cargo de la defensa se llamaba Hermógenes Palleja o Pallejá, decía provenir de Sevilla y acababa de colegiarse en Barcelona, donde quería abrir bufete cosa que luego no hizo. La mayor parte de los testigos cuya deposición solicitó el defensor no acudió a declarar: eran mujeres de la vida y habían desaparecido cuando la policía judicial fue por ellas; como carecían de documentación y eran conocidas por apodos exclusivamente les bastaba mudar de domicilio y de apodo para borrar toda huella de su pasado. Las tres que sí declararon en la vista causaron una impresión pésima en el tribunal. Dijeron llamarse la Puerca, la Pedorra y Romualda la Catapingas; en sala no se recataban de mostrar la pantorrilla, guiñaban los ojos al público, empleaban un lenguaje procaz y prorrumpían en risotadas por cualquier nimiedad. Al ministerio fiscal le decían: sí, cariño; no, mi vida, etcétera. El presidente de sala hubo de llamarles varias veces la atención. Las tres afirmaron haber estado con el reo en la mañana del día de autos, pero ante las preguntas del fiscal y aun de la propia defensa se desdijeron y acabaron confesando que se confundían de fecha, de hora y de persona. Odón Mostaza, que no había visto jamás a tales despojos y veía que su intervención era contraproducente, quiso hablar con su abogado, pero éste, pretextando otros trabajos apremiantes, no lo fue a ver al calabozo del Palacio de Justicia, a donde había sido trasladado desde la prisión mientras duraba el juicio. Este Palacio de Justicia, inaugurado en la década anterior, estaba situado en lo que había sido el recinto de la Exposición Universal, donde Odón Mostaza había trabado conocimiento en forma brusca con Onofre Bouvila, en quien ahora cifraba sus esperanzas de salvación. Pero éste no daba muestras de inquietud: cuando el señor Braulio, que no vivía, que seguía diariamente las incidencias del juicio entre el público que abarrotaba la sala, iba a consultar con él le daba cualquier excusa para no recibirle o si le recibía desviaba la conversación hacia otros temas. El fiscal había pedido la pena máxima para el encausado en las conclusiones provisionales, que luego elevó a definitivas. Por fin el tribunal dictó sentencia: en ella condenaba a muerte a Odón Mostaza. Paciencia, le dijo el abogado, recurriremos. Así lo hizo, pero dejando transcurrir los plazos fijados por la ley o presentando tan mal los recursos que las altas instancias los desestimaban por defecto de forma. Aislado en su celda, el matón se desesperaba. Dejó de comer y apenas dormía; cuando lograba conciliar el sueño le asaltaban pesadillas, se despertaba chillando. Los guardias de la prisión, a donde había sido trasladado de nuevo, le hacían callar, se mofaban de sus miedos y a veces entraban en la celda y le propinaban palizas crueles. Al fin acabó produciéndose en él una transformación: comprendió que debía pagar por aquel crimen que no había cometido los muchos crímenes que habían quedado impunes. En esto vio la mano de Dios Todopoderoso y de ser descreído y jactancioso pasó a ser piadoso y humilde. Pidió con insistencia ver al párroco de la prisión, a quien confesó sus culpas innumerables. El recuerdo de su vida pasada, del lodazal de vicio en que había retozado tantos años le hacía llorar con desconsuelo. Aunque había recibido la absolución de manos del confesor no se atrevía a comparecer en presencia Del Supremo Hacedor. Confía en su infinita misericordia, le decía el confesor. Ahora llevaba siempre hábito morado y un cordón gris pendiente del cuello.

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