La ciudad de oro y de plomo (16 page)

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Authors: John Christopher

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

BOOK: La ciudad de oro y de plomo
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Cuando más se disfruta de la amistad es en los momentos favorables, mientras brilla el sol y el mundo es amable. Pero lo que une a los hombres es compartir la adversidad. Los dos éramos esclavos de estos monstruos y de entre todos los esclavos de la Ciudad sólo nosotros dos entendíamos lo que nos estaban haciendo: ellos eran monstruos a los que servíamos por fuerza, no dioses a los que atendíamos de buen grado. Este infortunio era un vínculo que nos unía. Aquella noche pasé mucho rato despierto, preocupado por él, intentando planear algún modo de escapar de la Ciudad. Estaba claro que a él le haría falta antes que a mí. Se me ocurrieron toda clase de ideas locas (como escalar la cara interior de la Muralla dorada y abrir un agujero en aquel material parecido al vidrio que formaba la cúpula). Tumbado, sudaba y me desesperaba.

Al día siguiente volví a ver a Fritz. Había salido del hospital y su Amo le había aceptado nuevamente. Ya le había vuelto a pegar. La urgencia de descubrir una salida había disminuido, pero no mucho.

En una ocasión me había preguntado por qué los Amos se habrían tomado la molestia de aprender nuestros idiomas en lugar de hacer que los esclavos aprendieran el suyo, pero en realidad resultaba evidente. Los Amos vivían muchísimo más tiempo que los hombres normales, y los esclavos de la Ciudad eran, en comparación como esos insectos que viven solamente un día. Cuando un esclavo fuera capaz de entender un mínimo ya no estaría en buenas condiciones para servir. Me imagino que habría también otros factores. De este modo los Amos conservaban un medio de expresión privado. Además era verdad que ellos disponían de un medio de aprendizaje del que carecían los hombres: no necesitaban libros sino que, de algún modo, transferían los conocimientos de una mente a otra, y así les resultaba más fácil adquirir este tipo de destrezas. Mi Amo me hablaba en alemán, pero sabía hablar en otros idiomas a esclavos de otros países. La división de los hombres en razas distintas incapaces de entenderse entre sí le resultaba divertida. Al parecer los Amos habían pertenecido desde siempre a una raza única y entre ellos existía una unidad que los hombres habían dado pocas muestras de ser capaces de conseguir, incluso antes de que ellos llegaran.

Esto, al igual que otras cosas humanas, aparte de divertirle le atraía en cierto modo. Había estudiado a la humanidad con más atención que la mayoría del resto de los Amos (leía los libros antiguos y aun así me acosaba a preguntas), y su actitud hacia nosotros resultaba extraña. En ella se combinaban el desdén y el asco, la fascinación y la pena. Esto último se ponía de manifiesto cuando le sobrevenían accesos de melancolía (fases menores dentro del proceso de la Enfermedad) y se pasaba largos períodos en el jardín de agua, inhalando burbujas de gas. Durante uno de ellos me dijo más cosas sobre el Plan.

Le había llevado la tercera burbuja de gas y me había visto forzado a someterme a las caricias habituales de sus tentáculos, de tacto baboso al haber estado sumergidos; él había empezado a lamentarse de que esta amistad maravillosa de que gozábamos tuviera que durar tan corto tiempo, pues yo, su perro, que ya estaba de todos modos destinado a tener una breve vida humana, habría de verla aún más reducida por las condiciones bajo las cuales vivía en la Ciudad. (No se le ocurrió pensar que aquella reducción se podría evitar si me liberaba, permitiéndome llevar una vida normal en el exterior, y yo no podía, naturalmente, sugerirlo sin dar la impresión de que prefería semejante cosa antes que un par de años de triste gloria en calidad de esclavo). No se trataba de un tema nuevo. Ya se había ocupado de él con anterioridad y yo había hecho lo posible por simular extrañeza, veneración y una satisfacción inefable por mi suerte.

Sin embargo en esta ocasión el descontento que expresó ante la proximidad de mi muerte dio paso a la especulación, e incluso a la duda. Comenzó a nivel personal. Me había vuelto a preguntar por mi vida antes de venir a la Ciudad y yo le pinté un retrato, mezcla de verdad y falsedad, que ya había esbozado con anterioridad (estoy seguro de que a veces había inconsistencias, pero él no parecía fijarse en ellas). Hablé de nuestros juegos infantiles y, después, de la Fiesta de Navidad, que yo sabía que en el sur era más o menos igual que en Wherton, sólo que en las montañas era más probable que nevara. Le hablé del intercambio de regalos, del servicio religioso y de la fiesta que había después; del pavo asado relleno de castañas, rodeado de brillantes salchichas morenas y de patatas doradas; del llameante pastel de ciruelas. Se lo describí con cierta viveza porque, a pesar del calor y de mi creciente debilidad, se me hacía la boca agua de pensar en ello, comparándolo con la desastrosa comida que nos mantenía vivos aquí.

El Amo dijo:

—No se puede compartir el placer de otra criatura, aunque sea una criatura de más baja condición, pero me doy cuenta de que eso era para ti un gran placer. Y si no hubieras ganado en los Juegos, habrías seguido disfrutando de esos placeres durante muchos más años. ¿Piensas alguna vez en eso, chico?

Dije:

—Pero al ganar en los Juegos se me permitió venir a la Ciudad, donde puedo estar contigo, Amo, y servirte.

Se quedó callado. De la burbuja de gas ya no emergía la neblina parduzca y, sin que me lo ordenara, me levanté y le traje otra. La aceptó, todavía callado, la colocó en su lugar y la presionó. Cuando se acabó el gas, dijo:

—Sois tantos, año tras año… es algo triste, chico. Pero no es nada comparado con esa oscura sensación que tengo cuando pienso en el Plan. Y no obstante, así ha de ser. Esa es la finalidad de las cosas, después de todo.

Hizo una pausa, guardó silencio, y después comenzó nuevamente a hablar. Habló del Plan.

Como ha dicho, había varias diferencias entre el mundo del que procedían los Amos y la Tierra. Su mundo era más grande, de modo que los objetos situados en la superficie pesaban mucho más; y también era más húmedo y más caluroso. Estas cosas no tenían gran importancia. En la Ciudad había máquinas que generaban aquella pesadez que yo conocía tan bien, pero los Amos podrían haber vivido prescindiendo de ellas. La pesadez actual era inferior a la que existía en su planeta y ellos o sus sucesores podían aprender a vivir de modo natural en un mundo así. En cuanto al calor, al parecer había zonas de la Tierra bastante calurosas, muy al sur, donde estaban las otras Ciudades.

Pero había, por supuesto, otra diferencia a la que no podían adaptarse: el hecho de que nuestra atmósfera era para ellos tan venenosa como la suya para nosotros. Esto significaba que fuera del enclave de las Ciudades sólo podían ir protegidos; y no sólo con una mascarilla que cubriera la cabeza, como íbamos los esclavos aquí, sino con todo el cuerpo cubierto por una envoltura verdosa, ya que la luminosidad del sol también les hacía daño en la piel. De hecho, salvo en ocasiones excepcionalmente raras, jamás dejaban el refugio que les proporcionaban los Trípodes, y en esta parte fría de la Tierra no lo hacían bajo ningún concepto.

Sin embargo, estas condiciones se podían cambiar y se cambiarían. El éxito de la expedición, la conquista de este mundo, había sido comunicado a su planeta natal. Se habían enviado muestras de aire, de agua y de otros elementos naturales. Sus sabios los habían estudiado y en el momento oportuno se envió un mensaje: se pude modificar la atmósfera de la Tierra a fin de que los Amos la habiten de modo natural. A su debido tiempo, la colonización sería completa.

Pero aún era pronto. Habría que crear máquinas poderosas y aunque algunas piezas se podían fabricar aquí, otras debían enviarse a través de los abismos espaciales. Una vez colocadas en un millar de lugares diferentes de la Tierra, absorberían nuestro aire y exhalarían un aire apto para los Amos. Sería denso y verde, como el aire que hay dentro de la cúpula de la Ciudad y a medida que se extendiera se oscurecería la luz y los seres vivos que existían ahora, —flores, árboles, animales, pájaros y hombres—, se asfixiarían y morirían. Se calculaba que al cabo de diez años de la instalación de las máquinas el planeta sería apto para que lo habitaran los Amos. Mucho antes de eso habría perecido la raza humana.

Me sentí horrorizado por lo que oía, por la revelación de que el sometimiento del hombre no era, como habíamos pensado, un mal definitivo, sino el preámbulo de su aniquilación. Logré hacer algún comentario vacío relativo a que todo lo que desearan los Amos era bueno. Mi Amo dijo:

—Tú no lo entiendes, chico. Pero a algunos de nosotros nos entristece la idea de tener que suprimir las cosas y las criaturas que están viviendo ahora en este mundo. Para la mente es una carga pesada.

Agucé los oídos. ¿Sería posible que los Amos estuvieran realmente divididos, pese a que dijeran no entender las divisiones de los hombres? ¿Habría una posibilidad de desunión que pudiéramos nosotros explotar? Pero él prosiguió:

—Los que pensamos así creemos que se deberían establecer unos lugares donde pudieran seguir viviendo algunas criaturas. Las Ciudades, por ejemplo. Se podían disponer las cosas de modo que pudieran refugiarse en su interior algunos hombres, animales y plantas. Y los Amos podrían visitarlas, con mascarilla o en vehículos protegidos, y contemplar a estas criaturas; no muertas, como en la Pirámide de la Belleza, sino vivas. ¿Verdad que estaría bien, chico?

Pensé en lo mucho que le odiaba, que les odiaba a todos, pero sonreí y dije:

—Sí, Amo.

—Algunos dicen que esto no es necesario, que es desperdiciar recursos, pero yo creo que se equivocan. Después de todo, nosotros los Amos sabemos valorar la belleza. Preservamos lo mejor de los mundos que colonizamos.

Lugares donde podrían vivir un puñado de hombres y animales, protegidos por un cristal, para satisfacer la curiosidad y la vanidad de los Amos… «Sabemos valorar la belleza…». Se hizo un silencio durante el cual cada uno pensó algo distinto sobre lo que se acababa de decir. Se prolongaba, y la necesidad de conocer la respuesta a la única pregunta vital me apremiaba. Tuve que asumir el riesgo de preguntárselo. Dije:

—¿Cuándo, Amo?

Movió un tentáculo en señal de interrogación.

—¿Cuándo…? —repitió.

—¿Cuándo comenzará el Plan, Amo?

De momento no respondió y yo pensé que tal vez le hubiera sorprendido mi pregunta; tal vez incluso sospechara. A estas alturas yo ya era capaz de leer en él algunas de sus reacciones más obvias, aunque muchas quedaban ocultas. Sin embargo, dijo:

—La gran nave ya está muy adelantada en su viaje de vuelta, y trae las cosas necesarias. Llegará dentro de cuatro años.

Cuatro breves años antes de que las máquinas empezaran a vomitar veneno. Yo sabía que Julius suponía que disponíamos de tiempo suficiente, que la siguiente generación, o la otra, podrían conducir al triunfo final la campaña que habíamos iniciado nosotros. Súbitamente el tiempo se convertía en un enemigo tan implacable como los propios Amos. Si fracasábamos y había que volver a intentarlo el año siguiente, habríamos perdido una cuarta parte del intervalo cruelmente corto en el que teníamos posibilidades de actuar.

El Amo dijo:

—La vista de la gran nave surcando la noche como una cometa es espléndida. Espero que la veas, chico.

Quería decir que tenía la esperanza de que yo viviera hasta entonces: cuatro años eran un período muy largo para un esclavo de la Ciudad. Dije, fervorosamente:

—Así lo espero, Amo. Será un momento glorioso y feliz.

—Sí, chico.

—¿Puedo traerte otra burbuja de gas, Amo?

—No, chico. Creo que voy a comer. Puedes prepararme la mesa.

Fritz dijo:

—Entonces uno de los dos tiene que irse.

Asentí. Estábamos en la zona comunal de la pirámide de Fritz. Se hallaban presentes una docena de esclavos, dos jugando a las cartas y el resto tumbados, sin hablar siquiera. En el mundo exterior estaría comenzando el otoño; esta mañana haría un poco de frío, después de la helada nocturna. En la Ciudad el calor sofocante era inalterable. Nos sentamos aparte y hablamos en voz baja.

Dije:

—Supongo que no habrás averiguado nada.

—Sólo que por la Sala de los Trípodes es imposible. Los esclavos que trabajan en la Zona de Entrada no tienen nada que ver con los que están dentro de la Ciudad. Son los que no han elegido los Amos y tienen envidia de los que entran aquí. No permitirían que nadie se dirigiera en dirección contraria.

—Si pudiéramos entrar por medio de una estratagema… atacarles…

—Son demasiados, según creo. Y hay otra cosa.

—¿Qué?

—Tu Amo te habló del Trípode destruido. Saben que hay cierto peligro, pero creen que procede sólo de los chicos que aún no tienen Placa. Si descubren que hemos conseguido entrar en la Ciudad con Placas falsas…, no deberían enterarse de eso.

—Pero, si se escapa uno de nosotros, —argüí—, ¿eso no les pondrá sobre aviso de todos modos? Nadie que lleve una Placa auténtica querría irse de la Ciudad.

—A menos que lo haga por el lugar de la Liberación Feliz. No se efectúa ningún control de los que acuden allí. Tenemos que conseguir que parezca que ha ocurrido así, y la huida se mantendrá en secreto.

—Cualquier forma de huir vale más que ninguna. Debemos suministrar información a Julius y a los demás.

Fritz hizo un gesto de aquiescencia y yo volví a fijarme en su delgadez; el rostro, pese a estar demacrado, contrastaba por su tamaño con el frágil cuello. Si sólo podía huir uno, debía ser él. Yo tenía un Amo amable para lo que se acostumbraba allí y podría aguantar un año o más. Me había dicho que esperaba que yo viera cómo la gran nave regresaba en todo su esplendor. Pero Fritz no llegaría al final del invierno a menos que se fuera: de eso no cabía duda.

Fritz dijo:

—Sólo se me ha ocurrido una cosa.

—¿De qué se trata?

Dudó y dijo:

—Sí, más vale que lo sepas, aunque no es más que una idea. El río.

—¿El río?

—Penetra en la Ciudad, lo purifican y lo adaptan a las necesidades de los Amos. Pero también tiene una salida. ¿Te acuerdas de que vimos el canal de salida al otro lado de los muros? Si pudiéramos dar con el lugar desde el interior… Tal vez cupiera la posibilidad.

—Claro, —lo pensé—. Seguramente el río entra por el otro lado de la Ciudad.

—Seguramente, aunque no tiene por qué ser así. Pero en aquella zona es donde viven los Amos que no tienen esclavos. Allí no se puede indagar con tanta facilidad sin llamar la atención.

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