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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Misterio, Intriga

La ciudad sagrada (56 page)

BOOK: La ciudad sagrada
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—Tú sabes mejor que nadie lo impredecible que es el tiempo en estos parajes —dijo al fin, con voz aún más fría.

Black vio la certeza vacilante reflejada en el rostro de Swire.

—No hay forma de saber de dónde vino el agua —añadió Sloane—. La tormenta podía llegar de cualquier parte.

Por un instante Swire pareció asimilar sus palabras, pero después dijo con voz más baja:

—Puedes ver un montón de cosas desde lo alto de ese cañón.

Sloane se encaró con él.

—¿Me estás llamando mentirosa, Roscoe?

Hubo una amenaza tan sutil en su tono aterciopelado de voz que Black vio a Swire echarse atrás.

—No estoy llamándote nada, pero mis últimas noticias eran que Nora no quería que abriésemos esa kiva.

—Pues mis últimas noticias eran que tú sólo eres el encargado de los caballos —replicó Sloane—. Esa decisión no te corresponde tomarla a ti.

Swire la miró sin dejar de masticar el tabaco que llevaba en la boca. Luego se incorporó bruscamente y se alejó del grupo.

—¡Dices que Nora pasará a la historia si abrimos esta kiva, pero eso no es cierto! —le espetó—. Eres tú quien pasará a la historia, y lo sabes muy bien.

Tras escupir aquellas palabras, abandonó el campamento y se internó entre los álamos.

53

D
ando un bufido, Black subió todo el peso de su cuerpo por encima del último travesaño de la escala y se encaramó en el suelo rocoso de Quivira, cargado con la pequeña bolsa con el equipo. Sloane se había adelantado y estaba esperando en el muro de contención de la ciudad pero, obedeciendo a un impulso, Black se volvió una vez más para contemplar el valle. Le resultaba difícil creer que apenas cuatro horas antes hubiese estado de pie en aquel mismo sitio presenciando la terrible riada. Ahora la luz de primera hora de la tarde, fresca e inocente, se reflejaba en las paredes del cañón. Había refrescado, y el aire estaba perfumado con la humedad de la lluvia. Se oía el alegre canto de los pájaros. Habían limpiado el campamento y trasladado las provisiones a mayor altitud. Los únicos signos de la catástrofe eran el torrente de agua turbulenta que dividía el pequeño valle como una cicatriz oscura y los atroces restos de árboles destrozados y orillas de tierra que se esparcían por la superficie.

Se volvió y avanzó hacia Sloane, que ya había depositado su equipo junto al muro de contención y estaba echándole un último vistazo. Black advirtió que la mujer se había enfundado la pistola de repuesto del campamento en el cinturón.

—¿Para qué es eso? —preguntó, señalando el arma.

—¿Recuerdas lo que le sucedió a Holroyd? —repuso Sloane sin apartar la vista del equipo—. ¿O los caballos descuartizados? No quiero sorpresas desagradables mientras estamos en esa kiva.

Black guardó silencio con aire pensativo y luego inquirió:

—¿Y qué me dices de Swire?

—¿Qué le pasa a Swire?

Black la miró y respondió:

—No parecía muy entusiasmado con todo esto.

Sloane se encogió de hombros.

—Es un simple vaquero a sueldo. Nadie querrá prestar atención a lo que tenga que decir. Una vez que se haga pública la noticia de nuestro descubrimiento, será portada de los periódicos de todo eLpaís durante una semana, y en el Sudoeste durante un mes. —Tomó la mano de Black entre las suyas, la apretó con suavidad y sonrió‐‐‐. Entrará en razón.

Bonarotti apareció en lo alto de la escalera, con la enorme arma del calibre cuarenta y cuatro colgada a un lado y las herramientas de cavar a la espalda. Sloane retiró la mano y se volvió para recoger su equipo.

—Vamos —dijo.

Acompañado de Bonarotti, Black siguió a Sloane através de la plaza central hacia la parte trasera de la vieja ciudad en ruinas. Oía los latidos de su propio corazón palpitarle con fuerza en el pecho.

—¿De verdad crees que hay oro en esa kiva? —preguntó Bonarotti.

Black se volvió y advirtió que el cocinero se dirigía a él. Por primera vez en toda la expedición, vio animación e incluso un gesto de fuerte emoción en el rostro del hombre.

—Sí, sí lo creo —respondió—. No se me ocurre ninguna otra conclusión. Todas las pruebas apuntan en ese sentido.

—¿Qué haremos con él?

—¿Con el oro? —preguntó Black—. Eso lo decidirá el instituto, claro está.

Bonarotti se quedó en silencio y por unos instantes Black escudriñó su rostro. Pensó que en realidad no tenía idea de qué era lo que motivaba a un hombre como Bonarotti a formar parte de aquella expedición.

También se le ocurrió que, en su constante ensueño con la kiva, no había pensado ni una sola vez en qué podía ocurrir con el oro una vez que ésta se abriese. Puede que lo exhibieran en una exposición en el instituto, o lo incluyeran en una gira por el circuito de museos, tal como había sucedido con el tesoro de la tumba de Tutankamón. En realidad, no tenía importancia: era el hallazgo en sí mismo, el momento inicial del descubrimiento, lo que lo haría pasar a la historia.

Atravesaron el callejón hasta el estrecho pasadizo y luego se agacharon al llegar al santuario interior. Sloane colocó dos lámparas portátiles junto a la kiva y las enfocó en dirección a la entrada obstruida por las rocas. A continuación retrocedió unos pasos para desplegar la cámara mientras Black y Bonarotti preparaban las herramientas. Como si se hallase a cierta distancia de allí, Black advirtió que sus propios movimientos eran muy lentos, cuidadosos, casi reverenciales.

Y entonces, al unísono, ambos hombres se volvieron hacia Sloane. Depositó la cámara gigante encima de un trípode y luego les devolvió la mirada.

—No hace falta que os recuerde la importancia de lo que estamos a punto de hacer —dijo—. Esta kiva es el descubrimiento arqueológico cumbre de la historia, y vamos a tratarla como tal. Llevaremos a cabo el proceso siguiendo las normas de rigor, documentando cada paso. Luigi, tú despejarás la arena y el polvo de la entrada. Hazlo con mucho cuidado. Aaron, tú puedes retirar los escombros y estabilizar la entrada, pero antes dejad que saque un par de fotos.

Se agachó detrás de la cámara y la oscura caverna se vio iluminada por una rápida serie de fogonazos. Luego se apartó unos pasos y asintió con la cabeza.

Mientras Bonarotti recogía una pala, Black centró su atención en el montón de rocas que cubría la entradade la kiva. Habían sido apiladas sin ningún tipo de argamasa, y saltaba a la vista que carecían de significación arqueológica; podría retirarlas con la mano, sin tener que recurrir a técnicas de excavación que le hiciesen perder el tiempo. Sin embargo, pesaban mucho y los músculos de sus brazos no tardaron en dar muestras decansancio. A pesar de que las rocas no contenían rastros del polvo que había ido acumulándose en capas gruesas sobre el resto de la superficie de la kiva, a Black le costaba respirar: la pala de Bonarotti rápidamente levantó una nube asfixiante alrededor de la entrada de la kiva.

Sloane mantenía su posición de supervisora de las operaciones desde la retaguardia, haciendo fotografías, tomando apuntes en un diario y registrando mediciones. De vez en cuando advertía a Bonarotti que no pusiese tanto empeño en su labor y en cierta ocasión llegó incluso a reprender a Black cuando una roca suelta cayó sobre la pared de la kiva. Casi de forma imperceptible, la mujer había asumido el papel de líder. Mientras seguía enfrascado en su tarea, Black pensó que tal vez debiera sentirse molesto por ello, pues él contaba con mucha más experiencia que ella. Sin embargo, lo cierto es que en ese momento le traía sin cuidado. Él había sido el primero en especular sobre la existencia de la kiva, él la había encontrado, y sus futuros e innumerables artículos sobre el oro de los anasazi dejarían ese punto muy claro. Además, ahora él y Sloane eran un equipo y…

Interrumpió sus propios pensamientos con un acceso de tos. Retrocedió unos pasos para apartarse de la entrada y se limpió la cara con la manga de la camisa. El polvo había alcanzado un espesor miasmático y en el centro de aquel torbellino no se hallaba otro que Bonarotti, afanándose con la pala. Unas columnas inclinadas de polvo colgaban en los haces de luz artificial. Era una escena digna de Brueghel. Black dirigió la mirada a Sloane, encaramada a cierta distancia encima de una roca, apuntando sus observaciones. Levantó la vista hacia él y esbozó una sonrisa breve y cómplice.

Tras respirar hondo unas cuantas veces, volvió a la carga. Ya había sacado la primera hilera de rocas y se puso a retirar la segunda.

De pronto, se paró en seco. Detrás de las rocas, vio una franja de color marrón rojizo.

—¡Sloane! —exclamó—. Ven a echar un vistazo.

La mujer llegó a su lado al cabo de unos segundos. Retiró el polvo con la mano y tomó varias fotografías con una cámara portátil.

—Hay un sello de barro detrás de esas rocas —anunció. El entusiasmo elevó su voz a un tono agudo artificial—. Retira las rocas, por favor, y ten mucho cuidado de no estropear el sello.

Ahora que Black había despejado la parte superior de la entrada, el resto era pan comido. Al cabo de unos minutos, el sello quedó completamente al descubierto: un enorme cuadrado de arcilla estampado contra lo que parecía ser una capa de yeso. Alguien había modelado una espiral invertida en el sello.

Una vez más, Sloane se acercó para investigar.

—Qué extraño… —comentó—. Esta arcilla parece estar muy fresca. Compruébalo tú mismo.

Black examinó el sello más de cerca. Decididamente, estaba muy fresca… demasiado fresca, pensó, para tratarse de un sello de siete siglos de antigüedad. Lapuerta sellada, bloqueada por las rocas, le había preocupado desde el principio; sencillamente parecía demasiado defensiva para pertenecer a la estructura original. Además, era muy extraño que el omnipresente polvo no se hubiese asentado en las rocas apiladas delante de la puerta. Por un momento, una aciaga desesperación pareció estar a punto de apoderarse de él.

—Es imposible que alguien llegase aquí antes que nosotros —murmuró Sloane, que miró a Black y añadió—: Esta puerta sellada ha sido extremadamente bien protegida. Varios metros de rocas la protegen de los elementos, ¿no es así?

—Sí, así es. —Black sintió cómo la desesperación desaparecía por completo y regresaba el entusiasmo de antes—. Eso explicaría por qué el sello parece tan reciente.

Sloane tomó unas cuantas fotografías más y luego retrocedió unos pasos.

—Vamos, sigamos adelante.

Con la respiración entrecortada, entre jadeos entusiastas, Black redobló sus esfuerzos para despejar el muro de rocas.

54

M
uchos metros por encima del desolador espectáculo que ofrecía el cañón de Quivira tras los efectos de la riada, las bóvedas y los huecos de la amplia meseta de roca resbaladiza se bañaban en el último sol de la tarde. Los retorcidos enebros jalonaban el extraño paisaje, el alforfón silvestre y unas cuantas matas de verbena crecían en los tramos de tierra. Pequeños barrancos seccionaban el terreno, serpenteando por la arenisca roja, y las cuevas subterráneas que se abrían en el lecho de roca brillaban todavía bajo el sol por el agua de la lluvia acumulada. De vez en cuando, unos pilares de roca de formas fantásticas surgían de las entrañas de la tierra, coronados con un estrato de piedra más oscuro, como falsos enanos agachados entre los árboles. Una nueva tormenta más pequeña avanzaba por el este pero allí, a trescientos metros de distancia de la meseta de Quivira, el cielo aún estaba plácidamente salpicado de nubéculas que pasaban del blanco al amarillo bajo la luz menguante.

En un barranco escondido sobre la meseta, dos figuras enmascaradas y cubiertas con pieles se movían con sigilo. Avanzaban con paso vacilante y furtivo, como si no estuviesen acostumbradas o no quisiesen salir a la luz del sol. Una de ellas se detuvo un instante, se agachó en el suelo y bebió de un manantial subterráneo para luego ponerse en marcha de nuevo, dirigiéndose a una franja de sombra que había junto a un saliente de roca. Al llegar allí, ambas figuras se detuvieron.

Hurgando entre los pliegues de su escasa vestimenta, uno de los lapapieles extrajo una bolsa de gamuza, provocando el tintineo de las conchas de plata. La figura sacó una calavera humana llena de bolitas secas y arrugadas que parecían botones grises. El segundo lapapiel extrajo otro cráneo y una raíz larga y seca con la forma tosca y retorcida de un ser humano; a continuación, la depositó en la arena junto a la primera calavera. Ambos seres entonaron un cántico en voz baja y temblorosa. Un cuchillo de obsidiana brilló cuando cortaron las dos puntas de la raíz seca.

Actuaban en silencio y con rapidez. Una mano, decorada con franjas blancas de arcilla, acarició las bolas arrugadas. Acto seguido, el lapapieles depositó una, luego otra y al fin tres de las bolas en la palma de su mano, introduciéndoselas por el agujero de la boca que había hecho en su máscara en una rápida sucesión. Se oyó cómo las engullía con aparatosidad. La segunda figura repitió los movimientos sin dejar de cantar, cada vez más deprisa.

Prepararon una pequeña fogata con ramas secas y unas volutas de humo se enroscaron alrededor de la roca protectora. Cortaron la raíz en sentido longitudinal en tiras finas, la ahumaron al fuego rápidamente y la apartaron a un lado. Colocaron plumas en la hoguera, que poco a poco fueron rompiéndose y deshaciéndose. A continuación echaron varios escarabajos iridiscentes vivos en las ascuas y los insectos empezaron a crepitar hasta morir abrasados. Luego los retiraron, los colocaron en el segundo cráneo, los machacaron y les añadieron un poco de agua de una bolsa de piel.

Levantaron el cráneo con la mezcla hacia el norte, cantando cada vez más deprisa, y luego bebieron por turnos. Devolvieron las tiras de raíz al fuego, donde se enroscaron y ennegrecieron, emitiendo una horrible columna de humo amarillo. Las figuras inclinaron las cabezas encima de la fogata, inhalando con fuerza y haciendo un ruido áspero en medio del humo. El cántico se había convertido en un tarareo frenético, un sonido grave, rápido y trémulo como el zumbido de las chicharras.

La nueva tormenta avanzaba desde el este, dibujando una sombra por encima del paisaje. Rebuscando una vez más entre su manto animal, el primer lapapieles empezó a arrojar unos puñados de flores blancas de estramonio al fuego, integrándose rápidamente en la nube de humo cada vez más oscuro. Las figuras volvieron a inclinarse, inhalándolo con fuerza. El aire de la meseta se perfumó de pronto con el aroma intensamente delicioso de las campanillas. Las espaldas de pieles empezaron a temblar y las conchas de plata tintinearon violentamente.

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