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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Misterio, Intriga

La ciudad sagrada (60 page)

BOOK: La ciudad sagrada
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Sin embargo, Sloane permaneció en silencio. Parecía atónita, como si se resistiera a comprender, o aceptar, la presencia de Nora. Es como si hubiese visto un fantasma, pensó Nora.

Y súbitamente cayó en la cuenta de que se trataba de eso.

—No esperabas verme con vida, ¿verdad? —preguntó con voz firme, aunque sentía cómo su cuerpo le temblaba.

Pese a sus palabras, Sloane seguía sin reaccionar.

—El parte meteorológico —dijo Nora—. Me diste un parte falso.

Sloane negó enérgicamente con la cabeza.

—No… —empezó a decir.

—Veinte minutos después de que bajaras de la cima, esa riada se nos vino encima —la interrumpió Nora—. El cauce de Kaiparowits va a parar a ese cañón. Había una tormenta gigantesca justo encima de la meseta, tenía que haberla. Y tú la viste.

—El parte meteorológico de Page es de dominio público. Puedes comprobarlo cuando volvamos…

Pero mientras escuchaba aquellas palabras, una imagen acudió a la mente de Nora: Aragón, la riada despedazándolo mientras lo arrastraba por las implacables paredes de la garganta secundaria.

Meneó la cabeza con gesto impotente.

—No —repuso—, no creo que lo haga. Creo que en realidad comprobaré las imágenes por satélite. Y ya sé qué encontraré: una tormenta monstruosa centrada directamente encima de la meseta de Kaiparowits.

De pronto Sloane palideció. Las gotas de lluvia empezaban a empaparle el pelo.

—Escucha, Nora. Quizá no miré en esa dirección.Tienes que creerme.

—¿Dónde está Black? —preguntó Nora.

Sloane se quedó inmóvil, sorprendida por la pregunta.

—Arriba, en la ciudad —contestó.

—¿Qué crees que dirá cuando se lo pregunte a él? Estaba en ese cerro contigo.

Sloane frunció el entrecejo y musitó.

—No se encuentra bien y…

—Y Aragón está muerto —la interrumpió Nora con creciente furia—. Sloane, pensabas entrar en esa kiva a cualquier precio. Y ese precio ha sido el asesinato. —La horrible palabra quedó suspendida en elaire—. Vas a ir a la cárcel —añadió—. Y nunca más volverás a trabajar en este campo. Me aseguraré de ello personalmente.

Cuando Nora miró a Sloane, vio cómo el estupor y la confusión de sus ojos se transformaban en algo distinto.

—No puedes hacer eso, Nora —replicó Sloane con voz grave, apremiante—. ¡No puedes!

—Sí puedo. Ya lo verás.

Se produjo el destello de un relámpago hecho jirones seguido casi instantáneamente de un trueno ensordecedor. En ese momento Nora bajó la mirada para protegerse los ojos y vio el débil brillo de un arma metálica en el cinturón de Sloane. Alzando la vista de nuevo, vio que Sloane estaba mirándola. La mujer pareció erguirse y respirar hondo. Apretó la mandíbula. En un rostro embargado por la creciente sorpresa, Nora creyó ver cómo empezaba a formarse un gesto de determinación.

—No —murmuró.

Sloane le devolvió la mirada, impasible.

—No —repitió Nora, retrocediendo hacia la penumbra.

Lentamente, Sloane empezó a buscar a tientas el revólver.

Con un movimiento brusco y desesperado, Nora apagó la linterna y echó a correr hacia el refugio que podía proporcionarle la oscuridad.

El campamento se encontraba a cien metros de distancia, pero allí no hallaría protección. Sloane se interponía entre ella y la ciudad, y la riada le cerraba el paso hacia el otro lado del valle. En la dirección en que estaba corriendo, sólo le quedaba una opción.

Trató de pensar con rapidez sin dejar de correr. Pensó que Sloane no era de la clase de personas que saben perder. Si se había negado a abandonar Quivira sin abrir antes la kiva, ¿cómo iba a permitir que Nora la llevase de vuelta a la civilización, avergonzándola y humillándola, para enfrentarse a una vida arruinada para siempre? ¿Por qué la habré provocado de esa manera?, se reprendió a sí misma. ¿Cómo he podido ser tan estúpida? Ella misma le había mostrado a Sloane su única opción, firmando sin duda su propia sentencia de muerte.

Corrió lo más deprisa que pudo mientras se internaba por la falda rocosa del precipicio, en dirección al desprendimiento del otro extremo. Unos fucilazos intermitentes de luz guiaban su camino. Abriéndose paso por la ladera de rocas fragmentadas, buscó un escondite sin atreverse a utilizar la linterna por miedo a delatar su posición. A medio camino de la ladera halló un agujero que le pareció adecuado: estrecho pero lo bastante grande para albergar a una persona. Se internó en él hasta el fondo y se agazapó en la oscuridad, jadeando, tratando de pensar con claridad, sintiéndose furiosa y desesperada por la frustración.

Echó un vistazo alrededor, examinando el escondrijo. Había conseguido adentrarse hasta el corazón de la ladera, pero pese a todo sólo era una opción temporal. Sloane daría con ella tarde o temprano, y llevaba el arma del campamento.

Pensó en Smithback, dormido en la tienda de urgencias médicas, y cerró los puños con furia. Era un blanco seguro e indefenso. Pero no, Sloane no tenía razón alguna para entrar en la tienda y encontrarlo. Y aunque lo hiciese, cabía la posibilidad de que no lo matase. Debía aferrarse a esa esperanza… al menos hasta que encontrase el modo de detener a Sloane.

Tenía que haber un modo de detenerla. Bonarotti y Swire estaban ahí fuera, en alguna parte. A menos que también formasen parte de la conspiración… Meneó la cabeza, negándose a considerar siquiera esa posibilidad.

Tal vez lograría hallar un modo de regresar a hurtadillas al campamento y escapar con Smithback. Sin embargo, eso significaría horas y horas de espera prudente, y estaba segura de que de algún modo Sloane actuaría antes. Nora sabía que no podía subir a la cima del precipicio y escapar… no podía hacerlo dejando a Smithback detrás, herido, en el valle. Mientras se agachaba un poco más en su escondrijo, considerando las distintas opciones, llegó a la conclusión, con una desesperada sensación de fatalidad, que no había ninguna opción.

60

B
eiyoodzin se abrió paso por la meseta de roca resbaladiza, a muchísimos metros de altura del valle de Quivira. El grueso de una segunda tormenta, esta vez más pequeña, pasaba en aquel momento por encima de su cabeza, sumiendo el paisaje en una profunda oscuridad. Bajo sus pies, la roca irregular resbalaba a causa de la lluvia, y Beiyoodzin caminaba con suma precaución. Sentía sus viejos pies doloridos y añoraba la presencia de su caballo, maneado en el vallede Chilbah. Los animales de cuatro patas no podían atravesar la senda de los Sacerdotes.

Las marcas del sendero eran vagas e irregulares —un pequeño y antiguo mojón de piedras apiladas de vez en cuando— y era difícil vislumbrar el camino en la oscuridad. Beiyoodzin tenía que recurrir a toda su habilidad para seguirlo. Su vista ya no era tan aguda como antaño y sabía demasiado bien que todavía le quedaba por delante el trecho más difícil: el peligroso y tortuoso descenso por la cresta del cañón secundario del otro extremo del valle.

Se arrebujó en el manto empapado de agua y siguió avanzando. A pesar de que su abuelo se lo había advertido con sus historias, Beiyoodzin nunca había creído que la senda de los Sacerdotes fuese tan sumamente ardua ni larga. Tras enfilar la sima secreta del valle de Chilbah, seguía una larga y compleja ruta a través de la elevada meseta, serpenteando a lo largo de kilómetros y kilómetros a través de los enebros raquíticos, subiendo y bajando barrancos y quebradas. Trató de hacer que su cansado cuerpo avanzase más deprisa. Era tarde, lo sabía; tal vez demasiado. No había forma de saber qué había sucedido, o qué podía estar sucediendo, en el valle de Quivira.

De pronto, se detuvo en seco. Percibió un olor en el aire, un persistente olor a madera quemada, cenizas húmedas y algo más que hizo que le diera un vuelco el corazón. Miró alrededor, con los ojos muy abiertos en la oscuridad, dejando que los ocasionales relámpagos guiasen sus pasos. Ahí estaba —bajo la sombra de una enorme roca, tal como había supuesto—: los restos de una pequeña fogata.

Echó un vistazo para asegurarse de que estaba solo, de que las criaturas que habían encendido aquella fogata se habían marchado hacía rato. Luego se agachó y removió las cenizas con los dedos. Extrajo los restos de unas raíces torcidas, calcinadas y crujientes, de la pequeña pila y las frotó en sus manos para examinarlas. A continuación, frunciendo el entrecejo, empezó a buscar de nuevo entre los rescoldos, al tiempo que apartaba las cenizas a un lado con impaciencia. Cerró la mano en torno a algo y contuvo la respiración: el pétalo de una flor, mustio e inerte. Se lo llevó a la nariz. El aroma confirmó sus peores temores: bajo el fuerte olor al humo de la madera, todavía percibía la persistente fragancia de campanillas.

Se puso de pie, restregando los dedos sobre sus pantalones húmedos con nerviosismo. En cierta ocasión, siendo todavía un niño en el poblado de Nankoweap, vio algo horrible: un hombre muy viejo, un hombre malo, comiendo la flor prohibida del estramonio. El hombre había montado en cólera a causa de los efectos de la droga, destrozándolo todo a su paso violentamente, con una fuerza antinatural e inhumana. Habían hecho falta media docena de hombres jóvenes del pueblo para reducirle.

Sin embargo, aquello era mucho peor. Las criaturas a las que estaba persiguiendo habían ingerido las flores de estramonio al estilo antiguo, al estilo maligno, mezclándolas con teonanácates, botones de pita e insectos prohibidos. El espíritu impuro se apoderaría de ellos, conferiría una fuerza sobrehumana a sus miembros y un frenesí asesino a sus mentes; los haría ajenos a su propio dolor o al dolor de los demás.

Arrodillándose, recitó una breve y fervorosa plegaria en la oscuridad. Luego se puso en pie de nuevo y prosiguió su camino por la senda, tratando de ir más deprisa.

61

B
onarotti se sentó con desgana en el suelo liso y rocoso del Planetario, apoyando la espalda contra el resistente muro y los codos sobre sus rodillas flexionadas. Miró hacia el exterior y la oscuridad que lo rodeaba, más allá de la repisa curvilínea donde se ocultaba la prodigiosa ciudad. El valle estaba en penumbra, iluminado sólo por los fogonazos de los relámpagos. Una fina cortina de agua caía sobre el saliente de roca, tapando la entrada a Quivira. Ya no había razón alguna para abandonar el confort de la ciudad seca. De hecho, no había ninguna razón para hacer nada, salvo esperar durante los próximos días en las condiciones más cómodas y menos desagradables posibles.

Sabía que debería sentirse mucho más decepcionado de lo que estaba. Al principio —durante los minutos que había tardado en darse cuenta de que el contenido de la kiva no era oro, sino simples antiguallas— la sensación de desencanto y estupor había sido, de hecho, abrumadora. Y sin embargo, ahora, en las afueras de la ciudad, lo único que sentía era un terrible dolor de huesos. El oro no habría sido suyo, de todas formas. Se preguntó por qué se había esforzado tanto con el pico, por qué se habría dejado llevar con tanto entusiasmo por la emoción del momento, algo muy raro en él. Ahora su única recompensa eran unos brazos y unas piernas inusitadamente pesados. La culata del gigantesco revólver asomaba por su costado derecho. Minutos antes, le había parecido oír que alguien corría en la plaza central, y luego creyó percibir un murmullo furioso de conversación en el valle de abajo. Sin embargo, bajo el molesto borboteo de la lluvia, no estaba seguro de haber oído todo aquello. Tenía los oídos tapados y doloridos; quizá todo había sido producto de su imaginación. Además, tampoco tenía mucho interés en ponerse a explorar por ahí.

Haciendo un gran esfuerzo, rebuscó en el bolsillo de la pechera en busca de un cigarrillo y luego hurgó en sus pantalones para dar con una cerilla. Sabía que estaba prohibido fumar en las ruinas, pero en ese momento le importaba un bledo; además, por alguna razón presentía que Sloane sería más tolerante con aquella clase de cosas de lo que lo había sido Nora Kelly. El placer de fumar era prácticamente el único consuelo que le quedaba en aquel lugar de infortunio. Eso y el suministro secreto de
grappa
que había escondido entre sus utensilios de cocina.

Sin embargo, el cigarrillo no le proporcionó ningún placer. De hecho, tenía un sabor horrible, como a cartón y calcetines viejos. Se lo quitó de la boca y lo examinó minuciosamente, usando la punta ardiente como iluminación. A continuación volvió a llevárselo a los labios. Cada nueva bocanada de humo traía consigo unos espasmos de dolor en los pulmones, de modo que, tras sufrir un acceso de tos, apretó la punta entre los dedos para apagarlo y se lo metió en el bolsillo.

Algo le decía que la culpa no era del cigarrillo. Por un momento, recordó la imagen de Holroyd y el aspecto que tenía en los angustiosos minutos previos a su muerte. La imagen hizo que un espasmo galvánico le recorriera las piernas y los brazos, y se puso de pie instintivamente. Sin embargo, el súbito movimiento impidió que la sangre le llegara a la cabeza a la debida velocidad; le entró un calor insoportable y un extraño zumbido resonó en sus oídos. Apoyó un brazo contra la pared de roca para encontrar el equilibrio.

Respiró hondo un par de veces y luego trató de colocar un pie delante del otro. El mundo parecía girar alrededor y volvió a apoyarse en la pared. Sólo había estado sentado quince minutos, media hora a lo sumo.¿Qué diablos estaba ocurriendo? Se humedeció los labios, mirando hacia el centro de la ciudad. Sentía una agobiante presión sobre su cabeza, y las mandíbulas apretadas le martirizaban con un dolor punzante, cada vez más intenso. Aunque la lluvia parecía amainar, el zumbido monótono y regular se hacía cada vez más irritante en sus oídos. Echó a andar hacia la plaza central dando bandazos, sin rumbo fijo. El mero hecho de levantar los pies le resultaba casi imposible.

Al llegar a la plaza se detuvo. Pese a tratarse de un lugar abierto, le parecía que las estructuras de adobe de tres plantas lo oprimían por todas partes, con sus ventanucos huecos como los ojos de una calavera, mirándolo fijamente con aire glacial.

—Me encuentro mal —dijo como si fuese lo más natural del mundo, sin dirigirse a nadie en particular.

El golpeteo constante de la lluvia era un tormento. Lo único que quería era librarse de él, escapar a algún lugar oscuro y silencioso donde poder acurrucarse y taparse los oídos con las manos. Se volvió despacio, mecánicamente, esperando a que un nuevo relámpago iluminase la ciudad. Una ráfaga amarilla le permitió distinguir por unos segundos la entrada a la serie más próxima de estancias de adobe, y se dirigió a ella arrastrando los pies, acompañado por el sonido de un trueno.

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