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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Misterio, Intriga

La ciudad sagrada (65 page)

BOOK: La ciudad sagrada
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Se oyó un nuevo ruido, no tan débil como el anterior. Le pareció que venía de abajo. Tumbándose, Nora avanzó a gatas hasta el lateral del tejado y se asomó al borde con cuidado para observar el pozo de oscuridad. Nada.

Se puso de pie y notó que el olor a flores era ahora más intenso, empalagosamente dulzón. El corazón le latía con fuerza en el pecho. Se apartó del parapeto y en ese momento oyó que alguien colocaba el poste contra el costado del edificio. Rápidamente se agachó para pasar al siguiente conjunto de casas de adobe.

Se apoyó contra la pared, tratando de recobrar el aliento. Hiciese cuanto hiciese, dondequiera que fuese, siempre estaría en desventaja. El lapapieles era más rápido que ella, y mucho más fuerte. En la oscuridad se sentía como pez en el agua. El corazón le dio un vuelco al pensar que nunca la dejaría salir con vida de aquel valle.

Sólo tenía una posibilidad, aunque era muy remota. De algún modo, tenía que equilibrar el campo de batalla, tenía que minimizar la amenaza, y eso implicaba hacerse con un arma.

En el interior la habitación estaba fría y en silencio. Nora echó un vistazo alrededor. En un rincón había un montón de máscaras de los dioses de la guerra, bocas torcidas de color carmesí que exhibían unas muecas burlonas bajo la pálida luz nocturna. El aire olía a ratas de bosque y a moho. Se deslizó por la siguiente entrada hasta otra habitación, más oscura que la primera, tanteando las paredes, dejando que su recuerdo del lugar guiase sus pasos.

Con cuidado, se abrió paso hasta la tercera estancia.Una rendija de luz se filtraba por una grieta en el tejado, y entonces las vio: una pila de lanzas de madera templadas con fuego y acabadas en unas puntas de obsidiana muy afiladas. Cogió unas cuantas, eligió las dos más ligeras y salió de la habitación por un estrecho pasadizo.

Siguió avanzando a tientas, desplazándose con cuidado hasta la siguiente estancia dentro de la misma estructura de adobe. Su recuerdo de la ubicación de las lanzas había sido correcto, y también recordaba que aquel sistema de estancias tenía una entrada en la parte delantera y otra en la posterior. Sin embargo, había cientos de estancias en Quivira, de modo que no podía estar segura del todo.

Localizando el marco de la puerta, se agachó para pasar a la siguiente habitación, donde una luz gris se filtraba desde la entrada opuesta. Con una leve sensación de alivio, Nora dedujo que debía de hallarse cerca de la parte delantera de la estructura. Echó a correr hacia el rincón más oscuro y esperó, escuchando.

Para aquel entonces, el lapapieles ya debía de haberla seguido hasta el laberinto de estancias de la estructura de adobe. Nora apoyó la lanza en su hombro y le pareció muy frágil e insustancial en su puño sudoroso. Tal vez era el colmo de la locura creer que tenía alguna posibilidad de salvar su vida, pero la otra alternativa era no hacer nada, esperar aterrada el inevitable final. Además, sabía que por muy rápidas y fuertes que fuesen los lapapieles, también eran mortales.

Su cuerpo se puso en tensión al percibir el débil ruido de una pisada en la habitación contigua. El sonido del río llegaba amortiguado dentro de las estancias de adobe, y se esforzó por escuchar atentamente. Oyó un nuevo ruido, también muy débil. El olor a flores se hizo insoportable. Luchando por mantener en guardia sus cinco sentidos, Nora enarboló la lanza. Una sombra irregular, completamente negra, invadió la entrada de la estancia. Con un alarido involuntario, arrojó la lanza con todas sus fuerzas. Luego echó a correr por la puerta del fondo hacia la última estancia de la estructura. No oyó ningún aullido, ningún grito, pero sí creyó percibir el sonido hondo y contundente de la lanza al atravesar la piel.

Salió a trompicones de la estancia a través de la abertura en el adobe, dirigiéndose a la techumbre plana que recorría la parte delantera de la estructura. Sin atreverse a hacer un alto para respirar, trató desesperadamente de encontrar un camino para bajar.

Se produjo un brusco ruido a sus espaldas y a continuación un fuerte peso se desplomó sobre ella, tirándola al suelo con violencia. Gritando de miedo, trató de zafarse de aquella bestia. Una pesada piel de animal, húmeda por el sudor y el repugnante olor a flores en estado de descomposición, le golpeó el rostro. Levantó la vista y vio la cabeza enmascarada encima de ella, con la lanza clavada en el hombro y agitándose frenéticamente. La bestia levantó el brazo y un cuchillo de obsidiana brilló en la penumbra.

Con gran esfuerzo, Nora consiguió apartarse a un lado. Sintió un dolor punzante en la pantorrilla cuando el cuchillo asestó su golpe triunfal. Sin tiempo para detenerse, se arrojó de cabeza por el tejado de la estructura de adobe. Aterrizando en un montón de arena, se puso en pie y echó a correr como pudo hacia el refugio que le proporcionaba la sombra de los bloques del primer piso. Era consciente de que no dejaba de gimotear mientras corría. Sentía un dolor lacerante en la pierna y de pronto notó cómo un húmedo reguero de sangre le resbalaba por el tobillo.

Atrás se oyó un golpe sordo, como de un cuerpo pesado saltando al suelo. Nora se agachó al llegar a la entrada de la estancia más cercana y, cojeando, se internó por una serie de galerías que la condujeron a una cámara pequeña y oscura. Las nubes habían vuelto a tapar la luna momentáneamente, pero ella sabía que detrás de aquella cámara se hallaba la plaza central. Se arrodilló en la agobiante penumbra, mientas su cerebro trabajaba a toda velocidad. Un rancio olor a sangre invadió su olfato; el corte debía de ser mucho más profundo de lo que había supuesto.

El murmullo de unos pasos a la carrera la puso en pie de nuevo. La luna reaparecería de detrás de las nubes en cualquier momento, y aquel monstruo sólo tardaría treinta segundos en seguir el rastro de sangre directamente hasta ella. En ese momento, el espeso olor a sangre se vería reemplazado por el intenso y terrible olor a flores.

Como si le hubiese leído el pensamiento, un aura fantasmal recubrió las paredes de la habitación cuando la luz de la luna se derramó de nuevo sobre la ciudad. Nora se preparó para lo que quizá sería la carrera final a través de la plaza en dirección al muro de contención. En el fondo de su corazón, sabía con certeza que no lo conseguiría, pero no podía soportar la idea de quedarse en aquella habitación, acorralada como un animal, a la espera de una muerte segura y brutal.

Respiró hondo un par de veces y luego se volvió para encarar la abertura que conducía al exterior de la estancia.

Y entonces, horrorizada, se quedó inmóvil.

En el rincón del fondo, iluminado por la luz sepulcral, estaba Luigi Bonarotti. Tenía los ojos vidriosos abiertos con una mirada inerte. Bajo la tenue luz, parecía estar bañado en una sombra de sangre aún más oscura. Nora observó los detalles más atroces y escalofriantes: le habían cortado los dedos y los pies, arrancándole parte de la cabellera de la cabeza. Nora cayó de rodillas y se tapó la boca, sintiendo náuseas.

Como si estuviera aún muy lejos, oyó al lapapieles avanzar por el pasadizo que había tras los bloques de adobe.

Nora se incorporó de golpe, sin apartar la vista de Bonarotti. En su cintura, intacta todavía, seguía la monstruosa arma.

Sin dudarlo un momento, se abalanzó sobre el arma, manoseó el seguro con nerviosismo y la sacó de su funda. Era una Magnum Super Blackhawk del calibre cuarenta y cuatro, rápida y mortal. Se limpió la mano ensangrentada en los vaqueros y a continuación correteó hasta la pared mientras se oía otro paso, esta vez más cerca.

De pronto, con una velocidad inaudita, el lapapieles apareció en la puerta con sus pesadas pieles agitándose por la carrera. Las manchas blancas de su barriga eran de color azul bajo la luz de la luna, y unos ojos rojos furiosos la miraban desde detrás de las ranuras en la máscara de gamuza.

Por un instante, miró a Nora de hito en hito y en silencio. Luego, lanzando un gruñido grave, saltó hacia adelante.

En los confines de la pequeña estancia de adobe el estruendo del arma fue ensordecedor. Nora cerró los ojos ante el cegador fogonazo, dejando que los codos y las muñecas frenasen el poderoso retroceso. Se oyó un aullido frenético y Nora disparó otra vez en la misma dirección, sin abrir los ojos. Con un agudo pitido en los oídos, salió como pudo hacia la puerta para luego tropezar y caer de espaldas en la plaza central. Rodó por el suelo y de inmediato apuntó con el arma hacia la puerta. Inexplicablemente el lapapieles se hallaba debajo de la entrada, agachado y con los brazos alrededor de su estómago. Nora oyó el goteo en el suelo de un líquido espeso, mientras las terribles heridas del pecho y la barriga del monstruo teñían la piel gruesa de sangre. De pronto, la figura se irguió, vio a Nora y saltó dando un gruñido de ira y odio. La mujer disparó por tercera vez directamente a la máscara y el poderoso impacto del proyectil detuvo en el aire a la bestia, que sacudió la cabeza hacia atrás y retorció el cuerpo hacia un lado.Apoyando el peso de su cuerpo sobre una rodilla, Nora disparó de nuevo, y luego otra vez, mientras la máscara se deshacía en húmedos fragmentos. El olor a sangre y cordita inundó el aire. El lapapieles se revolcó pesadamente en el polvo, retorciéndose y sacudiendo el cuerpo en una danza frenética, mientras los huesos y las visceras brillaban bajo la luz de la luna, los chorros de sangre arterial fluían con una cadencia errática y un grito grave y furioso gorgoteaba en su garganta. Pero pese a todo, Nora siguió apretando el gatillo, una y otra vez, mientras el percutor golpeaba las cámaras vacías con un clic que no podía oír por sus propios gritos.

Y entonces, tras un largo rato, llegó el silencio. Poco a poco, dolorosamente, Nora se puso de pie. Dio dos pasos en dirección al muro de contención, se tambaleó, y siguió andando. Luego se desplomó en el suelo, dejando el arma a un lado. Ya se había terminado.

Allí sentada, en la entrada de piedra de la ciudad en ruinas, Nora se echó a llorar en silencio.

67

A
l cabo de unos minutos, Nora se levantó con paso vacilante. El valle de Quivira estaba bañado en una pálida luz plateada. Unas perlas oscuras titilaban y cabeceaban en la superficie moteada de la rápida corriente del río. Detrás de Nora, la majestuosidad de la antigua ciudad lo observaba todo con silencio sepulcral.

Tambaleándose, igual que una sonámbula, echó a andar hacia la escalera de cuerda. Inició el descenso en medio de terribles dolores, bajando un travesaño cada vez, mecánicamente, todavía bajo los efectos del horror. Al llegar al pie de la escala, se volvió para mirar el campamento. Ahí estaba la tienda de urgencias médicas, pero el atrayente brillo naranja de la luz se había extinguido por completo. Nora sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. El acercarse a esa tienda y asomarse a su interior era lo más doloroso del mundo para ella en aquellos momentos, pero pese a todo tenía que verlo con sus propios ojos.

Avanzó unos pasos y luego se detuvo. A escasos metros de la falda del precipicio yacía el cuerpo de Sloane, destrozado sobre la arena. Se acercó a ella. Los ojos ambarinos ahora eran negros e inertes, cubiertos por un apagado brillo de luz de luna. La arena que rodeaba su cadáver estaba empapada en sangre. Nora sintió un escalofrío y apartó la mirada, buscando instintivamente el cuerpo del lapapieles.

No estaba en ninguna parte.

Un brusco calambre de miedo le recorrió el cuerpo y le puso alerta una vez más. Miró alrededor más despacio. Allí, en la arena, a dos metros escasos del cadáver de Sloane, había un hueco distorsionado, una depresión en el terreno, manchada y salpicada de sangre. Junto a ella, también sobre la arena, vio una concha de plata, pero ni rastro del cuerpo del lapapieles. Guiada por el instinto, dio un paso hacia atrás y se llevó la mano a la boca, escudriñando el paisaje con la mirada. Sin embargo, no había nada en el amplio espacio abierto que se extendía al pie de los precipicios.

Se volvió y echó a correr hacia el campamento bajo la luz de la luna, dirigiéndose a la tienda de urgencias médicas, mientras su pantorrilla protestaba a cada paso. Era peor de lo que había imaginado: el interior de la tienda estaba destrozado, hecho jirones, el equipo y el instrumental médico yacían desperdigados por el suelo, y el saco de dormir estaba completamente despedazado. Había manchas de sangre por todas partes, pero ningún cuerpo.

Hipando con más fuerza todavía, Nora retrocedió unos pasos y se tambaleó bajo la resplandeciente luz de la luna.

—¡Maldito seas! —gritó, volviéndose en la oscuridad—. ¡Maldito seas, monstruo de mierda!

En ese momento notó cómo un brazo delgado pero increíblemente fuerte se deslizaba por sus hombros y su cuello hasta taparle la boca. Al principio luchó por zafarse de aquellas garras, pero luego perdió toda su energía, incapaz de seguir luchando.

—Chsss… —susurró una voz suave y tranquila a sus espaldas.

La presión del brazo cedió y Nora se volvió, abriendo los ojos desorbitadamente, atónita. Era John Beiyoodzin.

—¡Usted! —exclamó.

Bajo la luz nocturna, las trenzas del anciano parecían estar pintadas de azogue. El hombre se llevó un dedo a los labios.

—Tengo a su amigo escondido en el fondo del valle.

—¿Mi amigo? —preguntó Nora, sin entender sus palabras.

—Su amigo periodista. Smithback.

—¿Bill Smithback? ¿Está vivo?

Beiyoodzin asintió con la cabeza.

Una alegría y un alivio inesperados se apoderaron de su cuerpo y tomó las manos del anciano entre las suyas con renovada energía.

—Escuche, falta otra persona. Roscoe Swire, el vaquero…

Hubo algo en la expresión de Beiyoodzin que le impidió terminar la frase.

—El hombre que cuidaba de sus caballos —dijo—. Está muerto.

—¿Muerto? No, no, no puede ser… Roscoe no… —Apartó la cabeza. La noticia era demasiado terrible.

—Encontré su cuerpo junto al río. Los lapapieles lo mataron. Ahora tenemos que largarnos.

Empezó a volverse y le hizo señas a Nora de que lo siguiera. Sin embargo, la mujer puso una mano sobre el hombro de él para detenerlo.

—Maté a uno de ellos arriba en la ciudad —le explicó, reprimiendo unas lágrimas amargas y diciéndose que debía ser fuerte—. Queda otro. Está herido, pero creo que aún sigue con vida en algún lugar del valle.

Beiyoodzin asintió.

—Ya lo sé —se limitó a decir—. Por eso debemos marcharnos cuanto antes.

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