—Las posibilidades que teníamos de encontrar al asesino han caído en picado. Necesitábamos a la Brecha.
—Qué agudo, señoras y señores. Estoy de acuerdo. Así que ve allí y aumenta las probabilidades.
—¿Cuánto tiempo voy a estar allí?
—Mantenme informado cada dos días. Veremos cómo va. Si se alarga más de dos semanas lo revisaremos: ya es bastante incordio que te pierda durante esos días.
—Pues no me pierdas. —Me miró con sarcasmo:
¿Y qué opción me queda?
—. Me gustaría que Corwi viniera conmigo.
Hizo un ruido grosero.
—Claro que te gustaría. No seas estúpido.
Me pasé las manos por el pelo.
—
Commissar
, necesito su ayuda. Como poco, sabe más del caso de lo que yo sé. Ha sido una pieza fundamental desde el comienzo. Si voy a tener que llevarme el caso al otro lado de la frontera…
—Borlú, no te llevas nada a ninguna parte; eres un invitado. De nuestros vecinos. ¿Quieres pasearte por ahí con tu propio Watson? ¿Quieres que te consiga a alguien más? ¿Una masajista? ¿Un actuario? Métete esto en la cabeza: allí tú eres el ayudante. Jesús, ya es bastante malo que la obligaras a meterse en esto en primer lugar. ¿Con qué autoridad, perdón? En vez de pensar en lo que has perdido, te sugiero que recuerdes los buenos tiempos que pasasteis juntos.
—Esto es…
—Sí, sí. No vuelvas a decírmelo. ¿Quieres saber lo que es una mierda, inspector? —Me señaló con el mando a distancia, como si pudiera detenerme o rebobinarme—. Lo que es una mierda es que un oficial superior de la policía perteneciente a la BCV, junto con la oficial subordinada que él secretamente ha requisado como su propiedad personal, haga una paradita no autorizada, innecesaria e inútil para enfrentarse a un grupo de matones que tienen amigos en las altas esferas.
—Ya. Se ha enterado de eso, por lo que veo. ¿Por el abogado?
—¿A qué abogado te refieres? Ha sido el diputado Syedr el que ha sido tan amable de llamarme esta mañana.
—¿Syedr en persona lo ha llamado? Vaya. Lo siento, señor. Estoy sorprendido. ¿Qué? ¿Iba a decirme que los dejara en paz? Pensé que parte del trato era que no pudieran relacionarlo abiertamente con los CA. Por eso envió a ese abogado, que parecía un chiquillo sacado de la liga de los tíos duros.
—Borlú, solo sé que Syedr ha sabido del
tête-à-tête
del otro día y estaba horrorizado al saber que su nombre había salido a relucir, que llamó no poco encolerizado para amenazarte con varias sanciones por difamación en caso de que su nombre apareciera de nuevo involucrado en un contexto así, etcétera. No sé, ni quiero saberlo, qué te llevó a elegir ese callejón sin salida en tu investigación, pero harías bien en preguntarte sobre los parámetros de coincidencia, Borlú. Fue esta misma mañana, solo unas horas después de tu increíblemente fructífera pelea en plena calle con los patriotas, cuando aparecieron oportunamente estas imágenes y se denegó la invocación de la Brecha. Y tampoco tengo la menor idea de lo que eso quiere decir, pero es un dato interesante, ¿a que sí?
—A mí no me preguntes, Borlú —dijo Taskin cuando la llamé por teléfono—. No sé nada. Me acabo de enterar. A mí solo me llegan rumores. Nyisemu no está muy contento con lo que ha pasado, Buric está furioso, Katrinya confundida, Syedr encantado. Eso es lo que se comenta. Quién lo ha filtrado, quién está tocándole las narices a quién, de eso no sé nada. Lo siento.
Le pedí que mantuviera los oídos abiertos. Tenía un par de días para preparar mi marcha. Gadlem había pasado mis datos a los departamentos pertinentes de Besźel y a mi homólogo en Ul Qoma que sería mi contacto. «Y contesta los malditos mensajes», dijo. Me arreglarían el permiso y la ubicación. Fui a casa y miré mi ropa, dejé la vieja maleta encima de la cama, escogí algunos libros, descarté otros.
Uno de ellos era nuevo. Lo acababa de recibir por correo esa misma mañana, después de haber pagado más por un envío urgente. Lo pedí por internet en un enlace que venía en la página de
fracturedcity.org
.
Mi copia de
Entre la ciudad y la ciudad
era vieja y estaba estropeada; intacta, pero con la cubierta doblada y manchas en las páginas, que tenían anotaciones de al menos dos caligrafías diferentes. Había pagado un precio escandaloso por él a pesar de esos defectos debido a que su venta era ilegal en Besźel. No era un gran riesgo que apareciera mi nombre en la lista del comerciante. Me había cuidado de asegurarme que el libro tenía, al menos en Besźel, el estatus de un retroceso ligeramente embarazoso más que de cualquier sentido sedicioso. La mayor parte de los libros ilegales de la ciudad lo eran solo de una forma un tanto vaga: raramente se aplicaban sanciones, incluso era poco frecuente que los censores se preocuparan.
El libro lo había publicado una editorial anarco-jipi largo tiempo desaparecida, aunque a juzgar por el tono de las páginas iniciales era mucho más árido de lo que sugería su recargada y lisérgica portada. La situación de los caracteres bailaba en todas las páginas. No había índice, lo que me provocó un suspiro de resignación.
Me tumbé en la cama y llamé a las dos mujeres a las que veía, y les dije que me iba a Ul Qoma. Biszaya, la periodista, dijo: «Fantástico, no te olvides de ir al museo Brunai. Hay una exposición de Kounellis. Tráeme una postal». Sariska, la historiadora, pareció más sorprendida y decepcionada de que me fuera a ir por no se sabe cuánto tiempo.
—¿Has leído
Entre la ciudad y la ciudad?
—le pregunté.
—Cuando estaba en la universidad, claro. La ilustración de mi cubierta era
La riqueza de las naciones
. —Durante los años sesenta y setenta se podían comprar algunos libros prohibidos con portadas arrancadas de libros permitidos—. ¿Qué pasa con él?
—¿Qué te pareció?
—Por aquel entonces, que era la bomba. Y que yo era muy valiente por leérmelo. Después de eso, que era ridículo. ¿Estás por fin pasando tu adolescencia, Tyador?
—Puede ser. Nadie me entiende. Yo no pedí nacer.
Sariska no tenía ningún recuerdo particular del libro.
—Joder, no me lo puedo creer —soltó Corwi cuando la llamé y se lo dije. No dejaba de repetirlo.
—Ya. Es lo mismo que le dije a Gadlem.
—¿Me apartan del caso?
—No creo que haya un plural aquí, pero sí, por desgracia, no puedes venir.
—Así que eso es todo, ¿me dejan tirada?
—Lo siento.
—Hijo de puta. La cuestión —dijo al final, después de un minuto en el que ninguno de los dos dijo nada, escuchando la respiración y el silencio de ambos, como adolescentes enamorados— es quién puede haber hecho públicas esas imágenes. No, la cuestión es ¿cómo encontraron esas imágenes? ¿Por qué? ¿Cuántas putas horas de cinta hay?, ¿cuántas cámaras? ¿Desde cuándo tienen tiempo de mirar esas cosas? ¿Por qué esta vez?
—No tengo que marcharme inmediatamente. Estaba pensando… Tengo mi orientación pasado mañana.
—¿Y?
—Bueno…
—¿Y?
—Perdón, estaba dándole vueltas a estas imágenes con las que nos acaban de dar en la cabeza. ¿Quieres hacer una última investigación? Un par de llamadas y una o dos visitas. Hay algo en particular que me gustaría dejar arreglado antes de que lleguen mi visado y no sé qué más: he estado pensando en esa furgoneta paseándose tan tranquila por ahí hacia tierras extrañas. Esto podría traerte problemas. —Dije esto último en broma, como si fuera algo atrayente—. Claro que estás fuera del caso, así que es un trabajo un poco sin autorización. —Eso no era cierto. Corwi no corría ningún riesgo: podía dar el visto bueno a cualquier cosa que hiciese. Puede que yo me metiera en un lío, pero ella no.
—De puta madre, entonces —contestó—. Si la autoridad te tima, una operación no autorizada es la única opción que te queda.
—¿Sí? —Mikyael Khurusch me miró más detenidamente desde detrás de la puerta de su desvencijada habitación—. Inspector. Es usted. ¿Qué…? ¿Hola?
—Señor Khurusch. Una pequeña cuestión.
—Por favor, déjenos pasar —dijo Corwi. Khurusch entornó un poco más la puerta también para verla, suspiró y nos abrió.
—¿En qué puedo ayudarlos?
Entrelazó sus manos y las volvió a separar.
—¿Qué tal te las apañas sin la furgoneta? —preguntó Corwi.
—Es un dolor de huevos, pero un amigo me está echando un cable.
—Qué buen chico.
—¿Verdad? —respondió Khurusch.
—¿Cuándo consiguió un visado CC para la furgoneta, señor Khurusch? —pregunté.
—Yo… ¿Qué? ¿Cómo? —respondió—. Si yo no… No tengo…
—Qué interesante que respondas con evasivas —dije. Su respuesta confirmaba el presentimiento—. No eres tan estúpido como para negarlo rotundamente porque, oye, los permisos son algo de lo que se guardan registros. Pero entonces, ¿qué estamos pidiendo? ¿Y por qué no estás respondiendo? ¿Cuál es el problema con esa pregunta?
—¿Nos deja ver su permiso, por favor, señor Khurusch?
Miró a Corwi durante varios segundos.
—No lo tengo aquí, está en mi casa. O…
—¿No podemos? —pregunté—. Estás mintiendo. Esta era una última oportunidad, cortesía nuestra y, vaya, acabas de mearte en ella. No tienes ningún pase. Un visado de Conductor Cualificado para múltiples entradas y reentradas dentro y fuera de Ul Qoma. ¿Verdad? Y no lo tienes porque te lo han robado. Te lo robaron cuando te robaron la furgoneta. Estaba, de hecho, dentro de tu furgoneta cuando te robaron la furgoneta, junto con tu viejo callejero.
—Oigan —dijo—, ya se lo he dicho, yo no estaba allí, no tengo ningún callejero, tengo un GPS en el teléfono. No sé nada de…
—No es cierto, pero sí lo es que tu coartada se sostiene. Entiéndenos, nadie aquí cree que tú cometieras el asesinato, o incluso que tiraras el cuerpo. No es por eso que estamos cabreados.
—Nuestra preocupación —siguió Corwi— es que nunca nos dijeras nada del permiso. La cuestión es quién lo cogió y qué has recibido a cambio.
De su rostro desapareció el color.
—Ay, Dios —dijo. Abrió la boca varias veces y se dejó caer de golpe sobre el asiento—. Ay, Dios, esperen. Yo no tengo nada que ver con nada de esto. Yo no recibí nada…
Había visto las imágenes del circuito cerrado varias veces. No había habido ninguna vacilación en el paso de la furgoneta, en la ruta autorizada y vigilada a través de la Cámara Conjuntiva. Lejos de incurrir en una brecha, de desplazarse por una calle entramada, o de cambiar la matrícula para que coincidiera con la de algún permiso falsificado, el conductor había tenido que mostrar a la policía de la frontera unos papeles que no hicieron levantar una sola ceja. Había un tipo de pase en concreto que podría haber agilizado un viaje con tan pocas complicaciones.
—¿Haciéndole un favor a alguien? —dije—. ¿Una oferta que no podías rechazar? ¿Chantaje? Dejas los papeles en la guantera. Es mejor para ellos que tú no sepas nada.
—¿Por qué otra razón no nos dijiste que habías perdido los papeles? —añadió Corwi.
—Única oportunidad —dije—. Bien. ¿Cuál es tu caso?
—Ay, Señor. Mire. —Khurusch miró ansioso a su alrededor—. Por favor, escuche. Ya sé que tendría que haber sacado los papeles de la furgoneta. Suelo hacerlo, se lo juro, lo juro. Debí de olvidarme esta vez, y es justo cuando roban la furgoneta.
—Por eso nunca nos dijiste nada del robo, ¿verdad? —le pregunté—. Nunca nos dijiste que te habían robado la furgoneta porque sabías que tarde o temprano tendrías que decirnos algo de los papeles, así que esperaste a que la situación se resolviera sola.
—Ay, Dios.
Los coches visitantes ulqomanos suelen ser fáciles de identificar como visitantes autorizados por las matrículas, las pegatinas en las ventanillas y los diseños modernos: lo mismo sucede con los vehículos besźelíes que van a Ul Qoma, por los pases y el, a ojos de nuestros vecinos, estilo anticuado. Los permisos para los vehículos, especialmente los CC para varias entradas, no son ni baratos ni fáciles de conseguir, y su obtención está supeditada a una serie de condiciones y reglas. Una de ellas es que el visado de un coche particular nunca se deja desatendido dentro del vehículo. No tiene sentido hacer que el contrabando sea más fácil de lo que ya es. Sin embargo, no es infrecuente el descuido, o el crimen, de dejar los papeles en la guantera o debajo de los asientos. Khurusch sabía que se enfrentaba, como mínimo, a una multa cuantiosa y la revocación de cualquier derecho de paso a Ul Qoma para siempre.
—¿A quién le dejaste la furgoneta, Mikyael?
—Se lo juro por Cristo, inspector, a nadie. No sé quién la cogió. De verdad que no lo sé.
—¿Quieres decir que fue una total coincidencia? ¿Que dio la casualidad de que alguien que necesitaba recoger un cuerpo de Ul Qoma robó una furgoneta que tenía unos papeles de pase en ella, esperando? Qué conveniente.
—Por mi vida se lo juro, inspector, no lo sé. Quizá quienquiera que robara la furgoneta encontró los papeles y se los vendió a alguien…
—¿Encontraron a alguien que necesitaba un transporte interurbano la misma noche que la robaron? Esos sí que son los ladrones más suertudos del mundo.
Khurusch se desmoronó.
—Por favor —imploró—. Revise mis cuentas bancarias. Mire mi cartera. Nadie me está pagando una mierda. Desde que me robaron la furgoneta no he podido hacer una puta mierda, ningún negocio. No sé lo que hacer…
—Me vas a hacer llorar —dijo Corwi. Él la miró con una expresión exhausta.
—Se lo juro por mi vida —dijo.
—Hemos visto tu expediente, Mikyael —dije—. No me refiero a tu expediente policial: ese ya lo comprobamos la última vez. Hablo de tu expediente con la patrulla fronteriza de Besźel. Te han auditado hace unos pocos meses, después de que obtuvieras el pase por primera vez, hace unos años. Vimos anotaciones de «primer aviso» en varias cosas, pero la más grave fue de lejos que te habías dejado los papeles en el coche. Por entonces tenías un coche, ¿no? Los habías dejado en la guantera. ¿Cómo conseguiste librarte de esa? Me sorprende que no te revocaran el permiso allí mismo.
—Primer delito —dijo—. Se lo rogué. Uno de los tíos que lo encontraron dijo que hablaría con su compañero y que lo conmutaría por un aviso oficial.
—¿Le sobornaste?
—Claro. Quiero decir, un poco. No recuerdo cuánto.
—¿Por qué? Me refiero a que así es como lo obtuviste en un primer momento, ¿no? ¿Por qué molestarse?