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Authors: China Miéville

Tags: #Fantástico, #Policíaco

La ciudad y la ciudad (22 page)

BOOK: La ciudad y la ciudad
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Pensé en coger el metro, algo que no hacía nunca (no hay nada parecido en Besźel), pero me venía bien caminar. Puse a prueba mi ilitano en conversaciones que oía por las calles; vi a los grupos de ulqomanos que me desveían a causa de la ropa que llevaba y la manera en la que me movía y después me miraban de nuevo, se fijaban en la acreditación como visitante y me veían. Había grupos de jóvenes ulqomanos en frente de los recreativos de los que brotaba un ruido retumbante. Miré, pude ver, los tanques de gas, pequeños dirigibles en posición vertical contenidos dentro de tegumentos de vigas: una vez fueron el puesto de vigilancia para protegerse ante posibles ataques; durante muchas décadas, una nostalgia arquitectónica,
kitsch
, que ahora se usaban para colgar anuncios.

Se escuchó una sirena, que me apresuré a desoír, de un coche de
policzai
de Besźel que se alejaba. En su lugar me centré en la gente de la ciudad que se movía deprisa y sin intención de apartarse: ese era el peor tipo de prótubo. Tenía marcado Bol Ye’an en el mapa. Antes de llegar a Ul Qoma había pensado ir a su
topolganger
, la zona que correspondía físicamente a Besźel, para captar una visión accidental de aquel yacimiento no visto, pero no quería arriesgarme. No llegué hasta el margen donde las ruinas y el aparcamiento tropezaban ligeramente con la propia Besźel. Nada extraordinario, decía la gente, como la mayor parte de nuestros yacimientos antiguos: la gran mayoría de las reliquias importantes estaban en suelo ulqomano.

Pasado un edificio ulqomano antiguo, aunque de estilo europeo, en el itinerario que me había preparado, bajé la mirada hacia una pendiente que era tan larga como la calle de Tyan Ulma; oí los distantes (a través de una frontera, antes de que pensara en desoírlo) timbres del tranvía que cruzaban la calle en Besźel a casi un kilómetro delante de mí, en mi país natal; y sobre la meseta que hay al final de la calle vi, bajo la luna llena, la zona verde que llenaba la planicie: las ruinas de Bol Ye’an.

Estaban rodeadas de vallas publicitarias, pero yo estaba en un punto más alto y podía mirar por encima de los muros. Un paisaje arbolado y florido, en algunas partes más agreste, más cuidado en otras. En el extremo norte del parque, justo donde estaban las ruinas, lo que en un principio parecía un páramo, estaba moteado de piedras antiguas de templos derruidos, caminos cubiertos de lonas que unían las carpas con las oficinas prefabricadas, en algunas de las cuales aún había luces encendidas. El terreno mostraba las marcas de la excavación: gran parte de ella estaba oculta y protegida por tiendas resistentes. Una hilera de luces iluminaba la hierba marchita del invierno. Algunas estaban rotas y no irradiaban más que sombras. Vi siluetas que caminaban. Vigilantes de seguridad que custodiaban estos recuerdos primero olvidados, recordados después.

En algunos puntos el aparcamiento y el yacimiento mismo estaban bordeados hasta el límite de los escombros y del boscaje por la parte trasera de algunos edificios, la mayor parte de Ul Qoma (algunos no), que parecían embestirlos, embestir contra la historia. Al yacimiento arqueológico de Bol Ye’an le quedaba más o menos un año hasta que lo barrieran las exigencias del crecimiento de la ciudad: el dinero haría un agujero en el aglomerado y la corrugada demarcación de hierro y, con declaraciones oficiales de desazón y necesidad, otro bloque de oficinas (con motas de Besźel) se alzaría en Ul Qoma.

Busqué en el mapa Bol Ye’an y las oficinas de la universidad de Ul Qoma que ocupaba el departamento de Arqueología de la Príncipe de Gales para ver cómo de cerca estaban y qué ruta seguir.

—¡Eh!

Era un policía de la
militsya
, con la mano en la culata del arma. Un compañero suyo estaba un paso detrás de él.

—¿Qué está haciendo? —Me miraron de arriba abajo—. Mira. —El policía más alejado señaló mi identificación como visitante.

—¿Qué está haciendo?

—Me interesa la arqueología.

—Los cojones. ¿Quién es?

Me hizo una señal con el dedo para que le enseñara los papeles. Los pocos besźelíes desvidentes que pasaban por allí cruzaron, probablemente sin ser conscientes de hacerlo, al otro lado de la calle. No hay nada más inquietante que los conflictos internacionales cercanos. Era tarde, pero había algunos ulqomanos lo bastante cerca como para que oyeran nuestro intercambio y tampoco fingieron que no lo estuvieran haciendo. Algunos incluso se pararon a mirar.

—Soy… —Le di los papeles.

—Ty Ador Borlo.

—Más o menos.

—¿Policía?

Los dos me miraron confundidos.

—Estoy aquí para ayudar a la
militsya
con una investigación internacional. Les sugiero que se pongan en contacto con el detective jefe Dhatt del equipo de Homicidios.

—Joder.

Se reunieron donde no pudiera oírlos para decidir qué hacían. Uno de ellos transmitió algo por radio. Estaba demasiado oscuro como para hacer una foto de Bol Ye’an con la cámara que mi móvil barato traía. Me llegó el intenso aroma de algún puesto callejero de comida especiada. Ese se estaba convirtiendo en el principal candidato para ser el olor de Ul Qoma.

—De acuerdo, inspector Borlú.

Uno de ellos me devolvió los documentos.

—Lo sentimos —dijo otro colega.

—No tiene importancia. —Parecían molestos y seguían esperando—. Ya iba de vuelta al hotel de todos modos, agentes.

—Lo acompañamos, inspector. —No había manera de disuadirlos.

A la mañana siguiente, cuando vino Dhatt a recogerme, no hizo más que bromear cuando entró en el comedor y me encontró bebiendo el «típico té ulqomano» al que le echaban nata y alguna especia desagradable. Me preguntó qué tal estaba mi habitación. No fue hasta que me metí en el coche y se alejó de la acera dando bandazos, más rápido y más bruscamente de lo que lo había hecho su subordinado el día anterior, que me dijo por fin:

—Hubiera preferido que no hicieras lo que hiciste anoche.

La mayor parte del personal y de los estudiantes del programa del departamento de Arqueología de la Príncipe de Gales estaba en Bol Ye’an. Era la segunda vez que visitaba la excavación en menos de doce horas.

—No tenemos cita —dijo Dhatt—. Hablé con el profesor Rochambeaux, el jefe del proyecto. Sabe que íbamos a venir, pero espero que también podamos hablar con los demás.

A diferencia de mi visita nocturna desde la distancia, allí cerca los muros impedían la entrada de los curiosos. La
militsya
estaba apostada en diversos puntos del exterior, los guardias de seguridad vigilaban en el interior. La placa de policía de Dhatt nos hizo pasar de inmediato al pequeño complejo de oficinas improvisadas. Yo tenía una lista con nombres de trabajadores y estudiantes. Fuimos primero a la oficina de Bernard Rochambeaux. Era un hombre enjuto y nervudo, unos quince años mayor que yo, que hablaba ilitano con un marcado acento quebequés.

—Estamos todos desolados —nos dijo—. No conocía a la chica, ¿sabe? Solo de verla en la sala de estudiantes y por lo que había oído de ella. —Tenía la oficina en una caseta prefabricada en la que había colocado carpetas y libros en estanterías provisionales y había puesto fotografías de sí mismo en varias excavaciones. Fuera vimos a varias personas que pasaban cerca de ahí, charlando—. Cualquier ayuda que podamos darle, se la daremos, por supuesto. Yo no conozco personalmente a muchos de los estudiantes. Tengo tres estudiantes de doctorado en este momento. Uno está en Canadá, los otros dos, creo, están por aquí. —Hizo una señal para indicar la excavación principal—. A ellos sí los conozco.

—¿Y a Rodríguez? —Me miró con aspecto confundido—. ¿Yolanda? ¿Una de sus estudiantes? ¿La ha visto por aquí?

—No es una de mis tres, inspector. Me temo que no hay mucho más que pueda decirle. ¿Hemos…? ¿Ha desaparecido?

—Sí. ¿Qué sabe de ella?

—Ay, Dios mío. ¿Ha desaparecido? No sé nada de ella. A Mahalia Geary la conocía por lo que contaban de ella, claro, pero no habíamos intercambiado palabra más que en la fiesta de bienvenida de nuevos estudiantes de hace unos meses.

—Hace mucho más tiempo de eso —dijo Dhatt.

Rochambeaux le miró fijamente.

—Para que vea: qué fácil es perder la noción del tiempo. ¿De verdad? De ella puedo decirle lo que ya sabe. Su directora de tesis es quien de verdad puede ayudarlos. ¿Han hablado con Isabelle?

Hizo que su secretaria le imprimiera una lista de profesores y estudiantes. No le dije que ya teníamos una. Como vi que Dhatt no me la pasaba se la cogí yo. A juzgar por los nombres, y según dictaba la ley, dos de los arqueólogos que aparecían en ella eran ulqomanos.

—Él tiene una coartada para lo de Geary —dijo Dhatt cuando salimos—. Es uno de los pocos que la tiene. La mayor parte, ya sabes, era muy de noche, nadie puede corroborarlo, así que por lo que respecta a las coartadas, están jodidos. Él estaba en una conferencia telefónica con un colega en una franja horaria incompatible más o menos con la hora en la que la asesinaron. Lo hemos comprobado.

Estábamos buscando el despacho de Isabelle Nancy cuando alguien dijo mi nombre. Un hombre bien vestido de unos sesenta años, con barba grisácea y gafas, que se abría paso entre las aulas provisionales y caminaba deprisa hacia nosotros.

—¿Inspector Borlú? —Le echó una mirada de reojo a Dhatt, pero al ver la insignia ulqomana volvió a mirarme—. Había oído que a lo mejor venía. Me alegro de coincidir con usted. Soy David Bowden.

—El catedrático Bowden. —Le di la mano—. Me está gustando su libro.

El comentario le dejó visiblemente desconcertado. Sacudió la cabeza.

—Supongo que se refiere al primero. Nadie se refiere al segundo. —Me soltó la mano—. Eso hará que lo arresten, inspector. Y no soy catedrático, solo doctor. Pero con David me vale.

Dhatt me miró sorprendido.

—¿Dónde está su despacho, señor Bowden? Soy el detective jefe Dhatt. Me gustaría hablar con usted.

—No tengo despacho, detective Dhatt. Solo vengo aquí un día a la semana.

—¿Cuánto tiempo piensa quedarse por aquí, profesor? —pregunté—. ¿Podríamos charlar un momento con usted?

—Esto… claro, si lo desea, inspector, pero como decía, no tengo despacho. Normalmente recibo a los alumnos en mi apartamento. —Me dio una tarjeta y cuando Dhatt enarcó una ceja le dio otra a él también—. Ahí tiene mi número. Esperaré si quiere, quizá podamos encontrar un sitio donde poder hablar.

—¿Entonces no ha venido aquí para vernos? —pregunté.

—No, es pura casualidad. Hoy no me tocaba venir, pero la estudiante que tengo a mi cargo no apareció ayer y pensé que a lo mejor la encontraría aquí.

—¿Su estudiante? —dijo Dhatt.

—Sí, solo me confían una. —Sonrió—. De ahí que no tenga despacho.

—¿A quién están buscando?

—Se llama Yolanda, detective. Yolanda Rodríguez.

Se quedó horrorizado cuando le dijimos que no lográbamos dar con ella. Entre tartamudeos, buscó algo que decir.

—¿Se ha ido? Después de lo que le ha ocurrido a Mahalia, ¿ahora Yolanda? Agentes, ¿creen que…?

—Lo estamos investigando —respondió Dhatt—. No saque ninguna conclusión precipitada.

Bowden parecía conmocionado. Sus colegas reaccionaron de forma parecida. Uno por uno, fuimos viendo a los cuatro académicos que logramos encontrar en la excavación, incluido Thau’ti, el mayor de los dos ulqomanos, un joven taciturno. Solo Isabelle Nancy, una mujer alta y bien vestida con dos pares de gafas de distintas graduaciones colgadas de unas cadenitas alrededor del cuello, sabía que Yolanda había desaparecido.

—Me alegro de verlos, inspector, detective jefe. —Nos dio un apretón de manos. Había leído su declaración. Alegó que estaba en casa cuando asesinaron a Mahalia, pero no podía probarlo—. Los ayudaré en todo lo que pueda —no paraba de repetir.

—Háblenos de Mahalia. Tengo la sensación de que era bastante conocida por aquí, aunque no por su jefe.

—Ya no tanto —dijo Nancy—. Quizá hace algún tiempo sí. ¿Ha dicho Rochambeaux que no la conocía? Eso es un tanto… impreciso. Mahalia levantó algunas ampollas.

—En la conferencia —dije—. En Besźel.

—Exacto. Allá en el sur. Él estaba allí. La mayor parte de nosotros lo estaba. Yo, David, Marcus, Asina. De todos modos, había provocado bastante recelo ya en más de una sesión, haciendo preguntas sobre
dissensi
, sobre la Brecha, ese tipo de cosas. Nada claramente ilegítimo, pero un poco ordinario, podríamos decir, algo que esperarías de Hollywood o eso, no la base de una investigación sobre Ul Qoma o la pre-Escisión o incluso Besźel. Se vio que los peces gordos que habían ido allí para inaugurar y clausurar actos y todo eso se mostraron un poco suspicaces. Y entonces se lanza y comienza a desvariar sobre Orciny. Así que David se siente abochornado, claro; la universidad está avergonzada; a ella casi la expulsan… Hubo algunos diputados de Besźel que armaron un buen escándalo sobre aquello.

—¿Y no la expulsaron? —preguntó Dhatt.

—Supongo que la gente decidió que era joven. Pero alguien tuvo que tener una charla con ella porque se tranquilizó. Recuerdo que pensé que los homólogos ulqomanos, algunos de los cuales se dejaron ver por ahí, tuvieron que sentirse muy comprensivos con los diputados besźelíes que estaban tan ofendidos. Cuando supe que volvía para hacer el doctorado con nosotros me sorprendió que la hubieran dejado entrar, con esas cuestionables opiniones, pero había superado todo eso. Ya hice una declaración contando esto mismo. Pero, díganme, ¿tienen alguna idea de lo que le ha ocurrido a Yolanda?

Dhatt y yo nos miramos.

—Ni siquiera sabemos si le ha pasado algo —dijo Dhatt—. Lo estamos investigando.

—Seguro que no es nada —decía Nancy una y otra vez—. Pero suelo verla por aquí y ya hace algunos días que no aparece, creo. Es lo que me pone… Creo que ya dije que Mahalia desapareció un tiempo antes de que… la encontraran.

—¿Mahalia y ella se conocían? —pregunté.

—Eran muy amigas.

—¿Hay alguien que pueda saber algo?

—Salía con un chico de aquí. Me refiero a Yolanda. Eso dicen por ahí. Pero no sabría decirles con quién.

—¿Eso está permitido? —inquirí.

—Son adultos, inspector, detective Dhatt. Adultos jóvenes, sí, pero no podemos impedírselo. Les, bueno, les advertimos de los peligros y las dificultades de la vida y, por descontado, del amor, en Ul Qoma, pero lo que hacen mientras están aquí… —Se encogió de hombros.

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