Dhatt tamborileó con el pie cuando me dirigí a ella.
—Me gustaría hablar con ellos —dijo.
Algunos estaban leyendo artículos en la pequeña e improvisada biblioteca. Cuando Nancy nos acompañó por fin al lugar de la excavación principal, vi a otros de pie o sentados trabajando junto al profundo hoyo de bordes rectos. Miraron por encima de las estrías que se distinguían en las sombras de la tierra. Aquella hilera de oscuridad: ¿restos de un antiguo incendio? ¿Qué era eso blanco?
Donde terminaban los toldos se veía un descampado de aspecto agreste, lleno de cardos y hierbajos, entre los desperdicios de arquitectura truncada. La excavación tenía casi el mismo tamaño de un campo de fútbol, subdividida por un conjunto de cuerdas. Su base tenía distintas profundidades y el fondo era plano. Varias formas inorgánicas rompían la superficie del suelo como extraños peces que boqueaban: jarras rotas, estatuillas toscas y no tan toscas, máquinas cubiertas de una pátina azul verdosa. Los estudiantes levantaban la mirada desde la sección en la que se hallaban, cada uno a una distinta y medida profundidad, a través de las diversas demarcaciones de los cordeles, sosteniendo en las manos espátulas y cepillos suaves. Una de las chicas y dos de los chicos eran góticos, algo menos frecuente en Ul Qoma que en Besźel o en el país del que vinieran. Seguro que llamaban mucho la atención. Nos sonrieron con dulzura a Dhatt y a mí desde detrás del lápiz de ojos y la mugre de los siglos.
—Aquí la tienen —dijo Nancy. Estábamos de pie a cierta distancia de las excavaciones. Bajé la mirada y me fijé en los distintos marcadores que había en las capas de tierra—. ¿Entienden cómo funciona esto? —Podría haber cualquier cosa debajo del suelo.
Hablaba con un tono lo bastante bajo como para que sus alumnos, aunque se tenían que haber dado cuenta de que estábamos hablando, no pudieran oír de qué.
—Nunca hemos encontrado registros escritos de la era Precursora que pudieran dar cuenta de ella, excepto unos cuantos poemas. ¿Han oído hablar de los galimatianos? Durante mucho tiempo, cuando no se había desenterrado nada de la época de la pre-Escisión, después de que de mala gana se descartara un error de un arqueólogo —se rió—, la gente se los inventó para explicar lo que se había encontrado. Una hipotética civilización anterior a Ul Qoma y a Besźel que desenterraba sistemáticamente todos los artefactos de la zona, desde los que tenían miles de años hasta las baratijas de sus abuelas, los mezclaban de nuevo y los volvían a enterrar, o los tiraban.
Nancy vio que la estaba mirando.
—No existieron —me aseguró—. Eso lo sabemos. Muchos de nosotros, de todos modos. Esto —señaló al agujero— no es una mezcla. Son los restos de una cultura material. De cuál, no estamos aún seguros. Tuvimos que aprender a dejar de buscar siguiendo una secuencia y dedicarnos simplemente a mirar.
Objetos que tenían que haber abarcado eras, contemporáneos. Ninguna otra cultura de la región hacía alusión alguna, que no fuera frugal y tentadoramente imprecisa, a los hombres y mujeres de la época de la pre-Escisión, esos hombres y mujeres peculiares, ciudadanos brujos que contaminaban los descartes, que usaban astrolabios que no habrían avergonzado ni a Azarquiel ni a los astrónomos de la Edad Media, vasijas de arcilla secada al sol, hachas de piedra como las que podrían haber hecho mis requetetatarabuelos de frente achatada, engranajes, insectos de juguete intrincadamente fabricados, y cuyas ruinas se encuentran bajo los cimientos y también desperdigadas en la superficie de Ul Qoma, y a veces de Besźel.
—Son el detective jefe Dhatt de la
militsya
y el inspector Borlú de la
policzai
—les iba diciendo Nancy a los estudiantes que estaban junto al agujero—. El inspector Borlú está aquí para investigar la… lo que le ha ocurrido a Mahalia.
Algunos de ellos contuvieron el aliento. Dhatt fue tachando los nombres y yo le imité, pues uno a uno, los universitarios se acercaron a hablar con nosotros en la sala de estudiantes. Ya los habían entrevistado a todos antes, pero vinieron mansos como corderos y contestaron preguntas que tenían que estar hartos de responder.
—Ha sido un alivio saber que están aquí por lo de Mahalia —dijo la chica gótica—. Suena horrible, pero pensé que habían encontrado a Yolanda y que le había pasado algo. —La chica se llamaba Rebecca Smith-Davis, estaba en primer curso y trabajaba en la reconstrucción de vasijas. Se le saltaban las lágrimas cuando hablaba de su amiga muerta y de su amiga desaparecida—. Pensé que la habían encontrado y que estaba… ya sabe… que la…
—No sabemos con seguridad si ha desaparecido —dijo Dhatt.
—Eso dice. Pero ya sabe. Con lo de Mahalia y todo eso. —Sacudió la cabeza—. A las dos les interesaban cosas raras.
—¿Orciny? —pregunté.
—Sí. Y otras cosas. Pero sí, Orciny. A Yolanda le interesa más de lo que le interesaba a Mahalia, eso sí. Dicen que Mahalia estaba muy metida en todo eso cuando empezó, pero ya no tanto, supongo.
Como eran más jóvenes y salían hasta tarde, muchos de ellos, a diferencia de sus profesores, tenían coartadas para la noche en la que murió Mahalia. En algún punto tácito de la conversación, Dhatt consideró a Yolanda una persona desaparecida, sus preguntas se hicieron más precisas y tomó notas más largas. Tampoco es que nos fuera de mucha ayuda porque ninguno recordaba a qué hora la había visto por última vez, solo que no la habían visto durante días.
—¿Tenéis alguna idea de qué puede haberle ocurrido a Mahalia? —les preguntó Dhatt a todos ellos. Obtuvimos una negativa tras otra como respuesta.
—No soy nada de conspiraciones —dijo un chico—. Lo que le ocurrió fue… horrible de verdad. Pero, ya sabe, la idea de que hay algún secreto oculto… —Meneó la cabeza. Suspiró—. Mahalia era… Tenía la habilidad de cabrear a la gente y lo que le pasó le pasó porque se fue a la zona de Ul Qoma que no debía, con las personas que no debía.
Dhatt tomaba notas.
—No —dijo una chica—. Nadie la conocía. A lo mejor creías que sí, pero luego te dabas cuenta de que estaba haciendo un montón de cosas a escondidas de las que no tenías ni idea. Yo creo que me daba un poco de miedo. Me gustaba, de verdad que sí, pero era algo impetuosa. Y lista. A lo mejor se veía con alguien, algún loco de por aquí. Es el tipo de cosa que habría… Estaba metida en cosas raras. Siempre la veía en la biblioteca (aquí tenemos una especie de carné para la biblioteca de la universidad), pues ella hacía anotaciones en todos sus libros. —Hizo un gesto como si escribiera con la letra muy apretada y movió la cabeza como invitándonos a estar de acuerdo con ella en lo raro que era.
—¿Cosas raras? —inquirió Dhatt.
—Ah, bueno, oyes cosas.
—Cabreó a alguien otra vez, fijo. —Esta otra chica hablaba alto y deprisa—. A alguno de los tarados. ¿Saben lo de la primera vez que vino a las ciudades? ¿Allí en Besźel? Casi se metió en una pelea. Con profesores y ¡con políticos! ¡En una conferencia de arqueología! Eso es difícil de conseguir. Me sorprende que la dejaran entrar en cualquier lado.
—Orciny.
—¿Orciny? —preguntó Dhatt.
—Sí.
El último en hablar fue un chico delgado de aspecto puritano que llevaba una camiseta con el dibujo de lo que debía de ser el personaje de algún programa para niños. Se llamaba Robert. Nos miraba con profunda aflicción. No dejaba de parpadear. No hablaba bien ilitano.
—¿Te importa si hablo con él en inglés? —le pregunté a Dhatt.
—No —dijo. Un hombre asomó la cabeza por la puerta y se nos quedó mirando—. Sigue tú —me dijo Dhatt—. Vuelvo en un minuto.
Salió y cerró la puerta detrás de él.
—¿Quién era? —le pregunté al chico.
—El profesor UlHuan —contestó. Era otro de los profesores que estaban en el yacimiento—. ¿Encontrarán a quien hizo esto? —Podría haber respondido con las típicas y vacuas certezas, pero parecía demasiado horrorizado para dárselas—. Por favor.
—¿Qué querías decir con lo de Orciny? —pregunté al final.
—Bueno —meneó la cabeza—, no sé. No dejo de pensar en ello, ¿sabe? Te pone de los nervios. Sé que suena estúpido, pero Mahalia estaba metida en eso y Yolanda cada vez más… Le echábamos la bronca por eso, ¿sabe? Y luego desaparecen las dos… —Bajó la mirada y se tapó los ojos con la mano, como si no tuviera fuerzas para parpadear—. Fui yo quien llamó para decir lo de Yolanda. Cuando no pude localizarla. No sé —dijo—. Te da qué pensar.
Se había quedado sin cosas que decir.
—Tenemos algo —dijo Dhatt. Me guiaba a través de los despachos, ya de vuelta en Bol Ye’an. Miraba la cantidad ingente de notas que él mismo había tomado, separándolas de las tarjetas de visita y de los números de teléfono anotados en trozos de papel—. Aún no sé lo que tenemos, pero tenemos algo. A lo mejor. Joder.
—¿Algo de UlHuan? —pregunté.
—¿Qué? No. —Me lanzó una mirada fugaz—. Ha corroborado casi todo lo que ha dicho Nancy.
—¿Sabes qué es interesante de lo que no hemos conseguido? —le dije.
—¿Cómo? No te sigo —dijo Dhatt—. En serio, Borlú —me dijo cuando estábamos cerca de la entrada—. ¿Qué quieres decir?
—Ese era un grupo de estudiantes canadienses, ¿no?
—La mayor parte. Había uno alemán y otro yanqui.
—Vale, todos euroangloamericanos. No nos engañemos… puede que a nosotros nos parezca un poco maleducado, pero ya sabemos qué es lo que más les fascina a los que vienen de fuera de Besźel o de Ul Qoma. ¿Te has dado cuenta de lo que ninguno de ellos, en ningún momento, ha sacado a relucir, como si no pudiera tener ninguna relación?
—¿A qué te…? —Dhatt se calló—. La Brecha.
—Ninguno de ellos ha mencionado a la Brecha. Como si estuvieran nerviosos. Sabes tan bien como yo que suele ser lo primero y lo único que los extranjeros quieren saber. De acuerdo que estos se han vuelto un poco más autóctonos que el resto de sus compatriotas, pero ni por eso. —Les hicimos un gesto de agradecimiento con la mano a los guardias que nos abrieron la puerta y salimos del yacimiento. Dhatt asentía con interés—. Si alguien a quien conociéramos hubiera desaparecido sin dejar un condenado rastro, como si se hubiera esfumado, sería lo primero que pensaríamos, ¿no? Por mucho que no quisiéramos hacerlo, ¿verdad? Sobre todo para gente a la que tiene que resultarle mucho más difícil no hacer una brecha a cada minuto.
—¡Agentes! —Era uno de los hombres del equipo de seguridad, un joven de aspecto atlético con un corte mohicano al estilo de David Beckham. Era más joven que la mayor parte de sus compañeros—. Agentes, un momento, por favor.
Trotó hacia nosotros.
—Solo quería saber algo —nos dijo—. Están investigando quién mató a Mahalia Geary, ¿verdad? Quería saber si sabían algo. Si han averiguado algo. ¿Es posible que los responsables hayan escapado?
—¿Por qué? —preguntó Dhatt al fin—. ¿Quién eres?
—Yo… nadie, nadie. Yo solo… Es triste, es horrible, y todos, los demás y yo, los guardias, nos sentimos mal y queremos saber si el que hizo esto…
—Soy Borlú —dije—. ¿Cómo te llamas?
—Aikam. Aikam Tsueh.
—¿Eras amigo suyo?
—Yo… sí, claro, un poco. No demasiado, pero sí que la conocía. De saludarnos. Solo quería saber si habían averiguado algo.
—Si lo hemos hecho, Aikam, no podemos decírtelo —dijo Dhatt.
—No por ahora —añadí. Dhatt me miró de reojo—. Tenemos que solucionar algunos asuntos primero, tú me entiendes. Pero ¿podemos hacerte algunas preguntas?
Durante un momento se le vio alarmado.
—Yo no sé nada. Pero, sí, claro, supongo que sí. Me preocupaba que pudieran salir de la ciudad, que escaparan de la
militsya
. Si es que hay alguna forma de hacerlo. ¿La hay?
Le pedí que escribiera su número de teléfono en mi libreta antes de que volviera a su puesto. Dhatt y yo vimos que se marchaba.
—¿Has interrogado a los guardias? —le pregunté a Dhatt, mientras lo mirábamos.
—Claro. Nada muy interesante. Son vigilantes de seguridad, pero el yacimiento está bajo la protección del ministerio y los controles son más rigurosos de lo normal. La mayor parte tiene coartada para la noche de la muerte de Mahalia.
—¿Y él?
—Lo comprobaré, pero no recuerdo que su nombre estuviera bajo sospecha, así que supongo que sí.
Aikam Tsueh se dio la vuelta cuando llegó a la entrada y vio que lo observábamos. Levantó la mano y nos despidió, inseguro.
Cuando se sentaba en una cafetería (una tetería, en realidad, pues estábamos en Ul Qoma) la impetuosa energía de Dhatt se disipaba un poco. Aún tamborileaba en el borde de la mesa con los dedos con un complejo ritmo que yo no habría sido capaz de imitar, pero me miraba a los ojos y no se revolvía inquieto en su asiento. Me escuchaba y hacía sugerencias ponderadas de cómo podríamos proceder. Giraba la cabeza para ver las notas que yo había escrito. Atendía los recados de su oficina. Mientras estábamos allí sentados, conseguía ocultar con elegancia el hecho de que yo, en realidad, no le gustaba.
—Creo que deberíamos acordar un cierto protocolo para los interrogatorios —fue todo lo que dijo cuando tomamos asiento—, muchos cocineros estropean el caldo —dijo, a lo que murmuré alguna excusa a medias.
Los camareros de la tetería no querían aceptar el dinero de Dhatt, pero él tampoco insistió demasiado. «Descuento para la
militsya
», dijo la mujer que nos atendió. El local estaba lleno. Dhatt observó una mesa en alto que había junto a la ventana que daba a la calle hasta que el hombre que la ocupaba se percató, se levantó y nos sentamos nosotros. Desde la mesa podíamos ver una boca de metro. Entre los muchos carteles que colgaban en un muro cercano había uno que desví: no estaba seguro de que no fuera el mismo que había impreso para identificar a Mahalia. No sabía si estaba en lo cierto, si ahora el muro era álter para mí, íntegro en Besźel, o entramado y un detallado mosaico con información de las distintas ciudades.
Los ulqomanos emergían del subterráneo y se quedaban boquiabiertos por el cambio de temperatura, después se arrebujaban en sus abrigos de lana. Sabía que en Besźel (aunque intentaba desver a los besźelíes que sin duda se bajaban en la estación de Yanjelus del transporte terrestre, que estaba por casualidad a escasos metros de la parada subterránea de Ul Qoma) la gente tendría ahora puestos sus abrigos de pieles. Entre los rostros ulqomanos había algunos que me parecían árabes o asiáticos, unos pocos incluso africanos. Muchos más que en Besźel.