La ciudad y la ciudad (21 page)

Read La ciudad y la ciudad Online

Authors: China Miéville

Tags: #Fantástico, #Policíaco

BOOK: La ciudad y la ciudad
5.75Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Ese es el tema principal que me gustaría averiguar.

—Desde luego, Tyador, ¿o Tyad? ¿Tiene alguna preferencia?

—Y me gustaría hablar con sus tutores, con sus amigos. ¿Puede llevarme a Bol Ye’an?

—Dhatt, Quss, cualquiera de los dos me parece bien. Escuche, solo para quitárnoslo de encima, para evitar confusiones, ya sé que su
commissar
se lo ha dicho —paladeó aquella palabra extranjera—, pero mientras está aquí esto es una investigación ulqomana y usted no tiene atribuciones policiales. No me malinterprete: nos sentimos profundamente agradecidos por la cooperación y vamos a ver qué hacemos juntos, pero yo tengo que ser el superior aquí. Usted es mi asesor, supongo.

—Faltaría más.

—Lo siento, sé que la mierda es mierda. Me dijeron que… ¿Ha hablado ya con mi jefe? ¿El coronel Muasi? Bueno, él quería asegurarse de que íbamos a estar de acuerdo antes de empezar a hablar. Por supuesto, usted es un invitado de honor de la
militsya
de Ul Qoma.

—No tengo limitaciones de… ¿Puedo viajar?

—Tiene el permiso y el sello y todo eso. —Un viaje de una única entrada, renovable por un mes—. Sí, claro, si tiene que hacerlo, si quiere cogerse un día libre para hacer turismo, o dos, pero cuando vaya solo, será un turista más. ¿De acuerdo? Quizá sería mejor si no lo fuera. Quiero decir que nadie va a pararle, pero todos sabemos que es más difícil pasar al otro lado sin un guía; podría cometer una brecha sin quererlo, ¿y entonces qué?

—Bueno. ¿Qué es lo que quiere hacer ahora?

—Pues veamos. —Dhatt se giró en su asiento para mirarme—. Pronto llegaremos al hotel. De todas formas, escuche: como intento decirle, las cosas se están poniendo… Supongo que no ha oído lo otro… No, ni siquiera sabemos si hay algo y lo nuestro no son más que sospechas. Mire, quizá haya una complicación.

—¿Qué? ¿De qué está hablando?

—Ya hemos llegado, señor —dijo el conductor. Miré hacia fuera, pero me quedé en el coche. Estábamos cerca del Hilton en Asyan, justo en las afueras del casco antiguo de Ul Qoma. Estaba en el borde de una calle íntegra de casas bajas y modernas ulqomanas, en la esquina de una plaza de casas adosadas besźelíes de ladrillo y falsas pagodas. Entre ellas había una fuente nada bonita. Nunca la había visitado: los edificios y las aceras que la bordeaban estaban entramados, pero la propia plaza central era íntegra de Ul Qoma.

—Aún no lo sabemos con seguridad. Como es obvio, hemos estado en el yacimiento, hemos hablado con Iz Nancy, todos los supervisores de Geary, todos sus compañeros de clase y tal. Nadie sabía nada, solo pensaban que se había largado unos días. Luego se enteraron de lo que había pasado. Sea como sea, lo que pasa es que después de hablar con algunos estudiantes, recibimos una llamada telefónica de uno de ellos. Ayer mismo. Sobre la mejor amiga de Geary, la vimos el día en que vinimos a contárselo, otra estudiante. Yolanda Rodríguez. Estaba completamente en estado de
shock
. No conseguimos que nos dijera mucho. Se derrumbaba a la mínima. Decía que tenía que irse, le pregunté si necesitaba ayuda y esto y lo otro, y dijo que tenía que cuidar de alguien. Un chico de por aquí, dijo uno de los estudiantes. Si es que una vez que has probado a un ulqomano… —Extendió el brazo y me abrió la puerta. Yo no bajé del coche.

—¿Entonces llamó ella?

—No, es lo que digo, que el chico que llamó no quería darnos su nombre, pero él llamó para decirnos algo de Rodríguez. Parece que… Decía que no estaba seguro, a lo mejor no era nada, etcétera, etcétera. Lo que sea. Nadie la ha visto en un tiempo. A Rodríguez. Nadie consigue hablar con ella por teléfono.

—¿Ha desaparecido?

—Por todos los santos, Tyad, qué melodramático. A lo mejor solo está enferma, a lo mejor ha desconectado el teléfono. No digo que no vayamos a investigarlo, pero que no cunda el pánico, ¿no? No sabemos si ha desaparecido…

—Claro que lo sabemos. Sea lo que sea lo que ha pasado, tanto si le ha pasado algo como si no, nadie logra encontrarla. Eso ya es bastante definitorio. Ha desaparecido.

Dhatt me miró de reojo por el espejo y después a su conductor.

—De acuerdo, inspector —dijo—. Yolanda Rodríguez ha desaparecido.

13

—¿Cómo es, jefe? —Había un retraso en la comunicación telefónica del hotel con Besźel y Corwi y yo intentábamos, balbucientes, no interrumpirnos el uno al otro.

—Es demasiado pronto para decirlo. Se hace raro estar aquí.

—¿Has visto dónde vivía?

—Pero no me ha servido de mucho. Una habitación de estudiante, junto a otras en un edificio arrendado por la universidad.

—¿Nada suyo?

—Un par de grabados baratos, algunos libros llenos de anotaciones garabateadas en los márgenes, ninguna de ellas de interés. Algo de ropa. Un ordenador que, o bien tenía un cifrado de seguridad industrial, o no tenía nada de relevante. Y sobre eso tengo que decir que confío en los informáticos ulqomanos más que en los nuestros. Un montón de correos de «Hola, mamá, te quiero», algunos ensayos. Probablemente se conectaba a través de proxies y usaba algún tipo de limpiador de archivos, porque no había nada interesante en la caché.

—No tienes ni idea de lo que estás diciendo, ¿a que no, jefe?

—Ni la más remota. Hice que los de informática me lo transcribieran todo fonéticamente. —A lo mejor un día dejábamos de hacer las bromas de «no entiendo internet»—. Por cierto, no había actualizado su perfil de MySpace desde que se mudó a Ul Qoma.

—¿Así que no te has podido hacer una idea?

—Por desgracia no, la fuerza no estaba conmigo.

Había resultado de veras una habitación sorprendentemente insulsa y nada informativa. La de Yolanda, en cambio, que estaba a un pasillo de la suya y en la que también habíamos mirado, estaba llena de figuritas, novelas, varios DVD y zapatos algo llamativos. El ordenador había desaparecido.

Había examinado minuciosamente la habitación de Mahalia, consultando a menudo las fotos de cómo se encontraba cuando entró la
militsya
sin que hubieran etiquetado y catalogado aún los libros y los objetos varios. El dormitorio estaba acordonado y los oficiales mantuvieron a los estudiantes lejos, pero cuando eché un vistazo a través de la puerta, por encima de la pequeña pila de coronas de flores, pude ver a los compañeros de Mahalia que se apiñaban en cada extremo del pasillo, jóvenes con acreditaciones de visitantes que llevaban discretamente prendidas de sus ropas. Cuchicheaban entre sí. Vi a más de uno llorar.

No encontramos ni cuadernos ni diarios. Dhatt había accedido a mi petición de ver los libros de Mahalia, las copiosas anotaciones de lo que parecía ser su método de estudio preferido. Estaban sobre mi mesa: quienquiera que los hubiera fotocopiado lo había hecho deprisa, por lo que la tinta y la escritura habían salido torcidas. Mientras hablaba con Corwi, leía algunas líneas apretadas de las telegráficas discusiones que mantenía Mahalia consigo misma en
Una historia popular de Ul Qoma
.

—¿Cómo es tu contacto? —me preguntó Corwi—. ¿Tu yo ulqomano?

—En realidad creo que yo soy su él.

La frase no estaba muy bien escogida pero se rió.

—¿Cómo es la oficina?

—Como la nuestra, pero con mejor material de escritorio. Se han quedado con mi pistola.

En realidad la comisaría era muy diferente de la nuestra. Sí que estaba mejor acondicionada, pero era inmensa y sin tabiques, llena de pizarras blancas y cubículos en los que agentes, próximos unos a otros, debatían y discutían. Aunque estoy seguro de que la mayor parte de la
militsya
local debía de estar informada de mi llegada, dejé una estela de notoria curiosidad cuando acompañé a Dhatt desde su despacho (tenía un rango lo bastante alto como para que le dieran un pequeño cuarto) hasta el de su jefe. El coronel Muasi me había saludado con aburrimiento diciéndome no sé qué sobre esa buena señal del cambio en las relaciones entre nuestros países, algo sobre el heraldo de la cooperación futura, que cualquier ayuda que me hiciera falta, y luego me pidió que le entregara el arma. Eso no entraba en lo que estaba acordado de antemano así que intenté rebatirlo, pero desistí rápidamente por no estropear las cosas tan pronto.

Cuando salimos de allí lo hicimos para ir a otra habitación llena de gente que miraba de forma no muy amigable. «Dhatt», le saludó alguien al pasar, con vehemencia. «¿Estoy revolviendo el gallinero?», le pregunté y Dhatt me dijo: «Qué susceptible. Eres besźelí, ¿qué esperabas?».

—¡Cabrones! —exclamó Corwi—. No puede ser.

—No tiene una licencia válida en Ul Qoma, está aquí como ayudante, etcétera.

Fui hasta el armarito junto al cabecero. Ni siquiera había una de esas biblias de los Gedeones. Ignoraba si eso se debía a que Ul Qoma es laica o a que se encontraba bajo la influencia de los disueltos, aunque aún respetados, Templarios de la Luz.

—Cabrones. Así que ¿nada de lo que informar?

—Te lo haré saber. —Le eché un vistazo a la lista de frases en código que habíamos acordado, pero ninguna de ellas («Echo de menos los bollos besźelíes»: estoy en un lío; «estoy elaborando una teoría»: sé quién lo hizo) eran remotamente pertinentes. «Me siento una completa estúpida», me había dicho Corwi cuando se nos ocurrieron. «Y que lo digas», le había contestado. «Yo también. Pero…». Pero no podíamos actuar como si nuestras comunicaciones no estuvieran intervenidas por algún poder, el que fuera que había sido mejor estratega que nosotros allá en Besźel. ¿Qué es más estúpido o ingenuo: suponer que hay una conspiración o que no la hay?

—El tiempo aquí es el mismo que en casa —dije. Ella se rió. Habíamos acordado que ese cliché tan ocurrente significara «nada que informar».

—¿Qué va a ser lo próximo?

—Vamos a Bol Ye’an.

—¿Cómo? ¿Ahora?

—No, por desgracia. Quería haber ido antes, hoy mismo, pero no consiguieron arreglarlo y ya es tarde.

Después de ducharme, comer y dar vueltas por la anodina habitación, preguntándome si sabría reconocer un micrófono de escucha si lo viera, llamé hasta tres veces al número que Dhatt me había dado antes de que lograra contactar con él.

—Tyador —me había dicho—. Disculpa, ¿habías intentado llamar? Estoy trabajando a toda máquina, me has pillado intentando terminar algunas cosas por aquí. ¿Qué puedo hacer por ti?

—Se está haciendo tarde. Me gustaría ir a ver la excavación…

—Ay, mierda, claro. Escucha, Tyador, esta noche no va a ser posible.

—¿No informaste a la gente de que íbamos a ir?

—Les dije que a lo mejor íbamos. Verás, seguro que se alegran de poder irse a casa y ya nosotros vamos mañana a primera hora.

—¿Y qué hay de Comosellame Rodríguez?

—Aún no estoy del todo convencido de que haya… no, no tengo permitido decir eso, ¿verdad? No estoy convencido de que el hecho de que se encuentre ausente sea sospechoso, ¿qué tal así? No ha pasado mucho tiempo. Pero si sigue sin aparecer mañana y no contesta ni a sus correos ni a sus mensajes o lo que sea, entonces la cosa tendrá una pinta más fea, se lo garantizo. Se lo pasaremos a los de Personas Desaparecidas.

—Entonces…

—Entonces, escucha. No me va a ser posible acercarme esta noche. ¿Puedes…? Tienes cosas que puedes ir haciendo, ¿verdad? Siento todo esto. Estoy intentando enviar un montón de cosas por mensajero ahora, copias de nuestras notas, la información que pedías, sobre Bol Ye’an y los campus de la universidad. ¿Tienes ordenador? ¿Puedes conectarte?

—Claro.

Un portátil del departamento, una conexión a través de Ethernet a diez dinares la noche.

—Genial, entonces. Y estoy convencido de que tienen la opción de vídeo a la carta, así que no te sentirás solo. —Se rió.

Leí
Entre la ciudad y la ciudad
durante un tiempo, pero me aburrí. La combinación de detalles históricos y textuales sin importancia, además de los tendenciosos «por lo tanto» resultaba cansina. Vi la televisión ulqomana. Había más largometrajes que en la televisión besźelí, según parecía, y más concursos, más ruidosos, y uno o dos canales con presentadores de telediario que enumeraban los éxitos del presidente Ul Mak y las medidas de la Nueva Reforma: visitas a China y Turquía, misiones comerciales a Europa, alabanzas de alguien en el FMI, algún lamento de Washington. A los ulqomanos les obsesionaba la economía. ¿Quién podía culparles?

—¿Por qué no, Corwi?

Cogí un mapa y me cercioré de que tenía todos los papeles, la identificación como
policzai
, el pasaporte y el visado en mi bolsillo. Me coloqué la acreditación de visitante en la solapa y salí hacia el frío.

Ahora sí que brillaba el neón. Me rodeaba en volutas y espirales, borraba las pálidas luces de mi lejano hogar. Un animado parloteo en ilitano. De noche, era una ciudad más bulliciosa que Besźel: ya podía ver las siluetas que trabajan en la oscuridad que hasta ahora habían sido unas sombras no visibles. Podía ver a los indigentes que dormían en las calles, los ulqomanos sin techo a los que nosotros, en Besźel, nos habíamos tenido que acostumbrar, como prótubos entre los que, desviendo, teníamos que abrirnos paso.

Crucé el puente Wahid mientras los trenes pasaban a mi izquierda. Contemplé el río, que aquí era el Shach-Ein. ¿Se entrama el agua consigo misma? Si estuviera en Besźel, como lo estaban todos esos transeúntes a los que desveía, estaría contemplando el río Colinin. El camino que llevaba desde el Hilton a Bol Ye’an era largo: una hora por el camino de Ban Yi. Era consciente de que entraba y salía de las calles de Besźel que conocía bien, calles en su mayor parte de un carácter muy distinto a las de sus
topolgangers
en Ul Qoma. Las desví pero sabía que los callejones apartados de la calle Modrass en Ul Qoma estaban solo en Besźel, y que los hombres furtivos que entraban y salían de ellos eran clientes de las prostitutas más baratas de Besźel, a las cuales, de no haberlas desvisto, habría distinguido como espectros en minifalda en aquella oscuridad de Besźel. ¿Dónde estaban los prostíbulos de Ul Qoma, cerca de qué barrios besźelíes? Una vez estuve destinado en un festival de música, al principio de mi carrera como policía, en un parque entramado, donde los asistentes se colocaban tanto que había mucho escándalo público. Mi compañero de aquel entonces y yo habíamos sido incapaces de reprimir la diversión que nos provocaban los transeúntes ulqomanos que intentamos no ver en su propio duplicado del parque, pasando con cuidado por encima de parejas follando que ellos desveían con insistencia.

Other books

Flight of the King by C. R. Grey
Night of Fire by Vonna Harper
Dare She Kiss & Tell? by Aimee Carson
The Probable Future by Alice Hoffman