La ciudad y la ciudad (35 page)

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Authors: China Miéville

Tags: #Fantástico, #Policíaco

BOOK: La ciudad y la ciudad
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Tenía el camino de huida bloqueado, pero hacía oscilar con ímpetu el rifle como si fuera un bate y la gente se apartaba de él. Las órdenes serían bloquear la entrada, pero ¿cómo de rápido podrían hacerlo? Se movía hacia una parte de la multitud que no le había visto disparar y poco a poco le iba envolviendo, y si era tan hábil como parecía probablemente escondería o dejaría caer el arma.

—¡Maldita sea!

Lo estaba perdiendo de vista. Nadie lo detenía. Aún le quedaba bastante para poder salir. Agucé la vista y me fijé, una a una, en sus prendas y en su pelo: corto; una chaqueta de chándal gris con capucha; pantalones negros. Todo ello indefinido. ¿Había tirado el arma? Estaba ya en medio de la multitud.

Me quedé de pie con el arma de Bowden en la mano. Una ridícula P38, pero cargada y en buen estado. Di algunos pasos hacia atrás, hacia el control, pero no había ninguna forma de atravesarlo con aquel caos, imposible, y menos ahora con el tumulto de los guardias en ambas filas que agitaban sus armas a diestro y siniestro; incluso si mi uniforme ulqomano pudiera abrirme paso entre las filas ulqomanas, los besźelíes me detendrían y el francotirador estaba ya demasiado lejos como para que pudiera atraparlo. Vacilé. «Dhatt, pide ayuda por radio, vigila a Bowden», grité, después me di la vuelta y corrí en dirección contraria, hacia Ul Qoma de nuevo, hacia el coche de Dhatt.

La gente se apartó de mi camino: me veían llegar con el blasón de la
militsya
y la pistola que tenía en la mano y se dispersaban. La
militsya
vio a uno de los suyos en busca de algo y no me detuvo. Puse las luces de emergencia y encendí el motor.

Pisé a fondo e hice aullar el coche, esquivando a los conductores locales y extranjeros hasta salir al perímetro exterior de la Cámara Conjuntiva. La sirena me confundió, no estaba acostumbrado a las sirenas de Ul Qoma, un nino-nino-nino mucho más quejumbroso que el de nuestros coches. El tirador estaba, o tenía que estarlo, tratando de abrirse camino a través del tropel de viajeros aturdidos y aterrorizados que cruzaban el túnel. Las luces y la sirena del coche despejaban la carretera a mi paso, de forma ostentosa en Ul Qoma y en los
topolganger
de las calles de Besźel con el típico pánico mudo que genera una tragedia extranjera. Giré a la derecha con un volantazo y tropecé con los raíles del tranvía de Besźel.

¿Dónde estaba la Brecha? Pero no había ocurrido ninguna brecha.

No había ocurrido ninguna brecha, pero habían asesinado a una mujer, con todo descaro a través de la frontera. Agresión, un asesinato y un intento de asesinato, pero aquellas balas habían cruzado el control de la Cámara Conjuntiva, a través del punto de encuentro. Un crimen abyecto, complicado, perverso, pero en el diligente cuidado que el asesino había puesto (al situarse justo en el punto donde podía mirar abiertamente los últimos metros del camino hacia Besźel, por encima de la frontera física y dentro de Ul Qoma, y así poder apuntar con precisión a ese único conducto entre las dos ciudades) aquel asesinato se había perpetrado con un escrupuloso respeto por los límites de las ciudades, por la membrana que separaba Ul Qoma y Besźel. No había ninguna brecha, la Brecha no tenía ningún poder ahí y ahora solo la policía de Besźel estaba en la misma ciudad que el asesino.

Volví a girar a la derecha. Estaba en el mismo lugar donde había estado una hora antes, en la calle Weipay de Ul Qoma, que compartía la entramada latitud-longitud con la entrada besźelí a la Cámara Conjuntiva. Conducía tan cerca como me permitía la muchedumbre, frenaba de golpe. Salí del coche y me subí al techo: no pasaría mucho tiempo hasta que la policía ulqomana viniera a preguntarle a su supuesto colega lo que estaba haciendo, pero de momento salté al techo del coche. Después de un momento de vacilación decidí no mirar hacia el túnel donde los besźelíes escapaban del ataque. Miré en cambio a mi alrededor, a Ul Qoma, y después en dirección a la sala, sin cambiar mi expresión, sin revelar nada que pudiera dar la impresión de que estaba mirando a ninguna otra parte que no fuera Ul Qoma. Mi conducta estaba fuera de toda sospecha. Las intermitentes luces de los coches de policía me pintaban las piernas de azul y rojo.

Me permití advertir lo que estaba sucediendo en Besźel. Aún había muchas personas más que intentaban entrar en la Cámara Conjuntiva que las que salían de allí, pero cuando el pánico de su interior empezó a propagarse se produjo un peligroso reflujo. Empezó el alboroto, filas que se daban la vuelta y aquellos que no sabían lo que habían visto u oído cortaban el paso de los que sí lo sabían y trataban de huir. Los ulqomanos desvieron la melé besźelí, apartaron la mirada y cruzaron la carretera para evitar el peligro extranjero.

—Salid, salid…

—Dejadnos pasar, ¿qué…?

Entre los coágulos y los grumos de los aterrorizados fugitivos vi a un hombre que corría. Me llamó la atención por el cuidado que ponía en intentar no correr muy rápido, hacerse pequeño, levantar la cabeza. Creí que era, después que no, después que sí, el hombre que había disparado. Se abrió paso a empujones hasta la última familia que gritaba y una caótica fila de
policzai
de Besźel que trataba de imponer el orden sin saber muy bien qué hacer. Se abrió paso a empujones y consiguió salir, girar, y después alejarse caminando con aquel apresurado pero prudente paso.

Tuve que haber hecho algún ruido. Desde luego, en los últimos metros, el asesino miró hacia atrás. Lo vi mirarme y desver automáticamente, a causa de mi uniforme, porque estaba en Ul Qoma, pero incluso cuando bajó la mirada se dio cuenta de algo y empezó a alejarse más deprisa aún. Lo había visto antes, pero no sabía dónde. Miré a mi alrededor desesperado, sin embargo ninguno de los
policzai
de Besźel sabía que había que perseguirlo, y yo estaba en Ul Qoma. Bajé de un salto del techo del coche y caminé deprisa tras el asesino.

A los ulqomanos los aparté de mi camino a empujones, los besźelíes intentaban desverme, pero tenían que escabullirse para no encontrarse conmigo. Vi sus miradas de espanto. Avancé más rápido que el asesino. Fijé la mirada no en él, sino en algún punto de Ul Qoma que le dejara aun así en mi campo de visión. No lo perdía de vista, pero sin fijarme directamente, dentro de la legalidad. Crucé la plaza y dos ulqomanos de la
militsya
a los que sobrepasé me gritaron alguna pregunta que yo ignoré.

El hombre debía de haber oído el ruido de mis pasos. Estaba a algunos metros de él cuando se giró. Abrió los ojos de par en par sorprendido de verme, algo que, prudente incluso entonces, no mantuvo mucho tiempo. Me identificó. Miró hacia atrás, hacia Besźel, y caminó más aprisa, trotando en diagonal hacia ErmannStrász, una calle amplia, detrás de un tranvía con destino a Kolyub. En Ul Qoma, la calle en la que estábamos se llamaba Saq Umir. También yo apreté el paso.

Dirigió otra mirada fugaz hacia atrás y aceleró, corriendo entre la multitud de besźelíes y mirando rápidamente a cada lado al interior de las cafeterías iluminadas por velas de colores, al interior de las librerías de Besźel: en Ul Qoma eran callejas más tranquilas. Tendría que haber entrado en una tienda. Quizá no lo hizo porque tendría que lidiar con el entramado de multitudes en ambas aceras, o quizá su cuerpo se rebelaba a tener que vérselas con callejones sin salida, calles cortadas mientras lo perseguían. Empezó a correr.

El asesino giró a la izquierda y entró en una calle más pequeña por donde lo seguí de todos modos. Corría rápido. Ahora era más rápido que yo. Corría como un soldado. La distancia entre ambos se hizo más grande. Los que atendían en los puestos de venta y los caminantes de Besźel miraban fijamente al asesino; los de Ul Qoma me miraban a mí. Mi presa tiró un cubo de basura para bloquearme el camino, con mayor habilidad de la que yo me sentía capaz. Sabía hacia dónde estaba yendo. Los cascos antiguos de Besźel y de Ul Qoma están íntimamente entramados: una vez se llega al borde, empiezan las separaciones, las zonas íntegras y álter. No era esta, ni podía serlo, una persecución. Solo dos aceleraciones distintas. Corrimos, él en su ciudad, y detrás de él, lleno de ira, yo en la mía.

Grité sin palabras. Una anciana me clavó la mirada. No lo estaba mirando, seguía sin mirarlo a él, sino a Ul Qoma, con fervor, legalmente, a sus luces, sus grafitis, sus caminantes, siempre a Ul Qoma. Estaba junto a unos raíles de hierro enroscados al estilo tradicional de Besźel. Demasiado lejos. Estaba junto a una calle íntegra, una calle que era solo de Besźel. Se detuvo para mirar en mi dirección mientras yo intentaba recuperar el aliento.

Durante ese breve espacio de tiempo, demasiado corto para que le pudieran acusar de crimen alguno, aunque de forma claramente deliberada, me miró a los ojos. Lo conocía, no sabía de dónde. Me miró en el umbral de aquella geografía solo extranjera y esbozó una sonrisa triunfal. Dio un paso hacia el espacio donde ningún ulqomano podía entrar.

Levanté la pistola y disparé.

Le disparé en el pecho. Vi su sorpresa cuando cayó. Llegaban gritos de todas partes, primero por el disparo, después por el cuerpo y la sangre, y casi de inmediato de toda la gente que la había visto, por esa horrible transgresión.

—¡Brecha!

—¡Brecha!

Pensé que era la conmocionada declaración de aquellos que habían presenciado el crimen, pero surgieron unas figuras oscuras de un lugar en el que unos momentos antes no había habido ningún movimiento significativo, solo remolinos indeterminados, los confusos y sin rumbo, y aquellos recién llegados con rostros tan inmóviles que resultaba difícil reconocerlos como rostros eran los que decían la palabra. Era al mismo tiempo la afirmación del crimen y de la identidad.

«Brecha». Algo de facciones sombrías me agarró de tal modo que no habría podido liberarme, si hubiera querido hacerlo. Alcancé a ver unas siluetas oscuras que cubrían el cadáver del asesino que yo había matado. Una voz cerca de mi oído. «Brecha». Una fuerza que me apartaba de allí sin apenas esfuerzo, rápido, rápido tras las velas de Besźel y el neón de Ul Qoma, por caminos que no tenían sentido en ninguna ciudad.

«Brecha». Y algo me tocó y me precipité en la oscuridad, lejos de la vigilia y de la consciencia, con el sonido de aquella palabra.

Tercera parte

La Brecha

23

No era una oscuridad silenciosa. No era una oscuridad sin intrusiones. Había en ella presencias que me hacían preguntas que no sabía contestar, preguntas que me llegaban con un apremio que me era imposible responder. Aquellas voces me repetían una y otra vez: «brecha». Aquello que me había tocado me envió no a un silencio sin pensamientos sino a una arena de sueños donde yo era la presa.

Me acordé de eso más tarde. En el momento de despertar lo hice sin ser consciente del tiempo que había pasado. Cerré los ojos en las calles entramadas del casco antiguo de ambas ciudades; los volví a abrir, sin aliento, en una habitación.

Era gris, sin ninguna decoración. Una habitación pequeña. Estaba metido en una cama, no, encima de ella. Estaba tumbado encima de las sábanas con una ropa que no reconocía. Me incorporé.

El suelo era gris, de caucho con marcas de rozaduras, una ventana por donde me entraba algo de luz, paredes altas y grises, agrietadas y con algunas manchas. Un escritorio y dos sillas. Como una oficina descuidada. Un cristal oscuro de forma semiesférica en el techo. No se escuchaba ningún ruido.

Pestañeaba, de pie, de ninguna manera tan aturdido como sentía que debía de haberlo estado. La puerta estaba cerrada. La ventana se elevaba demasiado como para que pudiera mirar a través de ella. Di un salto que hizo que la cabeza me diera un poco de vueltas, pero lo único que vi fue el cielo. La ropa que llevaba puesta estaba limpia y era de una terrible indefinición. Era prácticamente de mi talla. Me acordé de lo que había estado conmigo en la oscuridad y entonces el corazón me latió con fuerza y mi respiración se volvió más agitada.

La falta de ruidos era enervante. Me agarré al borde inferior de la ventana y con los brazos temblorosos me impulsé hacia arriba para ver mejor. Al no haber ningún lugar donde pudiera apoyar mis pies no logré mantener esa postura durante mucho tiempo. Debajo de mí se desplegaba una vista de tejados. Tejas de pizarra, antenas parabólicas, superficies planas de cemento, vigas y antenas prominentes, cúpulas bulbosas, torres helicoidales, tanques de gas, la parte trasera de lo que podían ser unas gárgolas. No sabía dónde estaba, ni lo que podría estar escuchando detrás del cristal, vigilando desde el exterior.

—Siéntese.

Me dejé caer de golpe al oír la voz. Me levanté con dificultad y me di la vuelta.

Había alguien de pie en la entrada. Con la luz que le iluminaba por la espalda, era una silueta oscura, como una ausencia. Cuando se adelantó, vi que era un hombre quince o veinte años mayor que yo. Fuerte, grueso y de poca altura, vestido con ropas tan indefinidas como las mías. Detrás de él había más gente: una mujer de mi edad, otro hombre algo mayor que los dos. En sus rostros no había ninguna expresión de acercamiento. Parecían la arcilla moldeada con forma humana justo antes de que Dios le insuflara vida.

—Siéntese. —El hombre mayor señaló la silla—. Salga de esa esquina.

Era verdad. Estaba arrinconado en la esquina. Ahora lo vi. Calmé mis pulmones y me enderecé. Aparté las manos de las paredes. Adopté la postura de una persona.

Después de un tiempo, dije:

—Qué embarazoso. —Y luego—: Discúlpenme. —Me senté donde me había indicado el hombre. Cuando pude controlar mi voz, dije—: Me llamo Tyador Borlú, ¿y usted?

El hombre se sentó y me miró, con la cabeza inclinada hacia un lado, impersonal y curioso como un pájaro.

—Brecha —dijo.

—Brecha —repetí. Inspiré trémulamente—. Sí, Brecha.

Al final, el hombre habló:

—¿Qué se esperaba? ¿Qué espera?

¿Había ido demasiado lejos? En cualquier otro momento lo habría sabido. Miraba inquieto a mi alrededor como si quisiera atisbar algo que se ocultaba casi invisible en las esquinas. Con los dedos índice y corazón de la mano derecha señaló a mis ojos y después a los suyos y dijo: «Míreme». Yo obedecí.

El hombre me miró por debajo de las cejas. «La situación», dijo. Me di cuenta de que los dos estábamos hablando en besź. Él no parecía besźelí, ni ulqomano, pero estaba claro que no era europeo ni norteamericano. Tenía un acento neutro.

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