—Corwi, soy Borlú.
—Jesús. Deme un minuto. Jesús.
—Corwi, siento llamar tan tarde. ¿Me oyes bien?
—Jesús. ¿Qué hora… dónde está? No oigo ni una palabra, están…
—Estoy en un bar. Escucha, siento llamar a estas horas. Necesito que organices algo para mí.
—Jesús, jefe. Joder, ¿está de broma?
—No. Venga, Corwi, te necesito.
Casi podía ver cómo se frotaba la cara, a lo mejor mientras caminaba dormida con el teléfono en la mano hasta la cocina para beber un vaso de agua. Cuando volvió a hablar estaba más centrada.
—¿Qué es lo que pasa?
—Vuelvo allí.
—¿En serio? ¿Cuándo?
—Por eso te llamaba. Dhatt, el tío con el que estoy trabajando aquí, me acompaña a Besźel. Necesito que quedemos. ¿Puedes ir moviendo esto y mantenerlo en silencio? Corwi: operación encubierta. De verdad. Las paredes oyen.
Una larga pausa.
—¿Por qué yo, jefe? ¿Y por qué a las dos y media de la madrugada?
—Porque eres buena, y porque eres la discreción en persona. No quiero nada de ruido. Quiero que cojas el coche, la pistola y, si puede ser, otra para mí, y nada más. Y necesito que reserves un hotel. Que no sea de los que suele usar el departamento. —Otro silencio prolongado—. Y escucha… Viene con otro agente.
—¿Qué? ¿Quién?
—La chica está de incógnito. ¿Qué pensabas? Quería un viaje gratis. —Miré un segundo a Dhatt a modo de disculpa, aunque no podía oírme por encima de aquel infernal barullo—. Mantenlo en secreto, Corwi. Es solo una fase más de la investigación, ¿de acuerdo? Y voy a necesitar tu ayuda para coger algo, coger un paquete, sacarlo de Besźel. ¿Entiendes?
—Eso creo, jefe. Jefe, alguien lo ha estado llamando. Para preguntar cómo iba con la investigación.
—¿Quién? ¿Qué quieres decir, qué pasa?
—Quién, no lo sé, no quería dar su nombre. Quiere saber a quién está arrestando, cuándo vuelve, si ha encontrado a la chica desaparecida, cuáles son sus planes. No sé cómo consiguió el teléfono de mi mesa, pero está clarísimo que sabe algo.
Chasqueé los dedos para llamar la atención de Dhatt.
—Alguien ha estado haciendo preguntas —le dije—. ¿Y no quería dar su nombre? —le pregunté a Corwi.
—No, y tampoco reconozco su voz. Una mierda de línea.
—¿Qué tipo de voz tiene?
—Extranjero. Americano. Y asustado.
En una mala línea, internacional.
—Maldita sea —le dije a Dhatt, alejándome del auricular—. Bowden anda por ahí. Está intentando encontrarme. Seguro que no quiere llamar al número de aquí no sea que rastreen la llamada… Canadiense, Corwi. Escucha, ¿cuándo llamó?
—Todos los días, ayer y hoy, no quería entrar en detalles.
—Vale. Escucha. Cuando vuelva a llamar, dile esto. Dale el siguiente mensaje de mi parte. Dile que tiene una oportunidad. Un momento, estoy pensando. Dile que estamos… Dile que me aseguraré de que esté bien, que puedo ayudarlo a escapar. Tenemos que hacerlo. Sé que tiene miedo con todo lo que está pasando, pero que solo no tiene ninguna posibilidad. No se lo cuentes a nadie, Corwi.
—Jesús, está empeñado en joderme la carrera.
Su voz sonaba cansada. Esperé en silencio hasta estar seguro de que lo haría.
—Gracias. Confía en mí, lo entenderá, y por favor no me preguntes nada. Dile que ahora sabemos más cosas. Mierda, así no hay quien hable. —Un arranque de entusiasmo por una copia en lentejuelas de Ute Lemper me sobresaltó—. Solo dile que sabemos más cosas y que tiene que llamarnos. —Miré a mi alrededor como si así me fuera a llegar la inspiración, y lo hizo—. ¿Cuál es el móvil de Yallya? —le pregunté a Dhatt.
—¿Cómo?
—No quiere llamarnos ni al tuyo ni al mío, así que… —Me lo dictó y yo a Corwi—. Dile a nuestro hombre misterioso que llame a ese número y que podemos ayudarlo. Y tú me llamas luego con lo que sea, ¿de acuerdo? A partir de mañana.
—¿Qué coño…? —dijo Dhatt—. ¿Qué coño estás haciendo?
—Vas a tener que pedirle prestado el teléfono; necesitamos uno para hablar con Bowden: tiene demasiado miedo, no sabemos quién nos está escuchando. Si se pone en contacto con nosotros puede que tengamos que…
Vacilé.
—¿Qué?
—Jesús, Dhatt, ahora no, ¿vale? ¿Corwi?
Ya no estaba, se había cortado la comunicación, ya fuera porque había colgado ella o por la antigüedad de la central telefónica.
Al día siguiente incluso fui a la oficina con Dhatt.
—Cuanto menos te vean, más gente se preguntará qué cojones está pasando y más se van a fijar en ti —dijo.
Tal y como dijo, los colegas de la oficina nos recibieron con muchas miradas. Yo saludé con la cabeza a los dos que habían intentado empezar un altercado conmigo, sin demasiado entusiasmo.
—Empiezo a ponerme paranoico —comenté.
—Qué va, es que te están mirando de verdad. Toma. —Me pasó el móvil de Yallya—. No creo que vuelva a invitarte a cenar.
—¿Qué te dijo?
—¿Y tú qué crees? Es su puto teléfono, estaba muy cabreada. Le dije que lo necesitábamos, ella me mandó a tomar por culo, se lo rogué, me dijo que no, así que se lo cogí y te eché la culpa.
—¿Podemos hacernos con un uniforme? Para Yolanda… —Se parapetó delante de su ordenador—. Podría ayudarla a pasar. —Lo miré mientras usaba una versión más actualizada de Windows que la nuestra. La primera vez que el teléfono de Yallya sonó nos quedamos quietos como estatuas y nos miramos. Apareció un teléfono que ninguno de los dos conocía. Descolgué sin decir palabra, sin dejar de mirar a Dhatt.
—¿Yall? ¿Yall? —Era la voz de una mujer que hablaba en ilitano—. Soy Mai, ¿estás…? ¿Yall?
—Hola, verás, no soy Yallya…
—Ah, hola, ¿Qussim…? —Pero le flaqueó la voz—. ¿Quién es?
Dhatt me lo arrancó de la mano.
—¿Hola? Anda, Mai. Sí, es un amigo. No, está bien. He tenido que cogerle prestado el móvil a Yall durante uno o dos días, ¿has probado a llamar a casa? Vale, muy bien, cuídate. —La pantalla se oscureció y me devolvió el teléfono—. Esta es otra puta razón para no enfangarse en esta mierda. Vamos a recibir un huevo de llamadas de sus amigas preguntando si aún te apetece hacerte esa limpieza de cutis o si has visto la película de Tom Hanks.
Después de una segunda y una tercera llamadas como esa, dejamos de sobresaltarnos cada vez que sonaba el teléfono. No hubo demasiadas, de todos modos, a pesar de lo que había dicho Dhatt, y ninguna en relación a esos temas. Imaginé a Yallya al teléfono bastante irritada, en su oficina, haciendo una larga serie de llamadas para acusar a su marido y al amigo de su marido de aquel inconveniente.
—¿Queremos que lleve un uniforme? —preguntó Dhatt en voz baja.
—Tú vas a llevar el tuyo, ¿no? ¿No es siempre mejor esconderse a plena vista?
—¿Tú también quieres uno?
—¿Es una mala idea?
Meneó despacio la cabeza.
—Me facilitaría algunas cosas… Creo que puedo pasar al otro lado con la documentación de policía y diciendo que lo soy. —La
militsya
, por no hablar de los detectives jefe, podía poner en su sitio a la guardia fronteriza de Ul Qoma sin demasiados problemas—. De acuerdo.
—Seré yo el que hable en la entrada de Besźel.
—¿Está bien Yolanda?
—Aikam está con ella. No puedo volver… Otra vez no. Cada vez que lo hacemos…
Aún no teníamos ni idea de cómo, o de quién, pudiera estar vigilándonos.
Dhatt estaba muy inquieto y, después de la tercera o cuarta vez de haberle espetado algo a uno de sus colegas por una infracción imaginaria, lo obligué a acompañarme a tomar un almuerzo temprano. Tenía el ceño fruncido, no quería hablar, y no le quitaba la mirada de encima a todos cuantos pasaban cerca de nosotros.
—¿Quieres dejarlo ya? —le pedí.
—Me voy a quedar jodidamente feliz cuando te vayas —me dijo.
El teléfono de Yallya sonó y me lo puse en la oreja sin hablar.
—¿Borlú?
Di un golpecito en la mesa para llamar la atención de Dhatt y señalé el teléfono.
—Bowden, ¿dónde estás?
—Intentando mantenerme a salvo, Borlú.
Me hablaba en besź.
—No suenas como si estuvieras a salvo.
—Claro que no. No estoy a salvo, ¿o sí? La cuestión es: ¿hasta qué punto estoy metido en un lío?
Su voz sonaba muy tensa.
—Puedo sacarlo de aquí. —¿Podía? Dhatt movía los hombros como preguntándome: «¿qué coño pasa?»—. Hay formas de salir. Dime dónde estás.
Dejó escapar una especie de risa.
—Claro —dijo—, ahora mismo le digo dónde estoy.
—¿Y qué más propone? No puede pasarse la vida escondiéndose. Salga de Ul Qoma y a lo mejor puedo hacer algo. Besźel es mi territorio.
—Ni siquiera sabe lo que está pasando…
—Solo tiene una oportunidad.
—¿De que me ayude como ayudó a Yolanda?
—No es estúpida —dije—. Ella acepta mi ayuda.
—¿Qué? ¿La ha encontrado? ¿Qué…?
—Lo mismo que le he dicho a usted, se lo he dicho a ella. Aquí no puedo ayudarlos a ninguno de los dos. Pero a lo mejor puedo ayudarlos en Besźel. Sea lo que sea lo que está pasando, quienquiera que vaya detrás de usted… —Intentó decir algo, pero no lo dejé—. Allí conozco a gente. Aquí tengo las manos atadas. ¿Dónde está?
—… En ninguna parte. Da igual. Yo… ¿Usted dónde está? No quiero…
—Ha hecho bien en mantenerse oculto todo este tiempo. Pero no puede hacerlo siempre.
—No. No. Lo encontraré. ¿Va a… cruzar ahora?
Me fue imposible no mirar a mi alrededor y bajar la voz de nuevo.
—Pronto.
—¿Cuándo?
—Pronto. Se lo diré cuando lo sepa. ¿Cómo puedo ponerme en contacto con usted?
—De ninguna forma, Borlú. Yo me pondré en contacto con usted. Siga con este teléfono.
—¿Y si no me encuentra?
—Tendré que llamar cada dos horas. Me temo que voy a tener que molestarlo, mucho. —Colgó. Me quedé mirando el teléfono de Yallya y al final levanté la mirada hacia Dhatt.
—¿Tienes la más mínima idea de lo mucho que me jode no saber dónde puedo mirar? —Susurró Dhatt—. ¿De no saber de quién me puedo fiar? —Revolvió algunos papeles—. ¿De lo que puedo o no decir y a quién?
—Sí, la tengo.
—¿Qué está pasando? —preguntó—. ¿Quiere irse también?
—Quiere irse también. Tiene miedo. No confía en nosotros.
—No le culpo lo más mínimo.
—Yo tampoco.
—No tengo papeles para él. —Miré a Dhatt y esperé—. Por la Luz Sagrada, Borlú, vas a… —Susurraba con ímpetu—. Está bien, está bien, veré lo que puedo hacer.
—Dime a mí lo que tengo que hacer —le dije, sin apartar la mirada—, a quién llamar, qué atajos coger, y entonces me puedes echar la puta culpa. Échame la culpa, Dhatt. Por favor. Pero trae otro uniforme por si viene.
Sabía que el pobre hombre sufría angustiosamente.
Eran ya más de las siete de la tarde cuando Corwi me llamó.
—Ya está —dijo—. Tengo los papeles.
—Corwi, te debo una, te debo una.
—¿Acaso crees que no lo sé, jefe? Es para ti, tu hombre, Dhatt, y su, ejem, «colega», ¿me equivoco? Los estaré esperando.
—Tráete tu identificación y prepárate para respaldarme con los de inmigración. ¿Quién más? ¿Lo sabe alguien más?
—Nadie. Yo soy tu chófer asignado, otra vez. ¿A qué hora?
La pregunta: ¿cuál es la mejor forma de desaparecer? Tenía que haber un gráfico, una curva cuidadosamente trazada. ¿Se vuelve algo más invisible si no hay más gente alrededor o si se es uno más entre muchos?
—No muy tarde. Nada de las dos de la mañana.
—Joder, me alegro de oírlo.
—Seremos los únicos allí. Pero tampoco a mediodía; demasiado riesgo de que alguien nos conozca. De noche. A las ocho —dije—. Mañana por la noche.
Era invierno y oscurecía pronto. Aún habría gente, pero con los colores apagados de la noche, somnolientos. Fácil no ver.
No todo era prestidigitación; había tareas que debíamos hacer y que hicimos. Informes de los avances de la investigación que había que afinar y familiares con los que contactar. Observé y, con alguna sugerencia esporádica por encima de su hombro, ayudé a Dhatt a preparar una carta donde, en términos corteses y arrepentidos, no se les decía nada al señor y la señora Geary, que ahora cooperaban principalmente con la
militsya
de Ul Qoma. No era una sensación de poder agradable estar presente como un fantasma en aquel mensaje pendiente, conocerlos, verlos desde dentro de las palabras que serían como un falso espejo porque no podían darse la vuelta y verme a mí, uno de los que lo habían escrito.
Le dije a Dhatt un lugar (no sabía la dirección, tuve que describírselo con una vaga topografía que él reconoció), un espacio verde al que se podía llegar a pie desde donde estaba escondida Yolanda, donde encontrarnos al día siguiente.
—Si alguien pregunta, diles que estoy trabajando desde el hotel. Diles que no tengo más remedio que pasar por el aro y hacer todo ese ridículo papeleo al que me obligan en Besźel, y que eso me tiene ocupado.
—No hablamos de otra cosa, Tyad. —Dhatt no podía estarse quieto, estaba tan nervioso, tan desesperado por no poderse fiar de nada, tan inquieto. No sabía dónde mirar—. Te eche o no la culpa, voy a pasarme el resto de mi puta carrera de policía escolar.
Estábamos de acuerdo en que era muy posible que no volviéramos a saber nada de Bowden, pero recibí una llamada en el móvil de la pobre Yallya media hora después de medianoche. Estaba seguro de que era Bowden, aunque no dijo nada. A la mañana siguiente volvió a llamar justo después de las siete.
—No parece que se encuentre bien, profesor.
—¿Qué está pasando?
—¿Qué quiere hacer?
—¿Se marcha? ¿Está Yolanda con usted? ¿Viene ella?
—Tiene una oportunidad, profesor. —Garabateé distintas horas en mi libreta—. Si no me va a dejar que vaya a por usted. Si quiere salir, esté en el acceso principal de vehículos de la Cámara Conjuntiva a las siete de la tarde.
Colgué. Intenté hacer anotaciones, planear las cosas en papel, pero no fui capaz. Bowden no me volvió a llamar. Dejé el teléfono encima de la mesa o me lo quedé en la mano mientras me tomaba mi temprano desayuno. No pasé por el mostrador para dejar el hotel: nada de telegrafiar los movimientos. Rebusqué entre la ropa por si había algo que no me pudiera permitir dejar allí, pero no había nada. Me llevé mi copia ilegal de
Entre la ciudad y la ciudad
y nada más.