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Authors: Mario Vargas Llosa

La civilización del espectáculo (5 page)

BOOK: La civilización del espectáculo
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Conscientes de la desairada situación a que han sido reducidos por la sociedad en la que viven, la mayoría ha optado por la discreción o la abstención en el debate público. Confinados en su disciplina o quehacer particular, dan la espalda a lo que hace medio siglo se llamaba «el compromiso» cívico o moral del escritor y el pensador con la sociedad. Hay excepciones, pero, entre ellas, las que suelen contar —porque llegan a los medios— son las encaminadas más a la autopromoción y el exhibicionismo que a la defensa de un principio o un valor. Porque, en la civilización del espectáculo, el intelectual sólo interesa si sigue el juego de moda y se vuelve un bufón.

¿Qué ha conducido al empequeñecimiento y volatilización del intelectual en nuestro tiempo? Una razón que debe considerarse es el descrédito en que varias generaciones de intelectuales cayeron por sus simpatías con los totalitarismos nazi, soviético y maoísta, y su silencio y ceguera frente a horrores como el Holocausto, el Gulag soviético y las carnicerías de la Revolución Cultural china. En efecto, es desconcertante y abrumador que, en tantos casos, quienes parecían las mentes privilegiadas de su tiempo hicieran causa común con regímenes responsables de genocidios, horrendos atropellos contra los derechos humanos y la abolición de todas las libertades. Pero, en verdad, la verdadera razón para la pérdida total del interés de la sociedad en su conjunto por los intelectuales es consecuencia directa de la ínfima vigencia que tiene el pensamiento en la civilización del espectáculo.

Porque otra característica de ella es el empobrecimiento de las ideas como fuerza motora de la vida cultural. Hoy vivimos la primacía de las imágenes sobre las ideas. Por eso los medios audiovisuales, el cine, la televisión y ahora Internet han ido dejando rezagados a los libros, los que, si las predicciones pesimistas de un George Steiner se confirman, pasarán dentro de no mucho tiempo a las catacumbas. (Los amantes de la anacrónica cultura libresca, como yo, no debemos lamentarlo, pues, si así ocurre, esa marginación tal vez tenga un efecto depurador y aniquile la literatura del
best-seller,
justamente llamada basura no sólo por la superficialidad de sus historias y la indigencia de su forma, sino por su carácter efímero, de literatura de actualidad, hecha para ser consumida y desaparecer, como los jabones y las gaseosas.) El cine, que, por supuesto, fue siempre un arte de entretenimiento, orientado al gran público, tuvo al mismo tiempo, en su seno, a veces como una corriente marginal y algunas veces central, grandes talentos que, pese a las difíciles condiciones en que debieron siempre trabajar los cineastas por razones de presupuesto y dependencia de las productoras, fueron capaces de realizar obras de una gran riqueza, profundidad y originalidad, y de inequívoco sello personal. Pero, nuestra época, conforme a la inflexible presión de la cultura dominante, que privilegia el ingenio sobre la inteligencia, las imágenes sobre las ideas, el humor sobre la gravedad, la banalidad sobre lo profundo y lo frívolo sobre lo serio, ya no produce creadores como Ingmar Bergman, Luchino Visconti o Luis Buñuel. ¿A quién corona ícono el cine de nuestros días? A Woody Allen, que es, a un David Lean o un Orson Welles, lo que Andy Warhol a Gauguin o Van Gogh en pintura, o un Dario Fo a un Chéjov o un Ibsen en teatro.

Tampoco sorprende que, en la era del espectáculo, en el cine los efectos especiales hayan pasado a tener un protagonismo que relega a temas, directores, guión y hasta actores a un segundo plano. Se puede alegar que ello se debe en buena parte a la prodigiosa evolución tecnológica de los últimos años, que permite ahora hacer verdaderos milagros en el campo de la simulación y la fantasía visuales. En parte, sin duda. Pero en otra parte, y acaso la principal, se debe a una cultura que propicia el menor esfuerzo intelectual, no preocuparse ni angustiarse ni, en última instancia, pensar, y más bien abandonarse, en actitud pasiva, a lo que el ahora olvidado Marshal McLuhan —sagaz profeta del signo que tomaría la cultura de hoy— llamaba «el baño de las imágenes», esa entrega sumisa a unas emociones y sensaciones desatadas por un bombardeo inusitado y en ocasiones brillantísimo de imágenes que capturan la atención, aunque ellas, por su naturaleza primaria y pasajera, emboten la sensibilidad y el intelecto del público.

En cuanto a las artes plásticas, ellas se adelantaron a todas las otras expresiones de la vida cultural en sentar las bases de la cultura del espectáculo, estableciendo que el arte podía ser juego y farsa y nada más que eso. Desde que Marcel Duchamp, quien, qué duda cabe, era un genio, revolucionó los patrones artísticos de Occidente estableciendo que un excusado era también una obra de arte si así lo decidía el artista, ya todo fue posible en el ámbito de la pintura y escultura, hasta que un magnate pague doce millones y medio de euros por un tiburón preservado en formol en un recipiente de vidrio y que el autor de esa broma, Damien Hirst, sea hoy reverenciado no como el extraordinario vendedor de embaucos que es, sino como un gran artista de nuestro tiempo. Tal vez lo sea, pero eso no habla bien de él sino muy mal de nuestro tiempo. Un tiempo en que el desplante y la bravata, el gesto provocador y despojado de sentido, bastan a veces, con la complicidad de las mafias que controlan el mercado del arte y los críticos cómplices o papanatas, para coronar falsos prestigios, confiriendo el estatuto de artistas a ilusionistas que ocultan su indigencia y su vacío detrás del embeleco y la supuesta insolencia. Digo «supuesta» porque el excusado de Duchamp tenía al menos la virtud de la provocación. En nuestros días, en que lo que se espera de los artistas no es el talento, ni la destreza, sino la pose y el escándalo, sus atrevimientos no son más que las máscaras de un nuevo conformismo. Lo que era antes revolucionario se ha vuelto moda, pasatiempo, juego, un ácido sutil que desnaturaliza el quehacer artístico y lo vuelve función de Gran Guiñol. En las artes plásticas la frivolización ha llegado a extremos alarmantes. La desaparición de mínimos consensos sobre los valores estéticos hace que en este ámbito la confusión reine y reinará por mucho tiempo, pues ya no es posible discernir con cierta objetividad qué es tener talento o carecer de él, qué es bello y qué es feo, qué obra representa algo nuevo y durable y cuál no es más que un fuego fatuo. Esa confusión ha convertido el mundo de las artes plásticas en un carnaval donde genuinos creadores y vivillos y embusteros andan revueltos y a menudo resulta difícil diferenciarlos. Inquietante anticipo de los abismos a que puede llegar una cultura enferma de hedonismo barato que sacrifica toda otra motivación y designio a divertir. En un agudo ensayo sobre las escalofriantes derivas que ha llegado a tomar el arte contemporáneo en sus casos extremos, Carlos Granés Maya cita «una de las
performances
más abyectas que se recuerdan en Colombia», la del artista Fernando Pertuz que en una galería de arte defecó ante el público y, luego, «con total solemnidad», procedió a ingerir sus heces.
[6]

Y, en cuanto a la música, el equivalente del excusado de Marcel Duchamp es, sin duda, la composición del gran gurú de la modernidad musical en los Estados Unidos, John Cage, titulada
4’33”
(1952), en la que un pianista se sentaba frente a un piano pero no tocaba una tecla durante cuatro minutos y treinta y tres segundos, pues la obra consistía en los ruidos que eran producidos en la sala por el azar y los oyentes divertidos o exasperados. El empeño del compositor y teórico era abolir los prejuicios que hacen distingos de valor entre el sonido y la bulla o el ruido. No hay duda que lo consiguió.

En la civilización del espectáculo la política ha experimentado una banalización acaso tan pronunciada como la literatura, el cine y las artes plásticas, lo que significa que en ella la publicidad y sus eslóganes, lugares comunes, frivolidades, modas y tics, ocupan casi enteramente el quehacer antes dedicado a razones, programas, ideas y doctrinas. El político de nuestros días, si quiere conservar su popularidad, está obligado a dar una atención primordial al gesto y a la forma, que importan más que sus valores, convicciones y principios.

Cuidar de las arrugas, la calvicie, las canas, el tamaño de la nariz y el brillo de la dentadura, así como del atuendo, vale tanto, y a veces más, que explicar lo que el político se propone hacer o deshacer a la hora de gobernar. La entrada de la modelo y cantante Carla Bruni al Palacio del Elíseo como Madame Sarkozy y el fuego de artificio mediático que trajo consigo y que aún no cesa de coletear, muestra cómo, ni siquiera Francia, el país que se preciaba de mantener viva la vieja tradición de la política como quehacer intelectual, de cotejo de doctrinas e ideas, ha podido resistir y ha sucumbido también a la frivolidad universalmente imperante.

(Entre paréntesis, tal vez convendría dar alguna precisión sobre lo que entiendo por frivolidad. El diccionario llama frívolo a lo ligero, veleidoso e insustancial, pero nuestra época ha dado a esa manera de ser una connotación más compleja. La frivolidad consiste en tener una tabla de valores invertida o desequilibrada en la que la forma importa más que el contenido, la apariencia más que la esencia y en la que el gesto y el desplante —la representación— hacen las veces de sentimientos e ideas. En una novela medieval que yo admiro,
Tirant lo Blanc,
la esposa de Guillem de Vàroic da una bofetada a su hijo, un niñito recién nacido, para que l ore por la partida de su padre a Jerusalén. Nosotros los lectores nos reímos, divertidos con ese disparate, como si las lágrimas que le arranca esa bofetada a la pobre criatura pudieran ser confundidas con el sentimiento de tristeza. Pero ni esa dama ni los personajes que contemplan aquella escena se ríen porque para ellos el llanto —la pura forma— es la tristeza. Y no hay otra manera de estar triste que llorando —«derramando vivas lágrimas» dice la novela— pues en ese mundo es la forma la que cuenta, a cuyo servicio están los contenidos de los actos. Eso es la frivolidad, una manera de entender el mundo, la vida, según la cual todo es apariencia, es decir teatro, es decir juego y diversión.)

Comentando la fugaz revolución zapatista del subcomandante Marcos en Chiapas —una revolución que Carlos Fuentes llamó la primera «revolución posmoderna», apelativo sólo admisible en su acepción de mera representación sin contenido ni trascendencia, montada por un experto en técnicas de publicidad—, Octavio Paz señaló con exactitud el carácter efímero, presentista, de las acciones (más bien simulacros) de los políticos contemporáneos: «Pero la civilización del espectáculo es cruel. Los espectadores no tienen memoria; por esto tampoco tienen remordimientos ni verdadera conciencia. Viven prendidos a la novedad, no importa cuál sea con tal de que sea nueva. Olvidan pronto y pasan sin pestañear de las escenas de muerte y destrucción de la guerra del Golfo Pérsico a las curvas, contorsiones y trémulos de Madonna y de Michael Jackson. Los comandantes y los obispos están llamados a sufrir la misma suerte; también a ellos les aguarda el Gran Bostezo, anónimo y universal, que es el Apocalipsis y el Juicio Final de la sociedad del espectáculo».
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En el dominio del sexo nuestra época ha experimentado transformaciones notables, gracias a una progresiva liberalización de los antiguos prejuicios y tabúes de carácter religioso que mantenían a la vida sexual dentro de un cepo de prohibiciones. En este campo, sin duda, en el mundo occidental ha habido progresos con la aceptación de las uniones libres, la reducción de la discriminación machista contra las mujeres, los gays y otras minorías sexuales que poco a poco van siendo integradas en una sociedad que, a veces a regañadientes, comienza a reconocer el derecho a la libertad sexual entre adultos. Ahora bien, la contrapartida de esta emancipación sexual ha sido, también, la banalización del acto sexual, que, para muchos, sobre todo en las nuevas generaciones, se ha convertido en un deporte o pasatiempo, un quehacer compartido que no tiene más importancia, y acaso menos, que la gimnasia, el baile o el fútbol. Tal vez sea sano, en materia de equilibrio psicológico y emocional, esta frivolización del sexo, aunque debería llevarnos a reflexionar el hecho de que, en una época como la nuestra, de notable libertad sexual, incluso en las sociedades más abiertas no hayan disminuido los crímenes sexuales y, acaso, hayan aumentado. El sexo
light
es el sexo sin amor y sin imaginación, el sexo puramente instintivo y animal. Desfoga una necesidad biológica pero no enriquece la vida sensible ni emocional ni estrecha la relación de la pareja más allá del entrevero carnal; en vez de liberar al hombre o a la mujer de la soledad, pasado el acto perentorio y fugaz del amor físico, los devuelve a ella con una sensación de fracaso y frustración.

El erotismo ha desaparecido, al mismo tiempo que la crítica y la alta cultura. ¿Por qué? Porque el erotismo, que convierte el acto sexual en obra de arte, en un ritual al que la literatura, las artes plásticas, la música y una refinada sensibilidad impregnan de imágenes de elevado virtuosismo estético, es la negación misma de ese sexo fácil, expeditivo y promiscuo en el que paradójicamente ha desembocado la libertad conquistada por las nuevas generaciones. El erotismo existe como contrapartida o desacato a la norma, es una actitud de desafío a las costumbres entronizadas y, por lo mismo, implica secreto y clandestinidad. Sacado a la luz pública, vulgarizado, se degrada y eclipsa, no lleva a cabo esa desanimalización y humanización espiritual y artística del quehacer sexual que permitió antaño. Produce pornografía, abaratamiento procaz y canal a de ese erotismo que irrigó, en el pasado, una corriente riquísima de obras en la literatura y las artes plásticas, que, inspiradas en las fantasías del deseo sexual, producían memorables creaciones estéticas, desafiaban el
statu quo
político y moral, combatían por el derecho de los seres humanos al placer y dignificaban un instinto animal transformándolo en obra de arte.

¿De qué manera ha influido el periodismo en la civilización del espectáculo y ésta en aquél?

La frontera que tradicionalmente separaba al periodismo serio del escandaloso y amarillo ha ido perdiendo nitidez, llenándose de agujeros hasta en muchos casos evaporarse, al extremo de que es difícil en nuestros días establecer aquella diferencia en los distintos medios de información. Porque una de las consecuencias de convertir el entretenimiento y la diversión en el valor supremo de una época es que, en el campo de la información, insensiblemente ello va produciendo también un trastorno recóndito de las prioridades: las noticias pasan a ser importantes o secundarias sobre todo, y a veces exclusivamente, no tanto por su significación económica, política, cultural y social como por su carácter novedoso, sorprendente, insólito, escandaloso y espectacular. Sin que se lo haya propuesto, el periodismo de nuestros días, siguiendo el mandato cultural imperante, busca entretener y divertir informando, con el resultado inevitable de fomentar, gracias a esta sutil deformación de sus objetivos tradicionales, una prensa también
light,
ligera, amena, superficial y entretenida que, en los casos extremos, si no tiene a la mano informaciones de esta índole sobre las que dar cuenta, ella misma las fabrica.

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