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Authors: Mario Vargas Llosa

La civilización del espectáculo (6 page)

BOOK: La civilización del espectáculo
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Por eso, no debe llamarnos la atención que los casos más notables de conquista de grandes públicos por órganos de prensa los alcancen hoy no las publicaciones serias, las que buscan el rigor, la verdad y la objetividad en la descripción de la actualidad, sino las llamadas «revistas del corazón», las únicas que desmienten con sus ediciones millonarias el axioma según el cual en nuestra época el periodismo de papel se encoge y retrocede ante la competencia del audiovisual y digital. Esto sólo vale para la prensa que todavía trata, remando contra la corriente, de ser responsable, de informar antes que entretener o divertir al lector. Pero ¿qué decir de un fenómeno como el de
¡Hola!
? Esa revista, que ahora se publica no sólo en español, sino en once idiomas, es ávidamente leída —acaso sería más exacto decir hojeada— por millones de lectores en el mundo entero —entre ellos los de los países más cultos del planeta, como Canadá e Inglaterra— que, está demostrado, la pasan muy bien con las noticias sobre cómo se casan, descasan, recasan, visten, desvisten, se pelean, se amistan y dispensan sus millones, sus caprichos y sus gustos, disgustos y malos gustos los ricos, triunfadores y famosos de este val e de lágrimas. Yo vivía en Londres, en 1989, cuando apareció la versión inglesa de
¡Hola!, Hello!,
y he visto con mis propios ojos la vertiginosa rapidez con que aquella criatura periodística española conquistó a la tierra de Shakespeare. No es exagerado decir que
¡Hola!
y congéneres son los productos periodísticos más genuinos de la civilización del espectáculo.

Convertir la información en un instrumento de diversión es abrir poco a poco las puertas de la legitimidad a lo que, antes, se refugiaba en un periodismo marginal y casi clandestino: el escándalo, la infidencia, el chisme, la violación de la privacidad, cuando no —en los casos peores— al libelo, la calumnia y el infundio.

Porque no existe forma más eficaz de entretener y divertir que alimentando las bajas pasiones del común de los mortales. Entre éstas ocupa un lugar epónimo la revelación de la intimidad del prójimo, sobre todo si es una figura pública, conocida y prestigiada. Éste es un deporte que el periodismo de nuestros días practica sin escrúpulos, amparado en el derecho a la libertad de información. Aunque existen leyes al respecto y algunas veces —raras veces— hay procesos y sentencias jurídicas que penalizan los excesos, se trata de una costumbre cada vez más generalizada que ha conseguido, de hecho, que en nuestra época la privacidad desaparezca, que ningún rincón de la vida de cualquiera que ocupe la escena pública se libre de ser investigado, revelado y explotado a fin de saciar esa hambre voraz de entretenimiento y diversión que periódicos, revistas y programas de información están obligados a tener en cuenta si quieren sobrevivir y no ser expulsados del mercado. Al mismo tiempo que actúan así, en respuesta a una exigencia de su público, los órganos de prensa, sin quererlo y sin saberlo, contribuyen mejor que nadie a consolidar esa civilización
light
que ha dado a la frivolidad la supremacía que antes tuvieron las ideas y las realizaciones artísticas.

En uno de sus últimos artículos, «No hay piedad para Ingrid ni Clara»,
[8]
Tomás Eloy Martínez se indignaba por el acoso a que sometieron los periodistas practicantes del amarillismo a Ingrid Betancourt y a Clara Rojas, al ser liberadas, luego de seis años en las selvas colombianas secuestradas por las FARC, con preguntas tan crueles y estúpidas como si las habían violado, si habían visto violar a otras cautivas, o —esto a Clara Rojas— si había tratado de ahogar en un río al hijo que tuvo con un guerrillero. «Este periodismo —escribía Tomás Eloy Martínez— sigue esforzándose por convertir a las víctimas en piezas de un espectáculo que se presenta como información necesaria, pero cuya única función es saciar la curiosidad perversa de los consumidores del escándalo». Su protesta era justa, desde luego. Su error consistía en suponer que «la curiosidad perversa de los consumidores del escándalo» es patrimonio de una minoría. No es verdad: esa curiosidad carcome a esas vastas mayorías a las que nos referimos cuando hablamos de «opinión pública». Esa vocación maledicente, escabrosa y frívola es la que da el tono cultural de nuestro tiempo y la imperiosa demanda a que la prensa toda, en grados distintos y con pericia y formas diferentes, está obligada a atender, tanto la seria como la descaradamente escandalosa.

Otra materia que ameniza mucho la vida de la gente es la catástrofe. Todas, desde los terremotos y maremotos hasta los crímenes en serie y, sobre todo, si en ellos hay los agravantes del sadismo y las perversiones sexuales. Por eso, en nuestra época, ni la prensa más responsable puede evitar que sus páginas se vayan tiñendo de sangre, de cadáveres y de pedófilos. Porque éste es un alimento morboso que necesita y reclama ese apetito de asombro que inconscientemente presiona sobre los medios de comunicación por parte del público lector, oyente y espectador.

Toda generalización es falaz y no se puede meter en el mismo saco a todos por igual. Por supuesto que hay diferencias y que algunos medios tratan de resistir la presión en la que operan sin renunciar a los viejos paradigmas de seriedad, objetividad, rigor y fidelidad a la verdad, aunque ello sea aburrido y provoque en los lectores y oyentes el Gran Bostezo del que hablaba Octavio Paz. Señalo una tendencia que marca el quehacer periodístico de nuestro tiempo, sin desconocer que hay diferencias de profesionalismo, de conciencia y comportamiento ético entre los distintos órganos de prensa. Pero la triste verdad es que ningún diario, revista y programa informativo de hoy puede sobrevivir —conservar un público fiel — si desobedece de manera absoluta los rasgos distintivos de la cultura predominante de la sociedad y el tiempo en el que opera. Desde luego que los grandes órganos de prensa no son meras veletas que deciden su línea editorial, su conducta moral y sus prelaciones informativas en función exclusiva de los sondeos de las agencias sobre los gustos del público. Su función es, también, orientar, asesorar, educar y dilucidar lo que es cierto o falso, justo e injusto, bello y execrable en el vertiginoso vórtice de la actualidad en la que el público se siente extraviado. Pero para que esta función sea posible es preciso tener un público. Y el diario o programa que no comulga en el altar del espectáculo corre hoy el riesgo de perderlo y dirigirse sólo a fantasmas.

No está en poder del periodismo por sí solo cambiar la civilización del espectáculo, que ha contribuido a forjar. Ésta es una realidad enraizada en nuestro tiempo, la partida de nacimiento de las nuevas generaciones, una manera de ser, de vivir y acaso de morir del mundo que nos ha tocado, a nosotros, los afortunados ciudadanos de estos países a los que la democracia, la libertad, las ideas, los valores, los libros, el arte y la literatura de Occidente nos han deparado el privilegio de convertir al entretenimiento pasajero en la aspiración suprema de la vida humana y el derecho de contemplar con cinismo y desdén todo lo que aburre, preocupa y nos recuerda que la vida no sólo es diversión, también drama, dolor, misterio y frustración.

Antecedentes

Piedra de Toque

Caca de elefante

En Inglaterra, aunque usted no lo crea, todavía son posibles los escándalos artísticos. La muy respetable Royal Academy of Arts, institución privada que se fundó en 1768 y que, en su galería de Mayfair, suele presentar retrospectivas de grandes clásicos o de modernos
sacramentados por la crítica, protagoniza en estos días uno que hace las delicias de la prensa y de los filisteos que no pierden su tiempo en exposiciones. Pero, a ésta, gracias al escándalo, irán en masa, permitiendo de este modo —no hay bien que por mal no venga— que la pobre Royal Academy supere por algún tiempito más sus crónicos quebrantos económicos.

¿Fue con este objetivo en mente que organizó la muestra
Sensation,
con obras de jóvenes pintores y escultores británicos de la colección del publicista Charles Saatchi? Si fue así, bravo, éxito total. Es seguro que las masas acudirán a contemplar, aunque sea tapándose las narices, las obras del joven Chris Ofili, de veintinueve años, alumno del Royal College of Art, estrella de su generación según un crítico, que monta sus obras sobre bases de caca de elefante solidificada. No fue por esta particularidad, sin embargo, por la que Chris Ofili llegó a los titulares de los tabloides, sino por su blasfema pieza
Santa Virgen María,
en la que la madre de Jesús aparece rodeada de fotos pornográficas.

Pero no es este cuadro el que ha generado más comentarios. El laurel se lo lleva el retrato de una famosa infanticida, Myra Hindley, que Marcus Harvey, el astuto artista, ha compuesto mediante la impostación de manos pueriles. Otra originalidad de la muestra resulta de la
colaboración de Jake y Dinos Chapman; la obra se llama
Aceleración Cigótica
y, ¿como indica su título?, despliega a un abanico de niños andróginos cuyas caras son, en verdad, falos erectos. Ni que decir que la infamante acusación de pedofilia ha sido proferida contra los inspirados autores. Si la exposición es verdaderamente representativa de lo que estimula y preocupa a los jóvenes artistas en Gran Bretaña, hay que concluir que la obsesión genital encabeza su tabla de prioridades. Por ejemplo, Mat Collishaw ha perpetrado un óleo describiendo, en un primer plano gigante, el impacto de una bala en un cerebro humano; pero lo que el espectador ve, en realidad, es una vagina y una vulva. ¿Y qué decir del audaz ensamblador que ha atiborrado sus urnas de cristal con huesos humanos y, por lo visto, hasta residuos de un feto?

Lo notable del asunto no es que productos de esta catadura lleguen a deslizarse en las salas de exposiciones más ilustres, sino que haya gentes que todavía se sorprendan por ello. En lo que a mí se refiere, yo advertí que algo andaba podrido en el mundo del arte hace exactamente treinta y siete años, en París, cuando un buen amigo, escultor cubano, harto de que las galerías se negaran a exponer las espléndidas maderas que yo le veía trabajar de sol a sol en su
chambre de bonne,
decidió que el camino más seguro hacia el éxito en materia de arte era llamar la atención. Y, dicho y hecho, produjo unas «esculturas» que consistían en pedazos de carne podrida, encerrados en cajas de vidrio, con moscas vivas revoloteando en torno. Unos parlantes aseguraban que el zumbido de las moscas resonara en todo el local como una amenaza terrífica. Triunfó, en efecto, pues hasta una estrella de la Radio-Televisión Francesa, Jean-Marie Drot, lo invitó a su programa.

La más inesperada y truculenta consecuencia de la evolución del arte moderno y la miríada de experimentos que lo nutren es que ya no existe criterio objetivo alguno que permita calificar o descalificar una obra de arte, ni situarla dentro de una jerarquía, posibilidad que se fue eclipsando a partir de la revolución cubista y desapareció del todo con la no figuración. En la actualidad
todo
puede ser arte y
nada
lo es, según el soberano capricho de los espectadores, elevados, en razón del naufragio de todos los patrones estéticos, al nivel de árbitros y jueces que antaño detentaban sólo ciertos críticos. El único criterio más o menos generalizado para las obras de arte en la actualidad no tiene nada
de artístico; es el impuesto por un mercado intervenido y manipulado por mafias de galeristas y
marchands
que de ninguna manera revela gustos y sensibilidades estéticas, sólo operaciones publicitarias, de relaciones públicas y en muchos casos simples atracos.

Hace más o menos un mes visité, por cuarta vez en mi vida (pero ésta será la última), la Bienal de Venecia. Estuve allí un par de horas, creo, y al salir advertí que a ni uno solo de todos los cuadros, esculturas y objetos que había visto, en la veintena de pabellones que recorrí, le hubiera abierto las puertas de mi casa. El espectáculo era tan aburrido, farsesco y desolador como la exposición de la Royal Academy, pero
multiplicado por cien y con decenas de países representados en la patética mojiganga, donde, bajo la coartada de la modernidad, el experimento, la búsqueda de «nuevos medios de expresión», en verdad se documentaba la terrible orfandad de ideas, de cultura artística, de destreza artesanal, de autenticidad e integridad que caracteriza a buena parte del quehacer plástico en nuestros días.

Desde luego, hay excepciones. Pero, no es nada fácil detectarlas, porque, a diferencia de lo que ocurre con la literatura, campo en el que todavía no se han desmoronado del todo los códigos estéticos que permiten identificar la originalidad, la novedad, el talento, la desenvoltura formal o la ramplonería y el fraude, y donde existen aún —¿por cuánto tiempo más?— casas editoriales que mantienen unos criterios coherentes y de alto nivel, en el caso de la pintura es el sistema el que está podrido hasta los tuétanos, y muchas veces los artistas más
dotados y auténticos no encuentran el camino del público por ser insobornables o simplemente ineptos para lidiar en la jungla deshonesta donde se deciden los éxitos y fracasos artísticos.

A pocas cuadras de la Royal Academy, en Trafalgar Square, en el pabellón moderno de la National Gallery, hay una pequeña exposición que debería ser obligatoria para todos los jóvenes de nuestros días que aspiran a pintar, esculpir, componer, escribir o filmar. Se llama
Seurat y los bañistas
y está dedicada al cuadro
Un baño en Asnières,
uno de los dos más famosos que aquel artista pintó (el otro es
Tarde de domingo en la isla de la Grande Jatte
), entre 1883 y 1884. Aunque dedicó unos dos años de su vida a aquella extraordinaria tela, en los que, como se advierte en la muestra, hizo innumerables bocetos y estudios del conjunto y los detalles del cuadro, en verdad la exposición prueba que toda
la vida de Seurat fue una lenta, terca, insomne, fanática preparación para llegar a alcanzar aquella perfección formal que plasmó en esas dos obras maestras.

En
Un baño en Asnières
esa perfección nos maravilla —y, en cierto modo, abruma— en la quietud de las figuras que se asolean, bañan en el río o contemplan el paisaje, bajo aquella luz cenital que parece estar disolviendo en brillos de espejismo el remoto puente, la locomotora que lo cruza y las chimeneas de Passy. Esa serenidad, ese equilibrio, esa armonía secreta entre el hombre y el agua, la nube y el velero, los atuendos y los remos, son, sí, la manifestación de un dominio absoluto del instrumento, del trazo de la línea y la administración de los colores, conquistado a través del esfuerzo; pero, todo ello denota también una concepción altísima, nobilísima, del arte de pintar, como fuente
autosuficiente de placer y como realización del espíritu, que encuentra en su propio hacer la mejor recompensa, una vocación que en su ejercicio se justifica y ensalza. Cuando terminó este cuadro, Seurat tenía apenas veinticuatro años, es decir, la edad promedio de esos jóvenes estridentes de la muestra
Sensation
de la Royal Academy; sólo vivió seis más. Su obra, brevísima, es uno de los faros artísticos del siglo XIX. La admiración que ella nos despierta no deriva sólo de la pericia técnica, la minuciosa artesanía, que en ella se refleja. Anterior a todo eso y como sosteniéndolo y potenciándolo, hay una actitud, una ética, una manera de asumir la vocación en función de un ideal, sin las cuales es imposible que un creador llegue a romper los límites de una tradición y los extienda, como hizo Seurat. Esa manera de «elegirse artista» parece haberse perdido para siempre entre los jóvenes impacientes y cínicos de hoy que aspiran a tocar la gloria a como dé lugar, aunque sea empinándose en una montaña de mierda paquidérmica.

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