—¡Gracias! —dijeron los hobbits, uno tras otro.
Tom Bombadil se echó a reír.
—¡Bueno, mis amiguitos! —dijo inclinándose para mirarles las caras—. Vendréis a casa conmigo. Hay en mi mesa un cargamento de crema amarilla, panal de miel, manteca y pan blanco. Baya de Oro nos espera. Ya habrá tiempo para preguntas mientras cenamos. ¡Seguidme tan rápido como podáis!
Luego de esto Tom Bombadil recogió los lirios y se fue saltando y bailando por el camino hacia el este, llamándolos con la mano, cantando otra vez en voz alta una canción que no tenía sentido.
Demasiado sorprendidos y demasiado aliviados para hablar, los hobbits lo siguieron tan rápidamente como podían. Pero esto no bastaba. Tom desapareció muy pronto delante de ellos y el sonido del canto se hizo más lejano y débil. Pero de súbito la voz volvió flotando como un poderoso llamado.
¡Saltad, amiguitos, a lo largo del Tornasauce!
Tom va adelante a encender las velas.
El sol se oculta
pronto marcharéis a ciegas.Cuando caiga la noche, las puertas se abrirán,
y en las ventanas brillará una luz amarilla.
No tengáis miedo ni de alisos ni de sauces,
ni de raíces ni de ramas. Tom va adelante.
¡Hola, ahora, alegre dol! ¡Bienvenidos a casa!
Luego los hobbits no oyeron más. Casi en seguida pareció que el sol se hundía entre los árboles, detrás de ellos. Recordaron la luz oblicua de la tarde que brillaba sobre el río Brandivino y las ventanas de Gamoburgo que comenzaban a iluminarse con cientos de luces. Grandes sombras caían ahora alrededor; los troncos y las ramas, negros y amenazantes, se inclinaban sobre el sendero. Unas nieblas blancas comenzaban a alzarse ondulándose en la superficie del río, esparciéndose entre las raíces de los árboles, en las orillas. Del suelo a los pies de los hobbits, un vapor tenebroso subía confundiéndose con el crepúsculo, que caía rápidamente.
Se hizo difícil seguir el sendero y todos estaban muy cansados. Las piernas les pesaban como plomo. Unos ruidos raros y furtivos corrían entre los matorrales y juncos a los lados del camino y si alzaban los ojos veían unas caras extrañas, retorcidas y nudosas, como sombras dibujadas en el cielo del crepúsculo, que los miraban asomándose a las barrancas y a los límites del bosque. Empezaban a tener la impresión de que todo aquel país era irreal y que avanzaban tropezando por un sueño ominoso que no llevaba a ninguna vigilia.
En el momento en que ya aminoraban el paso y parecía que iban a detenerse, advirtieron que el suelo se elevaba poco a poco. Las aguas murmuraban ahora. Alcanzaron a vislumbrar en la penumbra el resplandor blanco de la espuma del río que se precipitaba en una pequeña cascada. En seguida los árboles terminaron y la niebla quedó atrás. Salieron del bosque y se encontraron en una amplia extensión de hierbas. El río, estrecho y rápido, saltaba hacia ellos alegremente, reflejando aquí y allá la luz de las estrellas que ya brillaba en el cielo.
La hierba era allí corta y suave, como si la hubiesen segado. Detrás, los bordes del bosque parecían recortados como un cerco. El sendero era llano, estaba bien cuidado y bordeado de piedras y subía serpenteando a la cima de una loma herbosa, grisácea bajo el pálido cielo estrellado. Allí arriba en otra ladera parpadeaban las luces de una casa. El sendero bajó y subió de nuevo por una larga pendiente de césped hacia la luz. De pronto un rayo amarillo salió brillantemente de una puerta que acababa de abrirse. Era la casa de Tom Bombadil, sobre y bajo la colina. Detrás el terreno se elevaba gris y desnudo y más allá las sombras oscuras de las Quebradas se perdían en la noche del este.
Hobbits y poneys se precipitaron hacia adelante. Ya se habían quitado de encima la mitad de la fatiga y todo temor.
¡Hola, venid, alegre dol!
llegó a ellos la canción, como una bienvenida.
¡Hola, venid, alegre dol! ¡Bravos míos, saltad!
¡Hobbits, poneys, y todos, a la fiesta!
¡Que la alegría empiece! ¡Cantemos todos juntos!
Luego, otra voz, clara, joven y antigua como la primavera, como el canto de un agua gozosa que baja a la noche desde una mañana brillante en las colinas, cayó como plata hasta ellos:
¡Que los cantos empiecen! Cantemos todos juntos,
el sol y las estrellas, la luna, las nubes y la lluvia,
la luz en los capullos, el rocío en la pluma,
el viento en la colina, la campana en los brezos,
las cañas en la orilla, los lirios en el agua,
¡el viejo Tom Bombadil y la Hija del Río!
Y con esta canción los hobbits llegaron al umbral, envueltos todos en una luz dorada.
En casa de Tom Bombadil
Los cuatro hobbits franquearon el ancho umbral de piedra y se detuvieron, parpadeando. La habitación era larga y baja, iluminada por unas lámparas que colgaban de las vigas del cielo raso y en la mesa de madera oscura y pulida había muchas velas altas y amarillas, de llama brillante.
En el extremo opuesto de la habitación, mirando a la puerta de entrada, estaba sentada una mujer. Los cabellos rubios le caían en largas ondas sobre los hombros; llevaba una túnica verde, verde como las cañas jóvenes, salpicada con cuentas de plata como gotas de rocío y el cinturón era de oro, labrado como una cadena de azucenas y adornado con ojos de nomeolvides, azules y claros. A sus pies, en vasijas de cerámica verde y castaña, flotaban unos lirios de agua, de modo que la mujer parecía entronizada en medio de un estanque.
—¡Adelante, mis buenos invitados! —dijo y los hobbits supieron que era aquella voz clara la que habían oído en el camino.
Se adelantaron tímidamente unos pasos, haciendo reverencias, sintiéndose de algún modo sorprendidos y torpes, como gentes que habiendo golpeado una puerta para pedir un poco de agua, se encuentran de pronto ante una reina élfica, joven y hermosa, vestida con flores frescas. Pero antes de que pudieran pronunciar una palabra, la joven saltó ágilmente por encima de las fuentes de lirios y corrió riendo hacia ellos; y mientras corría la túnica verde susurraba como el viento en las riberas floridas de un río.
—¡Venid, queridos amigos! —dijo ella tomando a Frodo por la mano—. ¡Reíd y alegraos! Soy Baya de Oro, Hija del Río. —En seguida pasó rápidamente ante ellos y habiendo cerrado la puerta se volvió otra vez, extendiendo los brazos blancos.— ¡Cerremos las puertas a la noche! —dijo—. Quizá todavía tenéis miedo de la niebla, la sombra de los árboles, el agua profunda, las criaturas del bosque. ¡No temáis! Pues esta noche estáis bajo techo en casa de Tom Bombadil.
Los hobbits la miraron asombrados y ella los observó a su vez, uno a uno, sonriendo.
—¡Hermosa dama Baya de Oro! —dijo Frodo al fin, sintiendo en el corazón una alegría que no alcanzaba a entender. Estaba allí, inmóvil, como había estado otras veces escuchando las hermosas voces de los elfos, pero ahora el encantamiento era diferente, menos punzante y menos sublime, pero más profundo y más próximo al corazón humano; maravilloso, pero no ajeno—. ¡Hermosa dama Baya de Oro! —repitió—. Ahora me explico la alegría de esas canciones que oímos.
¡Oh delgada como vara de sauce!
¡Oh más clara que el agua clara!
¡Oh junco a orillas del estanque! ¡Hermosa Hija del Río!
¡Oh tiempo de primavera y tiempo de verano, y otra vez primavera!
¡Oh viento en la cascada y risa entre las hojas!
Frodo calló de pronto, balbuciendo, sorprendido al oírse decir esas palabras. Pero Baya de Oro rió.
—¡Bienvenido! — dijo —. No había oído que la gente de la Comarca fuera de lengua tan dulce. Pero entiendo que eres amigo de los elfos; así lo dicen la luz de tus ojos y el timbre de tu voz. ¡Un feliz encuentro! ¡Sentaos y esperemos al Señor de la casa! No tardará. Está atendiendo a vuestros animales cansados.
Los hobbits se sentaron complacidos en unas sillas bajas de mimbre, mientras Baya de Oro se ocupaba alrededor de la mesa; y los ojos de ellos seguían con deleite la fina gracia de los movimientos de la joven. De algún sitio detrás de la casa llegó el sonido de un canto. De cuando en cuando alcanzaban a oír, entre muchos
derry dol, alegre dol, y toca un don dilló
, unas palabras que se repetían:
El viejo Tom Bombadil es un sujeto sencillo,
de chaqueta azul brillante y zapatos amarillos.
Hermosa dama! —dijo Frodo al cabo de un rato —. Decidme, si mi pregunta no os parece tonta, ¿quién es Tom Bombadil?
—Es él —dijo Baya de Oro, dejando de moverse y sonriendo.
Frodo la miró inquisitivamente.
—Es como lo has visto —dijo ella respondiendo a la mirada de Frodo—. Es el Señor de la madera, el agua y las colinas.
—¿Entonces estas tierras extrañas le pertenecen?
—De ningún modo —dijo ella y la sonrisa se le apagó—. Eso sería en verdad una carga —susurró—. Los árboles y las hierbas y todas las cosas que crecen o viven en la región no tienen otro dueño que ellas mismas. Tom Bombadil es el Señor. Nadie ha atrapado nunca al viejo Tom caminando en el bosque, vadeando el río, saltando en lo alto de las colinas, a la luz o a la sombra. Tom Bombadil no tiene miedo. Es el Señor.
Se abrió una puerta y entró Tom Bombadil. Se había sacado el sombrero y unas hojas otoñales le coronaban los espesos cabellos castaños. Rió y yendo hacia Baya de Oro le tomó la mano.
—¡He aquí a mi hermosa señora! —dijo inclinándose hacia los hobbits—. ¡He aquí a mi Baya de Oro vestida de verde y plata con flores en la cintura! ¿Está la mesa puesta? Veo crema amarilla y panales, y pan blanco y manteca, leche, queso, hierbas verdes y cerezas maduras. ¿Alcanza para todos? ¿Está la cena lista?
—Está —respondió Baya de Oro—, pero quizá los huéspedes no lo estén.
Tom golpeó las manos y gritó: — ¡Tom, Tom! ¡Tus huéspedes están cansados y tú casi lo olvidaste! ¡Venid mis alegres amigos y Tom os refrescará! Os limpiaréis las manos sucias y os lavaréis las caras cansadas. Fuera esos abrigos embarcados. Peinad esas melenas enmarañadas.
Abrió la puerta y los hobbits lo siguieron por un corto pasadizo que doblaba a la derecha. Llegaron así a una habitación baja, de techo inclinado (un cobertizo, parecía, añadido al ala norte de la casa). Los muros eran de piedra, cubiertos en su mayor parte con esteras verdes y cortinas amarillas. El suelo era de losa, y encima habían puesto unos juncos verdes. A un lado, tendidos en el piso, había cuatro gruesos colchones recubiertos con mantas blancas. Contra el muro opuesto un banco largo sostenía unas cubetas de carro, y al lado se alineaban unas vasijas oscuras llenas de agua; algunas con agua fría y otras con agua caliente. Unas chinelas verdes esperaban junto a cada cama.
Al cabo de un rato, lavados y refrescados, los hobbits se sentaron a la mesa, dos a cada lado y en los extremos Baya de Oro y el Señor. Fue una comida larga y alegre. No faltó nada, aunque los hobbits comieron como sólo pueden comer unos hobbits famélicos. La bebida que en los tazones parecía ser simple agua fresca, se les subió a los corazones como vino y les desató las lenguas. Los invitados advirtieron de pronto que estaban cantando alegremente, como si eso fuera más fácil y natural que hablar.
Luego, Tom y Baya de Oro se levantaron y limpiaron rápidamente la mesa. Les ordenaron a los huéspedes que se quedaran quietos y los sentaron en sillas, los pies apoyados en un escabel. Un fuego llameaba ante ellos en la vasta chimenea, con un olor dulce, como madera de manzano. Cuando todo estuvo en orden, apagaron las luces de la habitación excepto una lámpara y un par de velas en los extremos de la chimenea. Baya de Oro se les acercó entonces con una vela en la mano y les deseó a cada uno una buena noche y un sueño profundo.
—Tened paz ahora —dijo—, ¡hasta la mañana! No prestéis atención a ningún ruido nocturno. Pues nada entra aquí por puertas y ventanas salvo el claro de luna, la luz de las estrellas y el viento que viene de las cumbres. ¡Buenas noches!
Baya de Oro dejó la habitación con un centelleo y un susurro y sus pasos se alejaron como un arroyo que desciende dulcemente de una colina sobre piedras frescas en la quietud de la noche.
Tom se sentó en silencio mientras los hobbits titubeaban pensando en las preguntas que no se habían animado a hacer durante la cena. El sueño les pesaba en los párpados. Al fin Frodo habló:
—¿Oísteis mi llamada, Señor, o llegasteis a nosotros sólo por casualidad?
Tom se movió como un hombre al que sacan de un sueño agradable. —¿Eh? ¿Qué? —dijo—. ¿Si oí tu llamada? No, no oí nada, estaba ocupado cantando. Fue la casualidad lo que me llevó allí, si quieres llamarlo casualidad. No estaba en mis planes, aunque os estaba esperando. Habíamos oído hablar de vosotros y sabíamos que andabais por el bosque, y que no tardaríais en llegar a orillas del río. Todos los senderos vienen hacia aquí, hacia el Tornasauce. El viejo Hombre-Sauce gris es un cantor poderoso y la gente pequeña escapa difícilmente de sus arteros laberintos. Pero Tom tenía que cumplir allí una misión y él no se hubiera atrevido a oponerse.
Tom cabeceó como luchando contra el sueño, pero continuó con una dulce voz:
Yo tenía allí una misión: recoger lirios de agua,
hojas verdes y lirios blancos para complacer a mi hermosa dama,
los últimos del año y preservarlos así del invierno,
para que florezcan a sus pies antes que las nieves se fundan.
Todos los años al fin del verano los busco para ella,
en una laguna profunda y clara, lejos bajando por el río;
allí se abren los primeros en primavera y allí duran más.
junto a esa laguna encontré hace tiempo a la Hija del Río,
la hermosa y joven Baya de Oro, sentada entre los juncos,
cantando dulcemente, y el corazón le golpeaba.